martes, 31 de enero de 2023

EL ROSTRO en EL ESPEJO y otros relatos... - de Mary E. Braddon



La Biblioteca de Carfax sigue desempolvando autor@s de terror que permanecían olvidados para goce del buen aficionado. Y si se trata de cuentos de fantasmas nada mejor que bucear en la época victoriana.

Esta antología de Mary Elizabeth Bradddon contiene seis historias de terror gótico que bajo su terciopelo opulento y añoso nos descubren maldiciones, fantasmas y casas encantadas en la mejor tradición inglesa. Los relatos son excelentes ejemplos de cómo crear una atmósfera inquietante y situaciones perturbadoras que nos llevan inexorablemente hasta la aparición espectral.

Un aspecto que llama la atención es que todas sus protagonista son mujeres y otro que las apariciones o amenazas son asumidas por los protagonistas como algo fatal e inevitable. Lo que se contradice con el hecho de que Mary Elizabeth Braddon fuera en su época una mujer transgresora que vivió bajo sus propias normas.  

Uno de los elementos que se repite en varios relatos es el espejo, objeto que cuenta con una gran tradición en la literatura fantástica. El espejo no sólo nos devuelve y multiplica la realidad hasta el horror, según Borges; sino que también puede arrastrar con él una maldición antigua e incluso pueden constituir una puerta de acceso para monstruos y fantasmas. 


En los relatos de Braddon nos anuncian aquello que no queremos (o debemos) saber. En el primero, "El rostro en el espejo", a través del azogue se nos anuncia la inminencia de nuestra muerte, mientras que en el segundo, "Ella", una joven descubre, en el estudio de una villa italiana heredada, un espejo veneciano que le muestra su futura decrepitud. El contraste entre el escenario idílico de Orange Grove y la sensación de fatalidad es enorme.
"Ayer, durante el crepúsculo, levanté la mirada de mi libro y la posé de manera casual en el antiguo espejo veneciano que está enfrente de mi escritorio y, gradualmente, abriéndose paso sobre la borrosa superficie, vi una cara que me observaba."
La joven Lotta caerá en la misma amarga curiosidad que su abuelo por "saber qué es lo peor que esa visión de futuro puede mostrarme". Y eso que el diario de su antepasado ya recoge la advertencia del poeta Horacio: "Tu ne quaesieris, scire nefas" ("No quieras saber, porque no está permitido".
Este relato de una mansión que te absorbe la vitalidad me recordó, de algún modo, a otro extraordinario de Elia Barceló, La Maga.

El tercero es uno de los mejores del volumen, "La sombra en la esquina", y nos traslada a la casona de un terrateniente en medio del campo inglés, en la que el hacendado se suicidó. Ahora vive allí un heredero de mente científica que busca una explicación para la maldición que se abre camino desde un rincón de la habitación del suicida. No se trata de una presencia o un fantasma, sino de una opresión, una invasión psicológica que te arrastra a las simas de la desesperación.

En otros relatos la amenaza viene determinada por una maldición o una venganza, como en "El visitante de Evelyn", una historia de venganza más allá de la muerte mezclada con unos visos de tentación. Aquí encontramos al joven Hector de Brissac que recibe la maldición de su primo André tras batirlo en duelo: volverá de la otra vida para atormentarle e interponerse ante todo lo que le suponga felicidad. Cuando Hector se casa con la joven e inocente Evelyne, ésta no sospecha que un hombre fantasmal la acechará constantemente hasta que ella misma acabe obsesionada con él. Aquí podemos apreciar ese principio de modernidad que la autora plasmó en sus ficciones; puesto que la presencia primero supone amenaza, pero posteriormente convertirse en una sensual tentación que embruja a la virginal Evelyn. 
Vendré a ti cuando tu vida parezca brillar. Me interpondré entre tú y lo que ames con más intensidad y consideres más preciado. Mi mano fantasmal verterá una gota de veneno en la copa de tu felicidad. Mi sombría forma apagará la luz del sol de tu vida. Hombres con una voluntad de hierro como la mía pueden hacer lo que les plazca, Hector de Brissac, y es mi voluntad atormentarte desde la muerte."
Ese atisbo de modernidad y cientifismo del que he hablado se puede apreciar en uno de los mejores relatos del libro, "La buena lady Ducayne", en cuyo comienzo encontramos a la jovencita Bella, de 18 años, que quiere ayudar a la economía familiar, pero en vez de ponerse a buscar un marido de posibles, acude a la oficina de empleo de la señorita Torpiner. La alegría de Bella es enorme cuando le anuncian un trabajo como dama de compañía de Lady Ducayne ¡por 100 libras al año!...lástima que una sombra se cierna sobre el asunto: todas las damas anteriores han muerto a los pocos meses a pesar de su juventud y lozanía. 
"Las personas que viven tanto como ella se convierten en esclavos de la vida. Me atrevería a decir que es generosa con esas pobres muchachas pero no puede hacerlas felices. Ellas mueren a su servicio."
Es un retrato sin fantasmas pero con un indudable deseo de posesión por parte de esta anciana que roba, como un vampiro, el vigor de sus doncellas.  


Braddon fue una autora superventas en su época y una mujer independiente y empoderada avant la lettre. Muy crítica con la sociedad que le tocó vivir; utilizó sus novelas para poner en entredicho la rigidez de su época. 

Escribió casi noventa novelas, más de ciento cincuenta relatos cortos, nueve obras de teatro y una colección de poesía. Comenzó su carrera en la década de 1860 y escribió durante los cincuenta años siguientes, por lo que experimentó los avances sociales, políticos e intelectuales de la Gran Bretaña victoriana. "Se adscribió a la "escuela sensacionalista", un género que desestabilizó la época victoriana al remover los ideales de género, raza y clase de la clase media. Junto con "La mujer de blanco" de Wilkie Collins (1860) y "East Lynne"  de Ellen Wood (1861), "El secreto de Lady Audley" de Braddon (1862) completa el trío de novelas que cambiaron la trayectoria de la ficción inglesa para siempre".*

Es evidente que estos relatos resultan ajenos a su vena más provocadora, aunque hay destellos de los estudios científicos y psicológicos que tuvieron lugar con el cambio de siglo. En "La buena Lady Ducayne" es el doctor Parravicini quien utiliza la ciencia para prolongar la vida de la vieja dama; mientras que en "La sombra en el rincón", el nuevo propietario de la mansión Wildheath Grange afronta con mente científica los terrores que provoca la habitación de su antepasado suicida: "un gramo de pruebas es mejor que un kilo de argumentaciones", piensa antes de ocupar él mismo la habitación.  
Los fantasmas y la atmósfera inquietante siguen contando pero ya los protagonistas no son tan crédulos como a principios del siglo XIX. 

Las críticas al papel de la mujer y a las convenciones sociales aparecen en el relato "Su última aparición", en el que una bella y misteriosa actriz apenas se deja ver en público a pesar de su enorme éxito, lo que provoca todo tipo de rumores. Bárbara está casa con un crápula que la golpea y maltrata, pero cuando sir Phillip comienza a pretenderla para rescatarla no obtiene el respaldo necesario.
"Este capitán Montagu era un hombre valioso y conocía bien los teatros y a la mayoría de los actores, entre ellos, a Jack Stowell (el marido de Bárbara)
-Es un tipo de lo mejor -le aseguró a sir Philip-. Una compañía excelente.
-Puede ser -contestó el caballero-. Pero golpea a su mujer y yo pretendo devolverle el golpe.
-¿Acaso, Philip, vas a convertirte en Don Quijote y enfrentarte a molinos de viento?"
Pero lo que nos ha traído hasta aquí es ese ambiente tétrico que tan bien se refleja "El rostro en el espejo"
"Desde aquel suceso, el ama de llaves juraba que, siempre que había tormenta en el mar, el viento, como un alma en pena, aullaba y se lamentaba por los largos pasillos de la mansión y que un espantoso sonido de agua goteando se dejaba oír en la habitación donde el malaventurado cadáver había yacido en espera de su funeral. Existían también unos misteriosos aposentos cuyas puertas desaparecían cada cierto tiempo, por lo que durante meses no se podía acceder a ellos. Cuando finalmente las puertas reaparecían, los muros de las estancias estaban cubiertos con diabólicos dibujos y sus muebles distribuidos de forma extraña."


*Extracto del prólogo de Janine Hatter de la Universidad de Hull

jueves, 26 de enero de 2023

EL PRODIGIO - de Sebastian Lelio

El Prodigio (The Wonder) - Irlanda, 2022


Esta es una película pequeña pero hecha con mucho gusto. Narra una visita científica a los páramos del fanatismo religioso en una remota aldea irlandesa durante 1860. Lo mejor es su tono, aséptico y duro como un diamante que va cortando el cristal de la superchería.

La filmografía del chileno Sebastián Lelio tiene unas constantes que se repiten en esta película: protagonistas femeninas en trance de rebeldía ante la vida o la sociedad como en Gloria (2013); o ante una comunidad cerrada que las asfixia, como en Disobedience (2017), con la que esta guarda alguna concomitancia. 

La historia es sencilla y directa. Estamos en Irlanda, en 1860, y la enfermera inglesa Lib Wright (Florence Pugh) es llamada a una aldea para evaluar el proceder de una niña de 11 años que lleva más de cuatro meses sin comer nada, pero manteniéndose inopinadamente sana. La joven Anna O´Donnell (una impresionante Kíla Lord Cassidy) es dulce y bondadosa y está entregada a su familia y a sus creencias religiosas. Aduce que lo que la mantiene es el maná de Dios (¿¡). Su familia la cree y cuida de ella amorosamente. Viven con sencillez y sólo pretenden gozar del calor que les proporciona un fervor religioso que los alivia del duro trabajo y miseria.

La película está basada en la novela homónima de Emma Donnague, publicada en 2016, e inspirada en hechos reales ocurridos en la época victoriana. En ese entonces, un grupo de niñas decidieron que no se alimentarían y que se mantendrían solo tomando agua. A este grupo se le denominó fasting girls.


Una comisión de hombres notables de la ciudad (médico, alcalde, sacerdote) decide que hay que vigilar a la joven día y noche para lograr esclarecer los hechos. Entre ellos la mayoría cree que puede haber milagro, mientras que algún otro espera una explicación científica o directamente un engaño. Las normas para el trabajo de la enferma son claras: ha de observar la vida diaria de la joven y tomar notas, pero en ningún momento podrá intervenir. Esto se convertirá en un problema cuando la niña empiece a enfermar y Lib –ante la obstinación de la niña- pretenda convencer a todos de que hay que obligarla a tomar alimento ante el riesgo de muerte. 

La convivencia tan íntima entre niña y enfermera las lleva hasta las confidencias y Lib descubre así el oscuro secreto que alienta la exaltación de la adolescente: tuvo un hermano que abusó de ella durante años antes de morir y ella cree que sólo inmolándose podrá salvar el alma de su perverso hermano. También le cuenta que cree en otra vida, en la que será más feliz, para la que ha elegido hasta el nombre que tendrá, Nan.

Bloqueada en su investigación y presionada por el cura y el médico para que confirme el milagro, Lib recibe el refuerzo del periodista Will (Tom Burke), originario de esa misma aldea y representante de la prensa amarillista. Él la convence de que sin duda todo es un fraude, lo que ayuda a Lib para redoblar su investigación. Aísla completamente a la niña y es entonces cuando su salud comienza a deteriorarse. La cuestión es que tanto ella como su familia y la comisión se muestran dispuestos al sacrificio final en aras del supuesto milagro. 


Las dos jóvenes defienden sus posturas con pasión y dado que Lib tuvo un hijo que murió a las pocas semanas, no está dispuesta a perder a quien ha reavivado en ella el instinto maternal.  Apoyándose en la creencia de Anna para acceder a otra vida, idea un plan: convence a la niña de que en su situación no tardará en morir, pero que efectivamente renacerá y se llamará Nan. A continuación le ofrece un poco de leche (que contiene opioides) y cuando ya está dormida la traslada a un lugar junto a una fuente que ella consideraba mágico en su infancia. Al recuperar la consciencia Lib utiliza su ingenuidad para convencerla de que ya es Nan y que tiene una vida por delante. Incendia la casa familiar para destruir cualquier prueba y escapa llevándose a la niña con la ayuda del periodista. 

¡Qué solución tan audaz! Utilizar las propias creencias de la niña para salvarla y hacerlo con una pira de fuego liberador.  



La película retrata la ardua batalla entre los hechos y la fe para revelar la causa de esta anorexia mirabilis. Y lo hace a fuego lento, con una puesta de escena elegante y pictórica.  Quizás se centra tanto en la enfermera que desatiende el contexto histórico o social de esa pequeña comunidad. Por ejemplo, poco o nada se desarrollan los personajes de la comisión local a pesar de contar con grandes actores como Toby Jones o Ciarán Hinds

He dicho que lo mejor es su tono, frío y atento a las turbulencias del alma. Pero hay dos asuntos más que añadir. Uno es la admirable interpretación de Florence Pugh, sentida y austera al mismo tiempo, aportando una gran credibilidad. Es una actriz joven pero ya muy contrastada como hemos podido ver en películas como Lady Macbeth (William Olroyd, 2016), Midsommar (Ari Aster, 2019), No te preocupes querida (Olivia Wilde, 2022) o en la estupenda serie La chica del tambor (Park Chan-wook, 2018).

El otro asunto a destacar es la fotografía de Ari Wegner que retrata con un innegable estilo pictórico esos espacios interiores de aspecto tenebrista, o esos páramos desoladores por donde pasean las dos protagonistas.

Finalmente hay que hablar del apunte metatextual que el director coloca tanto al principio como al final de la película. El film se inicia en el interior de un gran estudio y la cámara se dirige a la zona donde está montado el decorado en que nos sumergimos en Irlanda 1860. Mientras tanto una voz en off nos dice: "Hola, esto es el principio de una película llamada El Prodigio. La gente que vais a conocer, los personajes, creen en sus historias con total devoción. No somos nada sin historias. Así que os invitamos a creer en esta."

Del mismo modo, al final, la cámara se dirige al personaje que inició la película con su voz en off , el cual de pronto rompe la cuarta pared mirando a la cámara mientras dice, "dentro, fuera, dentro, fuera." Este mismo personaje, durante la película, le ha recordado a la científica enfermera que no somos nada sin historias: "Usted también necesita cuentos, los escribe en ese libro que lleva consigo".

No creo que esto añada gran cosa a la película, pero es verdad que se trata de una interesante reflexión metatextual sobre el tema central que trata: las creencias y el artificio que supone la suspensión de la incredulidad. Por no hablar de nuestra necesidad de historias. Me quedo con que nosotros, como espectadores, no estamos muy lejos de esos personajes que desean creer, aunque sepamos que en el fondo tiene que haber un truco. 

domingo, 22 de enero de 2023

CINCO LOBITOS - de Alauda Ruiz de Azúa


España, 2022


La directora y guionista Ruiz de Azúa logra colar su cámara en la habitación más íntima de dos madres de distinta época para contarnos una historia que acaba en el mismo callejón sin salida.

Amaia (Laia Costa) es una joven profesional que trabaja a nivel internacional y ante ella se abre un futuro halagüeño, pero de pronto todo queda en suspenso. Va a ser madre y su vida dará un vuelco. Su marido sigue trabajando mientras ella tiene que parar. Durante muchos momentos del día está sola y agobiada porque descubre que nadie le ha enseñado a ser madre. Para sentirse más arropada se muda a casa de sus padres (interpretados por unos impagables Susi Sánchez y Ramón Barea) en el País Vasco. Allí recibe un poco de consuelo y ayuda; pero descubre con sorpresa la amargura que corroe a su madre ante una vida vacía y un matrimonio que ya solo tiene costumbres.


Su madre trata al marido como a un trasto molesto. Afloran con contundencia la rutina y la frustración. También se atisba una aventura que tuvo con un vecino del pueblo. A Amaia todo lo de su madre le habla de insatisfacción y sueños rotos, mientras ella trata de lidiar con una maternidad absorbente y con un marido cada vez más alejado de ella, centrado en su trabajo. 
 
Mientras que el paralelismo que se establece entre las dos madres está desarrollado de forma sutil y compleja, la relación entre los dos jóvenes padres tiene un desarrollo más estereotipado. Ella está desbordada, tiene que decidir a cada instante cómo afrontar una maternidad que por momentos la supera. Mientras que él evade sus responsabilidades por causa del trabajo y su ausencia casi permanente. 

Lo que vemos en pantalla es a una madre primeriza con todas las alegrías, sinsabores y contradicciones que supone hoy en día. Amaia cree que su preparación y el mundo moderno le ofrecerían todo tipo de posibilidades; pero la maternidad la fuerza a sentirse cada vez más presa e impotente. No se lo puede creer. 

Sin embargo su frustración le ayudará a entender mejor a su madre. Ese duro aprendizaje es la esencia de esta película sencilla a más no poder y, por eso mismo, profunda e intensamente emotiva. Todo ello gracias a un guión transparente y unos actores que parecen vivir y no interpretar. 



Contraponer la maternidad de hoy con la de ayer nos revela que después de hablar durante mucho tiempo de conciliación, realmente es un asunto que socialmente está sin resolver y, lo que es peor, que cada mujer la afronta en solitario, buscando un imposible equilibrio entre aspiraciones, precariedad e incertidumbre. 

La directora declaraba que su empeño "consiste en anclar el cine a la verdad" y ese empeño lo logra con grandes dosis de autenticidad, emoción y honestidad. 

viernes, 20 de enero de 2023

BALADA de los LUGARES OLVIDADOS - de Olga Orozco

Jackson Pollock 

























Mis refugios más bellos,
los lugares que se adaptan mejor a los colores últimos de mi alma,
están hechos de todo lo que los otros olvidaron.

Son sitios solitarios excavados en la caricia de la hierba,
en una sombra de alas; en una canción que pasa;
regiones cuyos límites giran con los carruajes fantasmales
que transportan la niebla en el amanecer
y en cuyos cielos se dibujan nombres, viejas frases de amor,
juramentos ardientes como constelaciones de luciérnagas ebrias.

Algunas veces pasan poblaciones terrosas, acampan roncos trenes,
una pareja junta naranjas prodigiosas en el borde del mar,
una sola reliquia se propaga por toda la extensión.
Parecerían espejismos rotos,
recortes de fotografías arrancados de un álbum para orientar a la nostalgia,
pero tienen raíces más profundas que este suelo que se hunde,
estas puertas que huyen, estas paredes que se borran.

Son islas encantadas en las que sólo yo puedo ser la hechicera.

¿Y quién si no, sube las escaleras hacia aquellos desvanes entre nubes
donde la luz zumbaba enardecida en la miel de la siesta,
vuelve a abrir el arcón donde yacen los restos de una historia inclemente,
mil veces inmolada nada más que a delirios, nada más que a espumas,
y se prueba de nuevo los pedazos
como aquellos disfraces de las protagonistas invencibles,
el círculo de fuego con el que encandilaba al escorpión del tiempo?

¿Quién limpia con su aliento los cristales y remueve la lumbre del atardecer
en aquellas habitaciones donde la mesa era un altar de idolatría,
cada silla, un paisaje replegado después de cada viaje,
y el lecho, un tormentoso atajo hacia la otra orilla de los sueños;
aposentos profundos como redes suspendidas del cielo,
como los abrazos sin fin donde me deslizaba hasta rozar las plumas de la muerte,
hasta invertir las leyes del conocimiento y la caída?

¿Quién se interna en los parques con el soplo dorado de cada Navidad
y lava los follajes con un trapito gris que fue el pañuelo de las despedidas,
y entrelaza de nuevo los guirnaldas con un hilo de lágrimas,
repitiendo un fantástico ritual entre copas trizadas y absortos comensales,
mientras paleada en las doce uvas verdes de la redención—
una por cada mes, una por cada año, una por cada siglo de vacía indulgencia—
un ácido sabor menos mordiente que el del pan del olvido?

¿Por qué quién sino yo les cambia el agua a todos los recuerdos?
¿Quién incrusta el presente como un tajo ante las proyecciones del pasado?
¿Alguien trueca mis lámparas antiguas por sus lámparas nuevas?

Mis refugios más bellos son sitios solitarios a los que nadie va
y en los que sólo hay sombras que se animan cuando soy la hechicera.


Olga Orozco
en  La noche a la deriva (1984)


 

























Me fascinan los hallazgos metafóricos de la poetisa para hablar de la memoria en un poema en el que, paradójicamente, no aparece nombrada en su título y sí el olvido. 
El mayor es identificar al yo, sujeto activo memorístico, con una hechicera singular capaz de amparar e invocar los recuerdos.  
Una hechicera que dispone del secreto mapa de ese territorio de lugares necesariamente solitarios "a los que nadie va" y que sólo son significativos para ella puesto que "los otros olvidaron".
El yo memorístico se encarga de guardar y alimentar toda reminiscencia "¿Porque quién sino yo les cambia el agua a todos los recuerdos?", y el que las actualiza constantemente "¿quién incrusta el presente como un tajo entre las proyecciones del pasado?"
Por otra parte no considera a los recuerdos un simple ejercicio de nostalgia, puesto que tienen "raíces más profundas" y visitándolos son capaces de parar el tiempo: "el círculo de fuego con el que encandilaba al escorpión del tiempo".
Removiendo sus rescoldos hasta se puede revivir el amor, esos "abrazos sin fin donde me deslizaba hasta rozar las plumas de la muerte"; e incluso pueden llegar a "invertir las leyes del conocimiento y la caída"
Por supuesto el yo es el único que posee las claves para abrir y entender los recuerdos que ve como  "islas encantadas en las que sólo yo puedo ser la hechicera", la única que puede darlos vida con el propio aliento: "sólo hay sombras que se animan cuando soy la hechicera". 

lunes, 16 de enero de 2023

ALMAS GRISES - de Philippe Claudel


Aunque hay cuatro crímenes en este libro no se trata de una simple novela negra sino de algo más. El crimen principal tiene lugar en 1917 y no se resuelve hasta 20 años después mediante una recapitulación de los hechos que es lo que constituye la narración. Esta remembranza servirá para que todo, hechos y personajes, se decanten en un amargo ejercicio de memoria.
"No sé muy bien por dónde empezar. No es fácil. Ha pasado tanto tiempo y las palabras se han ido para siempre. Los rostros también, las sonrisas, las heridas. Aun así, debo tratar de explicar lo que ha estado comiendo en mi corazón estos últimos veinte años. Los remordimientos, las preguntas que me han agobiado. Debo clavar un cuchillo en el vientre de este misterio y hundir mis manos dentro, aunque nada puede cambiar lo que sucedió".
Así comienza el relato que hace un policía en primera persona sobre "El Caso", los hechos fatídicos que sacudieron un pueblo de Francia durante la Gran Guerra. Aunque tarde, la verdad debe aflorar, incluso aunque ya no importe. Por ello el relato rezuma una sensación de fracaso, un ajuste de cuentas con el pasado que más que una búsqueda de la verdad suena a intento de exculpación, tanto por lo que hizo como por lo que dejó de hacer. 

El policía narrador vuelve a aquellos hechos de hace dos décadas para apreciarlos en su justa extensión. De ahí que no caiga en florituras y busque la precisión del cuchillo para señalar los hechos fundamentales y crudos acompañados por las reflexiones que nos provoca el pasado y un intensa emoción. 

El escenario es un pueblo del norte de Francia donde las bombas de la Gran Guerra retumban a muy pocos kilómetros; lo cual no impide que allí la vida siga su curso. Esto es lo primero que llama la atención. La cercanía y lejanía de la guerra. Las fábricas que alberga el pueblo son esenciales y lo preservan del conflicto. Igual que a sus obreros. Sólo en alguna escena vemos a grupos de heridos cruzar la villa. Tampoco cae allí ninguna bomba. En cambio la conmoción vendrá dada por el asesinato de una niña de diez años, cuyo cadáver aparece al lado del canal helado en pleno enero. La novela nos parece indicar que la violencia desnuda de la guerra no es más que la otra cara de la moneda de la violencia soterrada que un pueblo apacible puede esconder. Posteriormente aparecerá también muerta la joven maestra que llegó a la escuela como sustituta. Estas muertes en tan plácido lugar serán por ello más desgarradoras y absurdas.

Maurice de Vlaminck - Une rue á Port Marly 1914-16



El narrador escribe frenéticamente volcando sus recuerdos en incontables cuadernos. Intenta desentrañar los misterios de un crimen perpetrado contra la inocencia. Escribe con un sentimiento de culpa, de quien sabe que hubo pasividad cuando no indiferencia por parte de una sociedad ensimismada y rígidamente estructurada. 

Tras el crimen de la pequeña Belle de Jour, el narrador nos da a conocer a las fuerzas vivas del pueblo: el médico, el juez, el fiscal, el militar, el cura, el tabernero y padre de la niña asesinada y a él mismo como policía. Todo ello nos permitirá profundizar en las pequeñas miserias de esta ciudad provinciana, cosa que Claudel hace con gran talento: la arrogancia del juez Mierck, un glotón que en plena escena del crimen insiste a un ayudante para que le traiga unos huevos duros. La soberbia del coronel Matziev, un adonis con galones muy aficionado a derramar sangre. La avaricia del tabernero que se estuvo forrando durante la guerra o la cobardía del alcalde que no se atrevió a exigir una investigación más profunda. Y, sobre todo, la petulancia del fiscal Pierre-Ange Destinat, un hombre adusto e inteligente que podría haber aspirado a un mejor cargo en una ciudad más relevante; pero eligió instalarse en la mansión familiar de las afueras del pueblo. Un hombre intransigente que acostumbra a imponer su opinión.
"Destinat nunca procesó a un criminal de carne y hueso; defendía una idea, simplemente una idea: su propia idea del bien y del mal."
El autor retrata una sociedad adormecida y clasista que será capaz de tapar el crimen achacándolo al primer desertor que pasa por el pueblo. En la confusión de la guerra nada es más fácil que encontrar un chivo expiatorio. Las escenas de tortura del pobre soldado para que confiese son espeluznantes. La actuación del juez y del coronel repugnante. Incluso ante el cadáver de la niña parece que se alegran porque el crimen les ofrece la posibilidad de ejercer su poder. Mientras esperan la confesión del soldado se deleitan en su mesa bien servida y se  jactan de que todo sigue el curso debido. 
Honoré Daumier - Dos abogados

La sentencia está decidida a pesar de contar con una testigo que contradice su versión; la cual es descalificada simplemente por tratarse de una pordiosera. Las cosas son de una manera, tienen un orden y su color es el gris. Todas estas figuras aparecen anestesiadas por su propio ego y ruindad y, sin duda, representan esa grisura a la que alude el título: Almas grises llenas de prejuicios, ajenas a la piedad, indiferentes al crimen y la injusticia, tal y como le dice la vieja Joséphine al narrador:

"-Cabrones, santos..., yo no he conocido a ninguno -dijo Joséphine encogiéndose de hombros-. Las cosas no son blancas ni negras, lo que reina es el gris. Los hombres, sus almas... pasa lo mismo. Tú eres un alma gris, rematadamente gris, como todos nosotros.  

El gris define todos los elementos de la historia. Es el color de la mediocridad y la cobardía.  
"En vista de lo que hizo, lo cual me dispongo a contar, a Matziev habría que encuadrarlo sin vacilar en la categoría de los cabrones, la más numerosa del mundo, la que se reproduce y medra con más facilidad, junto con la de los hipócritas".
El libro está impregnado de grisuras morales, pero también de tragedias particulares que están narradas de forma conmovedora. Una de ellas es la del narrador, que poco a poco va ganando espacio en el libro merced a la carga que soporta de dolor y culpabilidad. El examen de conciencia que lleva a cabo es punzante y muy convincente. Claudel narra con naturalidad y emoción, pero sin caer en lo sentimental; sabe ponernos en situación para entender el dolor, la injusticia o la pérdida como se demuestra en escenas tan palpitantes como cuando descubre el diario de la maestra asesinada, que le aporta la clave definitiva, o cuando rememora la muerte de su esposa Clémence; una tragedia que devastó su vida.   
"Yo también habría matado para que Clémence siguiera con vida. y también odiaba a los vivos. Y apuesto a que al Fiscal le ocurría lo mismo. Apuesto a que la vida le parecía un escupitajo lanzado a su cara."

obra de Rodin

La escritura de Claudel es sobria y de cadencia clásica. Las reflexiones que intercala sobre la Historia o la memoria son pertinentes, lo mismo que los meandros que recorre la trama para caracterizar con profundidad a cada personaje, aunque sea secundario.  Como la tía de Belle de Jour que murió a las pocas semanas del asesinato de su ahijada, o el soldado manco con el coincide el narrador en el hospital, mientras espera noticias de su mujer desangrada por un mal parto.
"Recuerdo que decía estar muy contento de haber perdido un brazo, y encima el izquierdo, una auténtica suerte, teniendo en cuenta que él era diestro. En seis días estaría en casa, y para siempre. Lejos de aquella guerra de cornudos, como la llamaba. Un brazo perdido, una vida ganada. Años de vida. lo repetía constantemente, enseñanza el brazo invisible. Incluso le había puesto un nombre: Zángano. Y le hablaba sin cesar, lo ponía por testigo, lo reñía, lo pinchaba. la felicidad depende de muy poco. A veces pende de un hilo, a veces, de un brazo. La guerra es el mundo al revés: consigue convertir a un mutilado en el hombre más feliz de la tierra. Aquél se llamaba León Castrie. Era de Morvan."
También aparece una reflexión que Claudel incluye en otras novelas (como El Informe de Brodeck) sobre la relación entre la “gran” Historia y los destinos particulares, así como sobre el papel que juega en nuestra vidas el testimonio y la memoria. 
"toda mi vida se resume en ese diálogo con unos cuantos muertos."
Precisamente los engranajes de la memoria son los que aportan a esta novela una estructura aparentemente caótica que, como un puzzle se va armando según la catarata de recuerdos va superponiendo nuevas revelaciones hasta iluminar su desolador final. 
Muy buena.






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Philippe Claudel
Nació en Nancy, Francia, en 1962. Es escritor y cineasta. Además de dar clases en liceos y en la Universidad de Nancy II (como profesor de Antropología Cultural y Literatura), dedicó su tiempo libre a enseñar a niños discapacitados y a presos.
Claudel construye relatos perturbadores y profundamente emotivos. Sus historias visitan las esquinas más sombrías del ser humano sin obviar los mecanismos que rigen las emociones de sus personajes. Publicó su primer libro, Meuse l’oubli, cuando tenía treinta y siete años.
Sus obras más destacables son (todas publicadas en Salamandra):
👉Almas grises con el que obtuvo el Premio Renaudot en el año 2003.
👉 Un año más tarde repitió éxito y premio con La nieta del señor Linh: Tras un penoso viaje en barco, un anciano desembarca en un país que podría ser Francia, donde no conoce a nadie y cuya lengua ignora. El señor Linh huye de una guerra que ha acabado con su familia y destrozado su aldea. Lo ha perdido todo menos a su nieta Sang Diu, que en su idioma significa «Mañana dulce”. Instalado en un piso de acogida conoce al señor Bark, un hombre robusto y afable cuya mujer ha fallecido recientemente. Un afecto espontáneo surge entre estos dos solitarios que hablan distintas lenguas, pero que son capaces de comprenderse.
👉En 2007 ganó el Premio Goncourt des Lycéens por El informe de Brodeck: Apenas ha transcurrido un año desde el final de la guerra cuando una muerte rompe la tranquilidad de un pequeño pueblo perdido en las montañas. El único extranjero del lugar, a quien llaman Der Anderer —el Otro, en alemán—, ha sido asesinado y todos los hombres de la localidad se confiesan autores del crimen. Todos menos Brodeck, quien recibe el encargo de redactar un informe sobre lo sucedido «para que quienes lo lean puedan comprender y perdonar»
👉Con El Archipiélago del Perro demostró su maestría al combinar elementos del género negro y la tragedia clásica. En esta ocasión, un hecho extraordinario sacude la monótona existencia de una pequeña comunidad, obligándola a poner de manifiesto su auténtico carácter, su egoísmo y estrechez de miras.
Situado en el Mediterráneo menos turístico, el archipiélago  es un enclave aislado del mundo donde los habitantes subsisten gracias a la pesca y la agricultura. Pero, de pronto, un consorcio internacional planea construir allí un complejo termal con el que todos confían enriquecerse. Sin embargo, un lunes de septiembre, el mar arroja a la orilla los cadáveres de tres jóvenes negros, un suceso que desencadena un agrio debate entre las personas con mando y poder en la isla, que discuten acaloradamente si dar una sepultura digna a los cuerpos u ocultarlos para evitar el escándalo. Una porfía que irá enconándose hasta romper el sosiego colectivo y transformar a esta pacífica gente en una turbamulta descontrolada capaz de provocar su propia aniquilación.
👉En Aromas reunió una colección de textos breves referidos a momentos rescatados de su memoria por el poder evocativo de los aromas que los acompañaron.
👉En 2022 vio la luz Inhumanos, un volumen de cuentos que presenta un catálogo de maldades atravesadas por un afilado humor negro y una profunda crítica social.

domingo, 1 de enero de 2023

LA SEÑORITA PERLA - de Guy de Maupassant




Serie Narraciones Extraordinarias



I
 




ué extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, para elegir como reina a la señorita Perla. Voy todos los años a celebrar la Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre, que era su camarada más íntimo, me llevaba allí cuando yo era solo un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.
     Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot o Pont-un-Mousson.
Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincias. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos! De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal acude a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí cómo se hace el gran aprovisionamiento.
     La señorita Perla, que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y si no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.
     Así, en guardia contra la hambruna, la señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Después de haber anotado muchos números se entrega, en primer lugar, a largos cálculos, y a continuación mantiene largas discusiones con la señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.
     Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.
     La señora Chantal y la señorita Perla hacen este viaje juntas, misteriosamente, y vuelven a la hora de cenar, extenuadas aunque todavía excitadas, agitadas y apretujadas en el cupé, donde el techo está cubierto de paquetes y bolsas, como en un carro de mudanzas.
     Para los Chantal toda la zona de París situada al otro lado del Sena está constituida por los barrios nuevos, barrios habitados por una población singular, ruidosa, poco honorable, que pasa los días en vicios y placeres, las noches en juerga, y que tira el dinero por las ventanas. De vez en cuando, sin embargo, llevan a las jóvenes hijas a la Opereta Cómica en el Teatro Francés, cuando la obra está recomendada en el periódico que lee el señor Chantal.
     Las jóvenes tienen diecinueve y dieciséis años. Son dos hermosas muchachas, altas y saludables, muy bien educadas, demasiado bien educadas, que pasan inadvertidas como dos bonitas muñecas. Jamás tendría la idea de flirtear o cortejar a las señoritas Chantal. Apenas se atreve uno a hablarles, siendo ellas tan inmaculadas. Casi se teme ser mal educado al saludarlas.



     En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy culto, muy franco, muy amable, pero que ama ante todo el reposo, la calma, la tranquilidad, y ha contribuido poderosamente, así, a momificar su familia por vivir a su gusto en una inmovilidad paralizante. Lee mucho, charla con agrado, y se conmueve con facilidad. La ausencia de contactos y de no abrirse paso a codazos en el mundo ha hecho muy sensible y delicada su epidermis, su epidermis moral. La menor cosa lo conmueve, lo excita, y le hace sufrir.
     Sin embargo los Chantal tienen relaciones, pero relaciones restringidas, elegidas con cuidado entre el vecindario. Intercambian también dos o tres visitas por año con parientes que viven lejos.
    En cuanto a mí, voy a cenar a su casa el quince de agosto y el Día de Reyes. Es parte de mis deberes con la Comunión Pascual para los Católicos.
     El 15 de agosto se invita a algunos amigos, pero en Reyes soy el único convidado extraño.



II


     Así que este año, como los anteriores, me invitaron a cenar a la casa de los Chantal para festejar la Epifanía.
     Según la costumbre, abracé al señor Chantal, a la señora Chantal y a la señorita Perla, e hice un gran saludo a las señoritas Luisa y Paulina. Me interrogaron sobre miles de cosas, sobre los acontecimientos en los paseos públicos, sobre la política, sobre lo que piensa la opinión pública de los negocios de Tonkin, y sobre nuestros parlamentarios. La señora Chantal, una señora gorda, cuyas ideas siempre me dan la impresión de ser cuadradas como baldosas, tenía la costumbre de emitir esta frase como conclusión a toda discusión política:
      ―Todo es mala semilla para más tarde.
     ¿Por qué siempre imaginé que las ideas de la señora Chantal eran cuadradas?. No sé; pero todo lo que ella dice toma esta forma en mi mente: un cuadrado, un cuadrado grande, con cuatro ángulos simétricos. Hay otras personas cuyas ideas siempre me parecen redondas y ruedan como unos aros. En cuanto empiezan una frase sobre cualquier cosa, ruedan, sin parar, saliendo diez, veinte, cincuenta ideas redondas, grandes y pequeñas, que yo veo correr una detrás de la otra, hasta el final del horizonte. Otras personas tienen también ideas puntiagudas…En fin, eso importa poco. Nos sentábamos a la mesa y la cena terminaba sin haber dicho nada excepcional.
     Al postre se trae la Torta de Reyes. Todos los años el señor Chantal era el rey. Si esto era efecto de un azar continuado o una tradición familiar, yo no lo sé, pero él encontraba infaliblemente el frijol en su pedazo de pastel, y él proclamaba reina a la señora Chantal. Por consiguiente, me quedé estupefacto cuando sentí en un bocado de pastel algo tan duro que casi me hizo romper un diente. Saqué suavemente esta cosa de mi boca y vi que era una pequeña muñeca de porcelana, no más grande que una judía. La sorpresa me hizo exclamar:
   –¡Ah!
   Todos me miraban, y Chantal exclamaba aplaudiendo:
    -¡Es Gastón! ¡Es Gastón! ¡Viva el rey! Viva el rey! Todos repetían a coro: ¡Viva el rey!
   Me ruboricé hasta la punta de mis orejas, como me sucede a menudo sin razón, en situaciones que son un poco tontas. Permanecí con los ojos bajos, sujetando entre dos dedos esta semilla de porcelana, esforzándome a reír sin saber qué hacer o decir, cuando Chantal prosiguió:
    –Ahora debe elegir una reina.
   Entonces yo estaba aterrorizado. En un segundo mil pensamientos y suposiciones cruzaron mi mente. ¿Querían que yo escogiera una de las señoritas Chantal? ¿Era este un truco para hacerme decir cuál de ellas prefería? ¿Era una suave, ligera presión indirecta de los padres hacia un posible matrimonio? Las ideas de matrimonio rondan sin cesar en las casas con hijas casaderas, y toman todas las formas, todos los disfraces y todos los medios. Un miedo atroz de comprometerme me invadió, y también una extrema timidez ante la actitud obstinadamente correcta y reservada de las señoritas Luisa y Paulina. Elegir a una de ellas en detrimento de la otra me parecía tan difícil como escoger entre dos gotas de agua. Y entonces el miedo de aventurarme en un asunto en que sería conducido al matrimonio a pesar mío, suavemente, por medios discretos e imperceptibles y también tranquilos, como este reinado intrascendente, me perturbaba horriblemente.

     Pero, de repente, tuve una inspiración y le ofrecí a la señorita Perla la muñeca simbólica. Al principio todo el mundo se sorprendió, luego apreciaron sin duda mi delicadeza y discreción, porque aplaudieron furiosamente. Gritaban:
    -¡Viva la reina!¡Viva la reina!
   En cuanto a ella, la pobre solterona había perdido toda su serenidad; temblaba, tartamudeaba y balbucía:
    -No… no… ¡Ah! No… yo no… por favor… yo no… por favor…
  Entonces, por primera vez en mi vida, miré a la señorita Perla y me pregunté quién era ella. Estaba acostumbrado a verla en esta casa, así como uno ve los viejos sillones tapizados en los cuales ha estado sentándose desde la niñez sin fijarse nunca en ellos. Un día, sin saber por qué, tal vez un rayo de sol que cae sobre el sillón, y uno piensa de repente: Vaya, es muy interesante este mueble; y entonces descubre que la madera ha sido trabajada por un verdadero artista y que el tapiz es notable. Nunca me había fijado en la señorita Perla.
     Era parte de la familia Chantal, eso era todo. ¿Pero cómo? ¿A título de qué?. Era una persona alta, delgada, que se esforzaba en pasar desapercibida, pero que no era apocada. Se le trataba amigablemente, mejor que a una ama de llaves, menos que a un pariente. Observé, de repente, una cantidad de matices que yo nunca había asociado hasta ahora.
     La señora Chantal decía: “Perla”. Las jóvenes: “señorita Perla”, y Chantal sólo la llamaba “señorita”, quizás con un aire de respeto mayor.
Me puse a observarla. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta años? Sí, cuarenta años. No era vieja, era joven, pero ella se envejecía. Me sorprendí de repente por este hecho. Ella se peinaba, se vestía, se presentaba ridículamente, y a pesar de todo, no era en lo más mínimo ridícula, tanto que tenía una gracia simple, natural, una gracia velada, cuidadosamente escondida. ¡Qué extraordinaria criatura, verdaderamente! ¿Cómo no la había observado mejor? Se peinaba de una manera grotesca, con ricitos de solterona de lo más absurdos; bajo esta cabellera de virgen retocada, se veía una gran frente serena, atravesada por dos arrugas profundas, dos arrugas de larga tristeza, luego dos ojos azules, grandes y tiernos, tan tímidos, tan vergonzosos, tan humildes; dos bellos ojos que permanecían tan ingenuos, plenos de asombros infantiles, de sensaciones jóvenes y también de penas que habían entrado enterneciéndolos sin turbarlos.
Todo el rostro era fino y mesurado, uno de esos rostros que se extinguen sin haber sido usados o marchitados por las fatigas o las grandes emociones de la vida.
     ¡Que boca tan bonita¡ ¡Qué dientes tan bellos! Pero se podía decir que no se atrevía a sonreír.
     Y, repentinamente, la comparé con la señora Chantal. Indudablemente la señorita Perla era mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más elegante.
     Estaba estupefacto de mis observaciones. Sirvieron el champaña. Dirigí mi vaso a la reina bebiendo a su salud con un cumplido bien estudiado. Quiso, yo me di cuenta, esconder su cara detrás de la servilleta. Entonces, cuando mojaba sus labios en el vino transparente, todos gritamos:
    -¡La reina bebe! ¡La reina bebe!
     Ella se puso roja y se atragantó. Nos reímos; aprecié bien cuánto la amaban en esa casa.



III


     En cuanto terminamos la cena Chantal me tomó por el brazo. Era la hora de su puro, una hora sagrada. Cuando estaba solo, salía a fumar a la calle; cuando había un invitado a cenar, subían a la sala de billar y fumaba mientras jugaba. Esa noche se había encendido la chimenea por ser Noche de Reyes; mi viejo amigo tomó su taco, uno muy fino, que lo frotó con tiza con gran cuidado; entonces dijo:
    –¡Te toca, mi muchacho!
  Me tuteaba, aunque yo tenía veinticinco años, pero él me había conocido desde niño.
  Empecé el juego. Hice algunas carambolas, fallé otras, pero como la imagen de la señorita Perla rondaba en mi cabeza, le pregunté de repente:
    –¿A propósito, señor Chantal, la señorita Perla es pariente suyo?
    Dejó de jugar, muy sorprendido, y me miró.
    –¿Qué no sabes? ¿No conoces la historia de la señorita Perla?
    –No.
    –¿Tu padre no te la contó nunca?
    –No.
  –¡Vaya, vaya, qué raro! ¡Realmente raro! Porque es toda una aventura.
Jean Béraud

   Hizo una pausa, y luego continuó:
   –Y si supieras cómo es de especial que me preguntes el día de hoy, en Noche de Reyes.
   –¿Por qué?
   –¡Ah! ¿Por qué? Escucha. Sucedió hace cuarenta y un años, un día como hoy, el día de Epifanía. Nosotros vivíamos entonces en Rouy-le-Tors, en las fortificaciones; pero primero tengo que describirte la casa para que puedas entender bien. Rouy se construyó en una colina, o más bien sobre un promontorio que domina una vasta región de praderas. Nosotros teníamos una casa allí con un bello jardín colgante, sostenido en el aire por los viejos muros de las fortificaciones. La casa miraba hacia el pueblo y la calle, mientras el jardín dominaba la llanura. Había también una puerta de salida del jardín a la campiña, al final de una escalera secreta que descendía por dentro de los muros, como se encuentra en las novelas. Un camino pasaba delante de esta puerta que estaba provista de una campana grande, para que los campesinos, evitando un rodeo, entregaran por allí las provisiones.
   ¿Te imaginas bien los lugares, verdad? Bien, ese año, antes de Reyes, había estado nevando durante una semana. Uno podría decir que era el fin del mundo. Cuando fuimos a los baluartes para contemplar la llanura, sentimos frío en el alma. Esta inmensa región blanca, toda blanca y helada, brillaba como si estuviera barnizada. Se podría decir que el buen Dios había empaquetado la tierra para enviarla al granero de los mundos antiguos. Puedo asegurarte que era muy triste.
     Vivíamos en familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas. Me casé con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo! Cómo desaparece una familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora cincuenta y seis.
   Así, íbamos a celebrar la Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
    –Hay un perro que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida. 
    No había terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía aullando sin cesar, y su aullido no cambiaba de lugar.
     Nos sentamos a la mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de nuestros dedos y que nos cortaron el aliento violentamente. Sentados, mirándonos con el tenedor en el aire, todavía estábamos escuchando sobrecogidos por una especie de miedo sobrenatural.
   Mi madre por fin habló:
   -Es extraño que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista, uno de estos señores lo acompañará.
     Mi tío Francisco se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
    –Toma un arma. No sabemos qué puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió inmediatamente con el sirviente.
   Nosotros continuábamos temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
    –Ya verán dijo que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve. Después de llamar la primera vez, viendo que la puerta no fue abierta inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y como no fue posible, volvió a nuestra puerta.
    La ausencia de nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió al fin, furioso, maldiciendo:
    –Nada, nada en absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado para hacerle callar.
   Volvimos a la cena, pero todos estábamos angustiados, sentíamos muy bien que esto no había terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento, sonaría otra vez.
    Y sonó justo en el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó con tanta fuerza que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber de qué se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años, corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
     Partimos inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían y yo iba detrás a pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el umbral de la puerta de la casa.
     Había estado nevando de nuevo durante la última hora y los árboles estaban cargados. Los pinos estaban doblados bajo el pesado vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar; apenas se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados, los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente. Sentía como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
    ―Por la gran… ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el cerdo!


     Era siniestro ver la llanura, o más bien sentirla delante de nosotros, porque no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso e interminable de nieve, en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas partes.
    Mi tío continuó:
    –Escuchen, de nuevo el perro aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo ganaremos.
   Pero mi padre que era de buen corazón, dijo:
   –Será mucho mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
    Así nos pusimos en marcha a través de la cortina de nieve que caía espesa y continua, que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía y enfriaba la carne, derritiéndose. La enfriaba con una sensación ardiente, como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños copos blancos.
    Nos hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del perro se hacía más claro, más fuerte. Mi tío gritó:
    –¡Aquí está!
   Nos detuvimos para observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros y lo vi; era espantoso y fantástico ver ese perro, un perro negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la nieve. No se movió, se calló y nos miró.
  Mi tío dijo:
   -Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
   Mi padre contestó con voz firme:
   –No, debemos agarrarlo.
  Entonces mi hermano Santiago agregó:
   –Pero no está solo. Hay algo a su lado.
  Había una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible de distinguir. Reanudamos la marcha con precaución.
  Cuando nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un aire amenazante. Parecía, más bien, contento de haber llamado la atención de la gente.
   Mi padre fue derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa de perro rodante, vimos en él a un bebé que dormía.
    Quedamos tan sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió la mano sobre el techo del coche y dijo:
    ―Pobre expósito abandonado, tú serás nuestro 
y ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
   Mi padre continuó, pensando en voz alta:
    ─Un niño, hijo del amor, cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía en memoria del Niño de Dios.
   Se detuvo y con toda su fuerza gritó cuatro veces, a través de la noche, hacia los cuatro rincones del cielo:
    ─Lo hemos encontrado.
   Luego, poniendo su mano en el hombro de su hermano, murmuró:
    一¿Y si hubieras disparado al perro, Francisco?
Mi tío no contestó, pero hizo en la sombra un gran signo de la cruz; era muy religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
    Se había soltado al perro y nosotros lo seguíamos.
    ¡Ah! Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
     Qué excitada, contenta y sorprendida estaba mamá y mis cuatro primas pequeñas (la más joven tenía sólo seis años); parecían cuatro gallinas alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche: aún dormía. Era una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa, diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, que papá ahorró para su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño de algún noble y una campesina del pueblo… o quizás… hicimos mil suposiciones y nunca supimos algo… ni una pista. El perro mismo no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la comarca. De todos modos, la persona que tocó tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos elegidos de ese modo.
     Así es cómo la señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa de los Chantal.
     Sólo más tarde se le llamó señorita Perla. Fue bautizada al principio: “María, Simona, Clara”. Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
     Puedo asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes, azules y curiosos.
    Nos sentamos a la mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por reina a la señorita Perla, así como usted ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le hacíamos.
     Así, la niña fue adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente, dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.

     Mi madre era una mujer de disciplina y gran respeto a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar, dulce y tiernamente, en la mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida, pero, no obstante, una extraña.
     Clara entendió la situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
     Mi madre misma se emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola “mi hija”. A veces, cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
    —Pero si es una perla, una verdadera perla esta niña.
    Este nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros como la señorita Perla.



IV


     El señor Chantal se detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y manipulando una bola con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos “el trapo de la tiza”. Un poco rojo, la voz sorda, hablaba para sí abismado en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas y los viejos sucesos que se despertaban en su mente; caminando a través de sus pensamientos como se camina por los antiguos jardines de la familia, donde fuimos criados y donde cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles perfumados, los tejos cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que constituyen el fondo mismo, la trama de la existencia.
     Yo estaba frente a él, recostado contra la pared y con las manos descansando en mi taco de billar ocioso.
     Él continuó al cabo de un minuto:
    —¡Jesús, qué bonita era a los dieciocho años… y graciosa… y perfecta… ¡Ah! ¡Hermosa… hermosa… hermosa y buena… muy buena…una muchacha encantadora… Tenía los ojos… los ojos azules… transparentes… claros… como yo nunca había visto parecidos… ¡Jamás!
    Se calló nuevamente. y entonces yo pregunté:
    –¿Por qué nunca se casó?
    Respondió, no a mí, sino a la palabra en pasado “casó”.
    –¿Por qué? ¿Por qué? No ha querido… nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos de dote, y fue solicitada muchas veces… ella nunca quiso. Parecía triste en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años.
    Miré al señor Chantal, y me pareció que podía leer en su alma, que penetraba repentinamente en uno de esos ocultos y crueles dramas de corazones honrados, sinceros y sin culpa; uno de esos dramas inconfesables, inexplorados, que no han sido conocidos por nadie, ni tan siquiera por las propias silenciosas y resignadas víctimas. 
Una aguda curiosidad me impelió de repente a preguntar:
    –¿Es usted con quién debió casarse, señor Chantal?
    Se estremeció, me miró y dijo:
    –¿Yo? ¿Casarme con quién?
    –Con la señorita Perla.
    –¿Por qué?
    –Porque usted la amaba más que a su prima.
   Me miró fijamente con ojos extraños y espantados, luego balbució:
    –¿Yo la he amado… yo? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?…
    –¡Nadie! pero se ve a la legua. Precisamente por ese motivo usted tardó tanto tiempo en desposar a su prima que estuvo esperando durante seis años.
   Chantal dejó caer la bola que tenía en la mano izquierda, tomó con las dos manos el trapo de la tiza y, cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos, la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en gárgaras.
    Yo me sentía turbado, avergonzado; quería marcharme lejos y no sabía qué decir, qué hacer ni qué intentar.
    De pronto la voz de la señora Chantal resonó en la escalera.
    –¿No han terminado aún de fumar?
     Abrí la puerta y grité:
    –Sí, señora, ya bajamos.
   Entonces me precipité hacia su marido y, tomándolo por los brazos le dije:
    –Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme, su mujer nos está llamando; serénese, domínese rápido. Debemos bajar, cálmese.
    –Sí… Sí… -tartamudeó él-  Ya voy… pobre muchacha… voy… dile que voy en seguida.
   Comenzó a limpiar cuidadosamente su cara con el trapo que, después de dos o tres años borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo con la frente, la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza y sus ojos enrojecidos aún por el llanto. 
   Lo tomé por las manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
    –Le pido perdón, le pido mil perdones, señor Chantal, por haberle causado esta pena… pero… pero… yo no sabía… usted entiende.
   Apretó mi mano:
    –Sí… sí… hay momentos difíciles…
   Entonces sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más mirándose en el espejo, le dije:
    -Todo lo que debe decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y así podrá llorar delante de todos tanto como usted desee.
   Bajó frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon. todos querían buscar la mota que no existía y se contaron casos semejantes en los que había sido necesario llamar a un médico.
Giovanni Boldini - Mary Donegani, 1869

   Acudí junto a la señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces ojos, tan grandes, tan tranquilos y tan rasgados que parecía que nunca los cerrase como lo hacen el resto de los mortales. Su vestido era un poco ridículo, un verdadero vestido de solterona que no le favorecía nada, aunque tampoco le hacía parecer rara.
    Me parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del señor Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esa vida humilde, simple y sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible de preguntarle, de saber, si ella también lo había amado; si había sufrido, como él, ese largo sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que no se sabe, que no se adivina, pero que aparece en la noche, en la soledad del dormitorio oscuro. La miraba, veía latir su corazón bajo su blusa bordada y me preguntaba si aquel dulce y cándido rostro había llorado, cada noche, en la profundidad suave de la almohada, si había sollozado entre sobresaltos, por la fiebre ardiente del lecho. 
    Le dije en voz baja, con timidez, como hacen los niños que rompen un juguete para ver lo que hay dentro:
    –Si usted hubiera visto llorar al señor Chantal hace un momento, le habría tenido lástima.
    
Ella se estremeció:
    –¿Qué? ¿Estaba llorando?
    –¡Ah! ¡Sí, estaba llorando!
    –¿Y por qué?
    Parecía muy conmovida. Yo le contesté:
    –Por su culpa.
    –¿Por mi culpa?

    –Sí. Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado casarse con su prima en lugar de usted.
   Su cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron repentinamente tan rápido que pareció que se cerraban para siempre. Se desplomó y cayo desde su silla al suelo, suavemente, como lo habría hecho un chal al caer. Yo grité:
    –¡Socorro!¡Socorro! La señorita Perla se siente mal. 
    La señora Chantal y sus hijas vinieron en su ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos, mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar; pero a intervalos también contento, pues me pareció que había hecho algo loable y necesario.
    Me preguntaba: “¿Hice mal? ¿Hice bien?” Ellos tenían eso en su alma como se guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serían ahora más felices? Era demasiado tarde para que recomenzara su tortura y bastante temprano para que recordaran su amor con ternura.
    Y puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de luna caído a sus pies sobre la hierba, se estrecharán la mano a través del ramaje, en memoria de todo aquel sufrimiento opresivo y cruel. Y quizás también ese breve contacto les pueda infundir en sus venas un poco de ese estremecimiento que no habrán conocido; dando a esas dos almas resucitadas en un segundo, la rápida y divina sensación de embriaguez, de esa locura que da más dicha a los enamorados, en un solo estremecimiento, de lo que puedan experimentar en toda su vida los demás mortales.




FIN


Mademoiselle Perle”,
Le Figaro, 1886