jueves, 31 de enero de 2019

EN MEMORIA de PAULINA - de Adolfo Bioy Casares




















Serie Narraciones Extraordinarias





iempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: "Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos". Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: "Las nuestras ya se reunieron". “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
    Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: "Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios". Pensé también: "En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo". Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
    La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
    Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: "Te quiero". Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.
    A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
     La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
     Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
    –Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.
    Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
     –Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

     Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.
     Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó:"Es hermoso como la primera pasión de una vida". Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
     Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
     Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
    Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. "Si ahora pudiera" (suspiré) "comunicarle mi pensamiento". En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
     Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
     –Paulina está mostrando la casa a Montero.
    Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: "Va a llamarla". Enseguida reapareció con Paulina y con Montero.
    Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
     –Es muy tarde. Me voy.
     Montero intervino rápidamente:
     –Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
     –Yo también té acompañaré–respondí.
     Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
     Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
     –Has olvidado mi regalo.
     Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
     No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: "Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer". Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: "una caparazón lo protege; No le llega lo que siente el interlocutor". Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
     Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
     Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
     Al verla, exclamé:
     –Estás cambiada.
    –Sí–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
     Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
     –Gracias–contesté.
    Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
  –Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.
   Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
    –Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
  Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
    –Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
     –¿Quién?–pregunté.
Enseguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
     Paulina contestó con naturalidad:
     –Julio Montero.
   La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
      –¿Van a casarse?
     No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
     Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.
     Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.
    Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.


    Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
    Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
     Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
     –Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
     Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:
     –Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
    Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
     Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
     –Buscaré un taxímetro–dije.
     Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
     –Adiós, querido.
     Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
     Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
     Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
    Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
    Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
     La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
     A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como.siempre:
     –¿,Tostado o blanco’?
     Le contesté, como siempre:
     –Blanco.
     Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
   Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
    Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
      Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
     Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano (“¡La mano!”, me dijo. “¡Ahora!”) me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.

     La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
     Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
   Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
     Paulina dijo:
     –Me voy. Julio me espera.
    Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
    Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: “Ha refrescado. Fue un simple chaparrón”. La calle estaba seca.
     Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
    No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara… De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
    Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
    Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
     Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: "Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten."
     ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

     Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
    Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
     La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. “Si no me duermo pronto”, pensé, “mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina”.
     Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
    Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
     Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
    No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
     Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
     Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
     No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
    Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
     Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
     –¿Dónde vive Montero?–le pregunté.
     Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
     –Montero está preso–contestó.
     No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
     –¿Cómo? ¿Lo ignoras?
     Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
    Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
     En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
     –¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
      Morgan se acordaba. Continué:
    –Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
    –Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
   Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero.  Afectando indiferencia, le pregunté:
     –¿Sabe que murió la señorita Paulina?
    –¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
     El hombre me miró inquisitivamente.
     –¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?
     Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
     Después me encontré frente al espejo, pensando: “Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación– una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino”. Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: "Nuestras almas ya se reunieron". Seguí pensando: “Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano”. Luego me dije: “Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte”.
     Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
     Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, sé preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
     Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.
     Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
     La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.
    Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
    La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
     Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
    No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
     Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.



En La Trama Celeste  (1948)








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Este es uno de mis quince cuentos favoritos. Bioy es un maestro de los juegos entre apariencia y realidad. En sus manos el tiempo y la memoria se reblandecen como los relojes de Dalíy hacen surgir nuevas realidades.

Hay tantas cosas maravillosas en este cuento. 
La melancolía que rezuma, la importancia de pequeños objetos que sirven como anclaje a una realidad evasiva, la investigación puramente mental del verdadero significado de un recuerdo, el relato amoroso de una decepción... 
Desde el mismo título que nos recuerda la expresión latina In memoriam (relacionado con los muertos) hasta ese comienzo tan rotundo, "Siempre quise a Paulina", que constata una pérdida transcendental, ¿Habrá un comienzo más melancólico?

"Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: "Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos".

En la primera línea el amor. En la segunda el recuerdo. Éstos son los extremos de la línea que dibuja el relato. Una línea sinuosa que se va atando a objetos inanes, como un bastidor de madera, un caballito verde o un espejo; porque su esencia es mera lucubración.


También encontramos un azote a los literatos esforzados y mediocres de los que el mundo está tan lleno: 
"Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo."
"Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad."


Y a la vez esos fulgores entre filosóficos y profundamente literarios que atraviesan los grandes relatos:  "Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: "Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios."

Cada vez que leo el cuento, siempre me pregunto sobre el modo tan natural como Bioy consigue que la realidad se desvanezca y se entrecruce con recuerdos y deseos de una forma tangible.

"Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos."   
Aquí está el inicio de la obsesión, de la investigación sobre la memoria. Pero también está la idea de que la vida es más plena en el recuerdo.

El caballito, el espejo y la lluvia se convierten en las claves de una intensa pesquisa intelectual. Sin duda el cuento es una historia de amor y de fantasmas con un enorme poder de evocación. 

domingo, 20 de enero de 2019

El VICIO del PODER - de Adam McKay

El Halcón podría haberse titulado esta película.
O La Hiena, 

fiera que también aparece en pantalla como metáfora de lo que se cuenta. 
Me viene a la mente tanta fauna porque, en muchos momentos, la película parece un documental que expusiera los hábitos de uno de los más grandes depredadores de los últimos tiempos, Dick Cheney, todopoderoso vicepresidente del pazguato George W. Bush en una época donde se inventaron guerras, armas de destrucción masiva y mentiras de alcance universal.

El montaje es un alarde de ritmo dando saltos en el tiempo e intercalando imágenes metafóricas como la de la hiena, una leona lanzándose al cuello de un antílope o ese Dick Cheney pescando en el río que se intercala en varias reuniones para simbolizar su carácter: paciente, silencioso y letal.

La película es un biopic de Dick Cheney, pero irónico y punzante desde el mismo título original -Vice- (en inglés "vice" hace alusión al vicepresidente, pero también significa vicio y corrupción). El caso es que el director y guionista no ha tenido que inventarse nada para mostrar la ignominia y criminalidad de este tipo. Los hechos estaban ahí, en los periódicos y las TV de todo el mundo. De joven, un patán y borracho que fue expulsado de la universidad; de adulto, un burócrata gris y silencioso que fue forjando su estilo en la administración Nixon junto a otro halcón ya experiementado, Donald Rumsfeld, al que en un momento dado le pregunta, "¿Cuáles son nuestros principios?" (los de los republicanos). La respuesta de Rumsfeld simplemente es reírse a carcajadas mientras se va al despacho. 

Así de militante es esta historia basada en hechos reales; aunque el director no le escamotea a Cheney ese otro lado humano, cariñoso y comprensivo que practicaba en su entorno familiar. Un tipo, en definitiva, a la vieja usanza. Implacable en los negocios y todo un padrazo en casa (tuvo un hija lesbiana a la que dio comprensión y amor a pesar de practicar una ideología furibunda contra todo lo que sea LGTBI).

Su carrera siguió como Secretario de Defensa con Bush padre y durante la Guerra del Golfo. Cuando llegaron los demócratas de Bill Clinton se pasó al sector privado como máximo mandatario de Halliburton, la empresa petrolífera que sacó beneficios millonarios de la invasión estadounidense de Kuwait. Cuando volvió a la política requerido por Bush hijo ya había triunfado y no necesitaba nada. Además conocía mejor que nadie los entresijos de la Administración de modo que, como un vesánico demiurgo, se dedicó a convertir en hechos su ideología depredadora.

A pesar de contar con pesos pesados de la interpretación, Amy Adams como la esposa, Steve Carell como Donald Rumsfeld o Sam Rockwell como W. Bush, sólo el matrimonio ofrece alguna profundidad. Ella decidida y fuerte. Él enamorado sinceramente de su mujer y padre protector a la vez que implacable, oportunista y sin más convicciones políticas que su ambición de poder. Luces y sombras.

Narrativamente la película es brillante. Diálogos chispeantes y cómicos (si no fuera porque nos dejan con la boca abierta por el modo tan descarnado en que se ejerce el poder), créditos a mitad de película y hasta una escena postcréditos para acabar de reírse del signo de los tiempos. También elige una voz narradora que se convierte en un recurso irónico magistral en su resolución y una serie de picos dramáticos muy bien dibujados que te llevan en volandas por las más de dos horas de metraje. Repasemos algunos.

La película comienza con el ataque de Al Qaeda a las Torres Gemelas y el vicepresidente junto a los miembros del gobierno presentes en la Casa Blanca son encerrados en el bunker presidencial. La voz en off detiene la imagen y nos señala cómo el rostro de todos es de máxima preocupación cuando no de terror... excepto el de Dick Cheney, que está tranquilo y cavilando.

Sí, muchachos, aquello tan repetido por el marketing más superficial, de que la palabra crisis en chino significa peligro+oportunidad; lo vio en ese momento Mr. Cheney con absoluta claridad. Al Qaeda le acaba de dar las llaves de la guerra indiscriminada, la tortura legalizada y la confabulación con la grandes empresas de energía estadounidenses para campar a sus anchas.
























Cuando acaba esta introducción tan reveladora, la película se embarca en una serie de flashbacks para mostrarnos de dónde viene este personaje. Y aquí llega otro momento dramático relevante. La vida del joven Cheney era disoluta y fracasada. Expulsado de la Universidad, con una trabajo vulgar y una vida de bronca y borrachera, lo coge su mujer y le canta las cuarenta. Aquí se demuestra que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, aunque en este caso se trate de una verdadera lady Macbeth que, retadora, le espeta:
"No puedo ir a una universidad elitista, ni dirigir una empresa o ser alcaldesa; ese mundo no está hecho para mujeres.¡Te necesito! Y ahora mismo tú eres un cero a la izquierda bien gordo y empapado de pis." 

¿No os recuerda a House of Cards? Una pareja unida por sus desmedidas ambiciones de poder y dispuesta a todo para conseguirlo y ejercerlo. En una conversación, la madre les advierte a sus hijas: Cuando alguien tiene poder, los demás sólo quieren quitárselo. Igualmente cuando el joven Cheney le pregunta a Rumsfeld por sus principios, nos evidencia su vacío ideológico e incluso filosófico. Un vacío que se llenará con el ansia de un poder que se justifica a sí mismo ejerciéndolo además, en base a sus turbios prejuicios.


Vayamos con una delicia táctica.
Con Cheney de CEO en Halliburton y W. Bush preparando las primarias, éste le llama para proponerle que sea su vicepresidente. Cheney calla. Se intercala una imagen suya pescando en el río. El candidato insiste pero Cheney duda, encaja la mandíbula y baja la cabeza. Está soltando el sedal, deja que la mosca y el anzuelo floten. El incauto joven Bush (magnífico como siempre Sam Rockwell) está perplejo, ¡le está ofreciendo un chollo y se resiste!

" - Qué me dices? Quiero que seas mi vicepresidente. Tienes que ser tú. Eres mi vice.
- Bueno...George, yo.....soy presidente de una gran empresa. He sido Secretario de Defensa y también he sido Jefe de Gabinete de la Casa Blanca. La Vicepresidencia es un puesto principalmente simbólico... pero si llegáramos a un acuerdo.... digamos diferente.....aceptaría.
Podría encargarme de tareas mundanas. supervisar las administraciones, el Ejército, la energía y la política exterior. ¿...?
- Sí, vale, eso me gusta. Entonces qué ¿lo hacemos o qué pasa?
- Me parece que....nos puede salir bien.
- ¡Cojonudo!"

Picó. 
Cheney acabó teniendo despacho y mando en la Casa Blanca, en el Congreso, en el Pentágono y hasta en la CÍA. Manejó con mano de hierro las riendas más importantes del poder con un solo objetivo, ejercerlo para beneficio suyo y de los suyos.
Otro momento en el que una sola imagen lo dice todo lo encontramos cuando ganan (quizás fraudulentamente) las elecciones presidenciales. Cheney llega a la Casa Blanca, abre la puerta el despacho oval pero se queda en el umbral, recortado como una sombra. El plano es perfectamente explícito: el despacho oval en ese momento está vacío y lo seguirá estando aún cuando llegue el incompetente Bush. El poder lo ejercerá esa sombra que está fuera del despacho presidencial. 

Uno de los asuntos más espeluznantes de lo que retrata McKay tiene que ver con la utilización de grupos de ensayo y opinión (focus group), abogados y lobbys que llevó a cabo Cheney. Hay que convencer a la gente de que quiere justo lo que tú quieres aunque vaya en contra de sus propios intereses. Wow. 
Un ejercicio del poder sin complejos ni cortapisas. 

Así se pueden elaborar informes falsos pero perfectamente creíbles sobre armas de destrucción masiva, se puede articular una teoría como la del Poder Ejecutivo Individual*, o se puede producir un vuelco en la opinión pública para que le parezca genial recortar impuestos a los más ricos. También EEUU puede seguir siendo un país que no tortura porque lo que practican son "técnicas de interrogación mejoradas".
Estos tipos dejan en pañales las payasadas de Donald Trump.

Quizás sea esta parte de insidias contra los intereses generales de la sociedad, confabulaciones petroleras y de contratistas militares la que aparece más desvaída en la película. Así como dejar a W. Bush como un simple florero en las decisiones de guerra y tortura. Hay mucha munición, más negra y malévola, que McKay ha dejado de lado y es una lástima. 

La última imagen que destacaré está justo al final. Cheney está en una entrevista y cuando le preguntan sobre su legado, se vuelve hacia la cámara y, rompiendo la cuarta pared, nos amonesta iracundo: no se arrepiente de nada, lo que hizo fue por deber a la patria, hay que ser muy valiente para hacer lo que debes aunque luego quedes como un monstruo, etc. "Me elegiste a mí y ha sido un privilegio servirte", llega a decir. 
¡Qué cabrón! Estos salvapatrias son todos iguales.


El contraste de esta imagen la coloca McKay después de los créditos: vemos a uno de los grupos de opinión debatiendo acaloradamente sobre la película que acabamos de ver. Un partidario de Trump la define como propaganda liberal y luego tiene una pelea con un demócrata. Mientras tanto una joven se vuelve hacia su amiga y le dice que está emocionada por la próxima película de Fast and Furious. Así está el mundo.












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Aunque sus temas y enfoques sobre lo más reciente y vergonzante de la historia de EEUU recuerdan al cineasta Oliver Stone, Adam McKay elige una forma propia, entre didáctica y guiñolesca para presentar los hechos. Didáctica fue La Gran Apuesta para meternos en los entresijos de la crisis/estafa de 2008 y guiñolesco me resulta este Vice. Pero a pesar de ello (o quizás por ello), la película toca asuntos de profundo calado político y moral como el uso torticero que la ultraderecha siempre hace de la seguridad o la Teoría del Poder Ejecutivo Personal que se invoca en la película. 
Cuando Cheney mira a cámara y nos suelta: si no apruebas mis métodos ¿qué ataque terrorista permitirías? Nos está diciendo que el fin justifica los medios y sobretodo que "sus" fines justifican "sus" medios.

En cuanto al Poder Individual y Ejecutivo que ostenta el Presidente, los asesores de Cheney lo definieron para liberar las decisiones presidenciales de cualquier traba de tipo legal, relativa al contrapeso del Congreso u otros. Él ostenta el poder ejecutivo y nadie puede parar su acción. Esta teoría sigue viva e incluso provoca el debate de constitucionalistas estadounidenses. 
Yo creo que una acción estrictamente personal, sin rendir cuentas a nadie, respecto a la vida y muerte de miles de personas, se acerca más a la tiranía que a cualquier figura democrática. En España Aznar también aprendió la coletilla. Solía decir "el gobierno tiene la obligación de gobernar" o "como presidente haré lo que tenga que hacer". Por supuesto quería subrayar que él tenía la responsabilidad moral de acometer acciones que quizás otros no tuviesen el coraje de tomar. Lo que escondía es que los intereses generales que aducía sólo estaban en el mensaje, no en la realidad: Él sólo servía a sus intereses particulares, presentarse al mundo junto a los más poderosos para parecer un gran estadista. 
Por cierto que en la película echo en falta la famosa foto de las Azores. Blair y hasta un joven Trump sí que salen; pero parece que allí no hacen cuenta de los mamporreros. 


ACTUALIZACIÓN. 
Justo esta semana acaba de tomar posesión en Andalucía el nuevo Gobierno del PP y Cs. Una de sus primeras medidas será suprimir el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales. Es un asunto que también sale en la película. Literalmente el responsable del focus group nos explica: Si queremos eliminar impuestos para los que tienen más de 2 millones no recibimos mucho apoyo; pero en cambio si lo denominamos un "impuesto a la muerte" el apoyo sube como la espuma. Como bien explica en este artículo Jesús Mota, esta decisión busca el aplauso fácil basándose en una falacia. ¿Cuántos andaluces van a recibir o transmitir una herencia de más de un millón de euros?:
"Hoy, en Andalucía solo pagan sucesiones las herencias superiores al millón de euros recibidos por heredero. Así que la supresión del impuesto (bonificación del 99% de la base liquidable) solo beneficiará a las herencias más altas. El argumento de que el ahorro fiscal aumentará el consumo no deja de ser una patraña. Para que esa filfa tuviera algún valor habría que explicar cuál es la propensión marginal al consumo; porque antes de las rebajas anunciadas los andaluces con más patrimonio ya disfrutaban de rentas más que suficientes para consumir y ahorrar."

Conseguir que la mayoría más pobre pague las obligaciones de la minoría más rica es un éxito inaudito pero no raro, gracias a políticos mediocres en inteligencia y honestidad moral. La deuda bancaria de esta última crisis la convirtieron en deuda soberana para que la paguemos entre todos. La gente común ha perdido sus casas, sus trabajos o han visto reducido su sueldo, mientras los prebostes mantuvieron sus mansiones, sus sueldazos y sus pensiones millonarias.
¡Y les he llamado mediocres!  ¡Es una jugada maestra! ¡Qué mundo!

miércoles, 16 de enero de 2019

ROMA - de Alfonso Cuarón


Roma es un viaje de regreso a la infancia. Un transparente poema con un enorme poder de evocación y una autenticidad desbordante.
Para Libo reza en su dedicatoria. 
El cariñoso apelativo de Liboria Rodríguez, la nana de ascendencia mixteca que acompañó y cuidó a toda la familia Cuarón durante años. Y es a través de la empleada doméstica Cleo (una maravillosa Yalitza Aparicio) como el director nos lleva a recorrer las estancias de aquella casa familiar que guarda en su memoria, situada en la Colonia Roma.
“El noventa por ciento de las escenas representadas en la película son escenas tomadas de mi memoria”, dijo Cuarón. “A veces directamente, a veces un poco más oblicuamente. Se trata de un momento que me dio forma, pero también un momento que dio forma a un país. Fue el comienzo de una larga transición en México”.
El ritmo de la película es lento como una rememoración que va desvelando sus recuerdos. Durante muchos minutos la película parece contemplativa, con una acción casi inexistente que se dedica a reproducir los actos cotidianos repetidos día tras día: Cleo sirviendo la mesa, haciendo la colada, saliendo al cine, limpiando la caca del perro...Pero lo que hay detrás y alrededor de fregar, lavar y cocinar es un deslumbrante fresco, íntimo y genuino, que nos sumerge en estas vidas y en el México de los años 70 y 71.

El relato siempre es intimista y familiar pero el fondo no está desdibujado, muy al contrario; sobre todo cuando los protagonistas se topan con “El Halconazo”, la masacre de Corpus Christi del 10 de junio de 1971. El ataque de un grupo paramilitar a los estudiantes que se manifestaban en contra del recorte presupuestario a la Universidad y a favor de la libertad política y de expresión. La jornada acabó con 100 estudiantes muertos y sigue siendo una de las páginas más oscuras de la historia de México. 

Del mismo modo podemos hablar de cómo se refleja la Ciudad de México en un momento convulso de su historia y el paralelismo que se establece con el relato de una familia mexicana de clase media que se desintegra. No menor es la audacia del director al establecer el protagonismo en una indígena mixteca, desarmando el arraigo tan grande que el clasismo y el racismo tienen en México, donde los indígenas salen muy poco en TV y nada en publicidad y comunicación social.

Pero "El Halconazo" sólo es un episodio de una película que son muchas y que huye de los grandes eventos para abrazar la cotidianidad. Resulta esclarecedor cómo "El Halconazo" está contado de forma tangencial, prácticamente visto desde las ventanas de una tienda de muebles; mientras la cámara se centra en alguien como Cleo, habituada a situarse en los márgenes de las vidas ajenas. Las idas y venidas de los niños al colegio, los ratos de solaz de las criadas o las tareas del hogar suman muchos minutos pausados y genuinos que contrastan con los pequeños y grandes dramas que se avecinan: el abandono del cabeza de familia, el embarazo inesperado de Cleo o la irrupción violenta de los paramilitares.

Cuarón da cuenta de todo ello pero se centra en la peripecia vital de las dos mujeres que marcaron su vida: su madre y una nana que es una más de la familia. Unidas ambas por el abandono de sus parejas se convierten también en metáforas de una sociedad escindida: amor/desamor, riqueza/pobreza, libertad/dictadura. En la película las mujeres “construyen un nuevo sentido de amor y solidaridad en un contexto de jerarquía social, donde la clase y la raza están perversamente entrelazadas”, tal y como reza la descripción de la película.

El director establece un paralelismo entre las vidas de Cleo y Sofia (Marina de Tavira), abandonadas por sus parejas y retrata su empoderamiento vital: "Estamos solas. No importa lo que te digan, siempre estamos solas", le dice Sofía a Cleo una noche que llega borracha y lista para enfrentar, después de meses, el abandono de su marido. 


Muchos son su valores. 
La recreación de la época es el más evidente porque salta de la pantalla y es el propio Cuarón el que, aparte de escribir, producir y dirigir la película, también la fotografía con un blanco y negro y un cadencia rítmica realmente hipnotizante. Creo que fue un familiar del director el que descubrió que los cajones de las cómodas en el set de rodaje ¡estaban llenos de ropa de la época!. Los coches, los programas de televisión, las tareas del día, las calles con las tiendas y el griterío de sus vendedores ambulantes, logran trasladarnos el ambiente, los ecos y hasta los olores de aquella época en la Colonia Roma, barrio cercano al centro donde, a principios del siglo XX, se asentó la clase media alta mexicana.

Cleo llega corriendo a la bulliciosa Avenida Insurgentes
Pero no solo hay que dar cuenta de la magnífica recreación de la época. La narrativa cinematográfica de Cuarón brilla en todo su esplendor, sin fatuos alardes, siempre al servicio de potenciar la expresividad de lo que cuenta. Filmada íntegramente en 65 milímetros, hay muchas panorámicas rematadas simplemente con un pequeño giro de cámara. Como si estuviéramos viendo algo que de verdad ocurre a nuestro alrededor. El foco actúa como un activador de recuerdos, los que el autor tiene fijados en rincones y tareas. El blanco y negro añade esa pátina de pasado casi legendario. También, y en general, el ritmo de los planos es lento, como recuperando el ritmo de una época donde había tiempo para jugar o para ver la tele en familia. Uno de los aspectos más expresivos de la cinta son la multitud de largos planos secuencia que nos ayudan y, diría más, nos obligan a sumergirnos en ella. Tres secuencias voy a subrayar.

La del parto de Cleo que recuerda inevitablemente otro impactante parto rodado por Cuarón en Hijos de los hombres. La tensión sobre si el niño sobrevivirá no te suelta del cuello porque el plano no se cierra y hemos de mirar, sin parpadear, mientras se alumbra al niño y se le intenta recuperar allí mismo, en directo. Hasta que no se acaba todo no se cierra el plano... y nosotros volvemos a respirar.
















La otra secuencia es un traveling en el que acompañamos a Cleo, la abuela y los niños mientras van al cine. En un momento dado uno de los niños  se escapa corriendo, "nos vemos en el cine" grita; y Cleo tiene que recorrer al trote varias manzanas desde una calle lateral hasta desembocar en la bulliciosa Avenida Insurgentes esquina Baja California donde se encontraba el cine Las Américas. El traveling recorre varias manzanas con sus tiendecitas y el contraste del tráfico de personas y coches entre una calle y otra es tremendo. Allí parece que se cifra el cambio de México y la aceleración del tiempo: la tranquilidad de la casa y la familia enfrentada a los cambios que se están produciendo en la sociedad mexicana.

Finalmente destacaré el plano secuencia en el que Cleo está en la playa cuidando los niños. A ella no le gusta el mar ni sabe nadar y la madre se va al auto apercibiendo a los niños de que jueguen en la orilla. La cámara siempre está con Cleo que les grita a los niños que no se alejen; pero en pocos segundos el peligro acecha y los niños empiezan a gritar. El plano permanece abierto y continuo; nuestro corazón se acelera como el de Cleo. La vemos reaccionar e ir hacia el agua, donde se mete decidida, sin importarle que las olas van subiendo hasta pasarle por encima. Ella avanza y no duda, el plano no se cierra mientras el agua y su fragor van in crescendo como nuestra inquietud. Cleo continua hasta recuperar a los dos niños y vuelve a la playa. La madre llega corriendo y todos forman una montaña sobre Cleo, el verdadero sostén de todos ellos. Sólo entonces ella suelta toda la tensión y reconoce que no quería que su bebé naciera. Ella está dedicada en cuerpo y alma a "sus" niños.


Lo que cuenta Cuarón en estos minutos y cómo lo cuenta, convierten a esta secuencia en algo verdaderamente estremecedor.


Y así llegamos al sonido, otro de los aspectos técnicos más cuidados de la cinta. Tanto este mar que va creciendo atronador, como los sonidos de la calle (el afilador o la banda de tambores y trompetas que practica en la calle) o el tráfico de personas y coches en la Avenida Insurgentes, así como los gritos de los vendedores ambulantes o las consignas de los estudiantes que se manifiestan y los posteriores disparos que los reprimen; todo el ambiente sonoro tiene una presencia inmersiva y una relevancia formidable. 

El concepto del sonido está integrado en la narración como pocas veces ocurre. Ocupa espacios más allá de la pantalla y utiliza el volumen y los distintos canales para generar una profunda inmersión en los ambientes. El sonido, ha admitido Cuarón, es un elemento clave en la trama: “Está refiriendo un espacio que está más allá de lo que se está viendo en el cuadro, es un espacio que continúa”. Y te traslada a la ciudad de México, podemos concluir. 

Y llegamos al final con una escena muy sencilla de nuevo, como toda la película; pero repleta de significado. Cleo asciende por la escalera exterior hacia la azotea y la cámara que la sigue, continúa hasta el cielo por donde cruza un avión.  Se cierra así la cinta del mismo modo que se abre, con un avión cruzando el cielo, una especie de plano y contraplano. 


Pero mientras en la imagen inicial el avión está reflejado en un charco del suelo que friega Cleo (plano picado, tierra, vida cerrada), el avión del final recorre un cielo abierto (contrapicado, futuro, espacio abierto). Según ha revelado Cuarón, las aeronaves cruzando el cielo de México le sirvieron para trasmitir también la idea de que las situaciones por las que atravesaban los personajes eran transitorias y que había un universo más allá de sus contextos personales.

Esta es la gramática que utiliza el director a lo largo de la cinta. Planos y situaciones muy sencillas a los que logra preñar de evocación y significado: cuando el padre (Fernando Grediaga) aparece por primera vez en pantalla sólo vemos planos de detalle mientras aparca el voluminoso Ford Galaxy: sus manos, el cenicero lleno de colillas, el espejo exterior que casi roza la pared, las maniobras precisas atrás y adelante: un hombre minucioso que aparece ajeno a la vida familiar. Cuando los niños están jugando alrededor de Cleo mientras ésta hace la colada, uno de ellos se hace el muerto y ante el requerimiento de Cleo para que se levante dice: "no puedo, estoy muerto". Entonces Cleo lo imita y se tumba. A los pocos segundos dice: "me gusta estar muerta" (descansando de una vida llena de tareas y obligaciones). No menos significativa resulta la imagen de "El Halconazo" donde una mujer pide auxilio mientras mece a un hombre agonizante en sus brazos (podéis verla más arriba y decidme si no os recuerda a La Piedad de Miguel Ángel).


Llena de hermosos detalles, son los momentos más cotidianos lo que otorgan a Roma su inmensa capacidad de evocación de un tiempo y un espacio vital. Las dos criadas haciendo gimnasia a la luz de las velas antes de acostarse porque la señora odia que gasten luz, el póster del mundial de fútbol de 1970, las reiteradas cacas del perro, los juegos de los niños, las visitas de Cleo al cine, la colada en la azotea, los silbidos y proclamas de los vendedores ambulantes, el recorrido de Cleo por barrios miserables en busca de su novio huido, el entrenamiento paramilitar de unos jóvenes captados por las cloacas del estado. Asuntos nimios, de personas comunes, que por sí mismos hacen respiran cada plano de esta película.



















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Finalmente, hay que hablar de las plataformas de streaming, dado que esta película está producida por Netflix y su estreno se ha producido allí (y en algunos cines seleccionados).


Algunos periodistas y cineastas han acusado a Cuarón de tirar piedras contra su propio tejado, aduciendo que las plataformas digitales son un ataque al cine. Pero la postura de Cuarón es nítida: Preguntado en el pasado Festival de Venecia, Alfonso Cuarón respondió con una pregunta: “Ustedes son gente de cine, ¿cuándo fue la última vez que vieron una película de Robert Bresson en la gran pantalla?”. El francés estrenó algunas de sus obras más aclamadas entre los años 50 y 60, por lo que, fuera de proyecciones especiales de Filmoteca, es probable que la respuesta de gran parte de los presentes fuese “nunca”.

“Tarde o temprano nuestras películas van a vivir en ese formato, y no creo que haya que enfrentarlo con el visionado en salas: hay que encontrar una manera de que vivan de forma armónica”.
Lo importante es que los espectadores tengan la opción de elegir y que, al final, la película “no se pierda en el tiempo”
Completamente de acuerdo.




Bonus Track 1
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