sábado, 27 de julio de 2019

Los PAPELES SALVAJES - de Marosa di Giorgio



Marosa di Giogio fue una de las grandes innovadoras de la literatura uruguaya. Nació en Salto, el 16 de junio de 1932 y murió en Montevideo en 2004.

"Vine a la luz en este florido y espejeante Salto del Uruguay, hace un siglo, o ayer mismo, o mismo ahora, porque a cada instante estoy naciendo. Era por junio y por domingo y a mitad del día. Imagino el rostro pálido de mi madre, y más allá a los campos con la escarcha crecida –como mármol levísimo, lúcido, adecuado sólo para construir estatuas de ángeles- y con las telarañas cargadas de perlas, y las naranjas como bombas de oro, olvidado ya el azaharero origen.”

Era tímida pero deslumbrante. Tenía una melena roja llameante, vestía túnicas y largos collares que la convertían en una especie de sacerdotisa. Se encendía cuando recitaba sus poemas. Recorrió el mundo actuando en unos recitales poéticos que dejaban al personal anonadado. De ello pueden dar cuenta Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. Era carismática, visionaria y lírica. “Su estilo es muy peculiar, se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”, afirma César Aira en Diccionario de autores latinoamericanos. Su voz poética rehúsa cualquier tipo de clasificación, sólo es idéntica a sí misma. En su estilo no hay evolución, nació formado. Su lenguaje es poderosamente visual y metafórico, en él suele reverberar la infancia.

"Yo escribo sin rumbos, ni proyectos, ni fin alguno. Soy una princesa desnuda y descalza, una monja un poco gitana, esperando que le caiga, desde el cielo, algo a las manos. Algo, como ser, una vara de gladiolo, una rata. No necesito más." Declaró la poetisa.

De apariencia sencilla y con la forma de la prosa, su obra resplandece con una especie de panteísmo extravagante donde se agitan y mezclan lo animal y lo vegetal con lo sagrado y lo erótico. En sus poemas la vida, el sexo y la muerte se observan con una despojada inocencia infantil. Los animales y las plantas aparecen como seres exaltados que, visitados por ángeles y duendes, alimentan un sustrato mitológico propio. Su poesía es una mezcla de lirismo, surrealismo y poder alucinatorio. Como una diosa o "una sacerdotisa gaélica" es capaz de convocar a seres y poderes ocultos, genealogías imaginarias y una naturaleza exuberante que se enardece bajo su conjuro.

Publicó su primer libro, Poemas, en 1953. Luego le siguieron Humo (1955), Druida (1959), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1965), La guerra de los huertos (1971) y un puñado más de títulos de poesía que han sido compilados en Los papeles salvajes (Adriana Hidalgo Editora). También escribió relatos eróticos (Misales y Camino de las pedrerías) y una sola novela, Reina Amelia.

Marosa di Giorgio decidió reunir su obra poética bajo el titulo Los Papeles Salvajes. El libro fue inicialmente editado en Montevideo, en dos volúmenes, a finales de los ochenta. Posteriormente, a partir de 2008, se editó en un solo volumen que difiere de las ediciones anteriores tanto en extensión como en contenido. En dicho volumen se incluye, a manera de prólogo, un texto recuperado de 1959 y a manera de epílogo una síntesis biográfica realizada por el encargado de la edición. Se publica por primera vez, además del conjunto de los 14 poemarios de la autora, el texto íntegro de Diamelas… y su libro póstumo, Pasajes de un memorial al abuelo toscano Eugenio Médici, concluido meses antes de su fallecimiento. 














 

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado

 

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se
alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la
noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí.
Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande,
con rizos, vestido celeste.
Un picaflor le trabaja el sexo.
Ella brama y llora.
Y el pájaro no se detiene.


                                  ✱✱✻✱✱



Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio...

Los hongos nacen en silencio; algunos nacen en silencio;
otros, con un breve alarido, un leve trueno. Unos son
blancos, otros rosados, ése es gris y parece una paloma,
la estatua de una paloma; otros son dorados o morados.
Cada uno trae –y eso es lo terrible-- la inicial del muerto
de donde procede. Yo no me atrevo a devorarlos; esa carne
levísima es pariente nuestra.
Pero, aparece en la tarde el comprador de hongos y
empieza la siega. Mi madre da permiso. Él elige como un
águila. Ese blanco como el azúcar, uno rosado, uno gris.
Mamá no se da cuenta de que vende a su raza.



                                  ✱✱✻✱✱



Anoche entró, sin abrir la puerta, la sacerdotisa gaélica, de la cual soy viva reencarnación. Traía un traje azul o bermellón; no pude ver. Lleno de inscripciones. Y las varillas de nogal, más numerosas que los dedos, con las cuales trazó las palabras rúnicas de la gloria y la soledad. 
No quería mirarla ni preguntarle, pues, era yo, y tenía miedo de que se insumiera en mí. 
Giraba lentamente como en una representación. 
Hubo un rotundo olor a muérdago y manzanar. 
Hasta que le vi el pie de fuego y se fue sin abrir la puerta. 
Una pequeña víbora destellante puso un huevo, pequeño, sobre el que había la mismísima inscripción. 
Después de unos segundos como siempre me dormí. 
Y, como siempre, cuento lo que vi.



                                 ✱✱✻✱✱




Empezaron a caer mariposas, redondas, chicas, con más hojas de las necesarias, color verde manzano, manzana muy verde, rosa leve, rosa granate. Caían por toda la mesa, las sillas, el piso y el sofá. Caían afuera y dentro, perpetuamente.

Haciendo un rumor de hojas secas, de papeles; parecían hablar entre ellas. Llegaron del este, en bandadas; del sur, en grandes bandas; del oeste, en polvareda; del norte, en llamaradas.

Hasta que bajaron al caldo y a los platos. Dimos un grito. Y nos acostumbramos a que formaran parte del caldo. La abuela —tan diestra— las trató con azúcar y las ponía sobre los postres, integrándoles.

Mamá las cosió —porque se podía—, en los ruedos; e hizo con ellas guías, mosquiteros y coronas.

Unos dijeron que no íbamos a sobrevivir.

Otros dijeron que era una negra desgracia.

Otros que era una desgracia fina y exquisita.

Y otros gritaron que simplemente no era cierto.

Que veíamos todo eso porque ya estábamos muertos.




                                  ✱✱✻✱✱




Anoche llegaron murciélagos


Anoche llegaron murciélagos.

Si no los llamo, ellos, igual, vienen.

Venían con las alas negras y el racimo.

Cayeron adentro de mi vestido blanco. De todas las rosas y camelias que he reunido en estos años. Y en la canasta de claveles y de fresias. La Virgen María dio un grito y atravesó todas las salas; con el pelo hasta el suelo y las dalias.

Las perlas, almendras y pastillas, las frutas de cristal y almíbar, que vivían en fruteras y cajas de porcelana, quedaron negras, y volvieron a ser claras, pero como muertas.

Yo me erguí. Goteaban sangre mi pañuelo blanco y mi garganta.





                                  ✱✱✻✱✱




Deja tu comarca entre las fieras y los lirios


Deja tu comarca entre las fieras y los lirios. Y ven a mí esta noche oh, mi amado, monstruo de almíbar, novio de tulipán, asesino de hojas dulces. Así, aquella noche lo clamaba yo, de portal en portal, junto a la pared pálida como un hueso, todo llena de un miedo irisado y de un oscuro amor. Ya era la edad en que las abuelas habían retrocedido a moradas de subtierra y sólo sus almas perduraban encadenadas a las lámparas estremeciendo mariposas verdes y amarillas a la hora de los fuegos y los rezos. ¡Oh, mi amor!— lo clamaba yo, de puerta en puerta, de muro en muro- perdí mis trenzas, estoy desnuda, se cayó el sándalo de los medallones, la luna paró sobre las chimeneas su trineo de coral. Y no vienes, hombre, rosa, crimen, corazón. Voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Voy a matar los panales. Me has hecho imaginar inútilmente tus médulas de sándalo, tu corazón de fuego. Ahora, reirán de mí las muertas que se acuerdan de tu amor. Así mentía yo, abrazada a su melena de oro, a su terrible miel. Él hablaba una lengua casi inteligible; pero, un rocío voraz, una lepra de flores, le terminaba el rostro. Y dentro estaban el azúcar y las cruces y los espejos con olor a jacintos. Nos acercamos a la mesa. Las abuelas renacieron en las lámparas. Le dije que iba a guardarlo, que iba a besarlo, que iba a guardar su corazón entre las piñas y los licores y las medallas. Otra vez jardín y sombras y columnas rotas y los cisnes serios como hombres. Empecé a matarlo. Porque no digas mi amor a nadie—a entreabrirle los pétalos del pecho, a sacarle el corazón. Él se apoyó en mi brazo, le latía con locura el almíbar de los dedos. Empezó a morir. Cerca del bosque empezó a morir. Rompí a llorar. Voy a matar los panales; voy a quebrar las almendras, a comer alabastro amargo. Su muerte siguió a lo largo del bosque. Quise recogerla en mi saya, reunirla en mis brazos, abrazarla. Voy a tener hijos de almíbar y de pétalos y no podrán besarte, oh, mi novio de miel, mi tulipán. Lloraba desesperadamente. Quería juntar los pétalos, reconstruir la miel, sacarlo de la muerte, ganarlo para siempre, que no tuviera fin este poema.





                                    ✱✱✻✱✱


Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto


Había nacido con zapatos. Rojos, finos, de taco alto,
que fueron la desesperación de todos los que vivimos juntos
en aquel tiempo.
Y en la cara tenía varias dentaduras, y lentes celestes como
el fuego.
Al pasar, por la tarde, parecía el ángel de la devoración con
pie punzó.
Mas, en realidad, amó la luz solar. Comía guindas, llevándose
una a cada boca.
Y sentía temor y amor hacia el Maestro Tigre que llegaba
en la noche a buscar doncellas.
Y nunca la eligió.


                                    ✱✱✻✱✱



Toda la muerte y la vida se colmaron de tul
 
Toda la muerte y la vida se colmaron de tul.
Y en el altar de los huertos, los cirios humean. Pasan los animales del crepúsculo, con las astas llenas de cirios encendidos y están el abuelo y la abuela, ésta con su vestido de rafia, su corona de pequeñas piñas. La novia está todo cargada de tul, tiene los huesos de tul.
Por los senderos del huerto, andan carruajes extraños, nunca vistos, llenos de niños y de viejos. Están sembrando arroz y confites y huevos de paloma. Mañana habrá palomas y arroz y magnolias por todos lados.
Tienden la mesa; dan preferencia al druida; parten el pastel lleno de dulces, de pajarillos, de perlitas.
Se oye el cuchicheo de los niños, de los viejos.
Los cirios humean.
Los novios abren sus grandes alas blancas; se van volando por el cielo.




                                      ✱✱✻✱✱



Los leones rondaban la casa 
 
Los leones rondaban la casa.
Los leones siempre rondaron.
Siempre se dijo que los leones rondaron siempre.
Parecían salir de los paraísos y el rosal.
Los leones eran sucios y dorados.
Ellos eran muy bellos.
Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho
entre aquel pelo áureo.
Los leones entraron a la casa.
Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa
Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la
colección
estampillas. Y a traer los sudarios.
Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al
mismo tiempo, visibles e invisibles.
Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel
y la carne que cortaban.
Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una
guía de rositas alrededor del corazón.
Y la comieron fríamente. Como en un simulacro.
Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la
casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante
de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.



                                       ✱✱✻✱✱




Estoy sentada en medio de la soledad del bosque
 
Estoy sentada en medio de la soledad del bosque. Los nogales –con qué precisión– acomodan sus frutos exquisitos dentro de las bolsitas de madera. Se oye el breve alarido de las martas que buscan amores. En la casa todos descansan y parece que no hay nadie. Sólo yo, como siempre, no puedo dormir; ando con la pequeña lámpara de librium; pero, igual no puedo dormir.
De pronto, se retrae el trabajo de los robles y el amor de las martas.
Es que cruza un navío de otros mundos con su luz conmovedora.
No sé por qué, me da miedo, e intento huir.
Pero, la nave astral ha hecho crecer nuevas cosas.
Y un duro cantero de azucenas me detiene.



                                       ✱✱✻✱✱



Árbol de magnolias


Árbol de magnolias,
te conocí el día primero de mi infancia,
a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador
de donde ella sacaba el almíbar y las tazas.
De ti bajaron los ladrones;
Melchor, Gaspar y Baltasar;
de ti bajaban los pastores y los gatos;
los pastores, enamorados como gatos,
los gatos, serios como hombres, con sus bigotes y sus ojos de enamorados
Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas.
Virgen María de velo negro,
de velo blanco, allá en el patio.
Eres la abuela, eres mamá, eres Marosa, todo eres, con tu
eterna
juventud, tu vejez eterna,
niña de Comunión, niña de novia,
niña de muerte.
De ti sacaban las estrellas como tazas,
las tazas como estrellas.
Estuvo oculto en tus ramos el Libro del Destino.
Te has quedado lejos, te has ido lejos.
Pero, voy retrocediendo hacia ti,
voy avanzando hacia ti.
Te veré en el cielo.
No puede ser la eternidad sin ti.

miércoles, 24 de julio de 2019

CHERNOBYL - creada por Craig Mazin























Dos sentimientos me asaltan según veo los capítulos.
Por un lado la repulsa ante la estupidez criminal de las altas instancias de la URSS, más preocupadas por preservar su poder y esconder su inoperancia, que de afrontar con realismo una situación trágica que condenaría a miles de sus compatriotas. Por otro lado el asombro ante la candidez de una población que como corderitos van y vienen dócilmente, ignorantes de que están inhalando su muerte.

Sin planes de emergencia ni contención, familias enteras y niños se acercaron hasta el puente de las vías, "para ver mejor" el espectáculo de la explosión en una central nuclear. El "puente de la muerte" se denominaría posteriormente a ese letal mirador. Todo el que acudió allí murió en un corto plazo de tiempo. 

La miniserie de 5 episodios resulta modélica. Tratándose de una narración dramática adopta el tono y la textura de un documental, cuya desapasionada exposición de los hechos te estremece. La reproducción de los escenarios (la propia central, los despachos, las viviendas) está muy lograda. Todo es gris, frío, homogéneo. Ni tan siquiera el negro es muy negro. Impera el gris ceniza.


Por otro lado muchas secuencias transcurren desnudas, sin música. Y cuando por fin aparece es metálica y estridente, como si reprodujesen los quejidos metálicos de las conducciones que se retuercen. El silencio deja a los protagonistas huérfanos en circunstancias terribles. A los espectadores nada nos dulcifica lo que se narra. La explosión ocurrida en la madrugada del 26 de abril de 1986 se despliega ante nosotros durante todo el primer capítulo como un hecho irrefutable, a la vez terrible e indiferente. 
















Sala de Control del Reactor IV


Me comentaba mi mujer, durante los primeros capítulos, que la serie no le transmitía la tragedia de los hechos. Que sentía las imágenes como algo adormecido y lejano. Efectivamente ese es el clima que transmite la serie. Así vemos reaccionar a las personas de a pie y sobre todo a los directivos políticos. Casi con indiferencia. Y por eso resulta más perturbador. 

Me impresiona el estilo sencillo y directo con que está narrada. Hay tres escenarios básicos: las viviendas, la Sala de Control de la Central y las instancias del poder (bien sea las reuniones del soviet supremo con la presencia de Gorbachov o bien la Sala de Juntas de la Central). 

La acción sigue sobre todo a cuatro personajes. 
A la mujer de uno de los primeros bomberos que acudió. A través de sus ojos horrorizados veremos las consecuencias tan inmediatas como agresivas de la radiación. Otro protagonista es Boris Shcherbina, viceprimer ministro y jefe de Energía (interpretado con su solvencia habitual por Stellan Skarsgård). A él le encarga el Secretario General la resolución del problema. Y, finalmente, los dos científicos, Valery Legasov (Jarred Harris) que dirigió la estrategia para atajar las consecuencias del accidente;  y Ulana Khomyuk, (Emily Watson), la científica que colabora con él investigando los antecedentes de la central y las decisiones de sus mandos. Es el único personaje que no es histórico. Los guionistas han querido personificar en ella a las docenas de científicos que ayudaron y asesoraron a Legasov. 

La cámara está presente en la Sala de control y vemos la impericia de los técnicos, más preocupados por la sumisión al camarada jefe y a las directrices políticas que a la realidad del problema. Vemos llegar a los bomberos con sus escasos medios. Asistimos a las reuniones del comité de crisis y vemos que actúan completamente sesgados por el interés político. "Que despierten al comité ejecutivo y ya nos dirán qué hacer", dice tranquilamente el director de la central cuando todo ha explotado y la radiación sale a borbotones. Vemos el hospital más cercano donde una doctora se percata del problema que se avecina y pregunta por las pastillas de yodo. ¿Yodo?, le responde su jefe, ¿para qué? Las centrales rusas no fallan. (...) Esta estúpida obediencia ciega tiene su contrapeso en el chiste que un operario cuenta: "¿Qué es una máquina que funciona con gasoil, echa mucho humo y corta una manzana en tres trozos? ¡Pues una máquina rusa hecha para cortar la manzana en cuatro trozos!".

En este contexto tanto Legasov como Shcherbina  son los verdaderos héroes simplemente por reconocer la realidad. El ministro, aunque en primera instancia intentó seguir el manual del buen soviético, pronto aceptó los hechos y trabajó con denuedo. Pero no hay que olvidar a las más de 600.000 personas que fueron movilizadas por las autoridades, a los que a la postre se los conoció como liquidadores: bomberos, mineros, técnicos, obreros y científicos. Muchos de ellos sin saber el riesgo que corrían; pero también muchos de ellos plenamente conscientes de que estaban entregando su salud o su vida; como los técnicos que corrían por las galerías devastadas cantándose a gritos las lecturas de los contadores Geiger mientras restablecían conexiones y bloqueaban canalizaciones con una radiación de 20.000 roentgens/hora. O los conocidos como "bio-robots", trabajadores que llegaban donde no lo hacían las máquinas y que en turnos de 90 segundos por la alta radiación, se encargaron de retirar del tejado del reactor los escombros de grafito. Su presencia amenazaba con provocar una reacción todavía más devastadora. 

Y sobretodo los conocidos como los tres héroes de ChernóbilAlexei Ananenko, Valeri Bezpalov y Boris Baranov asumieron voluntariamente una tarea tan crítica como desesperada: El agua utilizada para apagar los múltiples incendios e intentar en vano mantener frío el reactor, se había acumulado en las piscinas inferiores mientras el reactor se fundía lentamente en forma de lava de corio a 1.660 ºC. En cualquier momento podían empezar a caer grandes goterones de esta lava, poderosamente radioactiva, provocando enormes explosiones de vapor que habrían multiplicado a gran escala la contaminación, destruyendo el lugar e incluso provocando una reacción en cadena que hubiese afectando gravemente a toda Europa. Con todos los sistemas electrónicos destruidos sólo cabía abrir manualmente las válvulas para vaciar estas piscinas. El problema es que las válvulas estaban bajo el agua y rodeadas de escombros altamente radioactivos que hacían brillar el fondo con un tenue color azul por la radiación Cherenkov. El final del episodio 2 recoge el momento en que estos tres voluntarios ingresan en las piscinas mientras la pantalla se funde a negro y el repiqueteo de los contadores Geiger se hace ensordecedor. La escena sobrecoge.

La estructura narrativa siempre es franca y directa, desde el mismo comienzo. En los primeros minutos asistimos a la grabación del informe verídico y su envío a escondidas por parte de Legasov. A continuación se suicida. El siguiente plano nos lleva dos años atrás, a la misma noche de la explosión. El showrunner nos lo explica:
"Siempre sentí que la historia tenía que contarse de cierta forma, y que de esa forma sería respetuosa con la audiencia. Tenía que ser así para poder decir: 'todos sabéis que la central explotó. No os haré esperar cinco episodios para esperar a que algo explote'. No se trata de la explosión. Quería mostrar de qué se trataba realmente y contar la historia a través de la gente".
Me encorajina una situación donde la mentira y la censura resultan inquebrantables a pesar de la devastadora emergencia:"El recuento oficial de víctimas, sin modificar desde 1987 es de 31". Nos comunican al finalizar la serie. Mentira sobre mentira.
De hecho ahora mismo el Kremlin de Putin está intentando prohibir la serie y hasta denunciarla. Prometen hacer "su" serie y proclamar "su" verdad. Irónicamente, en la serie se reproduce una postura semejante. Cuando la situación ya está controlada y Legasov está exigiendo la reparación de todos los reactores de la Unión Soviética, el jefe del KGB le responde: "Primero el juicio. Cuando termine tendremos villanos, a nuestro héroe y nuestra verdad. Y después se arreglarán los reactores." Estas son las prioridades: primero culpar a alguien, luego proteger al estado aunque sea con mentiras y luego ya se verá.






















Ya desde la primera reunión del Comité de crisis, la policía política condicionó la forma de actuar. El discurso de este personaje, invitando a cerrar la ciudad y evitar la información, resulta de lo más espeluznante por el cinismo de quien dice defender al pueblo cuando lo está sacrificando en el altar de un aberrante estado.

"Nuestra fe en el socialismo soviético siempre será recompensada . Si el estado nos dice que la situación no es peligrosa ¡tengan fe camaradas! Lo que quiere el Estado es evitar el pánico. Lean entre líneas . Es cierto, cuando el pueblo vea a la policía se asustará. Pero mi experiencia me dice que cuando el pueblo hace preguntas que es mejor que no sepan es mejor que dejen los asunto de estado al estado. Sellemos la ciudad. Que nadie salga. Corten los teléfonos. Contengan la propagación de desinformación. Así evitaremos que el pueblo eche por tierra su trabajo. Sí camaradas, seremos recompensados por lo que hagamos esta noche. Es nuestra oportunidad de brillar."
Por cierto que escuchando a este policía político me acordé del actual alcalde de Madrid paralizando la iniciativa de Madrid Central. Está claro que la estupidez ideologizada ataca a políticos de todo pelaje y condición.

Reproduzco a continuación la reflexión final de Legasov:


"Ser científico es ser un ingenuo. Nos obcecamos tanto en descubrir la verdad que nos olvidamos que muy pocos quieren que lo hagamos. Pero la verdad siempre está ahí, la veamos o no, la elijamos o no. A la verdad no le importa lo que necesitamos. No le importan los gobiernos ni las ideologías, ni las religiones. Nos esperará eternamente. Y éste, al menos, es el regalo de Chernobyl. Antes temía el precio de la verdad. Ahora sólo me pregunto cuál es el precio de la mentira."












__________________________________________
Datos:
* Valery Legasov se quitó la vida dos años después de la explosión de Chernóbil.
* Boris Shcherbina murió 4 años y 4 meses después de ser enviado a Chernóbil.
* El creador de la serie, Craig Mazin, tiene un recomendable podcast donde desgrana todos sus entresijos. Para desarrollarla dramáticamente se basó en el libro "Voces de Chernobyl", de la escritora bielorrusa y Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich. En el libro se recopilan decenas de testimonios de las víctimas del desastre.
* La Central Nuclear de Chernóbyl en realidad se llama V.I. Lenin y se encuentra a 4 km. de la ciudad de Pripiat, en Ucrania.
* El techo del reactor número cuatro de Chernobyl saltó por los aires a la 01:24 de la madrugada del 26 de abril de 1986. Los incendios y las desesperadas tareas de contención duraron 10 días.
* Todavía a día de hoy, 33 años después, existe una zona de exclusión entre Ucrania y Bielorrusia de más de 2.400 km cuadrados.
* 36 horas después de la explosión, cuando ya era más que evidente el peligro de radiación, se ordenó la evacuación de la ciudad de Prípiat, donde vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil. El Ejército movilizó 1.200 autobuses para transportar a sus casi 50.000 habitantes. Se les dijo que era solo por tres días. Hoy, Prípiat es, oficialmente, inhabitable. Y tras esta ciudad, que un día fue el sueño del desarrollismo soviético, se procedió a la evacuación de otras localidades en Ucrania y en Bielorrusia, hasta un total de más de 115.000 personas.
* Cientos de vehículos y aeronaves fueron abandonados en las inmediaciones de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, epicentro de la catástrofe. El lugar donde está depositada toda esta maquinaria (alrededor de 1.350 vehículos), se encuentra dentro de la zona de exclusión, a 25 kilómetros al suroeste de la central, y se llama Rassokha.
* Ni siquiera el accidente puso fin al engaño y la negligencia. Meses después, se cubrió la central con una estructura para contener la radiación, un "sarcófago" que duraría toda "la eternidad", según dijeron las autoridades. A los cinco años, comenzaron a detectarse las primeras grietas.
* En 2017, el nuevo sarcófago llamado New Safe Confinement (NSC) cubrió definitivamente el edficio. El sarcófago contiene 200 toneladas de corio radiactivo, 30 toneladas de polvo altamente contaminado y 16 toneladas de uranio y plutonio.
* Dos fotógrafos han colocado su nombre junto a esta Central Nuclear.
Igor Kostin fotografió la verdad de un desastre que la URSS quiso ocultar.  
David McMillan ha visitado la zona de exclusión, incluyendo la ciudad de Pripyat, más de 20 veces a lo largo de 25 años. Ha recopilado sus fotografías en el libro Growth and Decay: Pripyat and the Chernobyl Exclusion Zone." Las fotografías muestran cómo el tiempo se ha detenido tras la marca de los residentes.

sábado, 20 de julio de 2019

La IMPORTANCIA de la LITERATURA - por Chimananda Ngozi Adichie

Chimanda Ngozi Adichie en su conferencia "Todos debemos ser feministas"

"Todos los años doy un taller de redacción en Lagos. Y a la hora de seleccionar a los participantes, hago un esfuerzo consciente por tener diversidad de voces: diversidad de clase, de región, de religión.

Hace dos años asistió al taller un joven llamado Kelechi. Era de clase trabajadora, inteligente, un periodista. Durante el taller, uno de los participantes escribió un relato, un relato sin trama, una celebración del lenguaje, una meditación sobre la maduración.

El relato me pareció hermoso. A Kelechi lo dejó perplejo.
“Pero en este relato no ocurre nada. Y no nos enseña nada”, dijo.
Ahora que lo pienso otra vez, me avergüenza la respuesta que le di.
“Bueno”, le respondí, “siento que el relato no te enseñe a construir una casa y a encontrar trabajo”.

Mi respuesta, en su vergonzoso esnobismo, estaba influida por una idea muy de moda entre quienes hacen literatura, quienes la enseñan y quienes la promocionan: que cuestionar la utilidad de la literatura es ignorancia en su forma más pura.
Cartel de Pilar Bonet con Chimananda y muchas otras metáforas de escritoras

Más tarde, al pensar en ello, comprendí que lo que Kelechi planteó ese día fue una pregunta mucho más profunda y mucho más importante.
¿Tiene importancia la literatura? ¿Es útil?
Podemos seguir hablando de literatura como un culto que no puede cuestionarse, o podríamos suavizar los límites de nuestras definiciones. ¿Qué significa ser útil? ¿Acaba la utilidad en lo concreto?

Los humanos no somos una colección de huesos y carne lógicos. Somos seres emocionales en igual medida que seres físicos. La utilidad debería estar vinculada a todas las partes que nos hacen humanos.

Ojalá le hubiera dicho a Kelechi aquel día lo que pienso ahora, que nuestra definición de útil se queda demasiado corta.
La literatura nos enseña. La literatura importa.
Leo para que me consuelen, leo para que me conmuevan, leo para que me recuerden la gracia, la belleza y el amor, pero también el dolor y la pena. Y todas estas cosas importan. Todas son lecciones útiles."



Este texto es un extracto de un artículo que la escritora Chimamanda Ngozi Adichie publicó en ElPaís.com, titulado "El silencio es un lujo que no podemos permitirnos". El artículo tiene mucho mayor alcance que el extracto aquí propuesto, ya que nos habla de sus experiencias en su condición de mujer y de la necesidad de hablar de lo que importa y llamar mentira a la mentira. 

jueves, 18 de julio de 2019

El PELIGRO de una HISTORIA ÚNICA - por Chimananda Ngozi Adichie

En esta época de fake news, de brutos simples, mendaces y trileros como Trump, Salvini u Orban; pero también de millones de personas que en su desesperación o frustración aceptan soluciones simples para problemas complejos; es importante apostar por la complejidad ante la simpleza, por la tolerancia abierta ante el odio cerrado, e intentar descubrir otras historias que iluminen los problemas y los pueblos, sin conformarse con una única historia "que roba la dignidad de los pueblos" y pervierte el corazón de las personas decentes. 
Este es la transcripción de una charla TED a cargo de la escritora Chimananda Ngozi Adichie, autora de "La flor púrpura" (Ramdon House. Trad. Laura Rins), una novela de formación que se inicia con una mención a "Todo se desmorona" de Chinua Achebe. La obra fue elogiada por J. M. Coetzee que la definió como: "la conmovedora historia de una niña expuesta demasiado pronto a la intolerancia y a la cara más horrible del Estado de Nigeria". También ha publicado las novelas "Medio sol amarillo" y "Americanah", que fue galardonada con el National Book Critics Circle Award en 2014. Es autora asimismo del libro de relatos "Algo alrededor de tu cuello". Su charla TED "Todos deberíamos ser feministas" tiene más de cinco millones y medio de visitas en youtube. 




"Cuento historias. Y me gustaría contarles algunas historias personales sobre lo que llamo “el peligro de una única historia”. Crecí en un campus universitario al este de Nigeria. Mi madre dice que comencé a leer a los dos años, creo que más bien fue a los cuatro años, a decir verdad. Fui una lectora precoz y lo que leía era literatura infantil inglesa y estadounidense.

También fui una escritora precoz. Cuando comencé a escribir, a los siete años, cuentos a lápiz con ilustraciones de crayón, que mi pobre madre tenía que leer, escribí el mismo tipo de historias que leía. Todos mis personajes eran blancos y de ojos azules, que jugaban en la nieve, comían manzanas y hablaban seguido sobre el clima: “qué bueno que el sol ha salido.” Esto a pesar de que vivía en Nigeria y nunca había salido de Nigeria, no teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos sobre el clima porque no era necesario.

Mis personajes bebían cerveza de jengibre porque los personajes de los libros que leía, bebían cerveza de jengibre. No importaba que yo no supiera qué era. Muchos años después, sentí un gran deseo de probar la cerveza de jengibre; pero esa es otra historia.

Creo que esto demuestra cuán vulnerables e influenciables somos ante una historia, especialmente en nuestra infancia. Porque yo sólo leía libros en que los personajes eran extranjeros, estaba convencida de que los libros, por naturaleza, debían tener extranjeros, y narrar cosas con las que yo no podía identificarme. Todo cambió cuando descubrí los libros africanos. No había muchos disponibles y no eran fáciles de encontrar como los libros extranjeros.

Gracias a autores como Chinua Achebe y Camara Laye mi percepción mental de la literatura cambió. Me dí cuenta que personas como yo, niñas con piel color chocolate, cuyo cabello rizado no se podía atar en colas de caballo, también podían existir en la literatura. Comencé a escribir sobre cosas que reconocía.

Yo amaba los libros ingleses y estadounidenses que leí, avivaron mi imaginación y me abrieron nuevos mundos; pero la consecuencia involuntaria fue que no sabía que personas como yo podían existir en la literatura. Mi descubrimiento de los escritores africanos me salvaron de conocer una única historia sobre qué son los libros.

Mi familia es nigeriana, convencional de clase media. Mi padre fue profesor, mi madre fue administradora y teníamos, como era costumbre, personal doméstico de pueblos cercanos. Cuando cumplí ocho años, un nuevo criado vino a casa, su nombre era Fide. Lo único que mi madre nos contaba sobre él era que su familia era muy pobre. Mi madre enviaba batatas y arroz, y nuestra ropa vieja, a su familia. Cuando no me acababa mi cena, mi madre decía “¡Come! ¿No sabes que la familia de Fide no tiene nada?” Yo sentía gran lástima por la familia de Fide.

Un sábado, fuimos a visitarlo a su pueblo, su madre nos mostró una bella cesta de rafia teñida hecha por su hermano. Estaba sorprendida, pues no creía que alguien de su familia pudiera hacer algo. Lo único que sabía es que eran muy pobres y era imposible verlos como algo más que pobres. Su pobreza era mi única historia sobre ellos.
Lagos, Nigeria

Años después, pensé sobre esto cuando dejé Nigeria para ir a la universidad en EE.UU. Tenía 19 años. Había impactado a mi compañera de cuarto estadounidense. Preguntó dónde había aprendido a hablar inglés tan bien y estaba confundida cuando le dije que en Nigeria el idioma oficial resultaba ser el inglés. Me preguntó si podría escuchar mi “música tribal” y se mostró por tanto muy decepcionada cuando le mostré mi cinta de Mariah Carey. Ella pensaba que yo no sabía usar una estufa.

Me impresionó que sintiera lástima por mí incluso antes de conocerme. Su posición por omisión ante mí, como africana, se reducía a una lástima condescendiente. Mi compañera conocía una sola historia de África, una única historia de catástrofe; en esta única historia, no era posible que los africanos se parecieran a ella de ninguna forma, no había posibilidad de sentimientos más complejos que lástima, no había posibilidad de una conexión como iguales.

Debo decir que antes de ir a EE.UU., yo no me identificaba como africana. Pero allá, cuando mencionaban a África, me hacían preguntas, no importaba que yo no supiera nada sobre países como Namibia; sin embargo llegué a abrazar esta nueva identidad y ahora pienso en mí misma como africana. Aunque aún me molesta cuando se refieren a África como un país. Un ejemplo reciente fue mi, por otro lado, maravilloso vuelo desde Lagos, hace dos días, donde hicieron un anuncio durante el vuelo de Virgin sobre trabajos de caridad en “India, África y otros países”.

Así que después de vivir unos años en EE.UU. como africana, comencé a entender la reacción de mi compañera. Si yo no hubiera crecido en Nigeria y si mi impresión de África procediera de las imágenes populares, también creería que África es un lugar de hermosos paisajes y animales, y gente incomprensible, que libran guerras sin sentido y mueren de pobreza y SIDA, incapaces de hablar por sí mismos, esperando ser salvados por un extranjero blanco y gentil. Yo veía a los africanos de la misma forma en que, como niña, vi la familia de Fide.

Creo que esta historia única de África procede de la literatura occidental. Ésta es una cita tomada de los escritos de un comerciante londinense, John Locke, que zarpó hacia África Occidental en 1561 y escribió un fascinante relato sobre su viaje. Después de referirse a los africanos negros como “bestias sin casas”, escribió: “Tampoco tienen cabezas, tienen la boca y los ojos en sus pechos.”
Les Trois Amis, Aboudia

Me río cada vez que leo esto y hay que admirar la imaginación de John Locke. Pero lo importante es que representa el comienzo de una tradición de historias sobre africanos en Occidente, donde el África Subsahariana es lugar de negativos, de diferencia, de oscuridad. de personas que, como dijo el gran poeta Rudyard Kipling, son “mitad demonios, mitad niños.”

Comencé a entender a mi compañera estadounidense, que durante su vida debió ver y escuchar diferentes versiones de esta única historia, al igual que un profesor, quien dijo que mi novela no era “auténticamente africana”. Yo reconocía que había varios defectos en la novela, que había fallado en algunas partes, pero no imaginaba que había fracasado en lograr algo llamado autenticidad africana. De hecho, yo no sabía qué era la autenticidad africana. El profesor dijo que mis personajes se parecían demasiado a él, un hombre educado, de clase media. Mis personajes conducían vehículos, no morían de hambre; entonces, no eran auténticamente africanos.

Debo añadir que yo también soy cómplice de esta cuestión de la historia única. Hace unos años, viajé desde EE.UU. a México. El clima político en EE.UU. entonces era tenso, había debates sobre la inmigración. Y como suele ocurrir en EE.UU., la inmigración se convirtió en sinónimo de mexicanos. Había historias infinitas donde los mexicanos se mostraban como gente que saqueaba el sistema de salud, escabulléndose por la frontera, que eran arrestados en la frontera, cosas así.

Recuerdo una caminata en mi primer día en Guadalajara mirando a la gente ir al trabajo, amasando tortillas en el mercado, fumando, riendo. Recuerdo que primero me sentí un poco sorprendida y luego me embargó la vergüenza. Me dí cuenta que había estado tan inmersa en la cobertura mediática sobre los mexicanos que se habían convertido en una sola cosa, el inmigrante abyecto. Había creído en la historia única sobre los mexicanos y no podía estar más avergonzada de mí. Es así como creamos la historia única, mostramos a un pueblo como una cosa, una sola cosa, una y otra vez, hasta que se convierte en eso.

Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar del poder. Hay una palabra del idioma Igbo, que recuerdo cada vez que pienso sobre las estructuras de poder en el mundo y es “nkali”, es un sustantivo cuya traducción es “ser más grande que el otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos, las historias también se definen por el principio de nkali. Cómo se cuentan, quién las cuenta cuándo se cuentan, cuántas historias son contadas en verdad depende del poder.

El poder es la capacidad no sólo de contar la historia del otro, sino de hacer que esa sea la historia definitiva. El poeta palestino Mourid Barghouti escribió que si se pretende despojar a un pueblo, la forma más simple es contar su historia y comenzar con “en segundo lugar”. Si comenzamos la historia con las flechas de los pueblos nativos de EE.UU. y no con la llegada de los ingleses, tendremos una historia totalmente diferente. Si comenzamos la historia con el fracaso del estado africano, y no con la creación colonial del estado africano, tendremos una historia completamente diferente.

Hace poco di una conferencia en una universidad donde un estudiante me dijo que era una lástima que los hombres de Nigeria fueran abusadores como el personaje del padre en mi novela. Le dije que acababa de leer una novela llamada “American Psycho” y era una verdadera lástima que los jóvenes de EE.UU. fueran asesinos en serie. Obviamente, estaba algo molesta cuando dije eso.

Jamás se me habría ocurrido que sólo por haber leído una novela donde un personaje es un asesino en serie de alguna forma él era una representación de todos los estadounidenses. Ahora, no es porque yo sea mejor persona que ese estudiante, sino que, debido al poder económico y cultural de EE.UU., yo había escuchado muchas historias sobre EE.UU. Leí a Tyler y Updike, Steinbeck y Gaitskill, no tenía una única historia de EE.UU.

Hace años, cuando supe que se esperaba que los escritores tuvieran infancias infelices para ser exitosos, comencé a pensar sobre cómo podría inventar cosas horribles que mis padres me habían hecho. (Risas) Pero la verdad es que tuve una infancia muy feliz, llena de risas y amor, en una familia muy unida.
Campo de refugiados en Nigeria















Pero también tuve abuelos que murieron en campos de refugiados, mi prima Polle murió por falta de atención médica, mi amiga Okoloma murió en un accidente de avión porque los camiones de bomberos no tenían agua. Crecí bajo regímenes militares represivos que daban poco valor a la educación, por lo que mis padres a veces no recibían sus salarios. En mi infancia, vi la jalea desaparecer del desayuno, luego la margarina, después el pan se hizo muy costoso, luego se racionó la leche; pero sobre todo un miedo político generalizado invadió nuestras vidas.

Todas estas historias me hacen ser quien soy, pero si insistimos sólo en lo negativo sería simplificar mi experiencia, y omitir muchas otras historias que me formaron. La historia única crea estereotipos y el problema con los estereotipos no es que sean falsos sino que son incompletos. Hacen de una sola historia la única historia.

Es cierto que África es un continente lleno de catástrofes, hay catástrofes inmensas como las violaciones en el Congo y las hay deprimentes, como el hecho de que hay 5.000 candidatos por cada vacante laboral en Nigeria. Pero hay otras historias que no son sobre catástrofes y es igualmente importante hablar sobre ellas.

Siempre he pensado que es imposible compenetrarse con un lugar o una persona sin entender todas las historias de ese lugar o esa persona. La consecuencia de la historia única es ésta: roba la dignidad de los pueblos, dificulta el reconocimiento de nuestra igualdad humana, enfatiza nuestras diferencias en vez de nuestras similitudes.

¿Qué hubiera sido si antes de mi viaje a México yo hubiese seguido los dos polos del debate sobre inmigración, el de EE.UU. y el de México? ¿Y si mi madre nos hubiera contado que la familia de Fide era pobre y trabajadora? ¿Y si tuviéramos una cadena de TV africana que transmitiera diversas historias africanas en todo el mundo? Es lo que el escritor nigeriano Chinua Achebe llama “un equilibrio de historias”.

¿Y si mi compañera de cuarto conociera a mi editor nigeriano, Mukta Bakaray, un hombre extraordinario, que dejó su trabajo en un banco para ir tras sus sueños y fundar una editorial? Se decía comúnmente que los nigerianos no leen literatura, él no estaba de acuerdo, pensaba que las personas que podían leer, leerían si la literatura estaba disponible y era asequible.
Nigerianos viendo la TV

Después de que publicó mi primera novela fui a una estación de TV en Lagos para una entrevista. Una mujer que trabajaba allí como mensajera me dijo: “Realmente me gustó tu novela, no me gustó el final; ahora debes escribir una secuela y esto es lo que pasará…” Siguió contándome sobre qué escribiría en la secuela. Yo no sólo estaba encantada sino conmovida, estaba ante una mujer de las masas de nigerianos comunes, que se suponía que no eran lectores. No sólo había leído el libro, se había adueñado de él y sentía que era justo contarme qué debería escribir en la secuela.

¿Y si mi compañera de cuarto conociera a mi amiga Fumi Onda, la valiente conductora de un programa de TV en Lagos, determinada a contarnos las historias que quisiéramos olvidar? ¿Si mi compañera de cuarto conociera la cirugía cardíaca hecha en un hospital de Lagos la semana pasada? ¿Si conociera la música nigeriana contemporánea? Gente talentosa cantando en inglés y pidgin, en igbo, yoruba y ljo, mezclando influencias desde Jay-Z a Fela a Bob Marley hasta sus abuelos. ¿Y si conociera a la abogada que recientemente fue a la corte en Nigeria para cuestionar una ridícula ley que requería que las mujeres tuvieran la aprobación de sus esposos para renovar sus pasaportes? ¿Y si conociera Nollywood, lleno de gente creativa haciendo películas con grandes limitaciones técnicas? Estas películas son tan populares que son el mejor ejemplo de que los nigerianos consumen lo que producen. ¿Y si mi compañera de cuarto conociera a mi ambiciosa trenzadora de cabello, quien acaba de iniciar su negocio de extensiones? O sobre el millón de nigerianos que comienzan negocios y a veces fracasan, pero siguen teniendo ambiciones?

Cada vez que regreso a casa debo confrontar las causas de irritación usuales para los nigerianos: nuestra fallida infraestructura, nuestro fallido gobierno. Pero me encuentro con la increíble resistencia de un pueblo que prospera a pesar de su gobierno y no por causa de su gobierno. Dirijo talleres de escritura en Lagos cada verano y es impresionante ver cuánta gente se inscribe, cuántos quieren escribir, contar historias.

Mi editor nigeriano y yo creamos un fondo sin fines de lucro llamado Fondo Farafina. Tenemos grandes sueños de construir bibliotecas, reformar las bibliotecas existentes y proveer de libros a las escuelas estatales que tiene sus bibliotecas vacías, y de organizar muchos talleres de lectura y escritura, para todos los que quieran contar nuestras muchas historias. Las historias importan. Muchas historias importan. Las historias se han usado para despojar y calumniar, pero las historias también pueden dar poder y humanizar. Las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también pueden reparar esa dignidad rota.

La escritora estadounidense Alice Walker escribió esto sobre su familia sureña que se había mudado al norte. Les dio un libro sobre la vida sureña que dejaron atrás: “Estaban sentados, leyendo el libro, escuchándome leer y recuperamos una suerte de paraíso.” Me gustaría terminar con este pensamiento: cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una sola historia sobre ningún lugar, recuperamos una suerte de paraíso."

martes, 16 de julio de 2019

LA CASA del CALLEJÓN - de David Mitchell



Mitchell es un autor clásico con ideas modernas. 
Su forma de narrar y concebir historias, su imaginación fértil y poderosa, nos hablan de un autor con plenos poderes para crear y transmitir universos laberínticos y complejos. Ahí están esas tres maravillas que son El Atlas de las nubes, Mil otoños y Relojes de hueso concebidos como verdaderos puzzles, tan vertiginosos como apasionantes, que engarzan asuntos clásicos con técnicas contemporáneas.

Este Callejón siniestro puede parecer una obra menor en su bibliografía dada la ambición de su proyecto literario. Se trata de una novela no muy extensa, claramente inserta en la literatura fantástica y deudora de la magnífica Relojes de Hueso. Pero resulta que su concepción, arquitectura y desarrollo es de una limpieza y acabado clásico que automáticamente la convierte en un referente de la literatura gótica contemporánea. Su modernidad se advierte en que su fantasía nunca rompe los lazos con la realidad e incluso se podría decir que lo sobrenatural está narrado con escepticismo y hasta con humor: "la aguja del chaladómetro marca once y no baja", piensa Freya escuchando a Fred Pink. O "Lo de esta noche es como un juego de mesa diseñado entre un Escher ebrio y un Stephen King febril", según lo percibe la insegura Sally Timms, mientras el maleficio de Slade House se cierne sobre ella. O también: "La señora Todds, mi profe de lengua, te suspende automáticamente si terminas una historia con ´me desperté y era un sueño´, dice que viola el acuerdo entre lector y escritor", dice el pequeño Natham obnubilado ante los encantamientos que lo rodean. 

En un estrecho callejón, junto a un pub de barrio, se halla un pequeño portón de hierro negro empotrado en una tapia de ladrillo. No tiene pomo, ni cerradura, ni rendijas junto a los bordes. Sólo ciertas personas pueden abrirlo simplemente apoyando sus manos. El que por allí acceda se encontrará un espléndido jardín y al fondo una antigua casa cubierta de hiedra...aunque la casa es extrañamente grande teniendo en cuenta el espacio que ocupa entre dos calles. Dentro aún esperan más sorpresas. 


El libro se compone de cinco historias diferentes y autoconclusivas pero conectadas cada una con la anterior. Los personajes son originales y cada uno en distintas épocas arriban a la mansión Slade House (título de la novela original) para desaparecer sin dejar rastro. El hecho de que cada historia esté narrada en primera persona por cada visitante, no hace más que sumergirnos de lleno en ese viaje alucinante. Es la propia víctima la que nos cuenta su viaje hacia una liturgia demoníaca que supone su disolución. 

A la del jovencito Natham Bishop y su madre en 1979, le sigue la desaparición del inspector Gordon Edmonds en 1988, mientras se encontraba precisamente investigando aquellos hechos. De la primera desaparición ha quedado un leve rastro, Fred Pink, un jardinero que puede confirmar que madre e hijo entraron por el callejón. Su testimonio es recogido por su sobrino, un universitario que lidera el Club de Fenómenos Paranormales. Reunidos sus integrantes en el pub The Fox and Hounds en 1997, creen haber encontrado la clave para resolver las desapariciones de Slade House. Una de los integrantes del Club es Sally Tims, a cuya búsqueda, años después, acude su hermana Freya, sofisticada periodista de Nueva York. Al contactar con Fred Pink conocerá todos los antecedentes de la historia.

Esta es una de las mejores características de la obra. Cada capítulo y cada personaje que recorre el callejón supone una vuelta de tuerca para acotar el misterio. Cada uno consigue una información nueva y delatora a pesar del desenlace.
 El policía, los estudiantes, la periodista y finalmente una psiquiatra ponen cerco al arcano (denominado la plegaria) puesto en pie por los gemelos Grayer: una mansión que se corporeiza cada nueve años y que es una tela de araña para incautos.
"No se te ocurra hablar con nadie; no le respondas a nadie; no mires a los ojos a nadie. No cojas nada de lo que te den, no comas nada, no bebas nada. Esta versión de Slade House es un juego de sombras que evocan para que exista. Si te mezclas en ella, los gemelos te sentirán, se despertarán y extraerán tu alma. ¿Entendido?
...
-Había una puerta ahí -susurro-. ¿Lo he soñado?
-Las ratas en los laberintos de paredes móviles se preguntan lo mismo -murmura Todd."
Podría pensarse que como cada capítulo repite el proceso de captar a alguien, enredarlo y absorberlo, todo sea repetitivo. En modo alguno. Mitchell progresa sin pausa. Cada uno de los personajes avanza un poco más en pos de la verdad. Y, además, su trazo no es leve. A pesar de protagonizar sólo un capítulo, el niño Natham o la gordita Sally tienen enjundia. Ambos son tremendamente vulnerables y su distorsionada percepción, Natham por su autismo y Sally por haber tomado el banjax ("una sustancia química que reseca el cordón que une el alma al cuerpo, de modo que se pueda extraer el alma justo antes de la muerte"); ayudan al autor a lucirse en un relato alucinatorio. El viaje de Sally por las dependencias de la casa es una pesadilla visceral, la realidad se disuelve y recompone ante ella. En una habitación ve los miembros de sus amigos hechos un revoltijo de piernas, cabezas y tetas que la llaman
¡Cerdita Peggy! —suelta un hombre (¿Axel?) bañado en sudor en la crisálida de color sangre, y solo consigo reprimir un chillido a medias.
La cama se ve ocupada por un marco grotesco de miembros, pechos, tetas, ingles, hombros, dedos de pies, culos, bocios y escrotos; una jaula de huesos imposible de dibujar, una visión de carne, un juego de Twister con unos cuantos cuerpos siameses despedazados y rejuntados; arriba está la cabeza de Angelica con su pelo color índigo apelmazado y un piercing en la lengua a la vista; abajo está la cabeza de Axel; en el núcleo veo sus sexos neumáticos, hinchados hasta la enormidad y de un color carmesí crudo, como en una pesadilla porno de Francis Bacon
Francis Bacon, -Crucifixión-

El germen de esta novela surgió tras publicar Mitchell Relojes de Hueso y aceptar el reto de escribir una historia sometido a la camisa de fuerza de los 140 caracteres de Twiter. Reto al que ya se habían asomado gente como Neil Gaiman o Philip Pullman. Allí nació la primera historia, la de Natham Bishop, un niño con síndrome de Asperger, que roba las pastillas de Valium a su madre para intentar poner un poco de orden en el mundo caótico que le rodea. A la dificultad de las percepciones del niño se unen los delirios que a veces le provoca el Valium. 

Todo ello es aprovechado por Mitchell para caminar por la cuerda floja que transitaba el clásico Otra vuelta de tuerca: ¿esto es real o me lo estoy inventando? Al niño y a su madre concertista les invitan a una recepción en Slade House amenizada por el mismísimo Yehudi Menuhin y por ahí comenzamos a adentrarnos en los misterios del callejón, Slade Alley. El personaje del niño es todo un hallazgo y su punto de vista abunda en lo extraño.

"La sigo, sin pisar ninguna de las junturas. A veces tengo que imaginarme dónde están porque la acera está cubierta de hojas." 

Después de las primeras desapariciones llega el momento de conocer la apasionante historia de estos "vampiros anímicos", los gemelos Grayer. 

Aquí se da un salto enorme que nos lleva desde un escondido callejón inglés hasta el desvelamiento de toda una cosmogonía de seres que acompañan a la Humanidad escondidos en los pliegues del tiempo. Este salto desde lo cotidiano a lo mitológico me ha recordado a la maravillosa novela de C. E. Feiling, El mal menor. Ambas son absorbentes, dinámicas y muy amenas. Los arcontes, los soñadores y el Cerco de allí, son los aprendices de la Senda Oscura, el operandi y los perseguidores Horologistas de aquí.

Esta recapitulación se narra en el capítulo 4, Qué callado te lo tenías. El inopinado testigo Fred Pink, ha dedicado muchos años a investigar ese callejón escondido que vio un día. La llegada de Sally Timms buscando a su hermana le dará una oportunidad de exponer el origen de todo. Un capítulo apasionante.

Además ese encuentro se produce en un tiempo distorsionado con el que el autor juega de forma magistral.

La historia se canaliza a través del tutor de la gemelos Grayer, el médico francés Léon Cantillon, aficionado al ocultismo, que se enrola en la Legión Francesa tras cometer un crimen. Su estancia en Argel le procuró contacto con "teosofistas prusianos, espiritualistas armenios, chamanes musulmanes ibadíes, cabalistas jasídicos, y con un místico en particular que vivía al sur de Argel, en las faldas de la cordillera del Atlas." El místico es Sayyid Albino de Aït Arif quien posteriormente introducirá a los Grayer en los secretos de la Voie Ombragée, la Senda Sombría.
—¿Cuál es su fuente para todo esto, señor Pink? ¿El libro de lady Albertina?
—No. Léon Cantillon también escribió sus memorias, ¿sabe? La gran revelación. Poseo uno de los diez ejemplares que han sobrevivido, y su narración es la que corrobora la historia de lady Albertina, por decirlo de algún modo.
En fin. Como se ve, el relato se va desplegando a través de distintos personajes, épocas e historias haciendo que el gozo lector se multiplique sin fin.

Quiero subrayar el modo en que el autor repite situaciones y objetos que actúan como indicadores. En cuanto aparecen en el relato ya te echas a temblar: el pub The Fox and Hounds, ese misterioso corredor de footing con los colores del Wolverhampton Wanderer, la galería de retratos o un fatídico reloj ("La esfera no tiene manillas, solo las palabras EL TIEMPO ES, EL TIEMPO ERA, EL TIEMPO NO ES"). Los jalones de un camino a la fatalidad. 

jueves, 11 de julio de 2019

ESPACIOS LIBRES - De Mario Levrero

Afternoon Mass, de Paul Delvaux






A la memoria de Coco.

1

La noche era calma, agradable, con algo de fresco; había estrellas en los trozos de un cielo muy nítida­mente negro, sin luna, que era posible observar en los espacios libres entre edificios; había un silencio dominante, un manto de serenidad que transformaba cual­quier ruido molesto en un eco apagado, lejano. La ca­lle aparecía desierta pero amable, como si las casas y los árboles fueran moléculas de un gran ser bondadoso. Estas percepciones no escapaban del todo a mi conciencia, pero yo no estaba en condiciones de aban­donarme alegremente a ellas; mi mente se hallaba dis­traída, manejada por una preocupación. Imaginaba a Nancy, completamente desnuda por esas calles, co­mo en un cuadro de Delvaux; y sin embargo la esce­na no era surrealista, porque el silencio no era opro­bioso, ni el cielo triste, ni misteriosa la ausencia de hombres. Me imaginé a mí mismo desnudo, y traté de sentir la noche sobre la piel. Sí; Nancy tendría, tal vez, un poco de frío.


Di una vuelta a la manzana. Luego, en el punto de partida otra vez, crucé la calle y di vuelta a la manza­na de enfrente. Y así fui trazando un recorrido obsesivo, una inútil exploración sistemática.
Mucho más tarde —ya bastante lejos de casa—, oí que me llamaban dos prostitutas que estaban refugia­das en un portal. Seguí de largo, luego me detuve y volví sobre mis pasos.
—¿No han visto a una mujer desnuda? —pregunté. Ellas rieron.
—Aquí hay muchas —dijo una, delgada y de piel más bien obscura. mostrando al sonreír huecos en el lugar de algunos dientes; con la mirada señalaba ha­cia el corredor mal iluminado que se abría junto al portal.
—No —dije, moviendo la cabeza—. Yo busco una en especial. Es rubia. más bien gordita, y anda por la calle.
Ellas intercambiaron algunas señas. La que hasta ese momento no había hablado, más baja y más agra­dable que la otra, señaló un punto en la esquina, so­bre la vereda de enfrente.
—Hace un rato pasó por aquí, y entró en ese bar —dijo. Mentía porque estaba asustada; creían que yo estaba loco y trataban de sacarme de allí rápidamen­te. Sonreí, les dí las gracias y me encaminé hacia el bar; de todos modos me hacía falta tomar algo fuerte, aunque no es mi costumbre, y también quería com­prar cigarrillos. Sentí a mis espaldas el rápido taconeo de las mujeres, que se alejaban tal como había pre­visto.
Entré al bar, me acerqué al mostrador y pedí un paquete de cigarrillos. Luego busqué una mesa. Todas estaban desocupadas. salvo dos de ellas, que se habían reunido para formar una, alargada; y a su alrededor había un grupo de hombres y mujeres. La reunión parecía presidida por un hombre grande, gordo y bas­tante maduro, que me resultó vagamente familiar. Cuando miré hacia allí, el hombre gordo me miró. y también hubo en él, sin duda, un amago de reconocimiento; no pudimos evitar un saludo cortés, una si­lenciosa inclinación de cabeza. Luego fui a sentarme cerca de un rincón, junto a una ventana. El hombre gordo quedaba de espaldas a mí, y al mismo tiempo me hacía poco visible para el resto de esa gente —quienes, para mirarme, deberían hacer un esfuerzo notorio—. Se acercó un mozo somnoliento y con la chaqueta extremadamente sucia. Le pedí media me­dida de whisky con hielo, y esperé que volviera mi­rando por la ventana hacia una obscuridad neutra. Des­de la otra mesa llegaba una conversación desordena­da a ininteligible, algunas risas cantarinas de mujer y, a veces, alguna mirada fugaz de alguien que trataba de espiarme con disimulo.
      De pronto, cuando estaba por llevar a los labios por primera vez el vaso, el gordo se levantó de su si­lla como por una súbita inspiración —creando un si­lencio repentino en su mesa—, se dio vuelta y avanzó unos pasos hasta llegar a mí; tenía la mano extendida y una amplia sonrisa. Evidentemente estaba ebrio, pe­ro era un hombre sólido.
     —Caballero —dijo, ceremoniosamente y con una ligera reverencia, mientras nos estrechábamos la mano—, sé reconocer a un caballero y hombre de bien. En esta piojosa ciudad, de ladrones portuarios y otras yerbas, un caballero se destaca tan nítidamente co­mo... —buscó una imagen apropiada, revoleando un poco los ojos, y no tuvo mucho éxito—... como una cucaracha flotando en un vaso de leche. Mis amigos y yo nos sentiríamos sumamente honrados si usted se dignara compartir nuestra mesa. Por otra parte, no es bueno beber solo. Y por otra parte aún, se advierte claramente que usted tiene un Problema Trascendente, que compartiríamos gustosos si usted nos permitiera.
      Desde su mesa nos miraban francamente y con expectación. Vi el brillo de unos pares de ojos femeninos muy atractivos. Y el gordo me resultaba irresistiblemente simpático. Sin pensarlo dos veces me levanté y me acerqué a él, con el vaso en la mano. El gordo pasó su brazo derecho sobre mi espalda, y una mano enorme me apretó el hombro. Así caminamos hasta la mesa alargada, y él me cedió ceremoniosa­mente su lugar de privilegio a la cabecera, frente a una mujer morocha con unos ojos verdes fascinantes. Luego trajo una silla que estaba junto a una mesa vecina, desocupada, y se sentó a mi derecha, sobre la esquina de la mesa, entre una mujer rubia y yo. Desde allí me presentó a su troupe con voz atronadora. No dio ni preguntó nombres; se limitó a repetir, mi con­dición de caballero y a pedir que todos brindaran por este encuentro que, según dijo, no era obra del azar. Ellos levantaron, sonrientes, sus vasos, y yo hice lo propio. Después de un breve silencio, durante el cual todos me estudiaron y yo comencé a explorar tímidamente una cara tras otra, encontrando en todas expresiones de simpatía, el gordo volvió a hablar.

2

—Mi buen señor —dijo—, no crea que somos unos ociosos que se aburren. Somos, más bien, unos desesperados que se asfixian. Hemos cometido el pecado de un exceso de inteligencia. ¿Comprende? Allí está Miriam —señaló. con la cabeza a la morocha, en el extremo de la mesa opuesto al que yo ocupaba, y ella bajó púdicamente los hermosos ojos—, con su Teoría del Alma. Alfredito —señaló al hombre pequeño, de gruesos lentos y dientes en forma de serrucho, ubicado a la derecha de Miriam—, expulsado de la socie­dad psicoanalítica.
Habló también de los otros, pero sus palabras me llegaban sólo en forma subliminal, mientras me per­día en la contemplación de los ojos verdes que me fascinaban.
—Y yo —tronó por fin el gordo—, yo soy viejo. Debería ser un viejo pederasta, pero elegí el alcohol —se quitó de un tirón la peluca de color castaño y su rostro se hizo efectivamente más viejo y más blando. Con un movimiento despreocupado arrojó la peluca a la calle, a través de una ventana abierta—. Como abogado defiendo sólo los casos perdidos. Soy de otra generación.
Todos habíamos quedado impresionados por el gesto de tirar la peluca. Yo sentí que debía hablar en ese momento, a riesgo de hundirme en mi timidez y no poder salir de ella.
—A mí se me perdió una mujer —dije—. Salí a la calle a buscarla —noté que todos se animaban, y aun­que pensé que me arriesgaba a que aquella gente fuera en verdad un grupo de aburridos, también pensé que debía darles algo de mí mismo. Allá ellos si se diver­tían a mis costillas—. Lo curioso del caso es que toda su ropa quedó en mi apartamento —agregué, y se escuchó un suspiro que amenazaba con dejar al local sin oxígeno.
—Yo sabía —murmuró el abogado, casi llorando—. Cuando lo vi entrar, yo supe que usted era un hombre señalado por el Destino.
    El que estaba a mi izquierda, frente a la mujer rubia —pálido, de profundos ojos negros, el más calla­do del grupo—, se animó con un interés casi científi­co. Comenzó a hacerme preguntas. Poco a poco fui narrando mi historia con todo detalle: la mujer se lla­maba Nancy, era una especie de prostituta que venía de tanto en tanto a mi apartamento, pero con quien había trenzado una forma de relación que se hacía difícil encasillar y que desbordaba su mero oficio. Era gordita... más bien gorda; relativamente joven; cabe­llo teñido de rubio; etcétera. 
Paul Delvaux, The Joy of Life

      El gordo abogado se echó a reír a carcajadas.
— ¡Y hoy se le fue, sin más, completamente desnu­da! —exclamó.
—Sí —dije, y me aclaré la garganta, sin atreverme a mirar a las mujeres—. Pero yo no le había hecho nada... nada de nada, en ningún sentido... Salió de la pieza murmurando algo que no entendí, y yo pensé que estaría en el baño...
—Después registró el apartamento... y nada, ¿ver­dad? —el gordo se mostraba cada vez más regocijado.
—Nada —respondí, y miré fijamente mi vaso. El gordo bebió de un trago el contenido del suyo, y luego golpeó la mesa con la palma abierta, haciendo tambalear tanto la mesa como todo lo que había sobre ella, con un ruido fenomenal. La rubia que estaba a nuestra derecha, a quien en algún momento habían llamado Beatriz, saltó en la silla.
—Al final, ¿qué somos? —bramó el gordo—. Por una vez en esta vida piojosa, tenemos la oportunidad de mostrar que somos Hombres. ¿Vamos a seguir con nuestros juegos de salón? Ah, no. Ya estoy harto de mí mismo y de todos ustedes. Ha llegado la hora de ser —se levantó, como la otra vez, de golpe, y en la caja pagó las consumiciones. Después fue hasta la puerta del bar y nos hizo un ademán imperioso de que lo siguiéramos. Salió a la calle sin volverse a mi­rarnos. Todos nos apresuramos en seguirlo.

3

Éramos siete, un número exagerado para la camioneta que estaba estacionada frente al bar; pero el abogado insistió; y nos apretamos tres en la cabina, y los otros cuatro fueron atrás, en la parte descubierta. El gordo manejaba. Yo estaba junto a él, y a mi lado iba Mi­riam.
—Sé muy bien lo que haremos —decía el gordo, conduciendo a una velocidad desatinada por las calles del centro, alejándose de él—. Tengo un viejo cliente que amaestra perros. Lo que usted necesita es un buen sabueso.
Yo me dejé invadir por la tibieza del alcohol y sobre todo por el calor del cuerpo de la morocha, muy apretado contra el mío. No estaba tensa, no se molestaba por el contacto forzado. Poco a poco fui sintiendo que mis temores comenzaban a disolverse. Ellos estaban locos, y yo también; entonces, todo estaba en su sitio. No pensaba en que fuera a salir nada bueno de esa aventura; probablemente terminaríamos en la cárcel o, en el mejor de los casos, con un buen dolor de cabeza al día siguiente. Ya la medianoche había quedado atrás y se me hacía evidente que pasarían unas cuantas horas antes de que pudiera descansar. Sin embargo, en ningún momento se me cruzó por la mente la idea de desprenderme de ese grupo.
Cuando los edificios se fueron haciendo más bajos y escasos, y aparecieron grandes extensiones baldías, los cuatro que iban al descubierto comenzaron a cantar.
Por fin llegamos a un caserón, ante el cual se detu­vo la camioneta. Se oían algunos ladridos aislados. El gordo apagó el motor.
Bajó él solo, y lo vimos buscar el timbre de la puer­ta ayudándose con la llama de un encendedor. No había timbre, al parecer. Entonces aporreó la puerta y gritó un apellido.
Primero respondieron los perros, con una mezcla de aullidos y ladridos que venía desde algún lugar en los fondos del caserón. Luego se encendió una luz en una ventana del piso superior, pero también una luz en una casa vecina, a unos cincuenta metros de distancia. Se oyó el ruido de una cortina de enrollar que subía y vimos a un hombre en paños menores que se asomaba a un balconcito.
      —Soy yo —tronó el gordo—. El doctor Wellington.
      —¿Quién? —preguntó el hombre, semidormido—.
¿Qué quiere?
—El doctor Wellington, ¿recuerda? El pleito por la sucesión... hace unos años...
—¿Qué quiere? —insistió el dueño de casa, sin dar muestras de recordar a su abogado y mostrando sí un evidente malhumor.
—Necesito un sabueso para seguir un rastro.
—¿Ahora? —el hombre se iba poniendo furioso.
—Sí, es urgente. Hay una mujer que puede agarrar una pulmonía...
El hombre desapareció de nuestra vista, y esperamos en tensión mientras el abogado nos hacía ademanes tranquilizadores desde la puerta. Después de unos minutos, el hombre reapareció con un balde. Los perros seguían alborotando, y otras casas en las inme­diaciones comenzaron a iluminarse.
—Esto es agua —gritó el dueño de los perros desde su balcón—. Váyanse de inmediato, borrachos.
—Pero...
—Y esto es un revólver —agregó, levantando la mano derecha en la cual se veía, efectivamente, el brillo del metal—. Primero el agua, y después los tiros.
El abogado volvió a la camioneta. Se sentó al volante, y su cara tenía un color granate. Respiraba con furia.
—Imbécil —masculló—. Monstruosamente imbécil.

4

La camioneta volvió a detenerse, ahora en un lugar desolado próximo al mar. A nuestra derecha se veía un esmirriado bosquecillo de tamariscos, y el único farol cercano también permitía ver una costa rocosa, con algo de arena y de pasto. De tanto en tanto brillaba un filamento fosforescente, verdoso, cuando las olas rompían con fuerza contra alguna formación de rocas; y se oía el fragor del mar.
Paul Delvaux, Las Sombras

     —Unos minutos de recreo —dijo el abogado, bajando de la camioneta, y se alejó de nosotros con paso lento, buscando sin duda perderse en las sombras para orinar. Poco a poco todos lo fuimos imitando, y el coche quedó solo, y nosotros dispersos. Yo había caminado un buen trecho y finalmente opté por un lugar donde unas rocas altas me aislaban de la calle. Oriné con ganas, mientras consumía el resto de un cigarrillo. De pronto, una voz me sobresaltó.
—No te asustes —dijo el susurro cariñoso de una mujer. Reconocí dificultosamente a la rubia Beatriz, envuelta en un vaho de alcohol. Tendió una mano para evitar que me abrochara los pantalones, y me acarició mientras apoyaba la perfumada cabeza en mi hombro izquierdo—. No te molestes en pensar nada de mí —dijo luego. Levantó la cabeza y me besó en la boca, mientras seguía acariciándome—. Soy ninfómana —agregó—. Esquizofrénica. Incurable —súbitamen­te se dejó caer de rodillas y pronto sentí mi sexo apre­sado por su boca. Creí recordar que el abogado la había presentado, en el bar, como una monja que había dejado los hábitos. Fue tal vez esta idea lo que me produjo un gran dolor en la espalda, por encima de los riñones, y busqué la forma de recostarme contra la roca sin hacer pensar a la rubia que buscaba huir de ella. Se oyó a la distancia la voz del gordo, tratando de reunir a la gente.
—No te preocupes —dijo Beatriz—. Ellos ya saben —pero de pronto se puso tensa, porque se había escu­chado el ruido del motor al ponerse en marcha—. ¡Oh, no! ¡Es capaz de irse y dejarnos aquí! —se levantó rápidamente y no tuve más remedio que seguirla a los tropezones, sin ver casi nada en aquella penumbra y tratando de abrocharme y de disimular. Pero cuando llegamos junto a la camioneta nadie pareció encontrar nada fuera de lo normal, ni siquiera la pulcra Miriam, quien se instaló nuevamente a mi lado. Me recosté al asiento con un gran suspiro, y el doctor Wellington continuó hablando confusamente de algo cuyo principio me había perdido. Estaba como reconcentrado en sí mismo, sin ningún interés en que lo escucharan.
—Horacio tiene un perro —dijo por fin con claridad y me miró de reojo—. No es precisamente un sabueso, pero lo será a la fuerza —tenía los dientes apretados y había perdido toda simpatía, posesionado por una idea fija. Me sentí responsable de haberle hablado de mi problema, a intenté sugerir que podíamos dejar las cosas como estaban e irnos a dormir—. De ninguna manera —dijo, con absoluta firmeza—. Nadie de noso­tros descansará hasta hallar a su gordita, viva o muerta.
Sin pensarlo, le tomé una mano a Miriam. Ella no se molestó; ni siquiera pareció advertirlo. Después de un rato giré la cabeza y la miré; ella tenía los ojos entornados y no miraba en mi dirección: Volvíamos al centro. Me pregunté quién sería ese pobre Horacio; sin duda alguien que estaba durmiendo, ajeno por completo a las maquinaciones que se tejían en torno suyo.
—Después iremos a su apartamento —continuó el gordo, volviendo a mirarme brevemente para confirmar que se dirigía a mí—, y le daremos a oler al perro las ropas de su mujer. Como no está entrenado, será mejor ofrecerle una prenda íntima, de olor más fuer­te. Pero estoy seguro de que no tardará en hallar el rastro. Los perros...
Siguió hablando, y yo noté que Miriam había deci­dido jugar tímidamente con mis dedos.

5

Horacio no dormía; estaba leyendo. Vivía muy cerca del centro, en una casa grande y antigua, llena de muebles polvorientos —como si fueran herencia de alguna vieja tía. Nos hizo pasar a una sala grande, de techo muy alto.
—Necesitamos a tu perro —dijo Wellington sin más trámite.
Horacio —delgado, casi macilento, con las sienes ligeramente plateadas a pesar de su relativa juventud- miró al gordo con tranquilidad.
—Mi perro —dijo luego— murió hace tres años. Ahora tengo plantas.
—En tal caso —respondió el gordo, flemático—, te romperemos el piano.
Había, en efecto, un vetusto piano vertical en un rincón de la sala. En la parte superior tenía una car­petita de hilo, y sobre ella un jarrón vacío.
Horacio desapareció por una puerta. Pensé que él también habría ido a buscar un revólver, pero volvió en pocos minutos con una botella de whisky y un vaso enorme repleto de hielo.
—Hay un solo vaso —dijo, y lo llenó. Bebió unos sorbos, y lo alcanzó a Miriam.
El muchacho de dientes de serrucho se acercó a la mesa, tomó de ella un mazo de naipes y empezó a ba­rajarlo.
—¿Hacemos un póker? —preguntó. El resto de los hombres se fue sentando alrededor de la mesa, ubica­da cerca del rincón opuesto a la puerta de calle a iluminada directamente por la única lamparita que se veía en la sala, protegida por una pantalla cónica. El gordo, ya sentado, giró sobre sí mismo para observar una vez más el piano. Las mujeres se ubicaron en dos sofás, uno frente a otro en extremos de la sala. Yo permanecí de pie, indeciso entre una y otra; pero al cabo de unos minutos comprendí que la rubia se ha­bía olvidado de mí por completo, y que ahora con­templaba a Miriam con ojos brillantes. En la mesa se jugaba en silencio, mientras el vaso circulaba conti­nuamente. Yo fui hasta allí y volví un par de veces, después de haber acercado el vaso alternativamente a Miriam y a la rubia; también mojé los labios, sin querer beber.
Me senté en una silla próxima a la ventana a la calle, cuyos postigos estaban cerrados, y traté de leer el libro que había dejado Horacio, abierto casi exactamente en la mitad. Parecía una novela con tema de guerra, y me sentí harto en pocos minutos. Cuando levanté la vista, advertí que Miriam y Beatriz desapa­recían por una puerta —la misma que Horacio había utilizado para ir a buscar la bebida. Me acerqué enton­ces a la mesa, y estuve un rato estudiando el juego del abogado. Las sumas que apostaban eran insignifican­tes. El juego era lento. La bebida se terminó.
—Señores —dijo el gordo, solemne, poniéndose de pie a su modo espectacular—, he llevado la cuenta y he llegado a la conclusión de que en este mazo hay siete ases —se acercó a los montones de dinero de los otros jugadores y les fue quitando una parte a cada uno—. Me retiro del juego y me llevo el dinero apos­tado. La partida es, a todas luces, nula.
Los demás no protestaron, y Horacio tomó las car­tas y empezó a hacer montoncitos para revisarlas.
—Es cierto —dijo, después de haberlas puesto en orden—. Hay siete ases, y dos nueves de trébol; falta en cambio un nueve de diamantes.
El de los dientes de serrucho tomó un nueve de tré­bol y le escribió la palabra “diamantes” con un lápiz y todos, menos el gordo, estuvieron de acuerdo en seguir jugando.
—Mi amigo —dijo el abogado, llevándome aparte—, J. J. Wellington jamás se desdice de sus palabras. Aho­ra mismo saldremos a la calle y capturaremos un perro cualquiera. Lo transformaremos en sabueso a fuerza de golpes.
Yo meneé la cabeza.
—O si no —continuó Wellington—, yo mismo haré de perro sabueso. Iremos a su apartamento y me im­pregnaré del olor de las prendas de su amiga, y juro solemnemente que saldré a la calle en cuatro patas y seguiré el rastro hasta el fin.
Ya le costaba un poco mantenerse en pie. No tuve la menor duda de que pronto comenzaría a andar en cuatro patas. Apareció Miriam, sola, y se nos acercó. Traía en sus ropas el olor de la rubia.
—Le dejé un regalo a Horacio —comentó en voz baja, sonriendo—. Cuando vaya a acostarse encontrará a Beatriz en su cama. Está completamente dormida.
La miré con cierto enojo. Pensé que lo había hecho para quitármela.
—¿Vamos? —preguntó Wellington, pero sin esperar respuesta enfiló hacia la puerta de calle. Miriam y yo, desde luego, lo seguimos.

6

—Que nadie diga que J. J. Wellington ha perdido el olfato para las mujeres —decía el gordo. Estábamos los tres en la cabina de la camioneta, y él insistía en transformarse en perro.
Paul Delvaux, La Vénus Endormie
       —No vale la pena —dijo Miriam, con su voz ronca—. Cuando el caballero vuelva a su apartamento encon­trará sin duda a su gordita en la cama, tan desnuda como cuando la perdió de vista.
       —Oh, eso es imposible —dije. Ella sonrió.
—Algunos hombres son excesivamente románticos —dijo—, y los pequeños detalles prácticos pueden lle­gar a cegarlos.
—Eso quiere decir... —comenzó el gordo.
—Eso quiere decir que no hay ningún misterio. Por una vez, en toda su vida, la putita habrá tenido un sentimiento. Se asustó de ella misma, tuvo que salir de la pieza, y después tuvo que salir de la casa. Se habrá puesto algún sobretodo tuyo —Miriam me mi­ró—, o algún impermeable, algo así que encontró en el vestíbulo. Se ventiló un poco en la calle, se sintió ridícula, y volvió.
—No tiene llave —murmuré.
—Te estará esperando, sentada en el primer escalón; o habrá trepado por un desagüe de la cocina, o tendrá una llave que consiguió quién sabe cómo. Ustedes los hombres...
Wellington parecía deprimido. Por mi parte, a esa altura de la madrugada, cuando ya casi se adivinaba la primera claridad del día, con ese desacostumbrado whisky que había ingerido y los alquitranes del taba­co taponándome los bronquios, ya realmente me importaba poco de Nancy, de Beatriz, de la misma Miriam. Sólo quería descansar, y que todo lo demás se fuera al diablo. El gordo puso el motor en marcha y arrancó violentamente.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Miriam. J. J. Wellington, con los dientes y los labios apretados, no respondió. Yo me recosté al asiento y entorné los ojos.
Nos detuvimos ante una estación de servicio. El gordo bajó del coche y retiró algo de la parte descu­bierta; un balde de plástico de color rojo. Regresó en pocos minutos con el balde lleno, lo depositó otra vez en su sitio, subió a la camioneta y arrancó. Condujo velozmente unas pocas cuadras, y estacionó junto a la plaza más céntrica, bajó y recogió el balde. Miriam y yo también bajamos, y nos acodamos contra la camioneta, observándolo mientras se alejaba.
—Se va a prender fuego —murmuró ella—. El imbé­cil se va a prender fuego.
A unos cincuenta metros de nosotros, sobre la vere­da de la plaza, el gordo comenzó a gritar obscenida­des. Había alguna gente en las paradas de ómnibus, y alguna otra que se movía apresuradamente rumbo a algún empleo. Unos se acercaron, otros se detuvie­ron a prudente distancia. Wellington vociferaba complicadas consignas sobre la libertad del espíritu. Des­pués se agachó trabajosamente para recoger el balde, y lo levantó por encima de su cabeza. Tomé a Miriam del brazo y la arrastré hacia una calle transversal.
Hicimos dos o tres cuadras en silencio; ella se deja­ba llevar. Vi un bar abierto, recién abierto y sin gente, y la invité con la mirada. Ella hizo un gesto, indican­do que le daba lo mismo.
Nos sentamos a una mesa. Pedimos café, y el mozo nos explicó que debíamos esperar unos minutos por­que la máquina todavía estaba fría.
Me encontré nadando en aquella mirada verde.


—J. J. Wellington es un hombre admirable —dije. Ella asintió.
—Es mi marido —comentó, sin orgullo ni resigna­ción.
El mozo trajo los cafés mucho antes de lo que yo imaginaba; su explicación acerca de la máquina me pareció entonces innecesaria. Además, mi café estaba demasiado caliente.
Abrí la boca para decir algo a Miriam; no sé lo qué, pero sin duda algo fuera de lugar. Ella sonrió. A lo lejos, comenzó a hacerse oír la sirena de una ambulancia, o de un coche policial. Me puse tenso pero Mi­riam siguió floja y sonriente. “No pienses más” —me decían sus ojos. El grito de la sirena fue creciendo y creciendo, como la voz secreta de la ciudad que dor­mía, como mi propia voz secreta gritando una trage­dia que yo no me atrevía ni a pensar; y luego cesó, con un gemido, a muy poca distancia de nosotros. Tal vez en la plaza. Tal vez junto a la pira humeante de J. J. Wellington.
Miriam se encogió de hombros. Yo conseguí aflo­jarme por completo. “No pienses más y acepta” —me decían los ojos.
Nos despedimos en la misma esquina del bar. Ella eligió la dirección opuesta a la mía; yo iba a mi apar­tamento, cerca de allí. Ya amanecía, decididamente, y después de andar un rato me di cuenta de que un perro vagabundo trotaba a mi lado. Era un perro feo, flaco, blanco con manchas negras y ojos inteligentes. Un trozo de madera sobresalía de una lata de basura; lo recogí y lo mostré al perro, que se acercó para olerlo. Luego lo arrojé unos metros delante de mí, y el perro se lanzó tras él.

Lo olfateó unos instantes en el suelo, y allí lo dejó, mirándome sin comprender y moviendo la cola. Al llegar junto a él, volví a tomar el objeto y lo arrojé de nuevo hacia adelante.
Después de unos cuantos intentos, cuando estábamos llegando a casa, el perro tomó el trozo de madera entre sus dientes y, siempre meneando la cola, vino a depositario a mis pies.

  Montevideo,
5 de abril de 1979










Acaba de publicarse en un solo volumen, la recopilación de todos los cuentos de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004). Casi setecientas páginas  donde se reúnen los volúmenes  que publicó: "La máquina de pensar en Gladys", "Todo el tiempo", "Aguas salobres", "Los muertos", "Espacios libres", "Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica", "El portero y el otro", "Ya que estamos" y "Los carros de fuego". 
El prestigioso crítico Ángel Rama lo situaba como uno de los herederos directos o continuadores del singular Felisberto Hernández y de paso lo incluía en la familia de los "raros", una corriente literaria muy uruguaya donde figuran Armonía Somers, José Pedro Díaz o Marosa di Giorgio. Según este crítico, los raros se distinguen por su leve tendencia al surrealismo, la querencia por lo onírico y lo fantástico, la omnipresencia del subsconsciente y cierto opresivo aire kafkiano.  
La literatura de Levrero se sustenta en una extraña cotidianeidad y una sordidez a veces insoportable que sumerge a los protagonistas en un mundo grotesco y absurdo.  
Cuentos memorables que quedarán para siempre son "El sótano", "La máquina de pensar en Gladys",  "Los carros de fuego" y el presente "Espacios libres", donde unos "desesperados que se asfixian" se despeñan por el precipicio de la noche boca abajo.