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jueves, 31 de octubre de 2024

LA DESAPARICIÓN de ADÈLE BEDEAU - de Graeme Macrae Burnet



El escocés Graeme Mcrae Burnet se estrenó como autor con esta novela, publicada en 2014, y eligió escribirla como si fuese un clásico de otra época, al estilo de Georges Simenon: con personajes triviales viviendo su anodina vida en un pueblo aburrido de la Alsacia francesa. Pero ¿Quién dice que en esos remotos puebluchos no existen almas que palpitan como un volcán?

Lo primero que salta a la vista es la impecable ambientación provinciana. Como el Restaurante La Cloche donde cada día se reúnen los mismos parroquianos que mantienen inalterables sus horarios y hábitos desde hace décadas. Allí acude todos los días el taciturno Manfred Baumann, director de una sucursal bancaria. Primero a comer y por las tardes a tomarse unos vasos de vino acodado en la barra. Todo es adusto, tedioso y repetitivo. Una vida con encefalograma plano...hasta que la joven camarera Adèle Bedeau desaparece una noche. 

Lo segundo en lo que destaca la novela es en la disección de los personajes. Graeme Macrae va penetrando como un cirujano en las distintas capas de sus antagonistas –sospechoso e inspector– hasta desnudar completamente sus almas. Para conseguirlo utiliza una narración en paralelo donde se van alternando sus puntos de vista aportando flashbacks sobre su vida previa y formación. Así conoceremos la infancia solitaria de Manfred y una adolescencia donde tuvo lugar un suceso trágico que no cesa de atormentarlo. El otro punto de vista nos lo ofrece el inspector Gorski, un tipo atrapado en una ciudad de provincias y en un matrimonio rutinario. Siendo todavía un novato dejó un crimen sin resolver por el que fue condenado un hombre inocente. A día de hoy es un fiasco que lo sigue mortificando. 

E. Hopper, "Halcones de la noche" (detalle) 1949




Resultan muy llamativos los paralelismos que establece el relato entre ambos, incluso en el hecho de que los dos traicionaron las expectativas de sus padres y de que, ya adultos, tienen que seguir atravesando el antiguo negocio de sus progenitores para acceder al piso donde ahora los visitan ya mayores. Baumann una floristería y Gorski una casa de empeños. Además el inspector tuvo su bautizo de fuego hace veinte años precisamente investigando un caso en el que Baumann estuvo implicado. Actualmente y gracias a la actitud esquiva y reticente del banquero, éste se convierte en el primer sospechoso de la desaparición de la camarera. 

Aunque lo que más les une es un carácter muy semejante. Efectivamente los dos son torpes, inseguros con las mujeres y solitarios. Sufren en público. De algún modo ambos padecen el síndrome del impostor. Carecen de habilidades sociales y les angustia su creencia de que todo el mundo los está examinando. "Manfred se había acostumbrado a vivir con la impresión de que lo observaban continuamente", se dice en un momento dado. También llegan a reconocer la "presión de tener que actuar con naturalidad" en su vida diaria. Este es uno de los rasgos más interesantes de la novela, que más que investigar un caso se centra en hurgar en esos miedos y contradicciones que todos escondemos, celosos de nuestros secretos más vergonzosos y de nuestras mentiras más procaces.

Jean Beraud, En el café, bebedores de absenta (detalle) -1909-

Se puede decir que la obra está montada como un laberinto de espejos donde policía y sospechoso se reflejan, en una trama que nos empuja a considerar por igual la inocencia y la culpabilidad de Manfred. El hilo de tensión que mantiene la novela es precisamente esa sensación de difusa culpabilidad que todos albergamos, sobre todo cuando un policía se dirige a nosotros.
"Después de todo, ¿no vivía ya su día a día como si estuviera sometido a una vigilancia constante, como si esperase de un momento a otro que lo desafiaran a ofrecer una explicación de sus acciones o a responder a quién sabe qué oscuras acusaciones? ¿Acaso no estaba plenamente convencido de que tarde o temprano emplazarían a cuantos lo rodeaban a testificar en su contra?"
Saint-Louis es un villorrio anodino, situado cerca de Estrasburgo en la frontera franco-suiza. En él la vida se marchita. El protagonista es torpe, obsesivo y solitario. La investigación es somera. El caso no es sangriento ni de altos vuelos, entonces ¿Por qué atrapa esta notable novela?. Por el lúcido retrato de estas palpitantes almas y su forma de narrarlo. Sin olvidar el placer de su último giro metaliterario.

Tan francesa se muestra esta novela de autor escocés que hasta las referencias que citan sus protagonistas para iluminar sus desvelos son tan galas como Zola o el propio Simenon.
"La descripción que Zola hacía de sus personajes, atrapados por su temperamento y desprovistos de libre albedrío, fue como una liberación para Manfred. Le quitó una pesada carga de encima. Él también era prisionero de las fuerzas que lo habían moldeado: la naturaleza torpe e insociable con la que incomodaba a todo el mundo; su deplorable posición como impostor en el hogar de sus abuelos; su incertidumbre acerca de qué camino tomar cuando acabara el colegio. Ya no controlaba su propio destino. Después de todo, ¿qué le había llevado a conocer a la chica del vestido amarillo? ¿El libre albedrío? No, había sido el destino."
Pueblo de Alsacia

Y queda el desconcertante Epílogo que tras la resolución del caso nos asalta. Un broche final en forma de juego metaliterario en el que el autor se presenta como mero traductor al inglés de una obra de culto que viene reeditándose con éxito en Francia desde 1982. Su supuesto autor, Raymond Brunet (qué cerca de Burnet), habría volcado en la novela el trasunto de su propia vida, incluido el Restaurante de la Cloche y sus parroquianos, donde él mismo almorzaba a diario. Todo ello bajo el designio de Georges Simenon, y lo que escribió en el Prólogo de su novela autobiográfica Pedigrí: "Todo es verdad, pero nada es exacto". Este nuevo giro, que ofrece un efímero éxito a Raymond Brunet, no logra hacerle escapar ‒como a su protagonista‒ de un frustrante destino.

Graeme Macrae continuó por este derrotero en su siguiente novela, Un plan sangriento, publicada en 2019; pero de una forma mucho más sofisticada. Un falso true crime en el corazón de la Escocia más oscura.
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                                                     A continuación.....

Un PLAN SANGRIENTO - de Graeme Macrae Burnet


Publicada en 2019, Un plan sangriento es un falso true crime que se desarrolla en las remotas Highlands escocesas, a mediados del siglo XIX. Si Graeme Macrae remataba su primera novela, La desaparición de Adèle Bedeau (2014), con un giro metaliterario tan brillante como postizo; en esta segunda se lanza ya sin disimulo a explorar los límites de la ficción con un excelente y elaboradísimo artefacto literario.

En 1869, el jovencito Roderick Macrae asesinó brutalmente a tres personas en la aldea de Culduie, en las Tierras Altas de Escocia. El juicio posterior cautivó tanto a la prensa como al público británico. El libro pretende acercarse a aquel suceso como si de un documental se tratase, aportando todo tipo de testimonios, informes y artículos de prensa. No en balde el subtítulo en inglés ya es notoriamente descriptivo, "Documentos relativos al caso de Roderick Macrae". Efectivamente el volumen tiene la forma de un completo dossier donde conviven la confesión manuscrita del asesino, su informe psiquiátrico, las declaraciones de la policía y de testigos así como un jugoso relato sobre el desarrollo del juicio mas un epílogo donde se recopilan las caprichosas interpretaciones que se publicaron en prensa sobre el asunto. Todo un compendio para intentar llegar a la verdad más allá de la admisión de culpabilidad, puesto que ¿Por qué un joven más bien apocado cometió actos tan atroces? ¿Por qué no intentó encubrir el crimen? ¿Tenía indicios de locura o sus míseras condiciones de vida fueron el detonante?.

En el Prólogo del libro Graeme Macrae afirma que se encontraba "escarbando un poco" en la vida de su abuelo cuando acabó "encontrando" un documento extraordinario: las memorias manuscritas que su antepasado, Roderick Macrae, escribió en la prisión de Inverness mientras esperaba su juicio. Había asesinado a tres personas, el alguacil de su pueblo, su hija adolescente y su hijo de cuatro años. Para narrar aquel suceso el autor se sumerge (y a los lectores con él) no solo en la psicología del criminal sino también en las circunstancias sociales de aquella época sombría. 


La obra comienza así: 

"Prólogo

ESCRIBO ESTO A INSTANCIAS DE MI ABOGADO, el señor Andrew Sinclair, quien, desde que me encarcelaron aquí, en Inverness, me ha tratado con un grado de cortesía que no merezco en modo alguno. Mi vida ha sido breve y de escasa consecuencia, y no es mi deseo eximirme de la responsabilidad de los actos que recientemente he cometido. Así pues, no es por otra razón que la de corresponder la amabilidad de mi abogado que consigno estas palabras por escrito.

De esta forma arrancan las memorias de Roderick Macrae, un campesino escocés de diecisiete años, acusado de cometer tres brutales asesinatos en su aldea natal, Culduie, en Ross-shire, la mañana del 10 de agosto de 1869.
No pretendo demorar en exceso al lector, pero creo que un puñado de observaciones preliminares proporcionarán cierto contexto al material aquí reunido. Aquellos lectores que prefieran pasar directamente a los documentos propiamente dichos son libres de hacerlo, por supuesto."
El libro se presenta como un completo archivo de testimonios e informes en torno al caso; pero yo lo dividiría en tres partes principales. La primera, por supuesto, es la declaración incriminatoria del asesino donde él mismo nos explica su situación personal y familiar y su vida miserable. En ella da cuenta de los acontecimientos que desembocaron en los asesinatos. La redacción es aseada y coherente, a veces hasta poética; de ahí que algunos la tilden de falsa. La impresión que nos queda es la de un ser condenado simplemente por haber nacido pobre.

El contrapunto a este memorándum lo encontramos en el análisis mental y social que el reputado médico Bruce Thomson hace del acusado. El capítulo se titula "Viajes por los confines de la locura" y en él nos muestra una postura llena de prejuicios en torno a que el origen genético, social o racial (era un seguidor de las teorías fisiognómicas) determina la inclinación al crimen de una persona.

La tercera y muy suculenta parte de la novela es la reproducción del juicio que nos proporciona comentarios agudos y contradictorios. De hecho son jocosas las discrepancias entre los testimonios acerca de la personalidad de Roderick. Testimonios que Graeme Macrae sabe caracterizar con un lenguaje y estilo propio.



Es evidente que la obra tiene una estructura compleja y original que el autor ha declarado deudora de un clásico que leyó siendo estudiante: "Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana y mi hermano... Un caso de parricidio del siglo XIX presentado por Michel Foucault". Este es el título completo y está editado por Tusquets. Rivière fue un joven campesino francés que en 1835 asesinó a toda su familia. El libro lo integran la crónica real del crimen escrita por el propio asesino y los documentos (informes psiquiátricos, declaraciones de testigos y artículos de prensa) que Foucault reunió en torno al caso. El paralelismo es manifiesto.

También muchos críticos han comparado esta novela con A sangre fría, de Truman Capote. Sin embargo hay un factor diferencial concluyente, los libros de Foucault y Capote parten de un hecho real, mientras que esta novela de Macrae ¡es pura ficción!. Sólo el pueblo es real, así como la figura del cirujano-psiquiatra James Bruce Thomson (1810-1873), que evalúa al asesino confeso. Sus puntos de vista precientíficos y clasistas aportan a la novela el contexto cultural de la época.

Las declaraciones, actas y testimonios que leemos poseen una gran verosimilitud, como demuestran los informes médicos de las víctimas que llegan a ser escalofriantes. Además el período histórico y sus gentes queda perfectamente reflejado, en especial "la férrea ideología calvinista de la iglesia de Escocia, (...) que planteaba que los pobres tenían que resignarse ante el sufrimiento por su condición, que les venía impuesto por su nacimiento". También cobran relieve las teorías sobre la demencia que comenzaban a expandirse en la época, de ahí que las memorias del médico, incluidas en el capítulo "Viajes por los confines de la locura" ejerzan de contrapunto al memorándum del acusado. Detrás de los crímenes ya no se veía el mal, sino los desequilibrios mentales o condiciones materiales. 
Campesinos en Escocia

Macrae Burnet ha elaborado un falso 'true crime' plagado de puntos de vista contrapuestos, pistas falsas y testimonios poco fiables en la seductora tradición del manuscrito encontrado. Su ingenio literario es capaz de montar todo un mecanismo que juega con el lector, haciéndole dudar sobre verdades que parecían aceptadas y cuestionar cada nueva revelación. Incluso la confesión de Roderick acabará roída por las dudas.

La novela es apasionante y evidencia una formidable investigación histórica y cultural sobre las gentes y costumbres de aquella región. Su lectura está salpicada de momentos emotivos y no falta el sentido del humor. Es patente que no se trata de un thriller convencional, ya que cuenta con un profundo tratamiento antropológico y judicial; pero no por ello resulta menos emocionante y legible.

La obra nos seduce por la secuenciación y profundidad de la información que aporta; pero sobre todo por la construcción de los personajes. Los vecinos del pueblo son enigmáticos y rudos, mientras que el psiquiatra es rígido y engreído. Por su parte el asesino confeso nos provoca sensaciones contradictorias. En ocasiones parece una víctima y en otras un ser amoral. Unas veces muestra destellos de inteligencia y otras parece un simple estúpido. 
«No es suficiente que pienses que ningún hombre podría cometer actos tan atroces y estando en su sano juicio. Hombres cuerdos pueden cometer y cometen tales crímenes, y el mero hecho de cometer tal acto no coloca, en sí mismo, a un individuo fuera de los límites de la razón».




En una entrevista el autor reconocía que su novela no trata sobre el mal o su origen: "en mi forma de entender la creación de una novela, lo que menos me interesa es el tema. Lo que más me preocupa son los personajes y los lugares, a medida que voy hablando de ellos surge el tema. Los personajes y el lugar crean los novela".

La obra me provoca variadas reflexiones. En torno al concepto de culpabilidad o al de la frontera entre locura y cordura. También sobre la definición de justicia o del criterio moral; pero señalaré otras dos. 
 
La primera surge de las memorias del doctor James Bruce Thomson, una persona real cuyos artículos mencionados en la novela pueden encontrarse en internet. En la trama es llamado por la defensa para intentar alegar locura, pero cualquier lector quedará perplejo con su actuación. Mr. Thomson es un tipo arrogante y ferviente seguidor de las teorías fisiognómicas de la época. No le interesa la locura o la culpabilidad de Roderick. Su interés es rígidamente antropológico. Ve la pobreza como el caldo de cultivo propio para el criminal. Para él nacer pobre ya te convierte casi en un criminal: 
"El estudio de la clase criminal no debe centrarse exclusivamente en la herencia, sino que debe también prestar atención a las condiciones en las que mora el individuo degenerado. La herencia, por sí sola, no puede explicar la perpetración de un crimen. El aire viciado de la barriada, el hambre y un entorno de inmoralidad generalizada deben ser admitidos también como factores en la manufactura del criminal."
Highlands - Escocia





La segunda reflexión afecta a la posición del lector ante el libro. El descendiente Graeme Macrae se topa por casualidad con la declaración de un asesino y reúne sobre su mesa todo tipo de testimonios, actas e informes. Con ello intenta entender los hechos más allá de la referida confesión. Pero no nos ofrece sus conclusiones. Entregando el dossier completo y abierto el autor logra implicar al lector, situándolo a su mismo nivel. Porque tanto policías, como testigos y médicos sólo son capaces de decirnos "su verdad"; de modo que el lector tendrá que recomponer este puzzle y crear la suya propia... siendo así que ya no podrá olvidar que cada testimonio acarrea su propia mochila de prejuicios e intereses.





  El caso Rivière:  El 3 de junio de 1835, un campesino normando de 20 años llamado Pierre Rivière asesinó a su madre, su hermana y su hermano con una podadera. Al salir de casa le dijo a un vecino: "Acabo de liberar a mi padre de todas sus tribulaciones. Sé que me darán muerte, pero no me importa". A continuación se refugió en el bosque donde vivió durante meses. Cuando lo detuvieron varios testigos declararon que era un demente y que siempre había mostrado un comportamiento "extraño".  En la cárcel el parricida escribe una Memoria donde expone cómo, deliberadamente, planeó y llevó a cabo el crimen. 
En el volumen se nos presenta el expediente de los procedimientos judiciales del caso, luego su notable autobiografía y finalmente una colección de ensayos modernos sobre Rivière, objeto de un seminario del Collège de France dirigido por el eminente psiquiatra e historiador Michel Foucault, autor de "La locura y la civilización".
Para el fiscal, la aberración de Rivière se debía a su negativa a aceptar la disciplina que una sociedad orgánica necesariamente impone a sus miembros. El psiquiatra de la acusación confirmó que Rivière no estaba loco, sino que estaba «sobreexcitado» por un largo conflicto con sus padres. Según todo ello fue condenado a muerte, pero el rey conmutó la pena por cadena perpetua en respuesta a la intervención inusual de un grupo de los principales psiquiatras de París. Estos declararon que el criminal era deficiente mental y añadieron que «debería haber sido puesto en confinamiento» mucho antes del crimen.
Foucault realizó este trabajo colectivo de compilación y ordenación de todo tipo de  documentos, desde los legales hasta los periodísticos, durante un seminario en el Collège de France. Uno de sus objetivos principales fue el de revelar al lector cómo un mismo hecho puede ser manipulado, tergiversado e interpretado por los distintos lenguajes que codifican la opinión pública : jurídicos, médicos, policíacos y periodísticos.
 La entrevista completa a Graeme Macrae Burnet de la que se han sacado estos dos extractos se encuentra en el blog totalnoir.



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Graeme Macrae Burnet
 nació en Kilmarnock, Escocia, en 1967. Vive y trabaja en Glasgow, donde estudió literatura inglesa antes de continuar sus estudios en la Universidad de St Andrews y trabajar después en televisión y dar clases en el extranjero. 
Ha sido nominado al premio Booker en dos ocasiones: en 2016 por Un Plan Sangriento (His Bloody Project) y en 2022 por Caso Clínico (Case Study), su cuarta novela, que consiste en una serie de cuadernos aparentemente enviados al autor en 2020 para ayudar en su investigación sobre un psicoterapeuta rebelde de los años 60.  También es autor de dos novelas ambientadas en Francia y escritas en un estilo influenciado por el novelista belga Georges Simenon: La desaparición de Adèle Bedeau (2014) y El accidente en la A35 (2017). 

lunes, 20 de mayo de 2024

EL BENDITO ARTE de ROBAR - de Christopher Brookmyre


Esta novela sobre robos es de lo más ingeniosa y lenguaraz. Como lectores caemos rendidos ante la increíble gama de trucos de magia que realiza el ladrón más culto del mundo, hijo de un mago fracasado de Las Vegas. Los magos se suelen aprovechar de nuestra propia inclinación al engaño y así lo hacen tanto el protagonista con sus adversarios como el autor del libro con sus lectores. Nos muestran sus cartas marcadas mientras despliegan ante nosotros un auténtico complot.

Zal Innez es un diabólico ladrón y amante del arte que además aprendió el oficio de mago de su padre. Ahora está siendo chantajeado por un poderoso capo para que cometa un robo de arte de gran envergadura. A modo de entrenamiento, Innez y su banda atracan un pequeño banco de Glasgow utilizando métodos tan poco ortodoxos como disparar polvos pica-pica, amenazar con pistolas falsas o dibujar obras de arte para tranquilizar a sus rehenes. 
"-Bueno, si necesitas las dos manos para rascarte, y no puedes ver nada porque te lloran los ojos, no disparas muy bien ¿verdad?"

Durante este delirante asalto, Zal conoce a la detective Angelique de Xavia estableciéndose entre ambos una fuerte atracción que ineludiblemente estará sembrada de trampas y medias verdades; "sólo porque sea un ladrón de bancos no significa que sea el malo" le espeta Zal. Con los dos advertidos, el siguiente acto del robo en la galería de arte se convertirá en un retorcido juego del gato y el ratón en el que cada uno de los dos cree saber más que su contrario. 
—No quiero dar a entender que puedo ser más lista que él; me volvería loca intentándolo. Pero sé esto: no nos está pidiendo que miremos hacia otro lado. Sabe que no podemos hacer eso.
—Cierto. Si este tipo está planeando otro atraco en mi terreno, créeme que voy a poner todas las barreras para impedirlo. Y estaré esperando que tú hagas lo mismo, incluso si, como sospecho, tienes cierta debilidad por él.
—Daré lo mejor de mí, señor. No sé trabajar de ninguna otra manera. Pero si me perdona, me siento obligada a infectarle con el pequeño virus que soltó en mi cabeza.
—¿Y cuál es?
—Le dije que, con Parnell o sin Parnell, no teníamos otra alternativa que hacer todo lo posible para detenerlo. Me preguntó que cómo sabía que no era con eso con lo que él contaba."



Resulta de lo más acertada la cita de Oscar Wilde que encabeza el capítulo I: "Dale a un hombre una máscara y dirá la verdad". Lo que pasa es que no sabemos cuándo Zal tiene puesta la suya y cuándo no. El libro está especialmente lleno de desorientaciones, engaños y referencias culturales. Los atracadores al banco portan máscaras de payasos y se presentan así: "mi nombre es señor Jarry y mis colegas son el señor Dalí, a su lado el señor Chagall, detrás del mostrador el señor Ionesco." Para mostrar después una educación exquisita invitando a damas, niños, ancianos y enfermos a abandonar la "atracción" mientras inician una larga espera entreteniendo a los rehenes con canciones y recreando obras de arte en las ventanas a la vez que les preguntan para ver quién lo acierta primero. 

El dominio narrativo de este circo de tres pistas es espectacular. Brookmyre hace que todo sea muy fácil a pesar de montar un juego de lo más enrevesado. La puesta en escena es sumamente inteligente. La novela se abre con un rijoso sicario del mismo capo que atenaza a Zal para mostrarnos paralelamente que el cártel está viviendo cambios. Luego el atraco al banco está narrado desde distintos puntos de vista como el de una sus trabajadoras o el de un músico callejero; para finalmente entrar en escena, por todo lo alto, los protagonistas: Zal y Angelique. Su relación siempre es equívoca y revela un juego de alta ironía.
    "—Tengo la impresión de que no ha sido tu día hasta ahora dijo Jarry con una voz de repente más suave.
    —En eso tienes razón dijo ella, sorbiendo una gota de líquido que afirmaría y juraría ante el más alto tribunal del país que era mucosidad.
    —Quién sabe, a lo mejor todavía hay tiempo para arreglarlo.
    —Hay que recuperar un gran déficit, créeme.
    —¿Cómo de grande?
    —¿Te refieres a más allá de ser arrastrada a trabajar en mi día libre, de entrar haciendo rápel en un banco con rehenes, de ser tomada prisionera por atracadores de banco situacionistas, de que me golpee con un arma tu psicópata impuesto por los sindicatos y de que se burle de mí un listillo con máscara de payaso armado con una pistola de la policía que yo he traído aquí?
    —Sí dijo riendo . Eso son cosas de poca monta. ¿Qué más te pasa?
    "Tú lo has pedido".
    —Cumplo treinta hoy.
    —Mierda. Eso tiene que doler."
Angelique es una agente de la Unidad Especial de Respuesta Armada que salvó al Reino Unido de tener su propio 11S terrorista; aunque lo más amable que recibió fue que "una acción disciplinaria sería inapropiada". Impidió una masacre aniquilando a los terroristas que pretendían volar un enorme proyecto hidroeléctrico; pero se saltó el protocolo. Actúa siempre con criterio propio y por eso le han sacado del estadio de fútbol donde estaba viendo a sus adorados Rangers, para enfrentarla a estos saltimbanquis. Aunque la verdad es que después del fiasco del atentado se siente vulnerable: ese mismo día cumple 30 años y sigue sola mientras recuerda que "ha matado a más hombres que con los que se ha acostado". 

Tampoco la historia de Zal Innez es floja, saltando de ciudad en ciudad siguiendo a su padre mago. Zal es muy culto y un apasionado del arte. Junto a unos amigos acabó formando el Colectivo de Artistas Fracasados especializado en robar los cuadros de los ricachones. 
"Has de comprender que estamos hablando de Nueva York y de la gente del arte: la gente más presuntuosa, hueca y moderna del mundo. Se volvió cool haber sido robado por nosotros.
-Estás de broma.
-No, no. De repente, no eras nadie a menos que te hubiera desvalijado el CAF."
Así es como llamó la atención del capo que ahora le extorsiona para que haga este trabajo. Zal es inteligente y sagaz como un zorro; un ladrón que siempre juega con lo inesperado y que sabe que su jefe le tiene guardada un jugarreta. Por eso realiza el robo del banco e implica a la policía, ofreciéndoles la posibilidad de detener a un pez gordo. Un complot de lo más erizado. El lector, como la policía, estará siempre a dos velas, cinco pasos por detrás. No podrás dejarlo.


Brookmyre no es el típico escritor de novela negra. Sus obras están repletas de humor negro, sátira social y caracterizaciones maravillosas. En El Bendito Arte de Robar no falta nada de ello: la religión del fútbol, la veleidad del arte, el techo de cristal de Angelique por ser mujer y asiático-escocesa, las soflamas ultraliberales y una prosa cincelada por una inteligencia subversiva.

La acción es ingeniosa y atractiva, pero no lo son menos sus variopintos personajes. Como esos dos rehenes en el banco que a pesar de estar maniatados son capaces de enzarzarse a patadas llevados por su forofismo por los Celtics y los Rangers. 
"-Somos un club irlandés que resulta que juega en una liga escocesa. y lo que para unos es un terrorista para otros es un luchador por la libertad. Si quieres hablar de un club que promueve el sectarismo, no somos nosotros los que no hemos fichado a un católico en cien años."
Pero los que tienen más presencia son el sicario filósofo y un periodista que tras su momento de gloria escribiendo los discursos de un político de éxito no está dispuesto a penar y se mete en una facción terrorista. Sus testimonios nos sumergirán en las cloacas del ser humano cuando el primero nos endilga su teoría económica de la mamada y el segundo nos vomita su bazofia de racismo y xenofobia. Esa es otra de las características de Brookmyre, sus peroratas y "despotricamientos" sobre temas tan diversos como el racismo, el nacionalismo, la religión, la violencia, el sexo, el fútbol o el envejecimiento. 

He aquí sin más la perorata/teoría del capitalismo según el sicario.
"Hasta tu solícita mujer que tanto te adora tiene que fingir interés de vez en cuando. Y si lo que necesitas es sobreactuación, una furcia puede hacerlo mejor que nadie. Solo los afeminados o los lechuguinos ególatras creen que cambia algo si a la zorra le importa una mierda o no.
Lo que esos payasos no entendían era que estabas pagando por su desinterés tanto como por su atención. Esa mirada aburrida era una parte esencial de la experiencia de una mamada comercial. ¡Por los clavos de Cristo!, sería un insulto a tu inteligencia suponer que está disfrutando, así que había una sinceridad impagable en la naturaleza de la transacción al aparentar que le importaba un carajo, sin falsos sentimientos o amabilidades ficticias. Una mamada es un curro, no una afición, ¿te enteras? No lo hace por placer, lo hace porque necesita la pasta y tú vas a dársela en cuanto logre que te corras. Dos cuadras más abajo, la chica que voltea las hamburguesas en McDonald’s tendrá aún más pinta de aburrida por todavía menos pasta, pero tu puto Big Mac no tendrá un sabor diferente por más que ella sonría.
Era una cuestión de capitalismo crudo, sincero, de la vieja escuela, preglobalizado. Tú necesitabas sus servicios, ella necesitaba tu dinero y nadie iba a simular que había ninguna otra cosa en juego. Ni branding ni declaraciones altisonantes ni tarjetas de fidelización. ¿Estás a favor del «no logo»? Ve a que te hagan una felación como Dios manda."
Como se ve el lenguaje es culto, grosero y sarcástico. Nos ofrece réplicas tan cáusticas como cuando Zal se disculpa ante Angelique por un secuaz que casi la dispara: "Mis disculpas, agente. Es un rollo corporativista. todas las bandas de atracadores han de emplear a un zumbado psicótico. No se puede discutir con los sindicatos."
La novela está escrita con una maestría diabólica. Brookmyre despliega una intriga desternillante y muy cinematográfica  presentándonos un cóctel rocambolesco de suspense, sátira social y romance.






Chris Brookmyre (Glasgow, 1968) es un reconocido autor de Tartan Noir y presidente de la Humanist Society of Scotland. Ha recibido varios premios a lo largo de su carrera, entre los que se incluyen el Critic’s First Blood Award por su primera novela Quite Ugly One Morning, o el Scottish Crime Book of the Year por Black Widow (2016). El bendito arte de robar es su séptima novela y es una lástima que no haya más traducidas al español.

miércoles, 31 de enero de 2024

¡SILBA y ACUDIRÉ! - de M.R. James


Serie Narraciones Extraordinarias












upongo que te marcharás pronto, ahora que se han terminado las clases —decía una persona que no interviene en la historia al profesor de Ortografía, poco después de sentarse juntos en una comida que se celebraba en el hospitalario comedor del St. James College.
Era el profesor un hombre joven, pulcro y preciso en sus palabras.
—Mis amigos han hecho que me aficione al golf este curso —dijo—, y quiero ir a la costa del este, concretamente a Burnstow (apostaría a que lo conoces), a pasar una semana o diez días perfeccionando mi juego. Espero marcharme mañana.
—Hombre, Parkins —dijo el que estaba sentado al otro lado—, si vas a Burnstow me gustaría que echaras una mirada a lo que fue el convento de templarios y me dijeras si merece la pena hacer excavaciones allí este verano.
Como pueden ustedes suponer, el que acababa de hablar era una persona interesada en la arqueología, pero, puesto que sólo aparece en este preámbulo, no hace falta que enumere sus títulos.
—Desde luego —dijo el profesor Parkins—: Descríbeme los alrededores del lugar, haré todo lo posible por darte una idea del estado del terreno cuando vuelva, o te escribo, si me dices dónde vas a pasar estos días.
—Gracias, no te molestes. Es que pienso llevar a mi familia hacia esa parte del Long y se me ha ocurrido que, como se han sacado muy pocos planos de los conventos de templarios ingleses, podría aprovechar la ocasión y ocuparme en algo útil los días que no tenga nada que hacer.
El profesor dio un respingo al oír que sacar el plano de un convento podía considerarse algo útil. Su vecino prosiguió:
—El emplazamiento (dudo que las ruinas sobresalgan del suelo) debe de estar actualmente muy cerca de la costa. Como sabes, el mar ha penetrado enormemente a lo largo de toda esa parte del litoral. A juzgar por el mapa, diría que está a unos tres cuartos de milla del Hotel el Globo, al norte del pueblo. ¿Dónde te vas a hospedar?
—Pues en el Hotel del Globo precisamente —dijo Parkins—; tengo ya reservada una habitación allí. Me ha sido imposible conseguir habitación en otro sitio. La mayoría de los hoteles están cerrados en invierno, al parecer, y aun así, me dijeron que la única habitación que tenían disponible es doble, y que no tienen ningún rincón donde guardar la otra cama y demás. De todos modos, necesito una habitación grande porque quiero llevarme algunos libros y trabajar algo; aunque no me hace mucha gracia tener una cama (por no decir las dos) desocupada en lo que va a ser mi despacho, tendré que aguantarme y conformarme por el poco tiempo que voy a estar allí.
—¿Dices que te molesta tener una cama de más en tu habitación, Parkins? —dijo un individuo campechano que estaba sentado enfrente—. Oye, si quieres, puedo irme contigo y ocuparla por unos días, así te hago compañía.
El profesor se estremeció, pero se sobrepuso, y sonrió con afabilidad.
—Naturalmente, Rogers, me gustaría muchísimo. Pero creo que te resultaría aburridísimo. A ti no te gusta el golf, ¿verdad?
—¡No, a Dios gracias! —dijo el impertinente señor Rogers.
—Bueno, pues te advierto que cuando no esté trabajando, lo más seguro es que esté en el campo de golf, por eso digo que te iba a resultar aburrido.
—¡No sé! Conozco a varias personas en ese pueblo, pero, naturalmente, si no quieres que vaya, dímelo, Parkins, no me voy a ofender por eso. La verdad, como siempre nos dices, no ofende.
Efectivamente, Parkins era escrupulosamente cortés y sincero a ultranza. No es de extrañar que a veces el señor Rogers, conociéndole como le conocía, se aprovechara de estas dos virtudes. En el pecho de Parkins se entabló una lucha que, durante un momento o dos, le impidió contestar. Transcurrido este intervalo, dijo:
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, Rogers, estaba pensando si la habitación será lo bastante amplia para estar cómodamente los dos, y también (pero te advierto que no te habría dicho esto de no haberme presionado tú) si tu presencia no representará un obstáculo para mi trabajo.
Rogers soltó una sonora carcajada.
—¡Muy bien, Parkins! —dijo—. Eso está bien. Prometo no interferir en tu trabajo, no te preocupes por eso. Si no quieres que vaya, no voy, pero creo que sería conveniente que fuera para mantener alejados a los fantasmas —aquí habría podido verse el guiño y el codazo que le dio a su vecino de mesa, a la vez que Parkins se ponía colorado—. Perdóname, Parkins —prosiguió Rogers—, no he debido decir eso. No me acordaba de que te disgusta hablar de estas cuestiones a la ligera.
—Bueno —dijo Parkins—, puesto que has sacado esa cuestión a relucir, te diré con franqueza que no me gusta hablar de lo que tú llamas fantasmas. Considero que un hombre de mi posición —prosiguió, elevando un poco la voz— no puede dar la impresión de que cree en todo eso. De sobra sabes, Rogers, o deberías saber, porque nunca he ocultado mi manera de pensar…
—No, desde luego —comentó Rogers sotto voce.
—… que la más leve sospecha, la más ligera sombra de concesión a la creencia de que tales cosas pueden existir equivaldría a renunciar a todo lo que considero más sagrado. Pero me parece que no he logrado atraer tu atención.
—Tu indivisa atención, como dijo el doctor Blimber[9] —interrumpió Rogers, que parecía hacer verdaderos esfuerzos por expresarse con corrección—. Pero te ruego que me perdones, Parkins; te he interrumpido.
—No, de ningún modo —dijo Parkins—. No sé quién es ese Blimber, puede que no sea de mi época. Pero no tengo nada más que añadir. Estoy seguro de que comprendes lo que quiero decir.
—Sí, sí —se apresuró a decir Rogers—, desde luego. Seguiremos hablando de esto en Burnstow o donde sea.
Si reproduzco el diálogo que antecede es con la intención de mostrar la impresión que me dio a mí de que Parkins tenía el carácter de una vieja: era quisquilloso en sus cosas y carecía por completo del sentido del humor; pero era valiente y sincero en sus convicciones, y digno del mayor respeto. Tanto si el lector ha sacado esta misma conclusión como si no, el carácter de Parkins era éste.



Al día siguiente, Parkins, como era su deseo, había dejado muy lejos el College y llegaba a Burnstow. Le dieron la bienvenida en el Hotel el Globo, se instaló en la habitación doble, de la que ya hemos hablado, y aún tuvo tiempo, antes de irse a dormir, de arreglar su material de trabajo en perfecto orden sobre la amplia mesa que había en la parte de la habitación que formaba mirador, flanqueada en sus tres lados por tres ventanas que daban al mar; es decir, la ventana del centro estaba orientada directamente al mar, y las de la derecha e izquierda dominaban la costa en dirección Norte y Sur respectivamente. Hacia el Sur se veía el pueblo de Burnstow. Hacia el Norte no se veían casas, sino la playa únicamente, y los bajos acantilados que la cercaban. Justo enfrente había un espacio, no muy grande, cubierto de hierba, donde había anclas viejas, cabrestantes y demás; más allá estaba el ancho camino, y después, la orilla del mar. Fuera cual fuese la distancia que hubo al principio del Hotel el Globo al mar, actualmente no había más de sesenta yardas.
Los demás huéspedes del hotel, como es natural, eran también aficionados al golf, y entre ellos había algunos elementos dignos de especial atención. El personaje más llamativo era, quizá, un ancien militaire, secretario de un club londinense, el cual poseía una voz increíblemente poderosa y unas opiniones marcadamente protestantes. Y encontró el momento de manifestar lo uno y lo otro con ocasión de unos oficios que celebró el vicario, persona respetable, aunque con cierta tendencia a hacer pintorescas las ceremonias religiosas, cosa contra la que luchaba el militar denodadamente por considerar que se alejaba de la dignidad de la tradición anglicana.
El profesor Parkins, una de cuyas cualidades era el valor, pasó la mayor parte del día siguiente a su llegada en lo que él llamaba mejorar su juego, en compañía del coronel Wilson; por la tarde —y aunque no sé si es debido precisamente a sus esfuerzos por mejorar— el humor del coronel se fue volviendo tan agrio que incluso Parkins tembló ante la idea de regresar al hotel en su compañía. Tras una furtiva mirada a aquel mostacho hirsuto y aquel semblante congestionado, decidió que lo más prudente era dejar que el té y el tabaco hicieran su efecto sobre el coronel, antes del inevitable encuentro en la cena.
«Esta tarde regresaré dando un paseo por la playa —se dijo—; sí, así podré ver las ruinas de las que me habló Sidney: todavía queda luz. No sé exactamente por dónde caen, desde luego, pero difícil será que no tropiece con ellas».

Debo decir que así sucedió, en el sentido más literal de la palabra, porque al tomar el camino que va del campo de golf a la playa de grava, metió el pie entre unas raíces de aulaga y una enorme piedra, y fue a dar en el suelo. Al levantarse y mirar en torno suyo, vio que se hallaba en un terreno algo accidentado, con pequeñas depresiones y montículos. Al detenerse a examinar esos montículos, descubrió que eran simples bloques formados de piedra y mortero, totalmente cubiertos de hierba. Visto lo cual, dedujo acertadamente que debía ser éste el emplazamiento del convento que había prometido inspeccionar. La pala del excavador veía compensados sus esfuerzos; sin duda quedaban bastantes cimientos, no demasiado profundos, que arrojarían mucha luz a la hora de confeccionar el plano general. Recordó vagamente que los templarios, a quienes habían pertenecido este lugar, solían construir sus iglesias redondas, y le pareció que la serie de montículos de su alrededor estaban distribuidos en forma circular. Poca gente es capaz de resistir la tentación de excavar un poco en plan de aficionado cuando visita una provincia alejada de la suya propia, aunque sólo sea por la satisfacción de ver el éxito que habría tenido de haberse dedicado a ello en serio. Nuestro profesor, sin embargo, si bien sintió ese deseo, lo que de veras quería era cumplir con el señor Sidney. Así que contó, con todo cuidado, los pasos que tenía el diámetro del recinto, y anotó las dimensiones en su cuaderno de notas. Luego pasó a inspeccionar una prominencia oblonga situada al Este respecto del centro del círculo, detalle que le hizo pensar que podría tratarse de la base de una plataforma o altar. En uno de los extremos, en el que daba al Norte, faltaba la hierba, que algún niño u otra criatura ferae naturae debía de haber arrancado. No estará de más, pensó, quitar un poco de tierra y ver si aparecen restos de albañilería; así que sacó la navaja y empezó a rascar. Y entonces hizo otro pequeño descubrimiento: al rascar, una porción de barro seco se hundió hacia adentro, dejando al descubierto una pequeña cavidad. Encendió dos cerillas, una tras otra, para ver el agujero, pero el viento se las apagó. Golpeando y rascando con la navaja pudo averiguar, sin embargo, que se trataba de un agujero artificial y estaba hecho de albañilería. Tenía forma rectangular, y las paredes laterales, así como la superior y la inferior, si no estaban revocadas de yeso, al menos eran lisas y regulares. Naturalmente, estaba vacío… ¡No! Al sacar la navaja, sonó un ruido metálico en el fondo. Como es natural, cogió el objeto y, al sacarlo a la luz del día, que se estaba desvaneciendo rápidamente pudo comprobar que era algo artificial también: en sus manos tenía un tubo de unas cuatro pulgadas de largo, y evidentemente databa de muchísimos años.
Parkins se cercioró de que no había nada más en este extraño receptáculo; pero se había hecho demasiado tarde y demasiado oscuro para pensar en seguir investigando. El hallazgo encontrado era tan inesperadamente interesante, que decidió sacrificar a la arqueología un poco más de tiempo, al día siguiente, antes de que anocheciera. Estaba seguro de que el objeto que se había guardado en el bolsillo tenía cierto valor.




Lúgubre y solemne era el paisaje cuando echó una última mirada, antes de regresar. Una desmayada claridad amarillenta permitía ver aún el campo de golf, en el que se divisaban algunas figuras que se encaminaban hacia el edificio del club, así como la achaparrada torre circular, las luces del pueblo de Aldsey, la pálida franja arenosa, intersectada de trecho en trecho por los muros de contención de ennegrecida madera y escasa altura, y el mar oscuro y rumoroso. El crudo viento soplaba del Norte, pero luego lo notó a su espalda, cuando iba de camino al Hotel el Globo. Aligeró el paso al cruzar por la crujiente grava, y llegó a la arena, desde donde el paseo, pese a los bajos muros de contención que tenía que ir saltando de cuando en cuando, se hizo agradable y tranquilo. Al mirar hacia atrás una última vez para calcular la distancia que había recorrido desde las ruinas del convento de templarios, vio venir a alguien más en su misma dirección: era una figura más bien confusa, la cual parecía hacer grandes esfuerzos por alcanzarle, aunque avanzaba muy poco, si es que avanzaba en realidad.
Quiero decir que parecía que corría, a juzgar por sus movimientos, pero la distancia que la separaba de Parkins era siempre la misma. Al menos eso fue lo que le pareció a él, y convencido como estaba de que no le conocía, consideró que no tenía sentido esperar a que le alcanzara. Con todo, empezaba a pensar que no habría sido mala idea ir acompañado por esta playa solitaria, de haber podido uno elegir compañía. De niño había leído casos de encuentros por parajes como éste, en los que ni aún ahora podía pensar serenamente. No obstante, no logró apartarlos de su imaginación hasta que llegó a la posada; había uno, sobre todo, que suele impresionar a la mayoría de las personas en determinada etapa de su niñez: «Entonces soñé que Christian, al echar a andar, vio que un demonio repugnante cruzaba el campo y se dirigía a su encuentro», «¿Qué haría yo ahora —pensó— si al volverme atrás divisara una figura negra recortándose contra el cielo amarillo, y descubriera que tenía alas y cuernos? Me pregunto si me quedaría donde estoy o echaría a correr. Afortunadamente, el señor que viene allá detrás no es nada de eso, y además parece que está igual de lejos que antes. A este paso no cenará al mismo tiempo que yo. ¡Válgame Dios!, pero si sólo falta un cuarto de hora. ¡Tendré que darme prisa!»
Efectivamente, Parkins tuvo el tiempo justo para cambiarse. Cuando se reunió con el coronel en el comedor, la paz —o cuanto de ella logró recobrar este buen señor— reinaba de nuevo en el pecho del militar. Permaneció en su ánimo también durante la partida de bridge que se organizó después de la cena, ya que Parkins era un jugador más que regular. Así que, al retirarse, allá hacia las doce, iba con la sensación de haber pasado una velada muy amena y que, aun cuando se quedara un par de semanas o tres, la vida en El Globo resultaría relativamente agradable, si transcurría siempre así. «Sobre todo —pensó—, si sigo mejorando mi juego.»
En el pasillo se encontró con el criado del hotel, quien se detuvo para decirle:
—Perdone el señor, al cepillar su chaqueta, hace un momento, se le ha caído algo del bolsillo. Lo he puesto encima de la cómoda de su habitación; es un trozo de tubo o algo parecido. Muchas gracias, señor. Encima de la cómoda lo tiene, sí, señor. Buenas noches, señor.
El discurso le recordó a Parkins el pequeño descubrimiento que había hecho esa tarde. Lo cogió con gran curiosidad y se acercó a examinarlo junto a la luz de las velas. Era de bronce, según veía ahora, y tenía la misma forma de los modernos silbatos para perros; de hecho, no era, efectivamente, ni más ni menos que un silbato. Se lo llevó a la boca, pero estaba completamente obstruido por un pegote de arena fina o de tierra; no consiguió soltarla con unos golpes y tuvo que quitarla con la navaja. Como era muy pulcro, recogió la tierra con un trozo de papel y la tiró por la ventana. Al asomarse, vio que hacía una noche clara y estrellada, y se entretuvo un instante contemplando el mar. Reparó en un paseante retrasado que se había detenido junto a la orilla, enfrente mismo del hotel. Cerró la ventana, extrañado de lo tarde que se retiraba la gente de Burnstow, y cogió el silbato y volvió a examinarlo a la luz. Vaya, pero si tenía signos grabados, ¡y no sólo signos, sino letras también! Lo frotó ligeramente y apareció, perfectamente legible, lo que tenía escrito; aunque el profesor tuvo que confesarse a sí mismo, tras un serio esfuerzo por descifrarlo, que su significado le resultaba tan oscuro como las palabras que se le aparecieron al rey Baltasar en el muro. Había una inscripción en la parte de arriba del silbato, y otra en la de abajo. La primera era así:

F L A     F U R B I S        F L E

[Furbis, Flabis, Flebis (Robarás, soplarás, sufrirás)]


y la otra:


QUI ES ISTE QUI VENT ESVÁNSTICA

[Quién es éste que viene]


«Debería saber lo que significa —pensó—, pero tengo el latín demasiado oxidado. Pensándolo bien, me parece que ni siquiera sé cómo se dice silbato. La frase larga parece bastante fácil. Significa: “¿Quién es éste que viene?”. Bueno, la mejor manera de averiguarlo es silbarle.»
Silbó a manera de prueba y se detuvo de repente, sobresaltado y complacido a la vez, por la nota que había sacado. Daba la sensación de una lejanía infinita y, a pesar de su suavidad, comprendió que debía de haberse oído en varias millas de distancia. Fue un sonido, además, que parecía poseer (como poseen también muchos olores) el don de suscitar imágenes en el cerebro. Por un momento vio con absoluta claridad la escena de un paraje inmenso en la oscuridad de la noche, barrido por un viento frío, en cuyo centro aparecía una figura solitaria; no pudo distinguir lo que hacía. Tal vez habría conseguido ver algo más, de no haberle disipado la visión una repentina ráfaga de viento que azotó los cristales de las ventanas; el hecho fue tan inesperado que le hizo levantar la vista, a tiempo de ver la blancura fugaz de un ala de gaviota batir junto a los cristales.
El sonido del silbato le había dejado fascinado de tal modo que probó otra vez, pero con más firmeza. La nota sonó ligeramente más fuerte, si es que lo fue en realidad, que la vez anterior, pero además le defraudó: no le suscitó visión alguna, como casi había esperado. «Pero ¿qué es esto? ¡Dios mío!, ¡con qué fuerza se ha levantado el viento en pocos minutos! ¡Qué ráfaga más tremenda! ¡Ah!, me lo temía…, me ha apagado las velas. Me va a revolver toda la habitación.»
Lo primero era cerrar la ventana. Un segundo después se encontraba Parkins luchando por cerrarla, y tan tremenda era la fuerza del viento, que parecía como si luchara con un individuo corpulento que pretendiera entrar. De pronto disminuyó, y la ventana dio un golpe, y se cerró el pestillo por sí solo. Ahora, lo principal era encender nuevamente las velas y comprobar si había causado algún desaguisado. No, no se veía ningún estropicio, ni había roto ningún cristal de la ventana. Pero el ruido había despertado por lo menos a otro miembro de la casa: se oía andar al coronel de un lado para otro en calcetines, en la habitación de arriba, soltando gruñidos.
Aunque este viento se había levantado súbitamente, no amainó de repente: siguió soplando, gimiendo, arremetiendo contra el edificio; de cuando en cuando dejaba oír lamentos tan lastimeros, como decía Parkins con su usual objetividad, que muy bien pudo llenar de temores a las personas demasiado imaginativas, y aun las que carecían por completo de imaginación, pensó un cuarto de hora después, se habrían sentido más a gusto sin él.
Parkins no sabía seguro si era el viento o la excitación del golf, o sus investigaciones en el convento de templarios lo que le tenía despierto. De todos modos, estuvo con los ojos abiertos lo bastante como para creer (como me ha sucedido a mí muchas veces en situaciones parecidas) que sufría toda clase de trastornos fatales: se dedicó a contar los latidos de su corazón, convencido de que se le iba a parar de un momento a otro, y a concebir las más graves sospechas en torno a sus pulmones, a su cerebro, a su hígado, etc…, sospechas que se disiparían, estaba seguro, con la llegada del nuevo día. Encontraba cierto consuelo en saber que había alguien más en la misma situación. Alguien que ocupaba una habitación vecina, sin duda (no era fácil decir de qué lado en medio de la oscuridad), porque se movía y hacía crujir la cama también.


Luego Parkins cerró los ojos y trató de dormir. Entonces su sobreexcitación adoptó una nueva forma: comenzaron a representársele escenas en la imaginación. Experto crede, las escenas acuden a uno cuando mantiene los ojos cerrados intentando dormir, y a veces son tan desagradables que se ve obligado a abrir los ojos para disiparlas.
Sin embargo, la experiencia de Parkins a este respecto fue tremendamente desalentadora. La escena representada se repetía con insistencia. Al abrir los ojos, como es natural, desaparecía, pero cuando los cerraba volvía nuevamente a desarrollarse igual que antes, ni más deprisa ni más despacio. Y era la siguiente:
Una gran extensión de playa, una franja arenosa bordeada de grava y cruzada por una serie de negros muros de contención dispuestos perpendicularmente con respecto al agua…
La escena era muy parecida, de hecho, a la del paseo de esa misma tarde, pero como no encontraba en ella detalle particular, no le era posible identificarla. Reinaba una luz tenebrosa, y daba la impresión a la vez de tormenta, de noche de finales de invierno, y de fría llovizna. Al principio no se veía a nadie en este paisaje desolado. Luego, a lo lejos, apareció algo; un momento después ese algo se concretó en la figura de un hombre corriendo, saltando, brincando por encima de los muros de contención y volviéndose de cuando en cuando hacia atrás para mirar con inquietud. Cuando más se acercaba, más parecía que estaba, no ya inquieto, sino terriblemente asustado, aun cuando no se le distinguía la cara. Estaba, además, casi a punto de caer sin fuerzas. Seguía corriendo; cada obstáculo que se le cruzaba parecía salvarlo con más dificultad que el anterior. «¿Podrá saltar el siguiente?», pensó Parkins. «Parece más alto que los otros». Sí, medio trepando, medio arrojándose después desde arriba, subió y cayó como un fardo al otro lado (más cercano del espectador). Allí, junto al muro de contención, como si le fuese imposible levantarse otra vez, se quedó, a cuatro patas, mirando con un gesto de angustiosa ansiedad.
Hasta aquí no se veía causa alguna que provocara el miedo del que corría, pero luego empezó a divisarse a lo lejos, en la playa, el corretear de un bultito fosforescente que se movía con gran agilidad y de manera irregular. A medida que se hacía más grande, se iba perfilando como una figura borrosa, vestida de flotantes ropajes. Tenía algo su manera de moverse que le quitaba a Parkins todo deseo de verla de cerca. Se detenía, alzaba los brazos, se inclinaba sobre la arena, corría después por la playa completamente encorvada, hasta llegar al borde del agua; luego, se enderezaba y reemprendía su persecución a pasmosa velocidad. Por fin, llegó el momento en que el perseguidor empezó a merodear de derecha a izquierda unas cuantas yardas más allá del muro de contención donde yacía oculto el hombre. Tras dos o tres vueltas infructuosas, se detuvo, se enderezó con los brazos en alto, y luego se arrojó hacia la parte delantera del muro de contención.
Al llegar a este punto, Parkins fracasaba siempre en su decisión de mantener los ojos cerrados. Lleno de dudas sobre si sería su cerebro fatigado por el exceso de trabajo, o el humo excesivo y cosas así, lo que le impedía llegar a contemplar la visión, el caso es que al final se resignó a encender la palmatoria, abrir el libro y pasar la noche despierto, cosa que prefería mil veces a verse atormentado por aquel persistente paisaje que, según le parecía a él, sólo podía deberse a una morbosa reflexión del paseo y los pensamientos de ese mismo día.
Al rascar la cerilla y encenderla de pronto, debió asustar a las criaturas de la noche —ratas o lo que fuera—, porque las oyó echar a correr ruidosamente del lado de su cama. «¡Vaya por Dios! ¡Se me ha apagado la cerilla! ¡Qué contrariedad!» Pero la segunda no se apagó, así que encendió la vela y abrió el libro y se concentró en él hasta que, al cabo de muy poco tiempo, cayó vencido por un sueño sano y reparador. Y así fue como, por primera vez en su ordenada y prudente vida, olvidó apagar la vela, y cuando le llamaron a las ocho de la mañana, aún vacilaba una llamita en el hueco de la palmatoria, y sobre la mesita de noche se habían formado lamentables grumos de cera derramada.


Después de desayunar, se encontraba en su habitación terminando de preparar sus cosas de golf —la fortuna le había asignado nuevamente al coronel de compañero—, cuando la camarera llamó otra vez.

—Por favor —dijo—, ¿sería tan amable de decirme si necesita más mantas en su cama, señor?
—¡Ah, muchas gracias! —dijo Parkins—. Sí, tráigame una. Parece que el tiempo ha enfriado bastante.
Un momento después, la camarera estaba de vuelta con la manta.
—¿En qué cama la pongo, señor? —preguntó.
—¿Cómo? Pues en ésta…, en la que dormí anoche —dijo él señalándola.
—¡Ah, sí! Perdone el señor, pero es que nos pareció que se había acostado en las dos; al menos, hemos tenido que hacer las dos esta mañana.
—¿De veras? ¡Pero eso es absurdo! —exclamó Parkins—. Si ni siquiera he tocado esa otra, si no fue para dejar algunas cosas encima. ¿Dice usted que parecía como si alguien hubiese dormido en ella?
—¡Sí, señor! —dijo la criada—. Mire, estaba toda deshecha, con las sábanas revueltas como si alguien hubiera pasado una mala noche, y usted perdone.
—¡Válgame Dios! —dijo Parkins—. Bueno. A lo mejor la he desordenado más de lo que creía al deshacer las maletas. Siento mucho haberlas obligado a trabajar doble, se lo aseguro. A propósito, dentro de poco llegará un amigo mío, un señor de Cambridge, que la ocupará por una noche o dos. Supongo que no habrá ningún inconveniente, ¿verdad?
—Claro que no, señor. Muchas gracias. No pase cuidado, que no lo habrá —dijo la camarera, y se fue corriendo a contárselo a sus compañeras para reírse un rato.
Parkins salió con la firme determinación de mejorar su juego.
Me alegro de poder decir que lo logró hasta tal punto que el coronel, que al principio parecía sentirse algo descontento ante la perspectiva de jugar por segundo día consecutivo en su compañía, se fue volviendo muy comunicativo a medida que avanzaba la mañana, y su voz resonaba por el campo, como hubiera dicho también uno de nuestros poetas de segunda fila, «como la campana mayor de la torre de un monasterio».
—Qué ventarrón tuvimos anoche —dijo—. En mi tierra dirían que alguien estuvo silbando para llamarlo.
—¿De verdad? —exclamó Parkins—. ¿Existen aún supersticiones de ese tipo en su tierra?
—Nada de supersticiones —dijo el coronel—. Esa creencia la tienen en Dinamarca y en Noruega, y también en la costa de Yorkshire, y yo considero que, por lo general, hay siempre un fondo de verdad en lo que son y han sido durante generaciones las creencias de un pueblo. Le toca a usted —algo así fue lo que añadió.
El lector aficionado al golf puede imaginar las digresiones que considere más apropiadas, e intercalarlas en los momentos más adecuados.
Cuando reanudaron la conversación, Parkins dijo con cierta vacilación:
—A propósito de lo que me decía usted hace un momento, coronel, debo manifestarle que mis convicciones a ese respecto son bastante firmes. De hecho, soy un escéptico convencido en lo que se refiere a eso que llaman lo «sobrenatural».
—¡Cómo! —exclamó el coronel—, ¿pretende decir que no cree en los presagios o en las apariciones o en cosas de esta naturaleza?
—En nada de todo eso —replicó Parkins con firmeza.
—Bueno —dijo el coronel—, pero entonces me parece a mí que, en ese sentido, es usted algo así como un saduceo.
Parkins estuvo a punto de contestarle que, en su opinión, los saduceos fueron las personas más razonables del Antiguo Testamento, pero como no sabía si se les citaba mucho o nada en dicha obra, prefirió reírse ante esta acusación.
—Puede que lo sea —dijo—, pero… ¡A ver, muchacho, dame mi palo!… Perdone un momento, coronel —hubo una corta pausa—. Mire, sobre eso de llamar al viento silbando, permítame que le diga mi teoría. Las leyes que rigen los vientos no son perfectamente conocidas en realidad…, y menos por los pescadores y demás. Vamos a suponer que, en determinada circunstancias, se ve repetidamente a un hombre o a una mujer de costumbres extravagantes, o a un extranjero, junto a la orilla, a una hora desusada, y se le oye silbar. Poco después, se levanta un fortísimo viento; cualquier entendido que sepa observar el cielo o que tenga un barómetro, habría podido predecirlo. Pero las gentes sencillas de un pueblecito pesquero no poseen barómetros y sólo saben cuatro cosas del tiempo. ¿Qué más natural que considerar al personaje extravagante que yo he supuesto como causante del viento, o que él o ella se aferre ávidamente a la fama de poder hacer tal cosa? Bueno, y ahora tomemos el caso del viento de anoche: resulta que yo mismo estuve silbando. Toqué un silbato por dos veces, y el viento pareció levantarse exactamente como si respondiera a mi llamada. Si alguien me hubiese visto…
Su interlocutor comenzaba a impacientarse con este discurso, pues me temo que Parkins había adoptado un tono de conferenciante; pero al oír la frase final, el coronel se detuvo.
—¿Silbando dice que estuvo? —exclamó—. ¿Y qué clase de silbato gasta usted? Tire primero.
Hubo una pausa.
—Me estaba preguntando usted por el silbato, coronel. Es muy curioso. Lo llevo aquí…, no, ahora recuerdo que lo he dejado en mi habitación. La verdad es que me lo encontré ayer.
Y entonces Parkins le contó cómo llegó a descubrir el silbato, y al oírlo el coronel, soltó un gruñido y dijo que él, en su lugar, tendría mucho cuidado en utilizar un objeto que había pertenecido a una cuadrilla de papistas, de quienes no se podía saber con seguridad de qué fueron capaces. De este tema, pasó a las exageraciones del vicario, el cual había notificado el domingo anterior que el viernes sería la festividad de Santo Tomás Apóstol, y que habría un servicio a las once en la iglesia. Éste y otros detalles por el estilo constituían, a juicio del coronel, un serio fundamento para pensar que el vicario era un papista disfrazado, si es que no era jesuita, y Parkins, que no era capaz de seguir al coronel en este tema, no se mostró en desacuerdo con él. De hecho, pasaron la mañana tan a gusto juntos que ninguno de los dos habló de separarse después de comer.
Por la tarde siguieron jugando bien, o al menos lo bastante bien como para olvidarse de todo, hasta que empezó a oscurecer. Hasta ese momento no se acordó Parkins de su propósito de inspeccionar un poco más el convento; pero tampoco tenía mucha importancia, pensó. Lo mismo daba un día que otro, así que regresaría en compañía del coronel.

Al dar la vuelta a la esquina de la casa, el coronel estuvo a punto de ser derribado por un muchacho que venía a toda velocidad; chocó, pero luego, en vez de reanudar su carrera, se quedó agarrado a él sin aliento. Las primeras palabras que acudieron a la boca del militar fueron de mal humor y reconvención, pero inmediatamente se dio cuenta de que el muchacho casi no podía hablar de lo asustado que estaba. Al principio le fue imposible contestar a las preguntas que le hicieron. Cuando recobró el aliento empezó a llorar, agarrado todavía a las piernas del coronel. Finalmente lograron soltarle, pero siguió lloriqueando.

—¿Qué diablos te ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has visto? —dijeron los dos hombres.
—¡Ay, lo he visto hacerme señas desde la ventana —gimió el chiquillo—, y me ha asustado!
—¿Qué ventana? —preguntó el furioso coronel—. Vamos, serénate, muchacho.
—La ventana del hotel —dijo el niño.
Parkins se mostró entonces partidario de mandar al niño a su casa, pero el coronel se negó; quería saber exactamente qué había pasado, dijo; era extremadamente peligroso darle un susto de esa naturaleza a un chiquillo, y si lograba averiguar quién era el que andaba gastando esas bromas, le iba a dar su merecido. Y tras una serie de preguntas consiguió poner en claro lo siguiente: el niño había estado jugando en el césped a la entrada de El Globo con otros niños; luego, éstos se habían marchado a sus casas a merendar, e iba él a marcharse también, cuando se le ocurrió mirar hacia la ventana que tenía delante y vio entonces cómo le hacía señas. Aquello parecía una especie de figura vestida de blanco…, pero no pudo verle la cara, le hacía señas, y tenía un aspecto muy raro…, no parecía una persona normal. ¿Había luz en la habitación? No, no se le ocurrió fijarse en eso, aunque creía que no. ¿Qué ventana era? ¿Era en el ático o en el segundo? Era en el segundo…, la del mirador, esa que tenía dos ventanas más pequeñas a los lados.
—Muy bien, muchacho —dijo el coronel, tras unas cuantas preguntas más—. Ahora vete corriendo a tu casa. Seguramente es alguien que ha querido darte un susto. Otra vez, como inglés valiente que eres, le das una pedrada…, bueno no, una pedrada no, vas y se lo dices al camarero, o al señor Simpson, y eso sí, le dices que te lo he dicho yo.
El semblante del niño reflejó las dudas que abrigaba acerca de la atención que se dignaría a prestarle el señor Simpson a sus quejas, pero el coronel no pareció darse cuenta, y prosiguió:
—Aquí tienes una moneda de seis peniques, digo no, un chelín, y ahora vete a tu casa y no pienses más en eso.
El niño echó a correr, tras haberle dado las gracias lleno de zozobra, y el coronel y Parkins dieron media vuelta y se dirigieron a la parte delantera del hotel con el fin de hacer un reconocimiento de la fachada. Sólo había una ventana que respondía a la descripción que les acababan de dar.

—Bueno, esto es muy extraño —dijo Parkins—; evidentemente, es a mi ventana a la que se refería. ¿Quiere subir un momento conmigo, coronel Wilson? Vamos a ver quién se ha tomado la libertad de entrar en mi habitación.
No tardaron en llegar al pasillo, y Parkins hizo ademán de abrir la puerta. Luego se detuvo y se registró los bolsillos.
—Esto es más serio de lo que creía —observó—. Ahora recuerdo que al salir esta mañana dejé cerrado con llave, y la llave la tengo aquí —dijo, mostrándola en alto—. Así que —prosiguió—, si la servidumbre tiene la costumbre de entrar en las habitaciones de los clientes en ausencia de éstos, sólo me cabe decir que…, bueno, que no me parece correcto, ni mucho menos.
Y sintiéndose un tanto encogido de ánimo, puso toda su atención en abrir la puerta —que, efectivamente, estaba cerrada con llave— y en encender las velas.
—Pues no —dijo—, parece que está todo en su sitio.
—Todo menos su cama —observó el coronel.
—Perdone, pero esa no es la mía —dijo Parkins—. Esa no la utilizo. Pero parece como si alguien hubiera querido gastarme una broma deshaciéndola.
Efectivamente, las sábanas y las mantas estaban revueltas y retorcidas en la más completa confusión. Parkins reflexionó.
—Ya sé lo que ha debido pasar —dijo finalmente—: La desordené yo anoche al abrir mis maletas, y no la han vuelto a hacer desde entonces. Seguramente entraron a arreglarla, y el niño ha visto a las camareras por la ventana. Luego las han debido llamar y han cerrado con llave al marcharse. Sí, seguro que ha sido eso.
—Bueno, llame al timbre y pregúnteles —dijo el coronel, y esta sugerencia le pareció muy práctica a Parkins.
Se presentó la camarera y, resumiendo, declaró que ella había hecho la cama por la mañana estando el señor en la habitación, y desde entonces no ha vuelto a entrar. El señor Simpson guardaba las llaves, él era quien podía decirle al señor si había estado alguien.
Era un misterio. Tras una inspección, comprobaron que no faltaba nada de valor, y Parkins reconoció que todos los objetos que tenía sobre la mesa estaban en su sitio, por lo que podía asegurar que nadie los había tocado. Además, ni el señor ni la señora Simpson habían dado el duplicado de la llave a nadie en todo el día. Por otra parte, Parkins, pese a su sagacidad, no logró descubrir en la conducta del patrón, de la patrona ni de la criada, gesto alguno que delatara el menor indicio de culpabilidad. Más bien se inclinaba a creer que el niño había engañado al coronel.
Este último estuvo desusadamente silencioso y pensativo durante la cena y el resto de la noche. Cuando se despidió de Parkins para irse a dormir, murmuró de mal humor:
—Si me necesita esta noche, ya sabe dónde me tiene.
—¡Ah, sí!, muchas gracias, coronel, pero no creo que tenga que molestarle. A propósito —añadió—, ¿le he enseñado el silbato del que le hablé? Me parece que no. Mire, éste es.
El coronel se acercó a examinarlo a la luz de la vela.
—¿Ha leído la inscripción? —preguntó Parkins cuando lo tuvo de nuevo en sus manos.
—No, con esta luz no puedo. ¿Qué piensa hacer con él?
—No sé, cuando regrese a Cambridge se lo enseñaré a algún arqueólogo de allí para ver qué piensa, y si considera que tiene valor, lo donaré a un museo.
—¡Muu…! —exclamó el coronel—. Bueno, puede que tenga razón. Pero le aseguro que si fuera mío lo tiraría inmediatamente al mar. Y sé que no sirve de nada discutir; supongo que usted es de los que no creen sino lo que ven. Bien, espero que tenga buenas noches.
Dio media vuelta, dejando a Parkins con la palabra en la boca, y poco después cada uno estaba en su habitación.
Por alguna desdichada razón, las ventanas de la habitación del profesor no tenían ni cortinas ni persianas. La noche anterior no le había dado importancia, pero esta noche era muy probable que la luna, que estaba saliendo, diera más adelante de lleno en su cama y le despertara. Al darse cuenta de este detalle, se sintió enormemente contrariado, pero con ingenio digno de envidia consiguió, valiéndose del riel de la cortina, unos cuantos imperdibles, un bastón de golf y un paraguas, armar una pantalla, la cual, si lograba sostenerse, protegería su cama de la luz de la luna. Poco después de leer un buen trozo de cierta obra de envergadura, suficiente para provocar serios deseos de dormir, echó una mirada soñolienta en torno a la habitación, apagó la vela y dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Llevaría durmiendo una hora más o menos, cuando un estrépito repentino le despertó sobresaltado. Inmediatamente comprendió lo que había ocurrido: se había venido abajo la pantalla que tan cuidadosamente había montado, y una luna fría y brillante le daba plenamente en el rostro. Era una verdadera contrariedad. ¿Se sentía capaz de levantarse a reconstruir la pantalla, o podría seguir durmiendo sin tenerse que levantar?
Durante unos minutos permaneció echado, reflexionando sobre qué partido tomar; luego se volvió bruscamente y, con los ojos completamente abiertos, prestó atención conteniendo la respiración. Estaba seguro de haber percibido un movimiento en la cama vacía del otro lado de la habitación. Mañana mandaría quitarla de ahí, porque había ratas o algo parecido que se movía en ella. Ahora estaba todo tranquilo. ¡No! Otra vez empezaba la agitación. Se oían crujidos y sacudidas, pero, evidentemente, eran más fuertes de lo que podía producir cualquier rata.
Me imagino la perplejidad y el horror que debió experimentar el profesor, porque hace unos treinta años tuve yo un sueño en el que pasaba lo mismo; pero tal vez le resulte difícil al lector imaginar lo espantoso que debió ser descubrir una figura sentada en la cama que él había creído vacía. Abandonó la suya de un salto y echó a correr hacia la ventana, donde tenía su única arma: el palo de golf con el que había confeccionado la pantalla. Pero entonces comprendió que era lo peor que se le había podido ocurrir, porque el personaje de la cama vacía, con un movimiento suave y repentino, se incorporó y se puso en guardia con los brazos extendidos entre las dos camas, delante de la puerta. Parkins se le quedó mirando con aterrada perplejidad. De algún modo, la idea de cruzar por donde estaba la figura y huir por la puerta le pareció irrealizable. No habría sido capaz de rozarla —no sabía por qué—; así que, si pretendía acercársele, estaba dispuesto a arrojarse por la ventana. Durante un momento permaneció en una zona de oscuridad, por lo que Parkins no pudo verle la cara. Luego, empezó a avanzar, inclinándose hacia adelante, por lo que enseguida comprendió Parkins, con horror y alivio a la vez, que estaba ciega, ya que tanteaba el camino extendiendo al azar sus brazos entrapajados. Al dar un paso, descubrió de súbito la cama que Parkins había ocupado, y se lanzó sobre las almohadas con una furia tal que Parkins sintió el más intenso escalofrío de su vida. En escasos segundos comprobó que la cama estaba vacía; entonces se dirigió hacia la ventana, por lo que entró en la zona iluminada, revelando así qué clase de criatura era.
A Parkins le disgusta enormemente que le pregunten sobre este particular; sin embargo, una vez me refirió esta escena estando yo presente, y comentó que lo que recuerda sobre todo es su horrible, su intensamente horrible rostro de trapo arrugado. No pudo o no quiso contar la expresión que reflejaba el rostro ese; lo cierto es que el miedo que sintió estuvo a punto de hacerle perder la razón.
Pero no tuvo tiempo de observarlo con detalle. Increíblemente veloz, la figura se deslizó hasta el centro de la habitación y, al tantear el aire con los brazos, un pico de sus ropas rozó el rostro de Parkins. No pudo —pese a lo peligroso que sabía que era hacer ruido—, no pudo reprimir un grito de repugnancia, lo que dio instantáneamente una pista a su perseguidor. Saltó sobre Parkins, y éste retrocedió, gritando con todas sus fuerzas, hasta sacar la espalda por la ventana, y entonces el rostro de trapo se abalanzó sobre el suyo. En este instante supremo, como habrán adivinado ya, le llegó la salvación: el coronel irrumpió bruscamente en la habitación a tiempo de ver la horrible escena en la ventana. Al acercarse adonde ellos estaban, sólo quedaba una figura, la de Parkins, que yacía sin conocimiento en el suelo de la habitación; junto a él había un montón informe de sábanas arrugadas.

¡Silba y acudiré!, ilustración de James McBryde


El coronel Wilson no preguntó nada, pero no dejó entrar a nadie en la habitación, y trasladó a Parkins nuevamente a su cama; luego se envolvió en una manta y se echó a descansar él también en la otra. Rogers llegó a primera hora de la mañana siguiente, y fue acogido con más entusiasmo de lo que habría sido de haber llegado el día anterior; seguidamente, estuvieron deliberando durante largo rato en la habitación del profesor. Al final, salió el coronel del hotel llevando un pequeño objeto entre los dedos índice y pulgar, y lo arrojó en el mar todo lo lejos que le permitió su brazo.

Más tarde se vio ascender el humo de una hoguera que habían encendido en la parte de atrás del edificio.
Debo confesar que no recuerdo qué clase de historia contaron a la servidumbre y a los clientes. El profesor se salvó milagrosamente de la sospecha de haber sufrido un delirium tremens, y el hotel de la fama de escandaloso.
No es difícil presumir qué le habría ocurrido a Parkins de no haber intervenido a tiempo el coronel. O se habría caído desde la ventana o habría perdido el juicio. Pero lo que no está en claro es si la criatura que acudió a la llamada del silbato habría hecho algo más que asustar. Parece que no se trataba de un ser material, aparte de las sábanas retorcidas que daban forma a su cuerpo. El coronel, que recordaba un suceso parecido ocurrido en la India, estaba convencido de que si Parkins se hubiera enfrentado con ese ser, habría comprobado que no tenía más poder que el de asustar. En definitiva, dijo, el incidente no hacía sino corroborar la opinión que él tenía de la Iglesia de Roma.
Y no hay nada más que añadir, en realidad; pero, como pueden imaginar, las opiniones del profesor sobre determinadas cuestiones no son ya todo lo firmes que solían ser. Sus nervios, también están destrozados: aún se estremece al ver un sobrepelliz colgando de una puerta, y la visión de un espantapájaros en el campo, algunos atardeceres de finales de invierno, le ha costado más de una noche de insomnio.












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MONTAGUE RHODES JAMES (Goodnestone, 1862 - Eton, 1936) estudió en Eton y King’s College, Cambridge, instituciones en las que luego ejercería como rector. Tuvo un vida plenamente dedicada al mundo académico aportando estudios en los ámbitos de la paleografía, arqueología, filología, estudios bíblicos y medievales; pero es recordado por las historias de fantasmas que escribió como simple entretenimiento. Su afición era tal que instauró la tradición de leer sus cuentos ante amigos y estudiantes cada Navidad. 
En toda su existencia escribió un total de 31 relatos que publicó en cuatro volúmenes entre 1904 y 1925. Aquí en España la editorial Valdemar los publicó reunidos en un solo volumen, Corazones perdidos. Cuentos completos de fantasmas, uno de los volúmenes señeros de mi biblioteca personal.

En «¡Silba y acudiré!» encontramos prácticamente todas sus señas de identidad. 
Un narrador que no es el protagonista sino alguien que conoce la historia de oídas y la refiere a una audiencia a la que suele interpelar, rompiendo la cuarta pared. El marco general de los acontecimientos efectivamente es muy cotidiano y familiar, se abre con la usual charla sobre vacaciones e incluye un ligero toque humorístico (con los caracteres de Parkins y luego del coronel) que hace que la introducción gradual del fantasma sea más efectiva y sorprendente. De hecho es el lector, y no el protagonista, el que empieza a percibir los primeros retazos del horror. Primero es una simple figura que sigue a Parkins tras recoger el silbato, luego escucha los crujidos de la cama en la habitación de al lado y por la mañana la criada le hace ver que la segunda cama de su habitación está sorprendentemente revuelta. A pesar de todo él se va a jugar al golf y a la vuelta se encuentra con un jovencito que huye despavorido tras haber visto a un extraño ser en la ventana del hotel. Sólo faltaría el toque erudito que en este relato es muy leve. El crescendo (para el lector) es palpitante, pero para el protagonista todo surge de golpe, en el enfrentamiento final. El propio M. R. James era muy consciente de lo que necesita un buen cuento: "Dos ingredientes de la máxima importancia para guisar un buen cuento de fantasmas son, a mi juicio, la atmósfera y un crescendo hábilmente logrado". También es muy característico el tipo de fantasma que imaginó, lejos ya de los espectros en castillos y ruinas del romanticismo. En palabras de Lovecraft: "El espectro habitual de M.R. James es delgado, enano y peludo: una abominación perezosa e informal de la noche, a medio camino entre la bestia y el hombre... este espectro tiene una constitución de lo más excéntrica: es un rollo de franela con ojos de araña, o una entidad invisible modelada con las ropas de una cama cuyo rostro lo forma una sábana arrugada".