martes, 31 de agosto de 2021

LA POESÍA DE VLADIMÍR HOLAN




















LA GRUTA DE LAS PALABRAS


No entra impunemente el joven con su luz en la gruta de las palabras.
Audaz presiente apenas dónde se encuentra.
Joven, aunque ha sufrido, no sabe lo que es el dolor.
Sabio antes de tiempo se escapa sin haber entrado
y alega como excusa la inmadurez de su época.
¡La gruta de las palabras!
Sólo el verdadero poeta, y por su cuenta y riesgo,
pierde delirando en ella las alas
y con ellas la manera de someterlas de nuevo a la gravedad
y no menoscabar esa fuerza que atrae hacia la tierra.
¡La gruta de las palabras!
Sólo el verdadero poeta regresa con su silencio
para encontrar, ya viejo, a un niño que llora,
abandonado por el mundo en su umbral. 







CÓMO


¿Cómo vivir? ¿Cómo ser simple y fiel?
Siempre he buscado la palabra
que no hubiera sido dicha más que una sola vez,
incluso la palabra que hasta el momento no hubiera sido pronunciada.
Hubiera debido buscar palabras cotidianas.
Ni siquiera al vino sin consagrar
se le puede añadir nada....








HAY


Hay destinos
donde lo que carece de temblor no es sólido.

Hay amores
en los que el mundo no te basta, falta un pasito.

Hay placeres
en los que te castigas por el arte, pues el arte es pecado.

Hay momentos de mutismo
en que la boca de la mujer hace pensar que el pudor es sólo
cuestión de sexo.

Hay cabellos teñidos por un meteoro
donde es el diablo quien hace la raya.

Hay soledades
en las que miras sólo con un ojo y miras sólo sal.

Hay momentos de frío
en los que estrangulas palomas y te calientas con sus alas.

Hay momentos de gravedad
en los que sientes que has caído ya entre los que caen.

Hay silencios
que debes expresarlos tú, ¡precisamente tú!








EL SOL EN CANDELARIA


Tempestad de nieve... El sol por algún lado en Turingia...
Aparte de eso nada, ni un amago de semejanza....
Los sueños, los signos, las imágenes, hasta la humedad de los muros
podría salvarlos sólo una ayuda sobrenatural...

He amado y en cambio no me acuerdo ya.
En la vida, por la vida, venía a mi encuentro la muerte
siempre en el mismo sitio,
pero ni siquiera la ignorancia significa felicidad...

Terrible es mi soledad cuando muda me ordena
ser más impersonal pero no para todo el mundo... Un poema
es un don... Sí, pero lo hablado vale más que lo escrito...
¡Qué daría por un amigo!







EL PINO


¡Qué hermoso es ese viejo pino blanco
de las colinas de tu infancia
que hoy has vuelto a visitar!...
A su susurro recuerdas a tus muertos
y piensas cuándo te tocará a ti.
A su susurro te sientes
como si hubieras acabado de escribir tu último libro
y ahora tuvieras que callarte y llorar
para que brotara la palabra...

¿Qué fue de tu vida? Abandonaste conocido por desconocido.
¿Y tu destino? Una sola vez te sonrió
y tú no estabas allí...







CUANDO LLUEVE EN DOMINGO


Cuando llueve en domingo y tú estás solo,
completamente solo,
abierto a todo, pero no llega ni el ladrón
y no llama a la puerta ni el borracho ni el enemigo;
cuando llueve en domingo mientras tú estás abandonado
y no comprendes cómo vivir sin cuerpo
y cómo no vivir puesto que tienes cuerpo;
cuando llueve en domingo y, solo, no eres más que tú,
¡no esperes ni hablar contigo mismo!
Entonces el ángel es el único que sabe
lo que hay encima de él,
entonces el diablo es el único que sabe
lo que hay debajo de él.

El libro sostenido, el poema al caer…







PERO



El dios de la risa y los cantos hace ya tiempo
que cerró tras de sí la eternidad.
Desde entonces sólo de vez en cuando
resuena en nosotros un recuerdo agonizante.
Pero desde entonces el dolor es lo único
que no alcanza nunca la dimensión humana,
es siempre mayor que el hombre
y, sin embargo, tiene que caberle en el corazón.







MUERTE


La arrojaste de ti hace muchos años
y cerraste el lugar e intentaste olvidarlo todo.
Sabías que no estaba en la música, de modo que cantabas,
sabías que no estaba en el silencio, de modo que callabas,
sabías que no estaba en la soledad, de modo que no estabas solo.
Pero, qué puede haber sucedido hoy
para asustarte, como el que por la noche ve de pronto
un rayo de luz por debajo de la puerta de la habitación de al lado
donde no vive nadie desde hace muchos años?







RESURRECCIÓN


¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos un día aquí
al estruendo terrible de trompetas y clarines?
Perdona, Dios, pero me consuelo
pensando que el principio de nuestra resurrección,
la de todos los difuntos,
la anunciará el simple canto de un gallo...

Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento...
La primera en levantarse
será mamá... La oiremos
encender silenciosamente el fuego,
poner silenciosamente el agua sobre el fogón
y coger con sigilo del armario el molinillo de café.
Estaremos de nuevo en casa.







MAL


¡Que estamos mal, que no amamos,
oh amor y nada, oh ser por necesidad,
vosotros, enemigos de la vida!

En poesía no pasa otra cosa
aunque hay quien no sabe leer…







HACIA LA POESÍA



No sabes de dónde viene este camino
que a ningún sitio te conduce.
Pero te importa poco, ya que estuvo lleno de hechizos,
mujeres, milagros y ansias de libertad.
Viste como si hubieran dado muerte a un caballo bajo un ángel
y el ángel continuara a pie; éste es el camino del olvido de sí mismo;
sólo después conociste el sufrimiento humano
y el de Dios que también va en busca de la felicidad,
Dios, ese amante no correspondido…





☙☘❧






La obra de Holan está magníficamente traducida y presentada por la poetisa Clara Janés, que visitó asiduamente al poeta checo en su retiro y fue su amiga personal.

       


La poesía de Holan ha sido definida como mística, profundamente humana y reflexiva. Su universo poético está habitado por una interrogación constante sobre el secreto de la existencia y del conocimiento, así como sobre el misterio que une vigilia y sueño o razón e imaginación. Nunca cesó de formularse preguntas esenciales como ¿Qué sentido tiene el transcurrir de la vida?, ¿Por qué el hombre es capaz de pasar de un estado de exaltación amorosa a un estado de angustia por la muerte? ¿Qué relación une la vida con la muerte?. Según su traductora, Clara Janés, para Holan el hombre es "el enigma máximo": "Siempre he sentido que me atañe el hombre, su drama, la condición humana en general y el desgraciado destino que soporta en todo momento."

"La gruta de las palabras" es el título de uno de sus poemas, pero además el poeta lo utilizó para reunir sus primeros libros, cuando se hizo la primera edición de sus Obras Completas. Holan tuvo una etapa inicial de poesía hermética y vanguardista, con poemas pulidos palabra a palabra, siguiendo a autores que admiraba incondicionalmente como Mallarmé o Góngora, de quien tradujo la Fábula de Polifemo y Galatea. Entre estos libros iniciales destacan “Abanico en Delirio” (1926), El Triunfo de la Muerte” (1930) y “Piedra, vienes” (1937).

Sin embargo desde la ocupación nazi comenzó a modificar su estilo poético, escribiendo poemas más sencillos y transparentes con los que pretendía insuflar ánimos a los compatriotas que sufrían. De esta etapa más comprometida y por momentos panfletaria, destacan los libros "El Camino de las nubes" (1945) y "Soldados del ejército Rojo" (1947), en homenaje al ejército soviético que liberó Checoslovaquia.

Tras estas dos etapas iniciales el poeta se adentra en su madurez poética simplificando sus versos y buscando esa lucidez que aportan la soledad y una profunda meditación metafísica. Esto ocurre a partir de 1960 cuando, enclaustrado en su casa de Kampa se ha convertido prácticamente en un mito. Aquí encontramos lo mejor de su obra con libros como "Avanzando", "Una noche con Hamlet", "Dolor", "Toscana", "En el último trance", "Un gallo para Esculapio" y el libro póstumo "Abismo de abismo". Desde 1963 su obra empieza a salir del ostracismo y a recibir el reconocimiento internacional.

El hecho capital en la vida de Holan ocurre en 1948, cuando el gobierno comunista lo acusa de "formalismo decadente" y prohíbe su publicación. El poeta elige encerrarse en su casa de la isla de Kampa, situada en el Moldava a su paso por Praga, de donde ya no salió hasta su muerte en 1980. Mantuvo su encierro incluso cuando en 1963, con la Primavera de Praga, se le volvió a permitir publicar e incluso se le nombró Artista Nacional. 
Pericle Fazzini, "Resurrezione" (1969-70)


Durante 30 años eligió el encierro y la oscuridad; viviendo con el horario cambiado, despierto de noche y durmiendo de día, lo que le valió el apelativo de "el ángel negro", acuñado por el premio Nobel de 1984 Jaroslav Seifert

Janés ha destacado la relación literaria de Holan con T.S. Eliot y Rilke. Con el primero dialoga en la investigación de la expresión, ya que en sus poemas «el significado está oculto en el contenido». Se trata de hallarlo a través de las imágenes o de los matices y combinaciones de palabras que pueden incluir vulgarismos y arcaísmos. Con Rilke comparte ciudad de nacimiento, Praga, y su gusto por los ángeles; si bien para Rilke representaban la belleza inaccesible y para Holan eran más cercanos y comunicativos, hasta el punto de ofrecerles “un vaso de vino". Según Clara Janés "ambos se mueven en la misma atmósfera de añoranza del paraíso, y para ambos la infancia tiene un papel primordial. Se trata de dos amantes apasionados de la vida que cantan continuamente a la muerte, la cual, de hecho, establece su sentido".

El pensamiento poético de Holan gira siempre en torno a cuestiones fundamentales: ser, conocimiento, límite, transitoriedad, nada, muerte, destino, amor, poesía, belleza, realidad… grandes temas cuyo misterio el poeta intenta desvelar a través de interrogaciones y acontecimientos cotidianos que dialogan con la aspiración natural del hombre a la plenitud y al absoluto.

“La poesía es el misterio. Debería ser la precisión”, decía Holan; aunque Clara Janés señala que uno de los conceptos más persistentes en la obra de Holan es la contradicción. En palabras del propio poeta: "¿Estás sin contradicciones? Estás sin posibilidades". Según su traductora, la contradicción para él no resulta paralizante ni disgregante, sino que ante la desintegración del hombre y del mundo, Holan se orienta a la creación de una nueva unidad basada "en la tensión dialéctica: entre visión y pensamiento, lo concreto y lo abstracto, lo real y lo ficticio, lo cotidiano y lo trascendente, lo culto y lo popular; y es más: entre palabra y concepto."

martes, 24 de agosto de 2021

VIVIR DOS VECES - de María Ripoll




Anoche, postrado de nuevo por el ímpetu abrasador de este terrible verano, me encontré con una ola de frescura haciendo zapping entre todas esas cadenas de necedad y ruido. Acababa de empezar la historia y por lo que sea logró engancharme. Era una historia sencilla, contada sin alardes, pero que a cada instante dejaba entrever ese toque de autenticidad que te invita al viaje; el viaje que inicia Emilio (Oscar Martínez), un profesor de universidad retirado al que se le acaba de diagnosticar alzhéimer. Ante él se abre un abismo que no sólo trastocará su vida, sino también la de su entorno más cercano formado por su hija Julia (Inma Cuesta) y su nieta Blanca (Mafalda Carbonell).

La película aúna el drama con la levedad y la comedia. Aunque sin alardes, todas sus partes funcionan armoniosamente. El avance de la enfermedad, la revelación de los problemas familiares, la adaptación a una situación cambiante. A ratos conmueve, a ratos su humor te reconcilia. El trasfondo dramático de la enfermedad se quiebra con los toques sarcásticos del viejo profesor y el inocente desparpajo de la niña. Los dos comparten momentos frescos e hilarantes. Creo que su valor más esencial son los personajes y sus cuitas, que el guión desarrolla con sencillez y mimo. El libreto lo firma la novel María Mínguez y su tratamiento nos remite a las obras del maestro Woody Allen y por lo tanto también de nuestro Allen nacional, Cesc Gay, con cuya película Truman encuentro concomitancias.

Sin ninguna duda el centro gravitatorio de la historia es este profesor de Matemáticas que se enfrenta a la pérdida de la memoria, lo que equivale a decir el borrado de su existencia. Ante esto decide buscar al amor de su vida, la joven Margarita, a la que abandonó en la adolescencia para centrarse en su carrera de matemático. Lo que en principio parece una locura logra embaucar a toda la familia, convirtiéndose el relato en una road movie que hará aflorar todo tipo de problemas y falsedades encubiertas. Ya se sabe, el viaje nos transforma y a su conclusión ya nunca seremos los mismos.





Esta estructura era inevitable según su directora: "Una road movie es una metáfora de la vida, del trayecto que hacen todos los personajes, que crecen y se descubren. Porque empieza siendo una familia muy despegada y aprende a quererse. Solo se encuentran a través de este trayecto físico y psicológico". Y así queda reflejado. Emilio es un sabio retraído que no tiene lazos afectivos con su familia; Julia vive atrapada en un matrimonio de apariencia y Blanca, como muchos niños, vive ajena a todo lo que no provenga de su smartphone. Tras el periplo todo quedará trastocado.

El viaje provoca una íntima convivencia entre los personajes, lo que sirve a la directora para acercarse a las diversas realidades que se viven en las familias actuales: qué hacemos con nuestros mayores, cómo afrontamos enfermedades como el alzhéimer, las relación con los hijos y la de éstos con las redes sociales o si el éxito profesional es suficiente para llenar nuestra vida. Tal y como le ocurre a Julia, una profesional con un buen empleo que trata de controlar todo para poder vivir la vida "que le han dicho que tiene que vivir". El viaje le hará replantearse muchas de sus prioridades. 

Otro tema muy actual que la película toca con acerbo humor es el del "coaching" que practica el marido de Julia; un panoli siempre dispuesto a soltar su insustancial cháchara de autoayuda. Pero también flotan por el ambiente otras reflexiones más interesantes, como las oportunidades que nos da la vida para reconducir nuestro camino o sobre la memoria y la nostalgia, sin duda dos hermosos temas que la película retrata con cierta emoción. 

La naturalidad de las situaciones coincide con la desenvoltura que muestran los actores para trasladarnos situaciones que reconocemos y que en muchos casos nos resultan entrañables. 

Inma Cuesta, Oscar Martínez y Mafalda Carbonell




Me queda para el recuerdo un desenlace que sin entrar a saco en el problema del alzhéimer nos regala la sinuosa línea del símbolo del infinito que, al final, Emilio dibuja sin cesar, quizás para invitarnos a pensar en la continuidad de nuestras vivencias; pero sobre todo esta majestuosa declaración de amor:
-A ver papá, piensa ¿Qué es lo que te gustaba de Margarita? ¿Qué es eso que la hace tan especial?
-Ella es... como el número Pi (𝜋). 
Me gustan tanto las Matemáticas porque son pura lógica. Los números son racionales, predecibles. Pero de repente... en medio de tanta armonía, aparece el número 𝜋, un número misterioso, infinito. Es un número que está vivo. Crea su propio camino sin seguir patrones establecidos y eso hace que las matemáticas, además de lógica, también sean magia. Eso era Margarita para mí, la magia.

jueves, 12 de agosto de 2021

SAIDE - de Octavio Escobar Giraldo



Saide es una novela negra donde los crímenes son en off. Aquí no hay detective, ni investigación. Lo que interesa no son las pistas del asesinato sino el relato pastoso de una obsesión amorosa, la atmósfera densa y sórdida de una pasión enfermiza con el telón de fondo de una época tan convulsa como "los años de sangre" en la Colombia de los 90. 
"Cuando Tavo empezó a asesinar policías y militares con excesiva frecuencia, con un descaro que no se podía permitir, Román Franco acudió a Jólmer y Aguasblancas se convirtió en un campo de batalla. De un momento a otro estábamos en medio de una guerra, de una guerra que nos merecíamos porque no hicimos nada para evitarla, porque todos, de alguna manera, fuimos sus patrocinadores, sus cómplices. "
Ese violento telón de fondo junto al pegajoso calor tropical convierte al escenario de esta novela en una olla bullente donde sus protagonistas acabarán escaldados. Aquí, como en alguna otra gran novela criminal, el hilo narrativo tiene el rostro de una mujer muerta, Saide Malkum, cuya fascinadora presencia gravita sobre toda la novela. Saide es una misteriosa femme fatale de origen libanés que se encuentra en el centro de una encrucijada tortuosa: de un lado, siempre pegada a tipos venales y matones de postín; de otro, enredada sin darse cuenta en la telaraña del doctor Díaz-Plata, un Pigmalión obsesionado con ella desde que era una niña.
"Ese día me obsesioné, porque lo mío con Saide es una obsesión, sí ¡una magnífica obsesión! -Levantó el vaso de una forma triunfal y bebió un trago largo, sonoro en su garganta-. Ese día -continuó-, en las horas siguientes, decidí que Saide sería mía, que esa niña a la que yo llevaba veinte años, uno más, uno menos, iba a ser mía, iba a ser mi esposa." pág. 51



Saide acabará asesinada en un auto junto a un concejal corrupto, y no cabe investigación alguna; todo es asumido y explicado por una sociedad en ruinas, degradada por la violencia y por una atmósfera moral depravada. Saide se convierte así en mucho más que una novela negra porque, a través de sus personajes, da testimonio de una sociedad carcomida por la corrupción y el narcotráfico.

Lo mejor del relato es la voz enajenada e hipnótica que lo narra, dentro de una estructura narrativa que se mueve adelante y atrás en el tiempo, entre dos puntos de vista: El de un locutor de radio fracasado, última relación de Saide antes de morir, y el de un provecto doctor Díaz-Plata que relata al locutor "qué pasó con Saide", mientras lo conduce hacia el precipicio. El relato se convierte así en algo espeso y sudoroso donde Saide aparece como un oscuro objeto de deseo, un instrumento más de posesión que de amor, por mucho que el doctor se vea a sí mismo como un doliente Cyrano de Bergerac.
"Cuando alcanzó la madurez, cuando estaba lista para mí, cuando la creación estaba completa, feliz, hermosamente completa, se entregó a un patán, a un mafiosito de tercera categoría que la trataba como a un trapo sucio" pág. 119
Escobar Giraldo retrata la desesperanza de unos personajes atrapados en una derrota social sin paliativos. El autor tenía clara su intención: "con mucha conciencia evité al detective y un final en el que todo se aclarara ´convenientemente´. Me interesaban más un clima, un ambiente, los personajes…”. El crimen de Saide iluminará sus alrededores, toda una estela de hombres que la desearon pero que se mueven entre la sordidez y el engaño. La reconstrucción de la historia de Saide es, de algún modo, como la de aquella Colombia de los 90, la historia de un fracaso. 

Del mismo modo que la acción se presenta a través de dos líneas temporales, la actual con el locutor y la pasada que relata el doctor Diaz-Plata; también se podría señalar otra dualidad, la que representan unos personajes fracasados y la de una sociedad donde cunde la miseria.
"Así consiguió su imperio político Román Franco, dándole casas, casuchas infelices a la gente, a gente que nunca tuvo nada, que con un piso de tierra y cuatro paredes de ladrillo sentía que por fin había algo suyo. Pero Román Franco es astuto y no daba escrituras, conservaba el poder, guardaba en su oficina la posibilidad del miedo. -Abrió los ojos-. Así llegó al congreso y obtuvo más poder, poder para convertirlo en casas, en mercados, en medicamentos, en paños de agua tibia para la miseria que administra. "
Me gusta mucho esa forma de narrar, densamente evocadora, donde se confunde el presente y el pasado, porque comparten una especie de fatalidad a la que todos se ven abocados. Una visión desengañada de la sociedad y de la condición humana que el autor fija ya desde la cita con que encabeza el libro: "Todo era tan simple como el día". Una cita extraída de la novela "¿Acaso no matan a los caballos?" de Horace McCoy que, en este caso, es lo mismo que decir "nos acostumbramos a vivir entre crímenes y corrupción". 

Paraje de Ladrilleros, en Buenaventura, donde tiene lugar el desenlace de la novela





Octavio Escobar Giraldo nació en Manizales, Colombia, en 1962. Es médico y profesor de Literatura en la Universidad de Caldas. Ya era un autor de reconocido prestigio gracias a sus libros de cuentos De música ligera (1998; Premio Nacional del Ministerio de Cultura) y Hotel en Shangri-Lá (2002), cuyos personajes forman parte de un proyecto narrativo del que también participan los de Saide (1995). Es autor de otra trepidante novela negra, Destinos Intermedios (2010), en la que un puñado de personajes confluyen en Aguasblancas a raíz de una serie de acontecimientos. Otras novelas del autor son El último diario de Tony Flowers (1995), El álbum de Mónica Pont (2003, ganadora de la VIII Bienal Nacional de Novela José Eustasio Rivera), 1851. Folletín de Cabo roto (2007), Cielo parcialmente nublado (2013) y Después y antes de Dios (2014).

miércoles, 4 de agosto de 2021

La MUESTRA de LA "ESPADA ROTA" - de G. K. Chesterton





















Serie Narraciones Extraordinarias






rises se veían los millares de brazos de aquella selva; plateados sus millones de dedos. En un cielo de pizarra verde azulosa, las frías y lúcidas estrellas resultaban briznas de hielo. Toda aquella tierra, tan feraz y poco habitada, aparecía como endurecida bajo la tenue escarcha. Los huecos negros que alternaban con los troncos de los árboles semejaban cavernas negras e infinitas de aquel despiadado infierno escandinavo, infierno de insoportable frío. Aun la piedra cuadrangular de la torre de la iglesia parecía ser cosa de origen septentrional y de carácter pagano, cual si fuera una torre bárbara entre las rocas marinas de Islandia. Mala noche para venir a explorar el camposanto de la Iglesia. Pero tal vez valía la pena.
Levantábase el camposanto al lado de las cenicientas orillas del bosque, sobre una corcova o dorso del césped verde que, a la luz de las estrellas, era grisáceo. Casi todas las sepulturas estaban en una pendiente, y el camino que llevaba a la iglesia era tan empinado como una escalera. En lo alto de la colina, en el plano, aparecía el monumento al que debía su fama el lugar. Contrastaba con las sepulturas informes: que lo rodeaban, porque era obra de uno de los más célebres escultores de la moderna Europa. Con todo, su celebridad había pasado al olvido ante la celebridad del hombre cuya imagen representaba la escultura. Al lápiz plateado de la luz estelar se veía la sólida imagen metálica de un soldado moribundo, alzadas las manos en una perenne plegaria, la cabeza sobre la dura almohada del cañón. La cara, venerable y barbada, bien patilluda, según la antigua y pesada moda del coronel «Newcomen». El uniforme, aunque tratado: en unos cuantos toques sencillos, era el de la guerra moderna. A la derecha, una espada con la punta rota; a la izquierda, la sagrada Biblia. En las luminosas tardes veraniegas llegaban coches llenos de americanos y gente culta de los alrededores que venían a admirar el sepulcro. Aun entonces, todos sentían que aquella vasta región forestal, con su colina del cementerio y su iglesia, era un sitio muy abandonado y oculto. En las heladas negruras del invierno, ya se comprenderá que era el sitio más solitario bajo las estrellas. Sin embargo, en la quietud de aquellos bosques inmóviles rechinó una reja. Y he aquí que dos vagas figuras negras entraron por el camino que conducía al cementerio.
El claror frío de las estrellas era tan tenue que nada se podía saber de aquellos hombres sino que ambos iban de negro, que uno de ellos era gigantesco y el otro, como por contraste, casi enano. Se dirigieron hacia la gran tumba esculpida del guerreo histórico y la contemplaron un rato. En todo el contorno no se veía un hombre ni una cosa viviente, y aun podía dudarse en un parpadeo de fantasía, de si aquellos hombres eran hombres. En todo caso, su conversación comenzó con frases muy extrañas. El hombre pequeño rompió el silencio y dijo así:
—¿Dónde esconderá una arenita un sabio?
—En la playa —dijo el hombre alto en voz baja.
El pequeño movió la cabeza, y tras corto silencio dijo:
—¿Dónde esconderá una hoja el sabio? Y el otro contestó:
—En el bosque.
Nueva pausa. Y luego el mayor continuó:
—¿Quiere usted decir que cuando el sabio trata de ocultar un diamante verdadero está probado que lo esconderá entre falsos?
—No, no —dijo el pequeño, soltando la risa—. Lo pasado, pasado.
Pateó unos segundos para calentarse los pies, y luego:
—No estoy pensando en eso, sino en algo muy diferente —dijo— y muy peculiar. ¿Quiere usted encender una cerilla?
El gigantón se hurgó los bolsillos, y pronto se oyó un chasquido, y una llama pintó de oro todo un paño del monumento. Allí, en letras negras, estaban talladas las conocidas palabras que tantos americanos leyeron con el mayor respeto:

Consagrado a la memoria
del general sir Arthur Saint Clare,
héroe y mártir, 
que siempre venció a sus enemigos 
y siempre supo perdonarlos, 
y al fin murió por la traición 
a manos de ellos. 
Plegue a Dios 
—en quien él puso su confianza— 
recompensarlo y vengarlo.


La cerilla le quemó al fin los dedos al gigante, se apagó y cayó. Iba el hombre a encender otra cuando su compañero le detuvo.
—Muy bien, amigo Flambeau. Ya he visto lo que quería. O más bien: no he visto lo que deseaba no ver. Y ahora, a caminar una milla y media hasta la próxima posada. Porque sabe el cielo la necesidad de estar junto al fuego y echar un trago de cerveza que experimenta quien se atreve con semejante historia.
Bajaron por la escarpada senda, cerraron otra vez la rústica reja, y con paso firme y ruidoso se internaron por el congelado camino de la selva. Anduvieron un cuarto de milla en silencio antes de que el pequeño dijera:
—Sí; el sabio esconde un grano de arena en la playa. Pero si no hay playa por allí cerca, ¿qué, hace? ¿Ignora usted los trabajos que pasó ese gran St. Clare?
—Yo no sé una palabra sobre los generales ingleses, padre Brown —contestó el otro, riendo—. Aunque algo sé de los policías ingleses. Yo sólo sé que, sea quien fuere ese personaje, me ha arrastrado usted de aquí para allá por todos los sitios donde quedan reliquias de él. Se diría que murió, por lo menos, en seis distintos lugares. Yo he visto una placa conmemorativa del general St. Clare en la abadía de Westminster. He visto una saltarina estatua ecuestre del general St. Clare en el muelle. He visto un medallón del general St. Clare en la calle donde nació y otro en la calle donde vivió, y ahora me arrastra usted al cementerio de esta aldea para ver el sitio en que su ataúd se conserva. La verdad es que comienzo a cansarme de este magnífico personaje, sobre todo porque ignoro completamente quién fue. ¿Qué anda usted buscando en todas estas lápidas y efigies?
—Una palabra, y nada más —dijo el padre Brown—. Una palabra que no puedo encontrar.
—Bueno —dijo Flambeau—; ¿quiere explicármelo?
—Lo dividiré en dos partes —dijo el sacerdote—. Primero lo que todos saben, y después lo que yo sé. Lo que todos saben es muy sencillo y breve de contar. Además, es una completa equivocación.
—¡Bravo! —dijo el gigantesco Flambeau alegremente—. Comencemos por la equivocación, comencemos por lo que todo el mundo sabe y que no es verdad.
—Si no todo es mentira, por lo menos está muy mal entendido —continuó el padre Brown—. Porque en rigor todo lo que el público sabe se reduce a esto: el público sabe que Arthur St. Clare fue un gran general inglés victorioso. Sabe que, tras espléndidas y concienzudas campañas en la India y en África, mandaba la expedición contra el Brasil cuando el gran patriota brasileño Olivier lanzó su ultimátum. Sabe que entonces St. Clare atacó a Olivier con escasas fuerzas y que éste le opuso un ejército poderoso. Que tras heroica resistencia cayó prisionero. Y sabe que después de caer en manos enemigas, y con escándalo del mundo civilizado, St. Clare fue colgado de un árbol. Así lo encontraron tras la retirada de los brasileños, con la espada rota colgada al cuello.
—¿Y es falsa esta versión popular? —preguntó Flambeau.
—No —dijo su amigo—; hasta aquí, la versión es exacta.
—Es que la historia no puede ir más allá —advirtió Flambeau—. Y si todo esto es verdadero, ¿Dónde está el misterio?
Habían pasado ya muchos centenares de árboles grises y fantásticos antes de que al curita le diera la gana de contestar. Al fin, mordiéndose un dedo, explicó:
—Mire usted: el misterio es un misterio psicológico. O mejor dicho, es un misterio de dos psicologías. En esa cuestión del Brasil, dos de los más famosos hombres de la historia moderna obraron en absoluta contradicción con su respectivo carácter. Recuerde usted que ambos, Olivier y St. Clare, eran héroes; lo de siempre: la lucha entre Héctor y Aquiles. ¿Y qué diría usted de un combate en que Aquiles se portara tímidamente y Héctor como traidor?
—Prosiga usted —dijo el otro con impaciencia, viendo que su interlocutor volvía a morderse un dedo y callaba.
—Sir Arthur St. Clare era un soldado religioso a la antigua, el tipo de militares que nos salvó cuando los motines de los cipayos —continuó el padre Brown—. Siempre estaba más por el deber que por el ataque, y con todo su valor y acometividad personales, era un jefe prudente, a quien indignaba todo gasto inútil de fuerzas. Sin embargo, en esa su última batalla parece haber intentado algo que aun a los ojos de un niño resulta absurdo. No hace falta ser un estratega para comprender que aquello era un disparate. No hace falta ser un estratega para echarse a un lado cuando pasa un automóvil. Éste es el primer misterio ¿Dónde tenía la cabeza el general inglés? Y el segundo enigma es éste: ¿Dónde tenía el corazón el general brasileño? El presidente Olivier habrá sido un visionario o, si se quiere, un obstáculo; pero aun sus enemigos admiten que era magnánimo como un caballero andante. Casi todos sus prisioneros quedaban libres y hasta recibían de él beneficios. Los que se lo figuraban de otro modo, después de tratarlo, se quedaban encantados de su sencillez y su bondad. ¿Cómo es posible admitir que sólo una vez en la vida se le haya ocurrido vengarse tan diabólicamente? ¿Y esto precisamente el día en que ningún daño había recibido? Ya lo ve usted. Uno de los hombres más sabios del mundo obra un día como un idiota, sin ninguna razón. Uno de los hombres más buenos del mundo obra un día como un demonio, sin ninguna razón. Y toda la cuestión está en eso. Conciérteme usted esas medidas, amigo mío.
—No, no —dijo el otro dando un resoplido—. Conciértemelas usted. Y haga el favor de explicármelo todo muy claro.
—Bueno —continuó el padre Brown—. No sería justo decir que la versión pública es tal cual yo la he descrito, sin añadir que de entonces acá han sucedido dos cosas. No puedo decir que traigan nueva luz a nuestro enigma, porque nadie ha acertado aún a entenderlas. Pero, por lo menos, traen una nueva especie de oscuridad: desvían hacia otro punto la oscuridad. La primera cosa fue ésta: el médico de la familia de St. Clare rompió con la familia y se puso a publicar una serie de violentos artículos, en que afirmaba que el difunto general había sido un maniático religioso, pero, según los hechos por él alegados el general resultaba sencillamente un hombre peligroso. Así la campaña del médico fracasó. Todos sabían, por lo demás, que St. Clare compartía ciertas excentricidades de la piedad puritana. El segundo incidente es más importante. En el infortunado y desamparado regimiento que hizo aquel temerario ataque en Río Negro había un tal capitán Keith que estaba comprometido por aquella sazón con la hija de St. Clare y que después se casó con ella. Cayó prisionero en manos de Olivier, y, como todos los demás prisioneros, con excepción del general, parece que fue tratado muy bondadosamente y pronto fue puesto en libertad. Unos veinte años después, este hombre, entonces teniente coronel, publicó una especie de autobiografía titulada: Un oficial inglés en Birmania y en el Brasil. Y en la página que el lector ansioso busca afanosamente para dar con el relato del misterioso fin de St. Clare aparecen, más o menos, estas palabras: «En todo este libro he contado todos los sucesos tal como han ocurrido, porque comparto la antigua opinión de que la gloria de Inglaterra es lo bastante adulta para cuidarse sola. Pero en este punto de la derrota de Río Negro tengo que hacer una excepción, y las razones que me obligan a ello, aunque de orden privado, son enteramente honorables y también bastante imperiosas. Sin embargo, para hacer justicia a la memoria de dos hombres eminentes debo decir algunas palabras. Se ha acusado al general St. Clare de haberse portado con torpeza en aquella ocasión; yo soy testigo, al menos, de que aquella jornada, bien entendida, fue una de las más brillantes y sagaces de su historia. También sobre el presidente Olivier ha caído la acusación de que se portó con una injusticia salvaje. Debo al honor de un enemigo el manifestar que en esa ocasión extremó, todavía más que nunca, su característica bondad. Y para decirlo en pocas palabras, puedo asegurar a mis compatriotas que ni St. Clare fue tan necio ni Olivier tan bárbaro como parece. Y es cuanto puedo decir, y ninguna otra consideración humana me obligará a añadir una palabra».


Una enorme luna de hielo, como reluciente bola de nieve, se había levantado por entre la maraña de árboles que quedaba frente a ellos y a su fulgor el narrador pudo refrescar sus recuerdos del texto del capitán Keith con una hoja de papel impreso que llevaba consigo. La dobló, la guardó de nuevo, y Flambeau alargó la mano con un ademán muy francés para decir:
—Espere un poco, espere un poco. Creo adivinar algo al primer intento.
Y siguió caminando, resollando fuerte, con la negra cabeza y cuello de toro algo doblados, como un corredor en pos de la meta. El curita, divertido e interesado, tuvo que esforzarse por trotar en pos de su amigo. Frente a ellos los árboles comenzaron a abrirse a derecha e izquierda y el camino desembocó en un valle claro y bañado de luna y después volvió a escurrirse, como un conejo, por entre los vericuetos de otro bosque. La entrada de este otro bosque se veía pequeña y redonda como la boca de un túnel lejano. Pero estaba a menos de cien metros, y antes de que Flambeau volviera a hablar, se descubrió ante ellos como una caverna.
—¡Ya lo tengo! —exclamó dándose en el muslo con entusiasmo—. Todo ha sido pensarlo cuatro minutos óigame usted.
—Venga —asintió el otro.
Flambeau levantó la cabeza, pero bajó la voz.
—El general sir Arthur St. Clare —dijo— proviene de una familia en quien la locura era hereditaria y todo su anhelo era ocultar esto a su hija y, a ser posible, también a su futuro yerno. Con razón o sin ella, creyó un día estar cerca de la crisis fatal y prefirió antes suicidarse. Pero un suicidio ordinario hubiera provocado sospechas de lo que él deseaba ocultar. Al acercarse el momento de la batalla, sintió que su cerebro se iba nublando cada vez más, y en un momento de desesperación sacrificó su deber público a su deber privado. Se arrojó al combate precipitadamente, con la esperanza de caer a la primera bala. Al ver que sólo había logrado el fracaso y la prisión, la bomba oculta en su cerebro estalló, rompió su espada, y él mismo se colgó de un árbol.
Quedóse mirando la gris fachada del bosque que se movía frente a ellos con la boca negra en el centro, como boca de sepultura por donde se precipitaba el sendero. Tal vez ese vago aspecto amenazador de un bosque que se traga un camino reforzó su visión de la tragedia del desdichado general porque se estremeció un poco.
—¡Terrible historia! —dijo.
—¡Terrible historia! —repitió el sacerdote con la cabeza ladeada—. Pero falsa.
Después echó hacia atrás la cabeza con desesperación y exclamó:
—¡Ojalá así hubiera sido!
El talludo Flambeau se le quedó mirando.
—La historia que usted acaba de forjar es limpia, por lo menos —explicó el pequeño—. Es una historia grata, pura, honrada, tan blanca y tan franca como esa luna. Después de todo la locura y la desesperación son cosas harto inocentes. Hay cosas mucho peores, Flambeau.
Flambeau se puso a contemplar la luna, que el otro acababa de invocar y que, vista desde allí, aparecía cruzada por la rama negra de un árbol en forma de cuerno.
—Padre…, padre —dijo Flambeau, gesticulando a la francesa y apresurando el paso—, ¿dice usted que pudo ser peor?
—Peor —repitió el padre Brown como un eco. Y penetraron en el negro túnel del bosque que a uno y otro lado ofrecía un tapiz corrido de troncos, como en los confusos corredores de un sueño.
Pronto se encontraron en las más secretas entrañas de la selva, sintiendo que pasaban rozando sus caras unos follajes que ni siquiera podían ver. El sacerdote dijo otra vez:
—¿Dónde ocultará el sabio una hoja? En el bosque. Pero… ¿si no tiene a mano ningún bosque…?
—Bueno, bueno —gritó el irritable Flambeau—. ¿Qué hará entonces?
—Sembrará y formará un bosque para ocultarla —dijo el sacerdote con voz opaca—. ¡Un grave pecado!
—¡Oiga usted! —gritó su impaciente amigo, excitados sus nervios por la oscuridad de aquel enigma como por la oscuridad del bosque—. ¿Quiere usted explicarme eso o no? ¿Hay algunos otros datos?
—Hay otros tres indicios de datos —dijo el otro— que he desenterrado por ahí en rincones y agujeros. Voy a presentarlos a usted en un orden lógico más que cronológico. En primer término, nuestra autoridad, para establecer el resultado de la batalla, son los despachos del propio Olivier que son bastante claros. Dice que se encontraba atrincherado con dos o tres regimientos en las alturas que dominan Río Negro y al otro lado del cual el terreno es más bajo y pantanoso. Más allá, el campo se levanta ligeramente, y allí está el puesto avanzado de los ingleses, soportado por fuerzas que se han quedado muy atrás. En conjunto, las fuerzas inglesas son muy superiores a las suyas, pero ese regimiento avanzado se encuentra tan lejos de sus bases, que Olivier considera posible el plan de cruzar el río para cortar dicho regimiento. Al anochecer, sin embargo, se ha decidido a no abandonar sus posiciones, que son singularmente ventajosas. Al amanecer del día siguiente ve con asombro que aquel puñado de ingleses, sin recibir auxilio ninguno de sus reservas de retaguardia, se ha atrevido a cruzar el río, en parte por un puente que hay a la derecha y en parte por un vado que hay más allá, y se encuentra ya a este lado del río y justamente debajo de él.
»Es increíble que siendo tan pocos y teniendo el enemigo posiciones tan ventajosas, intenten un ataque. Pero Olivier advierte otra circunstancia todavía más inexplicable: que en lugar de procurarse terreno sólido aquel regimiento de locos, dejando el río a su espalda, mediante un avance desconsiderado no hace más que meterse en el fango como un puñado de moscas que se mete en la miel. Inútil decir que los brasileños abren grandes claros en sus filas con el fuego de la artillería, y que ellos solo pueden contestar con un fuego de fusilería tan ineficaz como animoso. Con todo, no cejan. Y el breve despacho de Olivier, termina con un gran tributo de admiración por el místico valor de aquellos imbéciles. “Finalmente —dice—, nuestras líneas avanzan y los impelen hacia el río. Hemos hecho prisionero al mismo general St. Clare y a varios oficiales. El coronel y el mayor han muerto en la acción. No puedo menos de manifestar que la historia ofrece pocos espectáculos más hermosos que la resistencia final de este regimiento extraordinario; allí se vio a los oficiales heridos arrebatar el arma a los soldados muertos, y al mismo general enfrentarse al enemigo a caballo, descubierta la cabeza y con una espada rota en la mano”. Sobre lo que después sucedió con el general, también Olivier guarda silencio.
—Bueno —gruñó Flambeau—. Vengan más datos.
—El siguiente dato —dijo el padre Brown me costó algún tiempo descubrirlo, pero queda expuesto en dos palabras. En un hospicio que hay entre los pantanos de Lincolnshire me encontré con un veterano herido en la batalla de Río Negro y que, además, había asistido al coronel del regimiento en el instante de su muerte. Era éste un tal coronel Clancy, un irlandés de pura cepa y parece que, más que de sus heridas, murió de la rabia que tuvo. El pobre coronel, en todo caso, no era responsable de aquel avance desatentado; el general le había obligado a ello. Según el veterano, sus últimas y edificantes palabras fueron éstas: “Y allá va el asno de hombre con la espada rota; ¡así le rompieran la cabeza!»” Notará usted que todos han advertido este detalle de la espada rota, aunque todos lo han considerado con más respeto que el difunto coronel Clancy. Y ahora vamos al tercer indicio.
El camino comenzó a empinarse y el padre Brown tuvo que callar un poco para tomar aliento. Después prosiguió en igual tono:
—Hará apenas uno o dos meses murió en Inglaterra un oficial brasileño que salió de su país por ciertas dificultades con Olivier. Era persona bien conocida, tanto aquí como en el continente: un español, de nombre Espada. Yo le conocí también; era un viejo dandy de cara amarillenta que tenía una nariz ganchuda. Por razones de orden privado, tuve ocasión de examinar los documentos que dejó a su muerte. Era católico, desde luego, y yo le ayudé a bien morir. Entre sus cosas no había nada que sirviera para aclarar el misterio del general St. Clare, salvo cinco o seis breviarios que habían sido de un soldado inglés y estaban llenos de notas. Supongo que los brasileños los recogieron de algún cadáver que quedó en el campo. Las notas se interrumpían en la noche anterior a la batalla.
»Pero el relato que dejó ese soldado sobre la víspera de la acción era digno de leerse. Lo llevo conmigo, pero aquí no puedo leerlo; está esto muy oscuro. Le haré a usted un resumen de lo que dice. Comienza con una colección de frases burlescas que, por lo visto, le dirigían todos a algún individuo apodado el Buitre. Pero este Buitre no parece haber sido uno de los suyos ni siquiera un inglés. Tampoco es seguro que fuera un enemigo. Parece que fuera algún acompañante, un no combatiente, quizás un guía, quizás un corresponsal de guerra de algún periódico. Andaba junto al coronel Clancy, pero más a menudo se le ve aparecer, a través de las notas, junto al mayor. El mayor es una figura prominente en el relato del soldado: se le representa allí como un hombre encorvado de cabellos negros, llamado Murray, irlandés del Norte y puritano. Y se habla mucho del contraste cómico entre la austeridad de este hombre de Ulster y la jovialidad del coronel Clancy. También hay un chiste sobre los colorines del traje del llamado Buitre.
»Pero todas estas insignificancias desaparecen ante algo que podemos comparar a un toque de clarín. Detrás del campamento inglés y casi paralelo al río, corre uno de los escasos caminos que atraviesan aquel distrito. Al Oeste, el camino tuerce sobre el río y pasa el puente de que ya he hablado. Al Este el camino se mete por los matorrales, y a unas dos millas más allá llega al otro campamento inglés. De aquel punto se oyó venir aquella tarde un ruido y tintineo de caballería ligera, y hasta este simple narrador pudo comprender, con asombro, que llegaba el general con su Estado Mayor. Venía en ese soberbio caballo blanco que habrá usted visto en las revistas ilustradas y en los retratos de la Academia. Y puede usted estar seguro de que la tropa le saludó con verdadero entusiasmo. Pero él, sin gastar tiempo en ceremonias, saltó del caballo, se mezcló en el grupo de oficiales y les endilgó un discurso solemne, aunque confidencial. Lo que más impresionó a nuestro narrador fue el singular empeño que el general mostraba de discutirlo todo con el mayor Murray; sin embargo esta preferencia, con tal de no ser exagerada, no tenía nada de extraño. Ambos estaban hechos para entenderse; ambos eran gente que lee y practica su Biblia; ambos pertenecían al viejo tipo del militar evangelista. Ello es que cuando el general montó otra vez a caballo todavía estaba discutiendo sus planes muy seriamente con Murray y que al echar a andar el caballo lentamente hacia el río, el hombre de Ulster caminaba a su lado en animado debate. Los soldados los vieron alejarse y, por fin, desaparecer tras una masa de árboles donde el camino tuerce hacia el río, el coronel volvió a su tienda; la tropa, a sus puestos. El narrador se quedó por allí unos minutos, y de pronto vio algo extraordinario. El soberbio caballo blanco, que se había alejado a paso lento por el camino, como en las muchas paradas militares a que había concurrido, volvía a todo galope como si corriera en una pista. Al principio, la tropa se figuró que el caballo, con el jinete encima, se había desbocado; pero pronto pudieron darse cuenta de que era el mismo general, gran caballista, quien lo hacía correr. Caballo y jinete llegaron como un huracán hasta donde estaba la tropa, y allí, refrenando al caracoleante corcel, el general volvió hacia ellos la encendida cara y preguntó por el coronel con una voz como la trompeta del Juicio.
»Yo me figuro que los vertiginosos sucesos de esta catástrofe se mezclaron desordenadamente en el alma de aquellos hombres, como le pasó a nuestro diarista. Con sobresalto de una pesadilla cayeron todos, cayeron literalmente en sus filas y se enteraron de que era menester dar un ataque cruzando el río. El general y el mayor parece que habían descubierto quién sabe qué en el puente, y apenas quedaba tiempo de luchar a la desesperada. El mayor iba camino de la retaguardia para traer las reservas, pero aunque se dieran mucha prisa, era dudoso que pudieran llegar a tiempo. Como quiera, había que cruzar el río aquella noche y tomar las alturas al amanecer. Y el diario se interrumpe con el barullo y la palpitación de la romántica marcha nocturna.
El padre Brown caminaba ahora delante de su compañero, porque el camino se había hecho angosto y más pendiente y más intrincado, al grado que ya les parecía ir trepando por una escalera de caracol. Desde arriba; entre las tinieblas, bajaba la voz del sacerdote:
—Y todavía hay una circunstancia tan minúscula como enorme. Al azuzarlos el general a aquella carga caballeresca, desenvainó a medias la espada, y después la envainó otra vez como avergonzado de aquel ademán melodramático. Ya ve usted: otra vez la espada.
Una semiluz comenzó a filtrarse por entre la maraña de arbustos, echando a sus pies la sombra de una red. Comenzaban a subir de nuevo hacia la tenue luminosidad del campo abierto. Flambeau sintió que la verdad le rodeaba más como una atmósfera que como una idea. Y contestó, a tientas:
—Y, ¿qué tiene de extraño? ¿No llevan espada generalmente los oficiales?
—En la guerra moderna no es frecuente mencionar las espadas —dijo el otro—. Pero en esta historia topamos a cada instante con la espada.
—¿Y qué? —gruñó Flambeau—. Eso es un incidente insignificante y que tiene cierto color: el viejo general rompe su espada en su último combate. Todo el que se haya asomado a la Historia caerá en ello. Por eso en todas esas tumbas y conmemoraciones le representan con la espada rota. Supongo que no me ha arrastrado usted a esta expedición polar sólo porque dos hombres, estudiando la manera de hacer sus respectivos cuadros, hayan reparado en este detalle de la espada rota de St. Clare.
—No —gritó el padre Brown con una voz como un pistoletazo—; pero, ¿quién es, de todos, el único que ha visto su espada incólume?
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el otro, deteniéndose, bajo la inciertas estrellas, porque acababan de salir del túnel del bosque.
—Digo que, ¿quién fue el que vio su espada incólume? —repitió, obstinado, el padre Brown—. No fue seguramente el autor del diario de guerra, porque el general ocultó la espada a tiempo.



Flambeau contempló la lejanía lunar como contempla el sol un ciego; y, por primera vez, su amigo dejó ver su ansia al hablar.
—¡Flambeau! —gritó—; no puedo demostrarlo ni después de andar hurgando las tumbas. Pero estoy seguro de ello. Voy a añadir otra cosa que corona todo el edificio de sospechas. El coronel, por suerte fatal, fue uno de los primeros blancos del enemigo. Fue herido mucho antes de que las fuerzas se encontraran. Pero él vio ya la espada rota de St. Clare. ¿Por qué estaba ya rota? ¿Cómo y cuándo se había roto? Amigo mío, la espada se había roto antes de la batalla.
—¡Oh! —exclamó su amigo con lúgubre jocosidad—; ¿dónde habrá caído el otro pedazo?
—Puedo decírselo a usted —contestó el otro precipitadamente—. Está en el ángulo nordeste del cementerio de la catedral protestante de Belfast.
—¿De veras? —preguntó el otro—. ¿Ha ido usted a buscarlo allá?
—No he podido —repuso el otro, lamentándolo sinceramente—. Tiene encima un enorme monumento de mármol; un monumento del heroico mayor Murray, que cayó peleando gloriosamente en la famosa batalla de Río Negro. Flambeau se quedó galvanizado.
—¿Quiere usted decir? —preguntó al fin con voz áspera— que el general St. Clare odiaba a Murray y le mató en el campo de batalla porque…
—Todavía sigue usted lleno de buenos y nobles pensamientos —dijo el padre Brown—. Lo que pasó fue mucho peor.
—Bueno —dijo el gigantón—; mis recursos de imaginación perversa se han agotado.
El sacerdote pareció vacilar, no sabiendo cómo abordar su desenlace, y al fin dijo:
—¿Dónde esconderá el sabio una hoja? En el bosque.
El otro no contestó.
—Y si no hay bosque, fabricará uno. Y si quiere esconder una hoja marchita, fabricará un bosque marchito.
No hubo respuesta, y el sacerdote añadió:
—Y si se trata de esconder un cadáver, formará un campo de cadáveres para esconderlo.
Flambeau comenzó a alargar sus zancadas, como si quisiera a toda costa abreviar el tiempo o el espacio. Y el padre Brown continuó, como reanudando su última frase:
—Ya le he dicho a usted que sir Arthur St. Clare era un gran lector de su Biblia. Esto es lo que le pasó.
¿Cuándo entenderán los hombres que a nadie le aprovecha leer su Biblia, mientras no lea al mismo tiempo la Biblia de los demás? El impresor lee su Biblia y encuentra erratas de imprenta. El mormón lee su Biblia y da con la poligamia. El partidario de la Ciencia Cristiana lee la suya, y descubre que no es verdad que tengamos brazos y piernas. St. Clare era un viejo soldado protestante angloindio. Hágase usted cargo de lo que esto significa; y, por favor, vaya usted al fondo. Esto significa que estamos en presencia de un hombre formidable físicamente, que pasa lo más de su vida bajo un sol tropical, en el seno de una sociedad oriental, y que se hunde, sin ninguna guía ni preparación, en el abismo de un libro oriental. Naturalmente, este hombre lee, más que el Nuevo, el Antiguo Testamento. Y en el Antiguo, naturalmente, encuentra todo lo que quiere: lujuria, tiranía, traición. Sí; ya sé que era lo que suelen llamar un hombre honrado. Pero, ¿Qué bondad hay en ser honrado adorando la maldad?
»En cada uno de los países cálidos y lejanos en que vivió, este hombre pudo disponer de un harén, torturar a los demás, amasar oro con vergüenza; pero siempre pudo decir, con mirada altiva, que lo hacía para la mayor gloria de Dios.
»Y creo explicar suficientemente mi propia teología preguntando: ¿de qué Dios? Sucede con estos pecados, que van abriendo sucesivamente las puertas del infierno, e internándonos en cuartos cada vez más pequeños. Éste es el principal argumento contra el crimen: que aunque el hombre no se vaya haciendo más malo, se va haciendo cada vez más débil. St. Clare se encontró pronto embarazado en un dédalo de soborno y chantaje, y cada vez le hizo más falta el dinero en efectivo. Y para la época de la batalla de Río Negro, ya, de uno en otro mundo, St. Clare había venido a caer en el sitio que Dante considera como el piso más bajo del Universo.
—¿Qué quiere decir usted?
—Quiero decir esto —replicó el clérigo, y señaló un charco congelado que brillaba a la luna—. ¿Se acuerda usted a quiénes pone Dante en el último círculo de hielo?
—A los traidores —dijo Flambeau.
Y al contemplar aquel inhumano paisaje de árboles, de contornos insolentes y casi obscenos, pudo figurarse que él mismo era Dante, y el sacerdote, con un hilito de voz, era un Virgilio que le conducía por la zona del eterno pecado.
La voz continuó:
—Olivier, como ya usted sabe, era hombre quijotesco, y no hubiera consentido un servicio secreto de espías. Pero el servicio, como tantas otras cosas, se estableció sin que él lo supiera. Y el que lo estableció fue mi amigo Espada. Era Espada, el pisaverde vestido de colorines, a quien la gente de tropa; por lo narigón, apodaba el Buitre. Habiéndose escurrido hasta el frente a titulo de filántropo, se coló en las filas inglesas, y al fin dio con el único hombre corrompido que había en las filas. Y este hombre era —¡Dios poderoso!— el jefe. St. Clare necesitaba dinero, montañas de dinero. El desacreditado médico de la familia amenazaba con contar, esas indiscreciones, que después salieron a la luz; historias de cosas monstruosas y prehistóricas en Park Lane; actos de un evangelista inglés que más parecían sacrificios humanos y actos propios de hordas de esclavos. También hacía falta dinero para dotar a la hija; porque amaba tanto la fama de la riqueza como la riqueza misma. Rompió la última amarra, dio el soplo a los brasileños, y los enemigos de Inglaterra le colmaron de oro. Pero había otro hombre que había hablado con Espada, el Buitre, y que también tenía acceso al general. Quién sabe cómo, el austero y joven mayor de Ulster sospechó la horrible verdad; y cuando paseaban lentamente por aquel camino, rumbo al paso del río Murray le dijo al general que debía renunciar al mando en aquel instante, so pena de ser procesado y fusilado. El general se mostró temporizador hasta que llegaron al bosquecillo del recodo; y en llegando allí, entre las aguas rumorosas y las palmas doradas de sol (casi veo el cuadro), el general desenvainó e hincó la hoja en el cuerpo del mayor.
Aquí el camino serpeaba un poco, costeando una colina llena de escarcha donde aparecían crueles bultos negros y ramaje y maleza; pero a Flambeau se le antojó ver una luna y estrellas, parecía resplandor de una hoguera hecha por los hombres. Y estuvo contemplándola atentamente, en tanto que la historia se acercaba a su fin.
—St. Clare era un canalla; pero de casta. Nunca, puedo jurarlo, nunca fue tan dueño de sí como cuando el pobre Murray yacía inerte a sus pies. Nunca en ninguna de sus victorias, según dijo bien el capitán Keith, fue tan grande aquel grande hombre como en esta derrota que el mundo considera desdeñosamente. Contempló fríamente su arma, limpió la sangre; vio que la punta se había roto en el pecho de su víctima. Y todo lo que había de suceder lo consideró tan serenamente como quien ve la calle tras las vidrieras del casino. Comprendió que aquel cadáver inexplicable sería encontrado; que aquella inexplicable punta de espada sería extraída; que se darían cuenta de la inexplicable espada rota que él ceñía, o notarían su falta si la ocultaba. Comprendió que había matado, pero no había hecho callar. Entonces su imperioso espíritu se irguió ante los obstáculos; sólo quedaba un camino, que era hacer menos inexplicable aquel cadáver: alzar una montaña de cadáveres para esconderlo. Y antes de veinte minutos, ochocientos soldados ingleses marchaban a la muerte.
El cálido resplandor fue creciendo tras el helado cortinaje del bosque, y Flambeau se apresuró otra vez. El padre Brown se esforzó por seguirle el paso. Y continuó su historia:
—Tal era el valor de aquel millar de ingleses, y tal el genio de su comandante, que si hubieran atacado de una vez la colina, otra hubiera sido su suerte. Pero el mal espíritu, que jugaba con ellos como si fueran peones de ajedrez, tenía otros intentos. Era necesario que se quedaran empantanados junto al puente, para que la presencia de cadáveres en aquel sitio no llamara la atención más tarde. Y después, en la gran escena final, el santo soldado de cabellos de plata desenvainaría su espada rota como para conjurar la matanza. Como espectáculo improvisado, no estuvo mal, pero yo creo (probarlo no puedo), yo creo que, precisamente, mientras estaban por ahí atascados en aquel lodazal sangriento, hubo alguien que dudó… y sospechó.
Calló un instante, y después prosiguió:
—No sé de dónde me llega una voz que me dice: el hombre que sospechó fue el enamorado…, el que se iba a casar con la hija del viejo general.
—Pero, ¿qué pasó con Olivier y cómo colgaron al general? —preguntó Flambeau.
—Olivier, en parte por espíritu caballeresco, en parte por buena política, no gustaba de entorpecer sus marchas con el estorbo de los prisioneros. Casi siempre daba la libertad a todos. Y así lo hizo entonces.
—Con todos, menos con el general —dijo el gigante.
—Con todos, incluso con el general —insistió el sacerdote.
Flambeau frunció el ceño:
—No lo veo claro —dijo.
—Hay otra escena, Flambeau —dijo el padre Brown en un tono místico y profundo—, otra escena cuya realidad no puedo probar, pero puedo hacer algo mejor: la veo claramente. Veo un campo, de mañana, unas colinas áridas, tórridas, unos uniformes brasileños formados en columnas de marcha. Veo la camisa roja, la larga barba negra de Olivier, agitada por el viento: Olivier tiene el sombrero de ancha ala en la mano. Está despidiéndose del gran enemigo a quien concede la libertad; del sencillo veterano inglés de cabellos blancos que, en nombre de su gente, le da las gracias. Detrás de él permanece, en espera, el grupo de ingleses. A un lado, hay vehículos y provisiones para la partida. Redoblan los tambores. Los brasileños se ponen en marcha. Los ingleses están inmóviles como estatuas, y así permanecen hasta que el último destello y rumor de las columnas enemigas se borran en el horizonte tropical. Entonces se agitan todos como muertos que resucitan, y cincuenta rostros se vuelven hacia el general: ¡rostros inolvidables!
Flambeau dio un salto:
—¡No! —gritó—. No querrá usted decir…
—Sí —dijo el padre Brown con voz profunda y patética—. Fue una mano inglesa la que puso el nudo corredizo al cuello de St. Clare, y creo que fue la misma que puso el anillo en el dedo de su hija. Manos inglesas fueron las que lo izaron en el árbol abominable: las manos de aquellos que lo habían adorado y seguido en sus victorias. Y fueron almas inglesas (¡Dios nos perdone a todos!) las que, mientras él se mecía, bajo un sol extraño, en la verde horca de la palmera, pidieron, en su justa ira, que se abrieran para él los infiernos.
Al llegar a lo alto de la colina, los deslumbró la luz escarlata de una posada inglesa llena de cortinas rojas en las ventanas. Se alzaba al lado del camino en amplio ademán de hospitalidad. Tres puertas se abrían para invitar al caminante. Y hasta ellos llegó el rumor y la risa de los hombres que pasaban una noche feliz.
—Inútil decirle a usted más —continuó el padre Brown—. Lo juzgaron en mitad del desierto y lo ejecutaron; y después, por el honor de Inglaterra y de la hija del general, juraron callar para siempre la historia del dinero, de la traición y de la espada asesina. Tal vez (¡Dios les perdone!) todos procuraron olvidarla. Tratemos nosotros de hacer lo mismo. He aquí la posada. Entremos.
—Con toda el alma —dijo Flambeau, y se adelantó presuroso hacia el bar ruidoso e iluminado; cuando se detuvo, retrocedió y estuvo a punto de caer en mitad del camino.
—¡Mire usted, en nombre del diablo! —gritó, señalando la tabla que colgaba sobre la puerta de la posada. En la tablilla se veía, toscamente pintado, el puño de una espada y una hoja rota. Debajo, en caracteres anticuados, había un letrero: «La espada Rota».
—Pero, ¿no lo esperaba usted? —preguntó el padre Brown—. ¡Si es el dios de la provincia! La mitad de las posadas y calles de por aquí han tomado el nombre de él o de su leyenda.
—Creí que habíamos acabado ya con ese leproso —dijo Flambeau, escupiendo con disgusto.
—No, no se librará usted de él en Inglaterra —dijo el sacerdote— mientras el bronce sea duro y la piedra resistente. Sus estatuas de mármol han de entusiasmar por siglos y siglos las almas inocentes y orgullosas de los niños; su tumba olerá a lealtad, como huele a lirios. Millones de hombres que no le conocieron amarán como a un padre a ese hombre que fue tratado como un andrajo por los pocos que le conocieron. Será tenido por un santo, y nunca se sabrá la verdad, porque yo estoy decidido. Hay tanto bien y tanto mal en violar un secreto, que prefiero poner a prueba mi conducta. Todos esos periódicos se acabarán. Ya pasó el ruido de la cuestión brasileña. Ya Olivier es honrado por todo el mundo. Pero yo me dije que si alguna vez, en palabras, en metal o en mármol que puedan durar como las pirámides, el coronel Clancy, el capitán Keith, el presidente Olivier o cualquiera otro inocente recibían el menor denuesto, entonces hablaría yo. Y en tanto que sólo se tratara de cantar equivocadamente las glorias de St. Clare, callaría. Y así lo haré aunque me duela no poder publicar la verdad.
Entraron en la taberna de las cortinas rojas, que no sólo era cómoda, sino casi lujosa. Sobre una mesa se veía una reproducción en plata de la tumba de St. Clare, con la cabeza de plata recostada sobre el cañón, y la espada de plata, rota. En los muros se veían bonitas fotografías en colores del sitio y la explicación del sistema de coches para los turistas. Los dos amigos se sentaron en los confortables bancos acolchados.
—Venga usted, que hace frío —dijo el padre Brown—. Que nos sirvan algo de vino o cerveza.
—O brandy —dijo Flambeau.







G. K. Chesterton
La muestra de la «espada rota» (1911)    (“The Sign of the Broken Sword”)
Originalmente publicado en la revista The Saturday Evening Post (enero 7, 1911)
Incluido en el volumen   El candor del Padre Brown (The Innocence of Father Brown, 1911)

TEMA del TRAIDOR Y del HÉROE



En la Divina Comedia Dante Alighieri arroja a los traidores al último círculo del infierno, por considerar la traición como el peor de los pecados. Judas Iscariote, Alcibíades, Efialtes de Tesalia, Marco Junio Bruto, Bellido Dolfos, Talleyrand-Périgord, Robert Ford o Benedict Arnold  han pasado a la historia por sus traiciones. Pero en no pocas ocasiones el perfil de héroe y el de traidor se entrelazan alumbrando extrañas paradojas. ¿Fue más traidor Bruto -el romano más noble según Marco Antonio- por defender sus ideales republicanos o Julio César por convertirse en dictador?

El tema del traidor y del héroe recorre todas las épocas de la Humanidad y tiene una arraigada tradición literaria. Reproduzco aquí dos relatos magistrales que urden las historias de dos héroes nacionales donde se ilustra la paradoja de unir ambos destinos. G. K. Chesterton lo hace en "La muestra de la espada rota" y Jorge Luis Borges en "Tema del traidor y del héroe". Siendo así que, desde el mismo comienzo del relato, Borges reconoce inspirarse en Chesterton, los dos relatos son simétricos en su desarrollo: un investigador va más allá de la estatua erigida al héroe nacional para descubrir que su grandeza no sólo es ilusoria, sino que esconde la mayor de las felonías, la traición. Pero finalmente esta revelación es escamoteada en aras de un fin mayor: toda causa necesita héroes. 

El hombre necesita mitos y ficciones para explicar el mundo y más si se trata de vestir la identidad nacional. O como lo expresó el periodista que aparece en El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford: "En el oeste, cuando la leyenda supera a la verdad, publicamos la leyenda". Esta podría ser una de las conclusiones referida a estos relatos pero, quiero pensar que albergan lecturas inagotables gracias a sus extraordinarios valores literarios, simbólicos e histórico-sociales. 


Chesterton navega entre la verdad histórica y la paradoja, tan de su gusto, para explicar un enigma formulando otro. Recordemos que su relato versa sobre un enigma histórico, una batalla en la que "uno de los hombres más sabios del mundo obra un día como un idiota, sin ninguna razón, y uno de los hombres más buenos del mundo obra un día como un demonio, sin ninguna razón." Este misterio lo explica aportando una nueva incógnita: "Dónde ocultará el sabio una hoja? En el bosque". A lo que añade, "Y si se trata de esconder un cadáver, formará un campo de cadáveres para esconderlo."

Borges por su parte, inclinado a la erudición y la metafísica, da un paso más en esta redundancia, logrando un círculo virtuoso: Unos hechos históricos se inspiran en una obra teatral para acabar convirtiendo la realidad en una gigantesca farsa que la suplanta; tal y como hacía aquel mapa a escala 1:1 del que hablara en "Del rigor en la ciencia", donde el Colegio de Cartógrafos levantó un Mapa del Imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Este juego de espejos incluye un rizo final. El narrador que descubre la impostura se siente un personaje más de la misma, ya que "los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan".

Ryan es el narrador que quiere escribir una biografía de su bisabuelo, el conspirador irlandés Fergus Kilpatrick, héroe de la independencia patria asesinado cien años atrás. Ryan acaba sabiendo que James Nolan, el colaborador más estrecho de su bisabuelo, fue quien ordenó su muerte tras descubrir que el líder patriótico era un traidor. Siendo así que el éxito de la revuelta pendía de un hilo y que Irlanda idolatraba a Kilpatrick, Nolan y el tribunal deciden ejecutar la sentencia de muerte como una farsa teatral en la que la muerte de Kilpatrick parezca un vil asesinato de la policía inglesa, lo que inflamará los corazones irlandeses y precipitará la rebelión. Pero el tiempo apremia y Nolan planifica el crimen plagiando algunos pasajes de la tragedia de Julio César, de Shakespeare. El traidor colaboró en la puesta en escena de su asesinato lo que evitó su deshonra, pasando a la historia como un mártir. 

«Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible» nos dice el narrador. Esta creo que es una de las claves de ambos relatos, el debate sobre la verdad histórica o más ampliamente sobre la representación de la realidad. Un territorio muy cercano al de la literatura.







Lo que llamamos realidad es siempre una construcción, un proceso. Schopenhauer declara que la historia, como registro de la realidad fenoménica no constituye una fuente de conocimiento verdadero. El sujeto sólo puede aprehender una visión muy imprecisa de la realidad, la cual está determinada por los límites de sus facultades de percepción. El historiador selecciona arbitrariamente los hechos que quiere narrar y los conecta de acuerdo a sus percepciones. La historia se convierte así en una construcción social basada en la subjetividad de sus propios actores. Chesterton parece referirse a ello cuando habla de la deriva del viejo protestante St. Clare:
"¿Cuándo entenderán los hombres que a nadie le aprovecha leer su Biblia, mientras no lea al mismo tiempo la Biblia de los demás? El impresor lee su Biblia y encuentra erratas de imprenta. El mormón lee su Biblia y da con la poligamia. El partidario de la Ciencia Cristiana lee la suya, y descubre que no es verdad que tengamos brazos y piernas."
Puesto que los imaginarios conforman nuestra realidad y diseñan nuestras prácticas sociales; no hay una realidad sino varias, tal como no hay una verdad sino muchas que cambian según la cultura, el momento, la moda, la ideología, etc. Los paralelismos entre el lugar donde se yergue el monumento funerario de St. Clare, "un infierno de insoportable frío" y el lago helado que Dante describe como noveno círculo del infierno; así como la "pública y secreta representación" que imitaba la tragedia de Julio César nos lleva sin remedio a un terreno tan literario y difuso como el de la relación entre la verdad y la ficción, la historia y la literatura.

Esa disolución de los límites entre historia y literatura se subraya en los relatos mediante dos técnicas. De un lado el juego de espejos que constantemente se produce entre hechos históricos y obras literarias; y por otro la atmósfera casi irreal que subyace en ambos relatos. Recordemos que Chesterton juega hábilmente con la simbología del paisaje (frío por el infierno, oscuridad por las claves escondidas, la luna finalmente iluminando la verdad) para dotar al relato de un ambiente fantástico hasta tal punto que, en un momento dado, "Flambeau sintió que la verdad le rodeaba más como una atmósfera que como una idea". 

Lola Mora - "25 deMayo"




En el relato de Borges esa difuminación viene señalada desde el mismo comienzo, cuando el autor proclama la indeterminación del espacio y del tiempo en que ocurrieron los hechos: 
"La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, La república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. 
Insiste en ello al reconocer que "he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así".

A propósito de esta fecha podríamos continuar las indagaciones enfocando el sustrato de opiniones históricas y políticas que los autores pudieran haber reflejado. Por ejemplo la crítica contra los mitos patrios muchas veces sustentados en la violencia y la falsedad o, en el caso del irreductible polemista que fue Chesterton, su crítica contra el imperialismo. Por su parte las referencia borgeanas a 1944 y a la traición de Julio César al cruzar el Rubicón, han sido analizadas por Beatriz Sarlo y Sonia Thon como una velada crítica contra Juan Domingo Perón, cuando en esa fecha traiciona la neutralidad de Argentina y se alía con Hitler.
Pero esa es otra cuestión.