viernes, 28 de enero de 2022

FINISTERRA - de Lêdo Ivo























Voy entre la multitud y mi nombre es Nadie.

En una ciudad que apesta a pescado podrido
a gasolina y a demagogia
oprimido por la tarde voy rozando las escamas
de paredes que hurtan mi dolor.
Bajo este cielo vinagre, absorbido por turbinas
un vómito de cifras me entorpece.
Llevo en la marea mi amor de hombre
y nadie sabe que amo, salvo los perros
que olfatean mis pasos por las alamedas.
En el escenario del miedo mi fervor responde
a una estridencia de piedras desmoronadas
y en los túneles escucho gotear
mi amor de agua, y mi amor de flor
brota en los quioscos pálidos y atraviesa
los pedregales y abalorios del día adornado
con rafia amarilla y blanca.
¡Oh día, altar de los hombres, corral de mármol!
Las reses se aproximan entorpecidas al matadero.
La sombra de mi amor incendia las calzadas.
Los días son rufianes ocultos en balcones
donde nadie paga los intereses de mi alma.
Y este amor que me traga en cuanto absorbo
el zumo oculto en la gruta insensata
abre un abismo entre los surcos y las rocas
de la tierra que me nutre en sus pechos de polvo.
Las empalizadas de la incertidumbre se levantan y aíslan
torres donde se alternan centinelas que espían
en la oscuridad la llegada de pelotones invisibles.
En el camino, entre el viaducto y el motel,
cuando vengo, es que voy… Partida y llegada
son quimeras del horizonte y graznar de gaviotas
que irritan a los burócratas en la aduana.
Al caminar por Río de Janeiro, vivo todos los asombros,
red que en la oscuridad encuentra un banco de sardinas,
hombre que detrás del sol se enfrenta
con los terrenos cenicientos de la amargura.
La hora traza un arco de luz para que yo pase
entre los millonarios, los padres, los basureros, los payasos y las prostitutas,
                                                                            [que son mis semejantes.
Aquí los bancos son más bellos que las catedrales.
Y cabizbajos confesamos a los gerentes nuestros pecados:
codiciamos a la mujer del prójimo y su mansión y su esclavo y su yate y su buey
                                                                                   [y su asno y sus desventuras
y el sol de su piscina.
Comulgamos en las ventanillas, y cuando la Bolsa cae
tiemblan nuestras almas monetarias.
Entre el terror, el telestar,
y la hormiga que sube por la escalinata de la Secretaría de Hacienda,
se forman señales luminosas. ¡Oh nuevo glosario del mundo!
Adiós oh viejas palabras que nada significan
y que bogan en las letrinas por momentos.
Como los deshuesaderos de automóviles, los museos guardan la chatarra.
El arte de hoy está en los muros,
en letreros que anuncian aparatos eléctricos.
¡Oh diálogo de constelaciones, oh sintaxis planetaria!
Como las palabras dementes que aprendí en la escuela,
gastadas como suelas de zapatos,
ya no sé cantar al mundo ni decir amor mío.
Mi silencio muerde un pan cocido
en los hornos de la mentira.
Oh día sin labios,
día cubierto de escamas como pez
que nada en mi jaula,
dime qué cielo guardó el grito de Elpenor.
¿Dónde está la sepultura de Nabucodonosor?
Canta para mí, oh Musa, acerca del varón industrioso Nick Carter…
¿Dónde encontraré todas esas viejas tumbas
con sus lápidas cuarteadas y epitafios
escritos en la lengua antigua de los muertos?
Las trompetas resuenan en la explanada de Elsinor.
Los leones de granito rugen en la mañana.
Y pisando las palabras amarillas de un otoño amarillo como el cuerpo de Cristo
voy entre una multitud de boca lacrada.
Soy un hombre aislado de los otros hombres
que caminan como si ya estuviesen muertos.
En los estacionamientos, la luz de la tarde quema
la hierba que me separa de mis hermanos
en este mundo roído por el terror.
Ellos gritan donde yo no puedo escucharlos.
Y la aurora carcome mis puños iracundos,
y las ratas roen los pulsos de mi alma.
Abandonado en el horizonte, bebo la blancura de la noche
que ilumina la fachada de los hospicios.
¡Oh noche bella como un navío!
Soy el grano
en el silo.
Soy el viento
que viene de los suburbios de orina y querosén
y que ciega lentamente los ojos de las estatuas.
Los gigantes del mundo me preguntan: “¿Cuál es tu nombre?”
Respondo: “Me llamo Nadie.”
Los gigantes merodean los yates anclados en las islas.
La cólera de la vida tiembla en las calzadas.
El día se disuelve, impostura
deshecha en el aire reverente. Y tú que eras gemido y carne
me acompañas, diluida en mi saliva.
Y como los viejos aviones duermen en los hangares
así duermo en ti y el silencio es un triunfo
sin aplausos ninguna valva se contrae
y los peces se amontonan en cestas fétidas
de supermercado, desvanecidos
en el espasmo puro de las fornicaciones.
Mi vida se descáscala como aquellos viejos balcones
abiertos en Nueva York al esplendor y la mentira.
Soy aquel que no cabe en el alarido
que sube desde la glorieta de la Bolsa de Valores
hasta un cielo sin sílabas.
En el día bursátil, el sudor de los hombres se transforma
  en números,
pero lejos de ti sólo escucho las roncas palabras
que salen de tu garganta visible para el amor.
Oh mujer, esponja del hombre,
ocupas todo el paisaje como un pájaro.
Oh sol desnudo, oh mi yegua de carga,
paseo por tu cuerpo como un niño en un palacio
y soy la luz de los espejos que iluminan tu espalda.
Vago por planicies y colinas al ponerse el sol
espantando a los pájaros que ondulan en tus párpados
y ahuyento al arcoíris.
Y junto a los cercados escarlatas de la tarde
que encierran el cansancio de los hombres
sigo un rastro de tierra agrietada
donde el odio pasa a galope, espantando a la muerte.
Oh noche de los semáforos y espantapájaros y de las arañas ocultas en los molinos,
oh noche de los murciélagos que en mi infancia sostenían
   los estandartes del sueño,
las hélices de tus navíos cargados de estrellas cruzan
   los anfiteatros del mar.
Pero, ¿dónde está la finisterra que me prometiste, más allá de las islas idiotas y de
                                                                       [los mitos carcomidos por la marea?
Como el esplendor del teatro cuando las luces se encienden
mi vida entera se estremece a la caída de la noche
y oigo en la oscuridad el canto de todo lo que parte.







Lêdo Ivo 
(Maceió (Brasil) 1924 - Sevilla (España) 2012​
Trad.: Héctor Carreto

sábado, 22 de enero de 2022

Sir GAWAIN y EL CABALLERO VERDE - Anónimo




Estamos en la legendaria corte de Camelot durante la fiesta de Año Nuevo que el Rey Arturo celebra con sus caballeros de la Tabla Redonda, cuando un hombre se presenta ante ellos y les lanza un reto. El caballero es gigantesco y portentoso, "ningún hombre, pensaron todos, sería capaz de resistir sus mandobles mortales". Todo él con su vestimenta, pelo y piel, así como su corcel es de un brillante color verde. Entra a caballo en el salón aunque va desarmado, sin peto, cota ni yelmo. Sí ostenta un hacha enorme en una mano y un ramo de acebo en la otra. Dirigiéndose a todos fieramente les explica el desafío: esperará desarmado y a pie firme a que un caballero le aseste un golpe con su propio hacha, pero a cambio ese caballero deberá estar dispuesto a recibir otro golpe sin reparo. 
━Si hay alguno en esta corte que se tenga por espíritu audaz, y de sangre y alma fogosa, y que se atreva a descargar un golpe a cambio de otro, le daré como presente esta hacha costosa; esta hacha, bastante pesada, para que él la utilice a su gusto. Yo esperaré el primer golpe, tan desarmado como voy montado aquí. Si hay algún hombre tan fiero que quiera probar lo que aquí propongo, que venga a mí sin más demora y se haga cargo de esta arma; se la entrego para siempre. Entre tanto, yo aguardaré impasible su golpe, a pie firme, en el mismo suelo, con tal que pueda yo asestarle otro sin reparo. Sin embargo, le concederé el plazo de un año y un día. ¡Así que venga pronto ahora, quienquiera que se atreva a responder!
Los caballeros se quedan desconcertados ante tal envite, lanzado por un ser terrible y de aspecto sobrenatural. Por supuesto el Rey Arturo acepta el reto pero sir Gawain lo considera impropio de su majestad y pide afrontarlo él mismo.
Yo soy el más débil, lo sé; y el menos asistido de sabiduría. En cuanto a mi vida, si la pierdo, será la menos lamentada. Mi único honor está en teneros por tío, y ningún mérito hay en toda mi persona salvo vuestra sangre. Y puesto que este lance es demasiado insensato para que recaiga en vos, y soy yo el primero en solicitarlo, os ruego que me lo concedáis a mí.
Se apresta a ello y de un certero golpe decapita al feroz caballero quien, sin caer ni vacilar, recoge su cabeza y cita a Gawain para que dentro de un año acuda a buscarlo a la Capilla Verde, donde deberá recibir el golpe acordado.



Tal es el comienzo de esta fascinante aventura.
Sir Gawain y el Caballero Verde es un poema caballeresco anónimo que se escribió en inglés a finales del siglo XIV. Se trata de una de las historias más conocidas del ciclo artúrico y sedujo de tal forma a J.R.R. Tolkien que la estudió durante toda su vida y llevó a cabo la edición actualizada de este extraordinario poema. La obra se conserva en un único manuscrito en la British Library de Londres y es conocida con el nombre de Cotton Nero AX, por haberse encontrado en la biblioteca de sir Robert Cotton, cuya colección incluía los Evangelios de Lindisfarne y el único manuscrito superviviente de Beowulf, el cual tenía los bordes chamuscados por un incendio que amenazó con destruirlo todo.  

Cuando se nos presenta Gawain, aún no ha realizado ninguna hazaña importante, todavía vive en casa de su madre Morgana, hermana del Rey Arturo, y espera la oportunidad de mostrar su valía. Después de una presentación tan rotunda y verse inmerso en tan portentoso lance, lo que se presenta ante él es un viaje lleno de pruebas y tentaciones que aquilatarán su espíritu, camino de un destino fatal.






En la segunda parte de las cuatro que consta el poema, Gawain realizará el viaje, en busca de la Capilla Verde, por las tierras inhóspitas de Gales del Norte, "donde había poca gente que viviera en el temor de Dios y el amor de los hombres". El camino lo emprende en solitario -como una penitencia- afrontando múltiples peligros y "luchas mortales con dragones y lobos"; pero su fe en Dios y sus ruegos a Santa María lo llevan hasta un castillo al que llega el mismo día de Noche Buena. Una vez en la fortaleza todo son agasajos y el señor le invita a descansar allí hasta el día de Año Nuevo, cuando le mostrará el camino a la cercana Capilla Verde. 

La estancia en dicho castillo ocupa toda la tercera parte y quizás sea el capítulo principal, por cuanto narra las tentaciones a las que es sometido Gawain para demostrar su honor y lealtad. Apreciando su fatiga por el viaje el señor del castillo le propone que descanse unos días, atendido por su mujer, mientras él sale a cazar, no sin antes suscribir el siguiente trato:  "aquello que yo consiga en el bosque será para vos; a cambio, me daréis lo que vos obtengáis aquí. Juremos hacerlo así, mi buen amigo."

Efectivamente sir Gawain descansa en sus aposentos pero de igual modo que el señor persigue a sus piezas de caza, él es asediado por la señora del castillo con todo tipo de galanterías y armas que el amor cortés dispone. 
Pues sé muy bien que sois sir Gawain, y que todo el mundo os adora dondequiera que vayáis; vuestro honor, vuestra donosura, son objeto de alabanza entre los señores y sus damas, y entre todos cuantos viven. Ahora estáis aquí, a solas conmigo. Mi señor y sus hombres se encuentran muy lejos; los que se han quedado están acostados, y mis doncellas también; la puerta está bien cerrada y segura; y puesto que tengo aquí al caballero que a todos agrada, pasaré el tiempo que pueda en dulce conversación con él. Disponed de mi cuerpo; la necesidad me inclina a ser vuestra sierva, y lo quiero ser.


Los tres días que el señor se va de caza, Gawain es sometido a un cerco de seducción pero, firme y sin perder la gentileza, no deja que la dama le entregue más que un simple beso. Así cuando la primera noche el señor vuelve y le ofrece un ciervo y a la siguiente un gigantesco jabalí, Gawain le responde en cada caso entregándole lo conseguido ese día, un casto beso. Pero el tercer día, del mismo modo que el cazador se enfrenta a un escurridizo zorro, Gawain es sitiado por la dama mejor vestida y enjoyada, dispuesta a ganar su amor e intercambiar una prenda. Gawain cede por fin, pero no por codicia o lujuria, sino para preservar su propia vida, pues toma de ella un sencillo cinturón verde que le ofrece protección. 
    —Os ruego, pues, que no lo toméis a agravio; desistid más bien de este empeño, pues nunca accederé a vuestra pretensión. Con todo, os estoy profundamente agradecido por vuestra disposición hacia mí, y siempre seré vuestro servidor, en la suerte y en la desgracia.
    —¿Rechazáis esta seda —dijo la hermosa dama— por lo humilde que es, y parece en sí misma? Pues bien, es pequeña, y más pequeño su valor. Sin embargo, quienquiera que conozca las virtudes de sus bordados, la tendrá en mayor estima; pues no habrá hombre alguno bajo el cielo capaz de hacer pedazos al caballero que se ciña este cinto verde, ni podrán matar al que lo lleve por ninguno de los medios terrenales.
    Meditó entonces el caballero, se dijo para sus adentros que sería de inmenso valor en la peligrosa prueba a la que debía someterse. Si, cuando llegase a aquella capilla para sufrir su sentencia, lograse escapar sin daño por medio de algún artificio, la estratagema sería en buena lid.
El encuentro definitivo en la Capilla Verde conforma el capítulo 4 y resulta como un espejo del primero, dado que vuelven a enfrentarse sir Gawain y el Caballero Verde. Salvada una última tentación que le ofrece su guía para desertar de su destino, Gawain llega hasta la Capilla Verde donde descubre que el Caballero Verde no es otro que el señor del castillo, sir Bertilak de Hautdesert, a quien la bruja Morgana le Fay ha convertido en un gigante verdoso. Gawain afronta con entereza el golpe mortal pero el hacha se frena ante su cuello, hasta en dos ocasiones, por el hechizo del cinturón verde. Sólo el tercer golpe le deja un leve corte, en señal de la prenda conseguida y no entregada.



Sir Gawain y el Caballero Verde es ante todo una novela de caballerías, donde los nobles viven según elevados ideales. Su protagonista posee todas las características del caballero artúrico ideal: valiente, humilde, cortés y leal. Su moral es incuestionable y su conducta intachable, aunque él mismo no soporte el desliz de haberse guardado la prenda. No obstante tanto sir Bertilak como sus compañeros de la Tabla Redonda se muestran comprensivos con un desliz que es muy humano. 

El propio Rey Arturo valora que este cinturón es un toque de humildad para cualquier caballero e instaura que todos los miembros de la Tabla Redonda  "llevasen cruzada una cinta de verde brillante, en prueba de afecto por aquel caballero". Lo que se considera el antecedente legendario de la Orden de la Jarretera, la más antigua de la corte de Inglaterra, cuyo lema en francés antiguo dice "Honi soit qui mal y pense" (vergüenza el que piense mal de ella). 



Tal y como nos describe Luis Alberto de Cuenca en el prólogo, la obra tiene "movimiento, color, viveza en los detalles: son las características esenciales del autor de Gawain, que demuestra un ingenio y agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor."

El poema narra el clásico viaje de un héroe a través del cual se produce su definitiva maduración. Es una aventura fresca y diáfana que encandilará a cualquier lector con sus duelos, damas y decapitaciones; pero también alberga una profunda simbología que invita a una lectura más atenta. Desde el color verde hasta el acebo que porta el Caballero o el cinturón de la dama y el escudo de sir Gawain, todo el relato está preñado de sentidos que remiten a la tradición cristiana y a las leyendas celtas. Sirva como ejemplo la descripción del escudo que porta sir Gawain.

Quiero contaros ahora, aunque esto demore mi historia, por qué ostentaba el pentáculo tan noble príncipe. Es el símbolo que un día concibiera Salomón para anunciar la sagrada verdad, cosa que tal figura podía hacer en justicia, ya que tiene cinco puntas, y cada línea cruza y se une a otra, y es interminable en una y otra dirección; y he oído decir que los ingleses lo llaman, en todas partes, Nudo Sin Fin. De modo que se ajustaba muy bien a este caballero y a sus armas inmaculadas; pues, siendo fiel en cinco cosas, y cinco veces en cada una de ellas, Gawain era tenido por noble, como el oro fino, exento de toda villanía, y adornado con todas las virtudes. Y así, como hombre probado y caballero cumplido, ostentaba el nuevo pentáculo sobre el escudo y la cota que vestía.

28.
Primero, no se le encontraba tacha en sus cinco sentidos; después, jamás falló en sus cinco dedos, y toda su fe tenía puesta en las cinco llagas que Cristo había recibido en la Cruz, como el credo nos enseña. Y cada vez que tomaba parte en alguna batalla, tenía puesto el pensamiento en esto más que en ninguna otra cosa, y todo su valor dependía de los Cinco Gozos puros que la Santa Reina del Cielo recibiera de su hijo. Por ello, el cortés caballero llevaba la imagen de la reina pintada en la cara interior del escudo, a fin de que, viéndola, no desfalleciese su corazón. Las cinco quintas virtudes que este famoso hombre practicaba eran la liberalidad y la bondad, luego la castidad y cortesía, que nunca se corrompieron en él; y como virtud más destacada, la piedad. Estas cinco perfecciones estaban más hondamente arraigadas en él que en hombre alguno"
El valor simbólico del verde se ha analizado como una representación de la naturaleza, su fuerza incontrolable y capacidad de caos. Asimismo el verde, en la tradición cristiana, se vincula a lo maligno y diabólico. Otras interpretaciones apuestan por ver en el Caballero Verde la encarnación de la unión de los opuestos: ferocidad y piedad, las leyes humanas y las leyes de la naturaleza, lo domesticado y lo salvaje. Por otro es notorio que se producen tres tentaciones y tres cacerías que corren en paralelo; además con animales tan totémicos como el ciervo -con su mezcla de virilidad y fertilidad-, el jabalí -que representa la fuerza y la prosperidad) o el zorro -con su inteligencia y astucia-. 

Pero no nos podemos olvidar de que Gawain es un modelo de caballero siempre predispuesto al bien que representa los valores del cristianismo frente al paganismo de Morgana y el Caballero Verde. 

El Prólogo nos acerca al momento histórico en que aparece la obra, contemporánea de los cuentos de Chaucer, y nos explica su relación con otras obras del ciclo artúrico y sus paralelismos con las leyendas celtas. Comparto su conclusión:
"Y el poema no es otra cosa, en mi opinión, que la ordalía de Gawain, su juicio divino. Se purificará en valor y lealtad a lo largo de su aventura. La dama del castillo lo hará rico en templanza. Y al final, de regreso en la corte de Arturo, habrá vencido todos los riesgos, incluso el riesgo de extraviarse en el futuro. Al fin y al cabo, el Caballero Verde no ha sido más que una disculpa para volver a casa renovado."


sábado, 15 de enero de 2022

CALLEJÓN ROJO - de Séra



El nombre completo de Séra es Phoussera Ing y nació en Camboya en 1961, de madre francesa y padre camboyano. A partir de marzo de 1969 los EEUU habían extendido la guerra de Vietnam a Camboya y en abril de 1975, Será tuvo que huir de Phnom Penh tras la toma del poder por parte de los jemeres rojos. Esta guerrilla comunista aliada con Vietnam del Norte expulsó a los EEUU del país y supuso un cambio de paradigma brutal. Los jemeres rojos pretendían imponer una sociedad netamente agraria, autosuficiente y sin clases; despreciando las urbes, la educación y la técnica como símbolos de aburguesamiento. Por ello vaciaron las ciudades y sus residentes fueron forzados a trabajar en cooperativas rurales. Durante los cuatro años que duró el régimen liderado por Pol Pot se sometió a una gran parte de la población a trabajos forzados, detención y asesinatos en masa. El "genocidio camboyano" aniquiló a una cuarta parte de los habitantes de Camboya, cerca de dos millones de personas. 

Estos hechos saltaron al gran público gracias a la película Los gritos del silencio (The killing fields, Roland Joffé, 1984) basada en las experiencias del periodista Sydney Schanberg y sobre todo las de su colaborador Haing S. Ngor, reportero local que se interpreta a sí mismo en la película huyendo a través de los "campos de la muerte".

Callejón rojo relata también esos días previos a la llegada de los jemeres rojos; pero desde un punto de vista muy distinto, evidentemente autobiográfico, menos narrativo y más íntimo y emotivo. Personificado el autor en el soldado Snaul las viñetas son inconexas y parecen reproducir la metralla de sus pesadillas. En este caso no hay análisis político o social de ese momento histórico. Sólo son recuerdos personales, imágenes de guerra grabadas a fuego, fragor de las bombas y olor de cadáveres...el conmovedor testimonio de un adolescente desgarrado por una guerra. 

Realmente se puede decir que no existe trama en este cómic. Snaul, el joven protagonista, es un soldado a bordo de un blindado que es testigo de la descomposición del ejército gubernamental. En los tiempos muertos que le ofrecen las bombas se adormece recordando su infancia. Ante él se presenta la inminencia del nuevo régimen de los jemeres rojos, mientras que a su alrededor prima el horror, como diría el comandante Kutz de Apocalypse Now: explosiones, ejecuciones a sangre fría, deserciones, disparos delirantes contra la propia aviación.... No hay un desarrollo de los personajes, ni hay un hilo narrativo más allá de la constatación de esos terribles momentos.

Las viñetas se convierten en posters grabados a fuego en la memoria. Ahí está la fuerza de este álbum que llega hasta el momento en que van a llegar los jemeres rojos con su "liberación". Una de las últimas páginas es una casa abandonada sobre la que se coloca un texto espeluznante: 

"Iban a aprender todos de sus nuevos señores que la ciudad es mala y el hombre debe aprender que nace del grano y del arroz.

Para los jemeres rojos el hombre viciado por un régimen corrupto no puede ser cambiado. Debe ser suprimido físicamente de la comunidad de los puros, hasta el último de su estirpe. Con cortar una mala planta no basta. Hay que arrancarla de raíz."

Siendo un álbum centrado en las emociones y los recuerdos, el autor lo enmarca con dos textos poéticos; uno al principio, un haiku del siglo XVIII; otro al final, un canto del tiempo de Angkor.

El espléndido trabajo gráfico es lo que da valor a este trabajo. Unas viñetas donde predominan los ocres rojizos de la sangre y el fuego. También el gris oscuro del fango. Séra nos lleva a pie de guerra para que comprobemos su desgarro y brutalidad, mientras recuerda con nostalgia a los familiares y amigos que no vivieron para contarlo.

Para estar más cerca de la realidad, ha realizado algunas viñetas a semejanza de unas cuantas fotografías icónicas de la época, que aparecieron en los periódicos de todo el mundo. Y también cuenta con un texto inicial sobre sus recuerdos, "Aún no tenía diez años cuando comenzó la guerra de Camboya" y un texto final sobre "La caída de Phnom Penh, Enero-Abril de 1975" con mapas de los distintos frentes y acciones bélicas.







Un hermoso y terrible testimonio de un sanguinaria guerra que conduciría al experimento político más despiadado y criminal de la historia reciente. 

"Oficialmente la guerra causó algo más de medio millón de muertos, así como cientos de miles de mutilados y minusválidos.
(...)
Más de 3 millones de habitantes, la población de las "zonas liberadas", fueron considerados prisioneros de guerra, parias, reaccionarios, enemigos de clase, condenados al exterminio."

jueves, 13 de enero de 2022

ONCE - de Patricia Highstmith





Patricia Highsmith nació el 19 de enero de 1921 en Ford Worth, Texas. No fue una hija querida como demuestra el hecho de que su madre intentó abortar bebiendo aguarrás durante su embarazo. La tormentosa relación que mantuvieron ambas marcaría a la escritora de por vida. Desde niña fue una lectora voraz y ya antes de cumplir 14 años había leído Crimen y castigo, de Dostoievski; Los falsificadores de moneda, de André Gide y, sobre todo, La mente humana, del padre de la psiquiatría norteamerican, Karl Menninger; quedando fascinada por la descripción de casos de enfermedad mental. Estas lecturas precoces sin duda influyeron en su obra, donde destacan los personajes torturados y obsesivos que, de pronto, pueden ser asaltados por la irracionalidad o la posibilidad de cometer un crimen sin mayor conflicto moral o mordisco de culpa. Cuando preguntaban a Highsmith por qué escribía, siempre respondía lo mismo: "Como todos los artistas, por salud". Se supone que mental.

En 1950, a los 26 años, publicó su primera novela, Extraños en un tren, adaptada sólo un año después al cine por el gran Alfred Hitchcock. En EEUU no gustaban sus historias turbias y pesimistas, ni sus análisis éticos. Tampoco sus ideas políticas de carácter comunista, por lo que en 1963 se trasladó definitivamente a vivir a Europa. Más fiel a sus mascotas que a las personas, Hisghsmith tenía aversión al trato humano. Uno de sus biógrafos, Andrew Wilson, llegó a escribir: "Podía ser una mujer monstruosa, violenta y bastante desagradable". La mejor compañía para la escritora eran sus gatos y un buen puñado de caracoles que en una época adoptó como mascotas. 

Esta afición por los gasterópodos se puede apreciar en dos cuentos incluidos en este volumen: "El observador de caracoles", en el que un hombre vulgar, solitario y voyeur se obsesiona con el acto de apareamiento de los caracoles hasta el extremo enfermizo de encerrarse en una habitación con cientos de ellos para examinarlos. Este observador minucioso podría ser una analogía de la propia Highsmith, escrutadora irreverente de los rincones más oscuros del alma humana.  Ante la aparición de la novela El cuchillo, en 1954, el diario The Observer dijo que Patricia escribía sobre los hombres “con la misma sabiduría con que una araña escribiría sobre las moscas”.


El otro cuento con caracoles es "En busca de Tal o cual Claveringi", un relato un tanto ajeno a la bibliografía de Hisgsmith ya que toma la forma de una pesadilla apocalíptica con un científico perseguido en una isla por unos caracoles gigantescos. No es infrecuente que los animales aparezcan en los cuentos de Highsmith que incluso tiene un volumen titulado "Cuentos bestiales". En muchos casos los animales se convierten en elementos alegóricos o precipitantes de la culpa o angustia de los protagonistas. 

En "La tortuga marina" el quelonio hace surgir un enfrentamiento violento e irracional entre un niño que cree recibir una mascota y su madre represora. El cuento posee un final magníficamente escalofriante. También en "La pajarera vacía" aparece un misterioso e inaprensible animal que logra sacar a relucir las insatisfacciones de una mujer en su matrimonio. 
"Ahora que el yuma estaba muerto, se daba cuenta de lo que había sucedido, o por lo menos ahora podía reconocerlo. El yuma había abierto el pasado, como si fuese un precipicio oscuro y amenazador. Le había hecho revivir la época en que perdió -voluntariamente- al niño y recordar la amarga pena de Charles entonces y su fingida indiferencia de más tarde. La había hecho revivir su culpabilidad. Se preguntaba si el animal había tenido el mismo efecto en Charles."



Otra de las líneas fuerza de estos relatos son las relaciones familiares. Highsmith es capaz de lograr que las más prosaicas escenas hogareñas se tensen hasta adquirir tintes de pesadilla. Las relaciones personales son un campo abonado para que la autora haga aflorar las frustraciones, resentimientos y venganzas que alimentan una convivencia prolongada. En "Gritos de amor" dos ancianas resentidas y solitarias descubren que después de muchos años viviendo juntas no se soportan. El roce continuo provoca irritaciones que van derivando en pequeñas venganzas hasta lograr dinamitar la relación. La ironía que introduce Highsmith es que finalmente las ancianas se odian tanto como se necesitan. 

También en "Cuando la escuadra llegó a Mobile" encontramos a una mujer harta de un matrimonio asfixiante. Un poco de cloroformo quizás será suficiente para deshacerse de su marido y huir hacia la libertad. Graham Green declaraba en el prólogo que este era su cuento preferido del libro, sin duda por el suspense y el intenso recorrido emocional que lleva a cabo esta mujer mientras huye, recordando su pasado, sus expectativas y esa sensación de fracaso que la rodeaba hasta casi asfixiarla.

Finalmente quisiera destacar tres relatos obsesivos y perturbadores en los que sus protagonistas se sumergen en una soledad y enajenación espantosa. En "Los pájaros a punto de emprender el vuelo" un tipo vive desvariando a la espera de una carta de la mujer a la que cree amar mientras calibra, ofuscado hasta la extenuación, cada palabra y cada gesto con la que responderá. En "Señora Afton, entre tus verdes laderas" asistimos a la extraña relación que mantiene una anciana con su psiquiatra, al que visita de forma vicaria a cuenta de su marido. Mientras que en "La heroína" una joven neurótica comienza a trabajar de institutriz para una familia mientras lucha contra una pulsión de ser una salvadora que la devora. El tema de la institutriz que entra en un hogar para colonizarlo y volverlo del revés me ha recordado a la excelente novela de Leila Slimani, Canción dulce.



Algunos de estos relatos se escribieron antes de su primera novela, pero la personalidad de Hisghsmith era tan acusada desde el principio que su estilo y enfoque ya está decantado: un profundo conocimiento de la naturaleza humana para hacer aflorar frustraciones y neurosis y una gran penetración psicológica para rastrear el mal en personas cotidianas que de pronto se asoman al crimen sin ninguna duda moral o remordimiento. También es habitual en ella la crueldad, el suspense y un humor de lo más macabro. 
  
"Poeta de la aprensión" es como la bautiza su amigo personal Graham Green, quien en un certero prólogo nos describe su universo:    

"Es una escritora que ha creado su propio mundo, un mundo claustrofóbico e irracional, en el cual entramos cada vez con un sentimiento de peligro personal, con la cabeza inclinada para mirar por encima del hombro, incluso con cierta renuencia, pues vamos a experimentar placeres crueles, hasta que, en algún punto, allá por el capítulo tercero, se cierra la frontera detrás de nosotros, y ya no podemos retirarnos, estamos condenados a vivir hasta el fin del relato con uno más de su larga serie de hombres buscados por la policía. (...)  Es un mundo sin finales morales, que no tiene nada en común con el mundo heroico de sus pares, Hammett y Chandler, y sus detectives."

Uno de los aspectos que más llama la atención en Hisghsmith es cómo la maldad surge de personajes y situaciones domésticas. La irracionalidad, la obsesión o una irresistible compulsión emocional hacen el resto. 






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Patricia Highsmith es una escritora inquietante porque crea personajes ambiguos, cuyos impulsos muchas veces carecen de lógica y en ocasiones explotan la hipocresía que reina en el mundo para construirse una fachada y medrar, como su famoso Tom Ripley. Pero también porque resulta perturbador el modo en que habla de cada uno de nosotros y ese fondo oscuro al que evitamos asomarnos. No hay más que comprobar con quién de sus personajes nos identificamos mientras la leemos. Ella asume que el crimen se encuentra escondido en el corazón de la vida cotidiana: cualquiera puede ser un asesino o una víctima. Sus historias no hablan de policías y ladrones; ni sus personajes y criminales son los sospechosos habituales. La naturaleza del mal en Highsmith es muy compleja y profundamente humana. Sus protagonistas son casi siempre seres normales envueltos en un torbellino criminal. Los temas alrededor de los que gira su obra son la culpa, la mentira y el crimen.

Los relatos son la parte menos reconocida de su obra, relegados por la fama de sus novelas; pero los 10 volúmenes que conforman sus narraciones harán disfrutar a cualquier aficionado. 
-Once (Eleven, también conocida como The Snail-Watcher and Other Stories, 1970)
-Pequeños cuentos misóginos (Little Tales of Misogyny, 1974)
-Crímenes bestiales (The Animal Lover's Book of Beastly Murder, 1975)
-A merced del viento (Slowly, Slowly in the Wind, 1979)
-La casa negra (The Black House, 1981)
-Sirenas en el campo de golf (Mermaids on the Golf Course, 1985)
-Catástrofes (Tales of Natural and Unnatural Catastrophes, 1987)
-Los cadáveres exquisitos (1995, selección de relatos escritos entre 1960 y 1990)
-Pájaros a punto de volar: Póstumamente se reunieron, en dos volúmenes, sus relatos inéditos. La colección se titula en inglés Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories, 2002. Esta es la primera parte  y reúne relatos escritos entre 1938 y 1949.
-Una afición peligrosa Es el segundo volumen de sus relatos inéditos, Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories. Aquí aparecen los relatos escritos entre 1950 y 1970. Los dos volúmenes abarcan casi cincuenta años de producción literaria.

sábado, 8 de enero de 2022

EL EVANGELIO del HERMANO PEDRO - de Alvaro Uribe

                                                                                         Serie Narraciones Extraordinarias




I






altaban pocos días para las pascuas del año de Gracia 1374.
   Era casi medio día, y la nítida luz de la primavera entraba por la única ventana de la habitación. Peire de Najac, conocido en la Villanueva de Aviñón como el hermano Pedro, interrumpió su trabajo. Sentado frente a sus papeles, el copista miro hacia afuera. Podía haber sentido la vecindad de Cristo al ver las altas fortificaciones del Palacio del Vicario, o recordado antiguas paradojas efesias con el curso incesante del Ródano; podía haber contemplado la armonía de los arcos del puente de Aviñón hincados en el agua, o divagado en la inmensidad del limpio cielo.
     Se demoró, en cambio, en la observación de las primeras flores que crecían en los cerezos de una huerta cercana. Durante más de 50 años había escapado de las visitas implacables de la Peste Negra, a las escaramuzas y batallas en que inútilmente se vertía la mejor sangre de Inglaterra y Francia, a las emboscadas de los aldeanos enfurecidos por el hambre, a la periódica miseria. Confundida su piedad cristiana ante las calamidades del siglo, extraviada su razón en los torvos senderos de la Verdad Revelada que no lograba conciliar con el infausto derrotero del mundo, marchita su sensualidad en el comercio con el sufrimiento, el hermano Pedro no podía concebir un milagro más grande que la mera persistencia de la vida.
     Con la caligrafía precisa y el claro latín que eran su único orgullo, siguió copiando el documento que debía entregar esa tarde. Lo había dictado el Santo Padre Gregorio; onceno de su nombre. Proliferaban las herejías y las prácticas contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, y el Sumo Pontífice, para contener a las huestes de Satán establecía el derecho de la Inquisición a intervenir en los juicios por brujería. Sangre cátara corría en las venas del copista, que no dudaba del poder del Príncipe de las Tinieblas; pero nunca había pensado que el Demonio, para difundir el mal, tuviera necesidad de esos pobres charlatanes y desequilibrados que decían poseer los arcanos de la magia.
     La Providencia, sin embargo, no había puesto a Pedro ahí para pensar. A otros, más sabios o mejor nacidos o menos pusilánimes, correspondía interpretar las instrucciones del Verbo: él se contentaba con transmitirlas.
     Había transcrito cerca de la mitad del edicto papal cuando llamaron a la puerta. Supuso que era un enviado de la administración pontificia con más documentos para que los reprodujera y abrió, pero no conocía al hombre que le dijo:
     ౼Busco al hermano Pedro.
  ౼¿Para qué lo buscas? -preguntó Pedro, que desconfiaba de los desconocidos.
   ౼Necesito los servicios de un copista, y me aseguraron que no hay ninguno mejor en Aviñón.
     Halagado, Pedro lo invito a entrar y le indicó un asiento junto a la mesa. Mientras el otro se acomodaba, tuvo tiempo de examinarlo. El copista se jactaba de leer en el rostro, como en la caligrafía, los rasgos que revelan la índole de la persona. Trató de hallar los trazos firmes de la resolución, las finas curvaturas de la inteligencia, las inacabadas líneas de la incuria en las facciones del desconocido. Nada semejante descubrió. En la cara del otro, como en la letra profesional de Pedro, los dibujos eran neutros, inexpresivos, de algún modo impersonales. Su edad sería de treinta y tantos años, y la seguridad con que se conducía sugería que su cuna no era innoble. Mientras conversaban, Pedro tampoco pudo discernir, en el exacto latín del extranjero, ningún acento que le indicara su origen; el otro hablaba la lingua franca como si fuera su idioma natal.
     ౼Dime en que puedo servirte – dijo Pedro después de sentarse al otro extremo de la mesa.
     El extranjero sacó de entre sus ropas un envoltorio de piel gastada y lo puso entre los dos.
   Quiero una copia de este manuscrito ౼dijo౼. Debo someterlo a la aprobación de la Universidad, y temo que mi caligrafía no sea suficientemente pulcra.
     Pedro tomó el documento y lo hojeó. Su titulo era: De las causas del advenimiento del Salvador del Mundo. Constaba de unos cuantos folios escritos con letra amplia, pero estorbados de enmiendas.
    ౼No es muy extenso౼ dijo Pedro, que estaba familiarizado hasta el hartazgo con la innecesaria longitud de las disputas escolásticas.
      ౼La verdad no requiere muchas palabras౼ dijo con suficiencia el otro.
     Pedro ya sospechaba que tenía enfrente a un doctor de la Iglesia o quizá a un aspirante a una cátedra. La última afirmación del extranjero eliminó toda duda; nadie más podía hablar con tan poco temor a equivocarse. Con anticipado fastidio, el copista imaginó la intrincada argumentación del manuscrito, sus arduos encadenamientos de silogismos y graves invocaciones de autoridades para llegar a una proposición que nadie ignoraba desde el principio.
     ౼No tengo mucho tiempo libre- dijo el copista sin disimular su falta de interés.
   ౼Si tu destreza hace justicia a tu reputación, unas cuantas horas bastarán para copiarlo ౼dijo el otro, que buscó de nuevo entre sus ropas y depositó junto al manuscrito un puñado de monedas౼. Me gustaría que todo terminara esta misma noche.
     Sobre la mesa reverberaban 15 marcos de plata, más de lo que pasaba por las manos de Pedro en un año.
    Las contó con la vista y admiró su brillo, pero su sentido del deber prevaleció.
     ౼No puedo hacerlo hoy ౼dijo Pedro౼. Su Santidad espera estos papeles antes de que acabe el día.
     El extranjero, que acaso creyó que Pedro regateaba, dejó sobre la mesa otras 15 monedas.
     ౼Dame hasta mañana ౼dijo Pedro con cierta precipitación.
     El otro se quedo un momento en silencio, tal vez para deliberar.
    ౼Sea como tú dispones ౼dijo finalmente౼. Un día más no cambia nada, porque en la memoria es fácil confundirlo con otros días. Mañana, al atardecer, te esperaré en la Plaza Grande.
     El extranjero se puso de pie sin decir más. Después de acompañarlo a la puerta y despedirlo, Pedro recogió las monedas, las metió en una pequeña bolsa de cuero, desplazó un tabique de su quicio y las colocó en el hueco que dejaba en la pared, junto a la cadena y al crucifijo que constituían sus únicas pertenencias de algún valor. Sentado de nuevo a la mesa, apartó el manuscrito con desdén y reanudó su trabajo. El Papa esperaba, y el copista no tenía tiempo que perder en laboriosas elucubraciones sobre la cantidad de ángeles que puede albergar la punta de un alfiler o cualquier otro tema que pudiera interesar al extranjero.

Palacio Papal - Avignon -














II


     Había anochecido cuando regresó del Palacio Papal, después de entregar el edicto y la copia terminada. Encendió velas en un candelabro, agradeció al Señor sin mucho énfasis sus alimentos y apenas los tocó. Estaba cansado, pero nunca se acostaba sin haber leído algún versículo de la Biblia. No deseaba una lectura edificante, sólo unas cuantas líneas gratas que lo ayudaran a dormir. Abrió el libro en el Pentateuco y optó por el Génesis, pero no pudo evitar que el espectáculo de la Creación llenara sus ojos de asombro, ni que el pecado original despertara su indignación; llegado a la Caída, estaba más lejos que al principio del sueño que su mente fatigada le exigía. Pensó que una disquisición teológica lo ayudaría a adormecerse y tomó el manuscrito del extranjero, que no se había preocupado de mover de la mesa.
     Reconoció de inmediato, en el latín sin faltas, la voz anónima del autor. Contra lo que Pedro esperaba, el texto no estaba agobiado de retórica eclesiástica. La argumentación, que era llana y limpia, podía resumirse así:

Está escrito que Adán era ya un hombre maduro cuando surgió del lodo; según la tradición, su edad era la de Cristo en el Calvario, 33 años. Está establecido, igualmente, que el primer acto del primer hombre consistió en dar a cada cosa su nombre propio; Adán poseía entonces la palabra, que es hija de la memoria. No hay efecto sin causa, de suerte que la memoria de Adán postula su existencia previa. El tributo divino de la omnipotencia es ambiguo; Dios puede crear de la nada, pero al mundo, una vez creado, lo gobiernan leyes. Estas leyes vedan al Creador la facultad de cuadrar el círculo o de engendrar un triángulo en que la suma de los ángulos no sea igual a dos rectos: esas leyes, de modo semejante, le niegan el poder de arrancar al fango un varón con memoria. Para que el universo sea perfecto y acabado el día en que se extinga, alguien debe vivir los 33 años del padre Adán.

     El manuscrito terminaba con estas palabras:

Dios no encarna por amor al hombre, sino por fidelidad a Su obra. Debe al Cosmos un pasado Humano, y desde la Eternidad, que no significa existencia en todos los momentos sino ser fuera del tiempo, puede escoger una persona cualquiera y una época cualquiera y un lugar cualquiera para sufragar Su deuda. Condesciende a la carne para operar la Salvación, pero lo que salva no es la especie humana sino las leyes del universo que Él forjó.

     Pedro leyó sin detenerse hasta la última frase. Solían importarle menos las ideas que la forma de expresarlas, pero no desconocía la Doctrina y había detectado la herejía desde el principio. Ahora, terminada la lectura, el cristiano se impuso al copista. El razonamiento del extranjero era inadmisible. Si la Encarnación, pensó el hermano Pedro, no tiene más objeto que compensar una infracción a la mecánica del universo, la Pasión y la Cruz son incidentes sin consecuencias: no hubo ni habrá misericordia para las almas de los muertos; los pecadores no pueden confiar en la Redención.
     Instintivamente se persignó aunque estaba solo y era tarde para que llamaran a su puerta. Temió que alguien viera ese manuscrito que podía inculparlo de herejía y lo escondió junto a las monedas. Apagó después las velas y se tendió en la cama. Necesitaba pensar, y su mente operaba con más claridad cuando no la distraían los sentidos.
     El hermano Pedro era un servidor de la Iglesia y tenía el deber de denunciar al extranjero a la Santa Inquisición, pero era ante todo un hombre y nada lo tentaba menos que condenar a muerte a un semejante. Un buen cristiano habría recurrido sin dudar a la plegaria para solicitar al cielo algún indicio que iluminara su espíritu; Pedro, en cambio, dudaba. Cuando por fin se decidió a rezar, lo hizo sin mucha convicción, porque no tenía nada que perder y no con la seguridad de ser escuchado. No lo sorprendió que no hubiera respuesta a sus ruegos; sabía que ningún Ángel vendría a tenderle la mano mientras su fe no fuera ciega.
     Si la oración no despejaba sus dudas ni le daba el temple que le faltaba para determinarse, le quedaba la razón. Tomás de Aquino había enseñado que el intelecto puede encontrar al Creador en el examen de las criaturas; Pedro buscó, entre las que conocía, alguna que lo llevara a un Dios de amor, pero tampoco el mundo lo ayudó a desmentir los argumentos del desconocido. La Corte de Francia se desbarataba en intrigas, los soldados de Inglaterra humillaban a los vencidos, la plaga despoblaba las ciudades, hasta la Santa Madre Iglesia se había retirado de Roma para venderse al mejor postor. Eran malos tiempos, los peores de los que tenía memoria, y se decía que el Verbo mismo, había volcado Su ira contra el hombre para castigarlo por su insensatez. Podía explicarse, conjeturó con indulgencia, que un escolástico descarriado concibiera un Dios indiferente a la suerte de las almas.
      En las dilatadas horas de esa noche, Pedro no pudo dar con una razón suficiente para denunciar al extranjero. Inquieto, sentado a veces en la cama y a veces acostado sin mayor esperanza que dormir, terminó por compadecer a ese hombre que, seguramente, no estaba del todo en sus cabales. Cuando la primera claridad de la mañana lo sorprendió despierto, un último escrúpulo postergaba su decisión: aunque su fe no era bastante para condenar a otro cristiano, debía lo que era a la Iglesia. Atenuó su deslealtad con una solución aristotélica. Resolvió que no lo denunciaría, pero tampoco iba a copiar el manuscrito; se lo devolvería intacto esa tarde, junto con las monedas que no se había ganado. Se levantó, satisfecho de haber alcanzado el justo medio, y para evitar otras vacilaciones se obstinó el resto del día en transcribir documentos que nadie recordaría un mes después.


III


     Mucho antes del atardecer partió hacia Aviñón. La caminata hasta la Plaza Grande no era muy larga, pero Pedro tenía prisa en deshacerse del legajo del extranjero y de las monedas que llevaba ocultas entre las ropas. Llegó sin demora hasta el puente sobre el Ródano. Cuando empezaba a cruzarlo, vio venir una procesión.
Centenares de mujeres y algunas decenas de hombres avanzaban en desorden hacia él. Pedro notó que casi todos vestían harapos y ceñían sus cabezas con coronas de flores. Los más adelantados se detuvieron a mitad del puente y formaron corros; así dispuestos, emprendieron un baile desacompasado, en el que se entreveraban contorsiones, altos brincos y gritos semejantes al chillido de las bestias. Mientras rodeaba azorado a los grotescos danzantes y proseguía su camino, Pedro los oyó llamar por su nombre a los demonios para pedirles con voces desgarradas que dejaran de atormentarlos. Como en una pesadilla vio caer, exhaustas de sus bailes, a dos mujeres que se revolcaron en el suelo gimiendo como si agonizaran. Al llegar a la entrada de Aviñón, aturdido por las interjecciones y las piruetas de los procesantes, Pedro intentó persignarse, pero un rezagado que cojeaba lo sujetó por el brazo y le dijo:
     ౼La señal de la Cruz es inútil. No hay salvación para las almas, nadie puede socorrernos. El Juicio Final ya pasó, y nosotros somos los rechazados. Satán y el Anticristo están en todas las cosas y...


     Pedro, que no quería seguir oyendo más blasfemias, forcejeó para sacudirse la mano que se aferraba a su brazo y se alejó. Había visto procesiones de gente que se flagelaba y pedía perdón por los pecados del mundo, de hombres y mujeres que abandonaban sus casas para ir en pos de un milagro que pocos alcanzaban, pero ninguna lo había perturbado tanto como la que acababa de pasar sobre el puente. Confundido, buscó en una iglesia cercana el refugio que necesitaba para reflexionar.
     El templo estaba casi vacío. Pedro fue a persignarse frente al altar y se refugió en un rincón donde, arrodillado, fingió que rezaba. Él también, como casi todos los hombres que conocía, estaba perplejo ante la multiplicación sin fin de los infortunios; él también había desesperado. Pero la desesperación, pensó, es una de las fuentes de donde mana el arrepentimiento, y a los arrepentidos pertenece el Reino de los Cielos. Los convulsivos bailarines, en cambio, habían depuesto la esperanza.
    Apoyado en el reclinatorio, el copista percibió la pausada luz que incubaban los vitrales, el sólido ascenso de las columnas, el silencio que anidaba en la ancha bóveda. El orbe entero, el único que Pedro podía imaginar, el que lo había maravillado en las catedrales del Norte y en las basílicas del Sur, el que ahora lo envolvía como el vientre de una madre en esa tibia penumbra que fortalecía su espíritu, estaba erigido sobre la confianza en que los males de este mundo se compensarían después de la muerte. Y la Iglesia, con todas sus imperfecciones, era la encargada de administrar esta Promesa. Bien podría la Doctrina ser errónea, hasta falsa, bien podrían todos los dogmas discutirse o ser abolidos; el único que merecía permanecer, aun si fuera una mentira piadosa, era el de la Salvación de las almas, porque daba un sentido al quehacer de los hombres. Sin certidumbre en el futuro, pensó, nada quedaría en pie. Caerían los hombres simples y se perderían los frutos del trabajo, caerían los señores y con ellos los reinos, caería también la Iglesia y arrastraría consigo los últimos despojos de un orden. Satán y el Anticristo no estaban en todas las cosas, como dijo el blasfemo a la entrada de Aviñón; estaban en la renuncia a esperar. Y medraban también, la idea se formó irrevocable en su conciencia, en el manuscrito del extranjero, que no daba cabida a la Redención del pecado. Si no lo delataba a la Santa Inquisición, propagaría ese mensaje que minaba los cimientos de la Cristiandad.
     Pedro se las había arreglado siempre para que otros actuaran por él, pero esta vez la inacción lo haría culpable. A él y a nadie más, correspondía impedir la difusión de esa herejía. Sin dar tiempo a que su cobardía lo disuadiera, salió del templo y apresuró el paso en dirección del Palacio Papal.


IV


     Dos guardias, armados con lanzas y yelmos de combate, lo escoltaban al salir. Tenían instrucciones de acompañar al hermano Pedro, hacer prisionero al hereje que él les mostraría y llevarlo sin tardanza a comparecer ante la Santa Inquisición. Para evitar que el extranjero cayera en sospechas y huyera, los soldados se ocultarían a la entrada de la Plaza Grande y esperarían a que el copista les indicara a quién debían capturar. Saludar a alguien o detenerse a conversar con él no bastaba para identificarlo como el autor del manuscrito, porque Pedro conocía mucha gente. Con tal de ahorrarle a un inocente el riesgo de caer en manos de los inquisidores, el copista tuvo que vencer su repugnancia a entablar contacto físico con un hombre a quien traicionaba: no le quedo más remedio que convenir con los guardias en que la señal para reconocer al hereje, la única que no se prestaba a equívoco, fuera un abrazo.
     Las campanas tocaban el Ángelus cuando entró en la Plaza Grande. Se volvió para comprobar que los soldados, desde su escondite, podían seguirlo con la mirada. Satisfecho, comenzó a escrutar la muchedumbre que se congregaba en la plaza todas las tardes. Sólo entonces advirtió que los ingratos pormenores de la traición lo habían hecho pasar por alto una dificultad: no tenía un recuerdo exacto de la cara del hereje. Lo confundió con un varón vestido según la usanza de los carpinteros que caminó hacia él y pasó de largo sin haberle dirigido la palabra, lo confundió después con un clérigo en blanca túnica que lo miró como si lo reconociera y se perdió de nuevo en la multitud. Cualquier hombre de treinta y tantos años correspondía al vago residuo que había dejado el desconocido en su memoria.
     Para probar la acusación, Pedro había entregado el manuscrito a los inquisidores. Buscando inútilmente al extranjero, entendió con angustia que si no daba con el autor de la herejía, el mismo ardería con ella en la hoguera. La amenaza de las llamas terminó de sofocar su entendimiento, que ya estaba nublado por la noche sin sueño. Del hervidero de ideas confusas que congestionaban su mente, surgió la sospecha de que el desconocido, cuya cara usurpaba la de todos los hombres que Pedro veía, era en verdad el demonio, a quien los doctores de la Iglesia atribuían el poder de cambiar de apariencia. Todo encajaba: la imprevista aparición del extranjero el día anterior, la herejía ostentosa que inevitablemente reclamaba la denuncia, la persuasión final de la procesión de bailarines, la obstinación del copista en cumplir un deber que hubiera podido eludir. Muchos eran los ardides del Maligno para perder a las almas, y el hermano Pedro, como tantos otros incautos, se había dejado engañar.
     De sus desacertadas cavilaciones lo sacó la mano del extranjero, que lo jaló con suavidad del hombro para llamar su atención. Pedro asustado al principio, se avergonzó de haber pensado que un hombre de aspecto tan inocuo había salido del Infierno y lo miró en silencio mientras trataba de organizar sus ideas. Ahora que lo tenía frente a él se asombró de no haber logrado recordar su cara; algo en ella, tal vez la imprecisa serenidad, la ausencia simultánea de dolor y goce, le pareció conocido, como si lo hubiera visto muchas veces antes. Pero la familiaridad que empezaba a sentir con el extranjero le hubiera hecho aún más penoso traicionarlo, y Pedro apartó de su mente esa impresión.
     Un par de segundos, como mucho, habían durado estas vacilaciones. El copista, que no sabía cómo cometer su indeseable tarea, habló con involuntaria sinceridad:
     ౼Temí que nunca te hallaría.
     ౼Y yo estaba seguro de que vendrías antes.
     Pedro barruntó un asomo de ironía en la voz del otro.
     ౼No he podido copiar tu manuscrito—dijo.
  Un conato de sonrisa, que podía ser de indulgencia, fue la única respuesta del extranjero. Pedro ya no dudó; él otro sabía. Pero el copista no se sentía capaz de condenar a ese hombre sin darle la oportunidad de retractarse.
     ౼Lo que escribes es atroz ౼dijo Pedro౼. Ningún cristiano puede admitir que el Señor es indiferente a la suerte del hombre y que vino al mundo solo para salvaguardar la perfección de Su obra. Tu manuscrito implica que la Pasión y la Cruz son una farsa.
      ౼Eres tu quien lo dice. Yo no hablé de la Pasión ni de la Cruz.
     ౼Es suficiente —insistió Pedro todavía con la esperanza de que el otro se desdijera— con sugerir que Cristo no derramó Su sangre por nosotros. Tu obcecación es imperdonable.
     ౼Yo en cambio te perdono. Que otros juzguen lo que dispone el Señor ౼dijo el extranjero, y en el mismo acto abrazó a Pedro y lo besó en la mejilla.
     La súbita efusión del otro sorprendió al copista, que aún no se había resuelto a delatarlo. Se sacudió el abrazo y trató de prevenir al extranjero, pero ya era tarde para arrepentirse. Los soldados acudieron con presteza y prendieron al hereje, que se dejó conducir sin oponer resistencia. Pedro se quedó atrás, mirando cómo se alejaban los tres hombres en cuyas espaldas se untaba la última luz del sol. Imaginó que el cuerpo del otro, enrojecido ahora en el atardecer, ardería muy pronto en la hoguera, y lleno de arrepentimiento deseó no haber leído nunca el manuscrito. Entonces recordó las monedas, que aún llevaba entre sus ropas, y corrió hasta emparejarse con el grupo. Los soldados detuvieron su marcha. Jadeando, Pedro ofreció al extranjero la bolsa con los marcos de plata y dijo:
     ౼Casi olvido devolverte tus monedas. No las he ganado.
   ౼Te equivocas ౼dijo el otro apartando la mano que Pedro extendía hacia él౼. De cualquier modo, ya no voy a necesitarlas.
     Pedro alcanzó a mirar una última vez al extranjero antes de que los soldados lo retiraran para siempre de su vista. No había odio en la cara del otro, ni siquiera un reproche; el copista creyó distinguir, más bien, un leve gesto de comprensión y hasta de complicidad que lo hizo sentirse aún más ruin.
     Con las monedas apretadas en su puño emprendió el regreso a Villanueva de Aviñón. Mientras caminaba, las escasas palabras del hereje iban resonando en su memoria como una voz oída en sueños. Una frase lo inquietaba más que otras: el extranjero había dicho, con verdad, que él no hablaba de la Pasión ni de la Cruz; era Pedro quien infirió que el manuscrito descartaba o escarnecía los últimos episodios de la vida del Señor. Buscó repetir los pasos que lo habían llevado a esa inferencia, y una idea brusca como una pedrada vino a quebrar la superficie llana de su razonamiento. Si la argumentación del manuscrito es exacta, pensó, si Dios se hizo hombre sólo para dar realidad al pasado de Adán, Su encarnación en la persona del Mesías constituiría un espectáculo superfluo, que no condice con el preciso itinerario del Advenimiento. No hay necesidad, siguió pensando, de una provincia ilustre y turbulenta como Palestina, ni de un suplicio vistoso como el del la crucifixión; la eliminación del Verbo, una vez vividos los treinta y tantos años que debe al universo, puede cumplirse en circunstancias más discretas. Acaso el Hijo del Hombre no es quien creemos, intuyó con desconsuelo, y su imprescindible aniquilación es un hecho modesto que puede ocurrir dondequiera y cuando sea: ahora mismo, tal vez, en un lugar como éste, donde no faltan inquisidores para sustituir al notorio Pilatos y hogueras anónimas para reemplazar a la Cruz.
     Había llegado al puente. Antes de cruzarlo rogó a Dios, al Dios que nunca había escuchado sus ruegos, que lo ayudara a entender. La noche había empezado a cubrir al mundo con sus alas de arcángel caído, y el hermano Pedro, que rezaba el padrenuestro, levantó la vista hacia el cielo. La cara del hombre que había condenado se abrió paso en su conciencia como un rayo de luz en un recinto oscuro. Pedro se percató de que por fin podía recordarla y al mismo tiempo identificó la sensación de familiaridad que le había provocado antes: lo hacía pensar en la cara indistinta que los pintores asignaban al primer varón en el Paraíso, el rostro desprovisto de malicia que estaba hecho a imagen y semejanza del de Dios.
     Con humildad, agradeció el inclemente mensaje. Caminó pensativo hasta mitad del puente y ahí, mirando correr las aguas, se atrevió a pedir de nuevo al Señor. No solicitó misericordia ni más explicaciones; comprendía que no había esperanza, que no era posible rehusar la odiosa misión que se le había deparado. Después de arrojar al río las 30 monedas de plata, el hermano Pedro, que se sabía pusilánime, rogó simplemente al Creador que le concediera aplomo para procurarse una soga resistente y llegar al árbol solitario en que ejecutaría su último acto en el mundo.
























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Alvaro Uribe nació en la ciudad de México en 1953 y se licenció en Filosofía por la UNAM. Ha sido agregado cultural en Nicaragua y Consejero Cultural en Francia. El autor es un fino estilista que cuenta con varias novelas entre las que destacan "La Lotería de San Jorge" (2004), "El taller del Tiempo" (2003) ganadora del I Premio de Narrativa Antonin Artaud y "Autorretrato de familia con perro" con la que ganó el Premio Villaurrutia en 2014. Pero sobre todo es un muy reconocido cuentista que recientemente ha editado en España un volumen con todos sus cuentos: "Historia de la historias" (Malpaso Ediciones, 2018).

jueves, 6 de enero de 2022

EL ÚLTIMO DUELO - de Ridley Scott




El último duelo es todo un espectáculo medieval que gira su foco hacia el drama de una agresión sexual, lo que conecta esta historia del siglo XIV con la más rabiosa actualidad del MeeToo.

El relato nos lleva hasta el año 1386 para conocer el último duelo celebrado legalmente en Francia, entablado entre dos soldados amigos que después de compartir luchas y batallas acabaron enfrentados. Jean de Carrouges (Matt Damon) es valiente y aguerrido pero también un tipo simple y temperamental. Tras la muerte de su padre se casa con Marguerite de Thibouville (Jodie Comer) cuya dote le convierte en un pequeño terrateniente. Por su parte Jacques Le Gris (Adam Driver) es un arrisbista que utiliza su inteligencia y atractivo para medrar junto al señor de ambos, el conde Pierre II de Alençon (Ben Affleck).

Mientras el conde y Le Gris comparten juergas libertinas, a Carrouges le toca pringar yendo a guerrear para conseguir una exigua riqueza. En una de estas salidas es cuando Le Gris visita la mansión de Carrouges para cortejar a su mujer. Ambicioso y libertino verá su asalto como una conquista consentida, mientras que ella lo denuncia por violación. Dado que cuenta con el respaldado del conde a Jean de Carrouges solo le queda acudir al rey, Carlos VI (Alex Lawther) que, tras una vista judicial, accederá a que se celebre el duelo en que el mismo Dios dictará justicia.



Muchas características hacen de ésta una película notable. Primero por afrontar el problema de la violación en una época donde la mujer contaba poco o nada. Segundo por el riguroso y verosímil retrato que hace del alto Medievo. Tercero por la estructura narrativa elegida, que nos acerca a los mismos hechos desde los distintos puntos de vista de sus tres protagonistas, los dos hombres y la mujer. Siguiendo la arquitectura que Kurosawa dio carta de naturaleza en Rashomon los guionistas Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener dividen el relato en tres partes que nos refieren la visión de cada personaje. El marido Carrouges no ve más que afrentas por parte del duque: un terreno que le correspondía porque constaba en la dote, finalmente es regalado por el duque a su amigo de correrías. También tiene que asumir una guerra en Escocia cuyos gastos y muertes superan ampliamente el botín. Mientras que a Le Gris la vida le sonríe, es el favorito del Duque de quien no recibe más que prebendas y las mujeres le adoran. 

Quizás esta estructura alarga en exceso la película ya que se repite toda la historia cuando los hechos significativos son unos pocos, los que reflejan el carácter de cada personaje y, sobre todo, el momento del asalto y la violación. Eso nos permite ser testigos de cómo ve cada uno el acoso sexual. Cuando la dama huye a esconderse a su habitación, Le Gris lo ve como un juego que busca la incitación, mientras para Marguerite es una huida en toda regla y una defensa. 

Cuando el soldado finalmente la atrapa en su habitación reacciona como lo suele hacer un depredador, pensando que un NO es un SI encubierto que acepta su seducción. De hecho, durante el juicio Le Gris confiesa que efectivamente ha habido adulterio, pero nunca violación; porque según él a ella le ha gustado.



En la parte formal de la película Ridley Scott nos regala una ambientación magnífica. Abunda el barro, el frío, las salas oscuras e inhóspitas. Vemos vestirse a mujeres y soldados con la retahíla de prendas que portaban en la época. Las batallas y el propio duelo se muestran de forma descarnada y brutal. El choque de armaduras, el esfuerzo ímprobo de portar más de 20 kilos de aperos y armamento se hace sentir. También aparece París con Notre Dame en construcción, rodeada de andamios, pero invadida por ratas y miseria. 

El director nos hace descender al barro de aquella época lejana para que sintamos el pálpito de su forma de vida, todo lo cual es fruto de la fiel adaptación del libro homónimo en que se basa la película. El autor, Eric Jager, profesor de Literatura Medieval de la Universidad de California, relata este episodio histórico deteniéndose en la descripción de usos y costumbres, la moralidad religiosa y las relaciones de poder. 
"Después de lavarse, rezar y comer, los asistentes de ambos hombres los prepararon con esmero para la batalla. Ambos se enfundaron una túnica de lino, o 'chemise', y, sobre ella, una prenda de lino más pesada con tejido acolchado en la zona de las costillas, la entrepierna y otras áreas vulnerables. Luego, se les colocó la armadura pieza a pieza, empezando por los pies y siguiendo hacia arriba, para minimizar el esfuerzo que se exigía al cuerpo durante este largo proceso.

Primero se cubrían los pies con zapatos de tela o cuero, sobre los cuales se colocaban los escarpes o 'sabatons' de metal, hechos de malla o de placas de metal articuladas. Después venían las calzas o 'chausses' y, sobre ellas, las grebas, rodilleras y musleras, que eran las placas de hierro que cubrían las piernas. De la cintura colgaba una pequeña falda de cota de malla que cubría el vientre y la parte superior de las piernas. Un abrigo de cota de malla sin mangas o 'haubergeon' (en ocasiones llamado en castellano 'joruca') protegía el torso, ceñido a la cintura con un cinturón de cuero. Sobre este se ponía o bien otro abrigo acolchado cubierto con placas de metal que se superponían unas a otras como si fueran escamas o un peto sólido. Otras piezas de metal protegían los hombros y la parte superior de los brazos y otras los codos y los antebrazos. Guantes de cota de malla y placas de metal astutamente articuladas cubrían las manos y dejaban expuesto el forro de tela o cuero en la palma para mejorar el agarre de las armas. Una gola de metal protegía el cuello."

Pero más allá de los aciertos formales, el meollo de la película está en la violación y posterior juicio. Un asunto que nos invita a reflexionar porque resulta escalofriantemente actual. La mujer es la que hace pública su denuncia por la violación sufrida, obligando a su marido a exigir reparación. Dos hechos me resultan especialmente alarmantes: por un lado Jean de Carrouges respalda a su mujer... porque ha hecho pública la ofensa; pero considera que el ofendido es él porque han atentado contra su propiedad y honor. No en vano el punto de inflexión de la película ocurre cuando Marguerite denuncia su violación y exige justicia, pero su suegra pretende retenerla contándole que ella también fue violada y tuvo que callar: "La verdad no importa, sólo cuenta el poder de los hombres", le dice.

Por otro lado, en la vista judicial que se celebra ante el rey para decidir si hay cuestión para aprobar el duelo, un jurado enteramente compuesto por hombres, interroga a la mujer como si fuese la culpable de los hechos y la informa de que si su marido muere en el duelo a ella se la castigará con terribles torturas. La víctima convertida en acusada tal y ocurre en muchos casos hoy en día, cuando se somete a la víctima de violación al escarnio público.  

El episodio tiene enjundia porque se expone como una intriga judicial donde colisionan el derecho canónico, el derecho romano, la autoridad del rey y la abstracción de la justicia divina.






El mismo título de la película nos remite a una época de cambio donde conviven las contradicciones entre una época definida por el temor a Dios, las brutales secuelas de la peste y la extorsión del feudalismo, con unas ciertas expectativas en cuanto al renacimiento del humanismo y la implantación de la ciencia y la legalidad. 

Los tres episodios confluyen en lo más potente de la película. Los interrogatorios del juicio ante el Rey nos zarandean moralmente y el duelo final a muerte, bajo los designios de Dios, nos encoje el corazón.