jueves, 27 de abril de 2023

ADULTERIO - de Andre Dubus


Los personajes de estos relatos son gente común y corriente a los que la vida atropella. Sea un divorcio indeseado, un adulterio, una obesidad descontrolada o el asesinato de un hijo a punto de irse a la Universidad. El autor enfoca a estas personas en esos momentos de trance en que una grieta amenaza con derruir sus vidas.

El máximo atractivo de estos cuentos es que sus personajes son reales como nosotros mismos y su vulnerabilidad nos es muy reconocible. Dubus los muestra aturdidos por el golpe, intentando recomponer una vida que se hace pedazos.

En "Miranda al otro lado del valle", la protagonista ha de afrontar el salto al vacío de la vida adulta cuando tiene que abandonar su hogar materno para ir a la Universidad. Ella se siente ajena a ese mundo y para colmo de males se queda embarazada. Afrontar esa nueva vida la llena de agonía. 
"No estoy hecha para este mundo, se dijo. O este mundo no es para mí. Y no es porque tenga solo dieciocho años. Michaelis tiene veintidós; se pondrá moreno al sol mientras habla con los chicanos, olerá a a cerveza y a cebolla, pero su espíritu no se elevará; Michaelis es de este mundo, será abogado.
Llevó las cervezas a Holly y a Brian. Se supone que soy fría, se dijo, mirando la mano de Holly en la pierna de él, mirando el rostro gesticulante de él en el que ella no vivía. ¿Y dónde vivía ella? ¿Qué ojos me contendrán, qué ojos me reconocerán cuando mis propios ojos me contemplen por la mañana y yo no esté en ellos? Se supone que soy fría, se dijo."
pág 32


Lo mismo le pasa a Matt en "Asesinatos": acaba de perder a su hijo en la flor de la vida porque otro joven lo ha asesinado. Matt siente que su vida ha entrado en suspensión desde la muerte de su hijo. Todo se ha parado. Nada tiene sentido en medio de tanta amargura y menos ver constantemente al asesino pulular por el pueblo a la espera de juicio. 
"A Matt le parecía que desde que Mary Ann había llamado llorando para decírselo hasta entonces, un sábado de septiembre por la noche, sentado allí en el coche con Willis, aparcado junto al coche de Strout, esperando que el bar cerrara, no había avanzado en la vida, sino vagando por ella, el espíritu como un cuerpo aturdido chocando con los muebles y las esquinas." pág 74

Tampoco Louise lo tiene fácil. Es la protagonista del relato "La chica gorda" que nos resume toda su vida y desgracias en apenas veinte páginas. Después de vivir su adolescencia marcada por el desprecio de su madre, encuentra en la Universidad a una compañera que le ayuda a adelgazar. 
Es entonces cuando le llega el éxito. Todos adoran a la nueva Louise, su madre por fin está orgullosa y hasta le sale un novio con el que llega a casarse pero... ¿dónde ha quedado la auténtica Louise? 
El aburrimiento al que pronto se aboca su matrimonio le hace ver que su vida sólo suma cadenas, como la dieta o el matrimonio; cuando en realidad sólo busca que le amen por sí misma... como ella venera a esas chocolatinas que ha vuelto a comprar.

Edith, la protagonista de "Adulterio", es otra joven que se casa con la ilusión de construir una vida perfecta y llena de amor; pero lo que se encuentra es un marido enamorado de su ego que sólo quiere triunfar como escritor. Su marido Hank aduce necesidad de experiencias para escribir, por lo que declara el derecho de ambos para tener aventuras extramatrimoniales. A pesar de seguir viviendo juntos y cuidando de sus hijos, para Edith su matrimonio es una farsa. Después de otras relaciones Edith aterriza en los brazos del padre Joe Ritchie, un sacerdote católico con un cáncer terminal que renuncia a sus votos para completar su experiencia vital con el amor de una mujer. 

Edith y Joe viven una situación extraña que les obliga a explorar los límites del adulterio. Ninguno de los dos considera que lo esté cometiendo: para ella el verdadero adulterio es permanecer en un matrimonio hipócrita que le hace sufrir "el callejón sin salida de la pesadumbre del amor".
"La atmósfera de la casa era ya como agua cuando se movía por ella subiendo las escaleras hacia el dormitorio, donde se desvestía y se ponía el traje de baño. Y salía de la casa con Sharon de la mano y las cazadoras y el termo y las toallas, y pestañeaba al sol de última hora de la mañana preguntándose, casi implorante, cuándo terminaría aquello, aquella desconexión espantosa entre sí misma y lo que hacía. " pág 175



Para el padre Ritchie su relación con Edith tampoco es adulterio sino una forma más de acercarse a Dios. 

"No había perdido la fe en la eucaristía. Cuando dejó el sacerdocio siguió yendo a misa todos los días y recibiendo lo que sabía que eran el cuerpo y la sangre de Cristo. Lo sabía, le dijo a Edith, de forma más simple y profunda; más profunda, le dijo, porque creía que la fe no tenía que ver más con el intelecto que el amor; que, tocándola, él sabía que la amaba y amándola la tocaba; y que su carne conocía a Dios por contacto, como tenía que ser; que no había otra forma posible; que la transformación del pan y el vino en cuerpo y sangre no era milagro ni misterio, sino algo natural, pues sucedía en el salto del corazón del hombre hacia el corazón de Dios, un salto causado por la conciencia de la muerte. Como nosotros, le había dicho. ¿Como nosotros qué?, le había preguntado ella, echada a su lado la primavera pasada, con el semen de él meciéndose en su interior, pensando en su infancia episcopaliana, su familia y ella cristianos por el color de la piel y pragmáticos de credo. Cuando hacemos el amor, le había dicho él. Lo hacemos desafiando la muerte (Y esto fue en primavera antes de que él supiera.) Entonces nuestros cuerpos dejan de ser solo carne para ser también afirmación; para ser espíritu. Si podemos hacerlo el uno con el otro, ¿por qué no vamos a poder hacerlo con Dios y él con nosotros? No sé, dijo ella; nunca lo había pensado. No, dijo él; es demasiado simple." pág. 199
Me llama la atención que Edith se convierta en el centro de dos adulterios un tanto sacrílegos: el que practican un escritor y un sacerdote. El primero necesita liberarse de la mujer y el matrimonio para su arte, el segundo necesita liberarse de Dios para llegar a él a través del contacto con una mujer.

Como se ve la visión que tiene Dubus de las personas y sus relaciones personales es muy particular. Los personajes de sus relatos son gente de a pie, muy cercanos y reconocibles; con los típicos deseos de éxito y felicidad pero que son golpeados duramente por la vida obligándolos a reinventarse. El bien más preciado de estas páginas es la penetración psicológica con que nos introduce en sus complejidades emocionales. Especialmente preocupado por la tensión y el conflicto entre los sexos, Dubus suele utilizar el punto de vista de sus personajes femeninos para desarrollar el relato, como ocurre brillantemente en "La chica gorda", "Miranda al otro lado del valle" o "Adulterio". También se aprecia en sus historias una particular sensibilidad existencial cercana al carácter cristiano. 

"Lugareños" es el relato perfecto para apreciar la técnica de Dubus.  Un guardia del campus universitario encuentra el cadáver de una estudiante golpeada salvajemente en el césped. Este crimen le sirve para presentarnos la personalidad de los tres implicados -el guarda, la joven y su agresor- y, sobre todo, los cambios sociales que se produjeron en los 60: el acceso de los jóvenes al alcohol y a las drogas, la mezcla de chicos y chicas en las facultades, las experiencias sexuales y hasta un poco de nihilismo.  
"Supuso que había muerto de sobredosis de drogas o de una mezcla de drogas y licor. Esto intensificaba su dolor. Muchas veces, cuando pensaba en lo que se estaban haciendo los jóvenes, se sentía triste y confuso, como si en el país que amaba hubiera una guerra civil cuyas causas le desconcertaban, cuyas víctimas parecían heridas y muertas sin razón." pág 122
Me gusta el ritmo de una prosa que en ningún momento chirría, ni es lírico, ni melodramático. Es como una cámara que registra estas vidas en un momento crucial para dejarnos escuchar el crujido de sus vulnerabilidades. No en balde Dubus tuvo que afrontar en su vida varias desgracias: primero violaron a su hija, lo que le convirtió en alguien muy neurótico que siempre salía de casa con un arma. Posteriormente fue atropellado y condenado a una silla de ruedas para el resto de sus días. 


Quizás por eso mismo se convirtió en un gran cronista de los dramas que acucian a la sociedad contemporánea huyendo de efectismos y buscando lo genuino. Sus historias son delicadas y duras a la vez. En "El padre de Invierno" el protagonista es un padre con dos hijos que intenta reconducir su vida tras la debacle de un divorcio reciente. Y no es que el matrimonio Jackman se divorcie por odio, ya que se quieren... pero no pueden vivir juntos porque todo se convierte en bronca. Así se lo comunican a los niños con toda naturalidad: "Reñimos demasiado, hemos intentado vivir juntos pero no podemos; ya veréis como también vosotros estaréis mejor; los miércoles cenaréis con papá y los sábados y los domingos haréis cosas con él". El comienzo mismo ya recoge esta dolorosa paradoja:
"El matrimonio de los Jackman había sido adúltero y violento, pero los últimos días volvieron a ser una pareja, como habrían hecho si uno de los dos hubiera estado agonizando lentamente. lloraron juntos, se miraron a los ojos sin malicia, desconfianza ni odio, y planificaron el tiempo que pasaría Peter con los niños. La última noche que pasó en el hogar, él y Norma hicieron el amor con ternura, y sin palabras. " pág. 35
En la contraportada se avisa de que el relato más largo, y que da título al volumen, fue adaptado a la gran pantalla por John Curran con el título de "Ya no somos dos" y con el protagonismo de Naomi Watts, Laura Dern y Mark Ruffalo. Pero durante la lectura el que llamó mi atención fue el relato "Asesinatos"; porque enseguida me recordó a una película sencilla y terrible contada con una gran sensibilidad, "En la habitación" (In the Bedroom), primera película dirigida por Todd Field en 2001, de quien hace muy pocas semanas comentaba su tercera y magnífica película, "Tar". 
He querido volver a verla y comentarla a continuación.
















👉________________________________________________




Andre Dubus (Luisiana 1936-Massachusetts, 1999) es uno de los grandes maestros norteamericanos del relato en el siglo XX. Amigo y discípulo de Kurt Vonnegut, admirado por Stephen King, John Irving o Elmore Leonard, Dubus fue también ensayista, biógrafo y guionista. Su juventud la pasó en los marines, donde llegó a ser capitán. Abandonó la vida militar para seguir los pasos de su admirado John Cheever. En 1986 fue víctima de un accidente de coche que finalmente lo confinó a una silla de ruedas. Dancing after hours, publicada después del accidente, es su última recopilación de relatos.

Sufrió la violación de su hija, lo que prácticamente le condujo a la locura: salía de casa armado, y trataba de no dejar solo a ninguno de sus hijos, ni a sus mujeres. Incluso en una ocasión casi mata accidentalmente a una persona. Posteriormente un accidente le dejó postrado en una silla de ruedas de modo que colegas tan dispares como Ann Beattie, Stephen King, Vonnegut, John Updike o John Irving se unieron para recaudar fondos y pagar sus facturas médicas.

En la editorial Gallo Nero también podemos encontrar el volumen Vuelos Separados, su primera colección de cuentos, publicada en 1975. El asunto principal que sobrevuela estos relatos es la infidelidad, con su compleja red de causas y consecuencias. La película que en 2004 dirigió John Curran, "Ya no somos dos" está basada en los relatos "Ya no vivimos aquí" de este volumen y "Adulterio", comentado más arriba. 

EN LA HABITACIÓN - de Todd Field

EEUU,2001



Leyendo el volumen de relatos "Adulterio", de Andre Dubus, me encontré con el cuento "Asesinatos". Rápidamente sus personajes y vicisitudes me recordaron una película que dejó huella en mí, "En la habitación" (In the bedroom), el primer largometraje de Todd Field, y anoche mismo la recuperé. La adaptación seduce porque aborda con gran cercanía y sensibilidad la tragedia que viven unos padres cuando asesinan a su hijo justo antes de irse a la Universidad.

El doctor Matt Fowler (Tom Wilkinson) y su mujer Ruth (Sissy Spacek) viven plácidamente en Maine con su único hijo, Frank (Nick Stahl), que pasa el verano pescando langostas ante de irse a la Universidad. El típico amor de verano parece que va a ser algo más puesto que Frank se ha enamorado de Natalie Strout (Marisa Tomei), una mujer mayor que él y con dos hijos, que está en proceso de divorcio. Pero esa dulce tranquilidad del verano se viene abajo cuando el exmarido de Natalie sufre un ataque de celos y asesina a Frank.

La película (igual que el relato en que se basa) no se centra en una venganza estridente o en el laberinto judicial que hace que el asesino circule por el pueblo tranquilamente mientras se sustancia el juicio. No se trata de un thriller sino de un drama profundo, sutilmente trazado y desgarradoramente interpretado, que nos acerca a esta familia esencialmente amorosa rota por una tragedia inesperada.



In the Bedroom es el tipo de película que es imposible olvidar. Es brillante, sensible y desoladora. Nos hace sentir la tragedia que viven Matt y Ruth con una emoción tan genuina como intensa. Los días de luto se acumulan como una pesada losa sobre Ruth hasta acabar desquiciándola. Cuando Natalie acude a verla para pedirle perdón, Ruth no puede ni hablar y le suelta un bofetón. Pero lo que más le afecta es cruzarse con el asesino de su hijo por el pueblo. 

La película es un retrato minucioso del dolor de estos padres que va derivando hacia la rabia por una justicia defectuosa y hacia un anhelo de venganza que poco a poco va tomando forma pero que, en todo caso, no es más que un apéndice de la aflicción.

Porque la película está centrada en la congoja por la pérdida y en el modo de resolver el duelo. Lo cual nos lleva a un debate moral que enfrenta, como en un espejo, al crimen pasional cometido por el exmarido de Natalie, con el que está maquinando un desconsolado Matt. Lo mejor es que la película no juzga a nadie. 



En la habitación es un retrato devastador de pérdida, duelo y venganza. Muestra cómo la presión de una tragedia puede poner a prueba incluso al matrimonio más sólido. Pronto Matt y Ruth verán cómo su tranquila camaradería se convierte en ira y recriminación. Una confrontación explosiva que necesita una catarsis que Matt no duda en afrontar. Matt es capaz de asesinar al asesino sólo por amor y gracias al apoyo de un amigo de esos que ya no quedan, incondicional.

Tengo que decir que el relato es más denso y contundente, mientras que la película amplía algunas escenas con un gran sentido dramático. Por ejemplo la escena en que el matrimonio se tira los trastos a la cabeza que está interpretada de forma insuperable. También se subraya la amistad inequívoca que siente Will por Matt: lo cual se traduce en implicarse y ayudarle con los preparativos sin cuestionar su derecho a tomarse la justicia por su mano. Por su parte la escena de los colegas en la partida de póker del sábado es el destilado de una camaradería que impregna toda la cinta.  




La película está construida de forma impecable y avanza hacia un climax que, aparentemente, está fuera de lugar (de ahí su contundencia); porque su centro es más profundo y tiene que ver con afrontar una situación incomprensible de una manera veraz y esencial.  

En esa partida de póker de la que antes hablaba, los compañeros de Matt se quedan sin palabras ante su desconsuelo. Entonces uno de sus amigos recita una estrofa del poema "Mi juventud perdida", de Longfellow. Su inclusión viene determinada porque el poeta es muy popular en EEUU al estudiarse en todas las escuelas.
Nada como la poesía para expresar lo inexpresable y lograr el consuelo. El problema es que el doblaje de los versos al español peca de inexacto.
Donde el doblaje dice:
Hay cosas de las que no se puede hablar
hay sueños que no deben morir
hay pensamientos que al corazón fuerte le hacen débil
y a las mejillas le dan palidez.
Los ojos se llenan de lágrimas
por la letra de una antigua canción.
Un escalofrío me sobrecoge.
El deseo de un niño es la voluntad del viento.
Los pensamientos de juventud son lejanos, lejanos pensamientos.
realmente debería decir: 
Hay cosas de las que no puedo hablar;
hay sueños que no pueden morir;
hay pensamientos que debilitan el corazón fuerte,
y traen palidez a las mejillas,
y niebla ante los ojos.
Y entonces las palabras de esa canción fatal
llegan a mí como un escalofrío:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son remotos, remotos pensamientos”.

Todo ello me llevó a buscar el poema completo  que reproduzco en la siguiente entrada, ya que en el contexto de todas las estrofas, esta cita adquiere todo su penetrante sentido. 




miércoles, 26 de abril de 2023

MI JUVENTUD PERDIDA - de Henry Wadsworth Longfellow

Henry Wadsworth Longfellow




MI JUVENTUD PERDIDA




A menudo pienso en la hermosa villa
que está sentada junto al mar;
a menudo en mi mente subo y bajo
las plácidas calles de esa vieja y querida ciudad,
y entonces mi juventud vuelve a mí.
Y también un verso de una canción de Laponia
que todavía ronda en mi memoria:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son remotos, remotos
 pensamientos”

Puedo ver las sombrías líneas de sus árboles,
y atrapar, en destellos repentinos,
el brillo de los mares lejanos,
y las islas que fueron las Hespérides
de todos mis sueños juveniles.
Y entonces el tormento de esa vieja canción,
murmura y susurra todavía:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son 
remotos, remotos pensamientos”.

Recuerdo los oscuros muelles y las dársenas,
y las mareas sacudiéndose liberadas;
y marineros españoles de rostros barbados,
y la belleza y el misterio de los barcos,
y la magia del mar.
Y también la voz de esa canción descarriada
que está cantando y diciendo todavía:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son remotos, remotos 
pensamientos”.

Recuerdo los baluartes junto a la orilla,
y el fuerte sobre el cerro;
el estallido del amanecer, con su rugido hueco,
el golpe de tambor repetido una y otra vez,
y la corneta salvaje y estridente.
Y también la música de esa vieja canción
que todavía palpita en mi memoria:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son remotos, remotos pensamientos."

Portland, Maine







Recuerdo la batalla naval a lo lejos,
¡Cómo tronaba sobre la marea!
Y los capitanes muertos, yaciendo
en sus tumbas, con vistas a la tranquila bahía,
donde murieron en la contienda.
Y también el sonido de esa triste canción
que me atraviesa con un escalofrío:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos 
de juventud son remotos, remotos pensamientos".

Puedo ver la cúpula ventosa de las arboledas,
las sombras del bosque de Deering;
y las viejas amistades y los amores tempranos
vuelven con un sonido de Sabbath, como de palomas
en barrios sosegados.
Y también el verso de esa dulce canción antigua,
que revolotea y murmura todavía:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos 
de juventud son remotos, remotos pensamientos".

Recuerdo los destellos y tinieblas cuyos dardos
atraviesan el cerebro del colegial;
la canción y el silencio en el corazón,
que en parte son profecías, y en parte
son anhelos azarosos y vanos.
Y la voz de esa  errática 
canción
que canta y nunca se sosiega:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos de juventud son remotos, remotos pensamientos".


Hay cosas de las que no puedo hablar;
hay sueños que no pueden morir;
hay pensamientos que debilitan el corazón fuerte,
y traen palidez a las mejillas,
y niebla ante los ojos.
Y entonces las palabras de esa canción fatal
llegan a mí como un escalofrío:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos 
de juventud son remotos, remotos pensamientos”.

Extrañas son ahora las formas que me encuentro
cuando visito la querida vieja villa;
pero el aire nativo es puro y dulce,
y los árboles que ensombrecen cada calle conocida,
a medida que oscilan arriba y abajo,
están cantando la hermosa canción,
están suspirando y susurrando todavía:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos 
de juventud son remotos, remotos pensamientos”.

Y los bosques de Deering son frescos y hermosos,
y con una alegría que es casi dolor
mi corazón vuelve a vagar por allí,
y entre los sueños de los días que fueron,
vuelvo a encontrar mi juventud perdida.
Y la extraña y hermosa canción,
las arboledas están repitiendo todavía:
“La voluntad de un niño es la voluntad del viento,
y los pensamientos 
de juventud son remotos, remotos pensamientos”.




Henry Wadsworth Longfellow
(1858)

Portland, Maine


Una estrofa de este poema se utilizó en un momento clave de la película In the bedroom, de Todd Field. Me pareció tan perfectamente encajado en una situación de duelo, cuando nadie sabe qué decir, que busqué el poema y me pareció espléndido.


👉______________________________________________
Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882) alcanzó un gran reconocimiento en vida por parte de sus contemporáneos. Sobre todo es recordado por poemas narrativos que relatan hechos de la Historia norteamericana. El más famoso es "Paul Revere´s Ride" donde se cuenta el viaje de Paul Revere desde Boston a Lexington, Massachusetts, para advertir a los colonos que los británicos iban a tomar el control del gobierno colonial. Pero otra parte fundamental de su obra se caracteriza por un delicado lirismo y un fuerte sentido musical. En estos poemas se interesa por la vida diaria subrayando la belleza de las actividades cotidianas. No en balde fue uno de los cinco miembros del grupo conocido como los Fireside Poets (Poetas hogareños). Otras obras muy populares son The Song of Hiawatha y Évangéline. También fue responsable de la primera traducción estadounidense de la Divina Comedia de Dante Alighieri y de las Coplas a la muerte de su padre de nuestro Jorge Manrique



En el poema que nos ocupa el tono elegíaco es memorable. La juventud se ha ido pero el poeta "a menudo" puede rescatarla y captar el brillo que tenían todas las cosas cuando era niño. Entonces todo la parecía gozoso y misterioso.
Me gusta especialmente cómo logra unir lo personal con lo universal. Los recuerdos asociados a la juventud del propio Longfellow se refieren a su vida en las calles y la bahía de Portland, en el estado de Maine: allí están las islas "que fueron las Hespérides / de todos mis sueños juveniles". También están los bosques de Deering y el fuerte sobre el cerro. La batalla naval a la que hace referencia la quinta estrofa tuvo lugar cerca del puerto de Portland en 1813. En ella se enfrentaron el barco estadounidense Enterprise y el británico Boxer. La refriega provocó la muerte de ambos capitanes, que fueron enterrados uno al lado del otro en el cementerio de Munjoy Hill.
En la primera estrofa el poeta dice que cuando piensa en su ciudad, "mi juventud vuelve a mí". También en la última estrofa reitera que "entre los sueños de los días que fueron / vuelvo a encontrar mi juventud perdida." En cada estrofa hace un balance de los recuerdos que le hacen revivir su juventud, pero en cada caso el poeta siempre choca con el estribillo de esa canción lapona, que no deja de recordarle que los recuerdos son "remotos, remotos" y tanto los días de juventud como los sueños que tuvo de niño se los ha llevado el viento.  
 
El ritmo del poema viene marcado por las repeticiones y aliteraciones que nos mecen como un oleaje que nos acerca y aleja los recuerdos. Aunque siempre acaba apareciendo esa antigua canción, a la vez "hermosa" y "fatal", para alertar al poeta y hacerle consciente de su edad, lo que le provoca un "escalofrío": 

          "y las palabras de esa canción fatal 
           llegan a mí como un escalofrío".









MY LOST YOUTH 



Often I think of the beautiful town
That is seated by the sea;
Often in thought go up and down
The pleasant streets of that dear old town,
And my youth comes back to me.
And a verse of a Lapland song
Is haunting my memory still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I can see the shadowy lines of its trees,
And catch, in sudden gleams,
The sheen of the far-surrounding seas,
And islands that were the Hesperides
Of all my boyish dreams.
And the burden of that old song,
It murmurs and whispers still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I remember the black wharves and the slips,
And the sea-tides tossing free;
And Spanish sailors with bearded lips,
And the beauty and mystery of the ships,
And the magic of the sea.
And the voice of that wayward song
Is singing and saying still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I remember the bulwarks by the shore,
And the fort upon the hill;
The sunrise gun, with its hollow roar,
The drum-beat repeated over and over,
And the bugle wild and shrill.
And the music of that old song
Throbs in my memory still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I remember the sea-fight far away,
How it thundered over the tide!
And the dead captains, as they lay
In their graves, overlooking the tranquil bay,
Where they in battle died.
And the sound of that mournful song
Goes through me with a thrill:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I can see the breezy dome of groves,
The shadows of Deering's Woods;
And the friendships old and the early loves
Come back with a Sabbath sound, as of doves
In quiet neighborhoods.
And the verse of that sweet old song,
It flutters and murmurs still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

I remember the gleams and glooms that dart
Across the school-boy's brain;
The song and the silence in the heart,
That in part are prophecies, and in part
Are longings wild and vain.
And the voice of that fitful song
Sings on, and is never still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

There are things of which I may not speak;
There are dreams that cannot die;
There are thoughts that make the strong heart weak,
And bring a pallor into the cheek,
And a mist before the eye.
And the words of that fatal song
Come over me like a chill:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

Strange to me now are the forms I meet
When I visit the dear old town;
But the native air is pure and sweet,
And the trees that overshadow each well-known street,
As they balance up and down,
Are singing the beautiful song,
Are sighing and whispering still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

And Deering's Woods are fresh and fair,
And with joy that is almost pain
My heart goes back to wander there,
And among the dreams of the days that were,
I find my lost youth again.
And the strange and beautiful song,
The groves are repeating it still:
"A boy's will is the wind's will,
And the thoughts of youth are long, long thoughts."

domingo, 9 de abril de 2023

WILLIAM WILSON - de Edgar Allan Poe

Serie Narraciones Extraordinarias








ermítanme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube?
No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permítanme que les relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle, anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las visiones sublunares?
      Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles, asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.

      Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y reposaba.
      Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado alcanzar en estos días. Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras. Déjenme, entonces, recordar.

Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular. Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor. ¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendía al púlpito con lento y solemne paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme… ¿podía ser el mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
      En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos goznes, encontrábamos la plenitud del misterio… un mundo de cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar profundamente.
      El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones de Navidad o de verano.
      ¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco años de residencia, jamás pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los cursos.
      El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos recintos similares, mucho menos reverenciados por cierto, pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a «inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj de formidables dimensiones.
      Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
      Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus pasatiempos, sus intrigas… Todo eso, por obra de un hechizo mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!

Eton College, U.K.


      El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad; sobre todos…, con una sola excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable; ya que, a pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que, desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—. Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus compañeros menos dotados.
      La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad. Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del patronazgo y la protección.
      Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.
      Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la había merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aun más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad. Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.
      No hay duda de que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que aquel defecto me acordaba.
      Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, no dejó de insistir en ella. Siempre había yo experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.
      Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico, También me amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual, personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.
      Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de la mía.

      No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura), sólo ofrecía el espíritu del original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.
      He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.
      Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a la amistad, pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.
      En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvaneciose con la misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocayo.
      La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante. Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.
      Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro, Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran ésos… ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto… no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica? Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver jamás.


Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior.
      No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba con toda urgencia en el vestíbulo.
      Profundamente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salí tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:
      —¡William Wilson!
      Mi embriaguez se disipó instantáneamente.
      Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.
      Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
      Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de Europa.
      Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?
      Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más rico que Herodes Atico, sin que sus riquezas le hubieran costado más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y, naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan tontas como para caer en la trampa.



      Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me dejó frente a Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.
      Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.
      Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta le había producido, oímos la voz del intruso.
      —Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto: bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.
      Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir… describiré mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias manos me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces. Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.
      Todo estallido de indignación ante semejante descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.
      —Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de juego). Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas las maneras, de salir inmediatamente de mi habitación.
      Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho por completo extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo —donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles. El extraño personaje que me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.
      Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante, mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable…! ¡Con qué inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis ambiciones! También en Viena… en Berlín… en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo de todo corazón? Hui, al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterrado como si se tratara de la peste; hui hasta los confines mismos de la tierra. Y en vano.
      Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?». Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!
      Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad. Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquél que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del drama.
      Hasta aquel momento yo me había sometido por completo a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.
      Era en Roma, durante el carnaval del 18…, en un baile de máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.
      Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda negra ocultaba por completo su rostro.
      —¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás… no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado aquí mismo!
      Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.
      Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastabilló, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a defenderse.
      El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
      En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.
      Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más absoluta identidad.
      Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
      —Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora… muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!



En Cuentos I, Edgar Allan Poe
Buenos Aires, Alianza, 1990.
Traducción de Julio Cortázar.