miércoles, 31 de enero de 2024

¡SILBA y ACUDIRÉ! - de M.R. James


Serie Narraciones Extraordinarias












upongo que te marcharás pronto, ahora que se han terminado las clases —decía una persona que no interviene en la historia al profesor de Ortografía, poco después de sentarse juntos en una comida que se celebraba en el hospitalario comedor del St. James College.
Era el profesor un hombre joven, pulcro y preciso en sus palabras.
—Mis amigos han hecho que me aficione al golf este curso —dijo—, y quiero ir a la costa del este, concretamente a Burnstow (apostaría a que lo conoces), a pasar una semana o diez días perfeccionando mi juego. Espero marcharme mañana.
—Hombre, Parkins —dijo el que estaba sentado al otro lado—, si vas a Burnstow me gustaría que echaras una mirada a lo que fue el convento de templarios y me dijeras si merece la pena hacer excavaciones allí este verano.
Como pueden ustedes suponer, el que acababa de hablar era una persona interesada en la arqueología, pero, puesto que sólo aparece en este preámbulo, no hace falta que enumere sus títulos.
—Desde luego —dijo el profesor Parkins—: Descríbeme los alrededores del lugar, haré todo lo posible por darte una idea del estado del terreno cuando vuelva, o te escribo, si me dices dónde vas a pasar estos días.
—Gracias, no te molestes. Es que pienso llevar a mi familia hacia esa parte del Long y se me ha ocurrido que, como se han sacado muy pocos planos de los conventos de templarios ingleses, podría aprovechar la ocasión y ocuparme en algo útil los días que no tenga nada que hacer.
El profesor dio un respingo al oír que sacar el plano de un convento podía considerarse algo útil. Su vecino prosiguió:
—El emplazamiento (dudo que las ruinas sobresalgan del suelo) debe de estar actualmente muy cerca de la costa. Como sabes, el mar ha penetrado enormemente a lo largo de toda esa parte del litoral. A juzgar por el mapa, diría que está a unos tres cuartos de milla del Hotel el Globo, al norte del pueblo. ¿Dónde te vas a hospedar?
—Pues en el Hotel del Globo precisamente —dijo Parkins—; tengo ya reservada una habitación allí. Me ha sido imposible conseguir habitación en otro sitio. La mayoría de los hoteles están cerrados en invierno, al parecer, y aun así, me dijeron que la única habitación que tenían disponible es doble, y que no tienen ningún rincón donde guardar la otra cama y demás. De todos modos, necesito una habitación grande porque quiero llevarme algunos libros y trabajar algo; aunque no me hace mucha gracia tener una cama (por no decir las dos) desocupada en lo que va a ser mi despacho, tendré que aguantarme y conformarme por el poco tiempo que voy a estar allí.
—¿Dices que te molesta tener una cama de más en tu habitación, Parkins? —dijo un individuo campechano que estaba sentado enfrente—. Oye, si quieres, puedo irme contigo y ocuparla por unos días, así te hago compañía.
El profesor se estremeció, pero se sobrepuso, y sonrió con afabilidad.
—Naturalmente, Rogers, me gustaría muchísimo. Pero creo que te resultaría aburridísimo. A ti no te gusta el golf, ¿verdad?
—¡No, a Dios gracias! —dijo el impertinente señor Rogers.
—Bueno, pues te advierto que cuando no esté trabajando, lo más seguro es que esté en el campo de golf, por eso digo que te iba a resultar aburrido.
—¡No sé! Conozco a varias personas en ese pueblo, pero, naturalmente, si no quieres que vaya, dímelo, Parkins, no me voy a ofender por eso. La verdad, como siempre nos dices, no ofende.
Efectivamente, Parkins era escrupulosamente cortés y sincero a ultranza. No es de extrañar que a veces el señor Rogers, conociéndole como le conocía, se aprovechara de estas dos virtudes. En el pecho de Parkins se entabló una lucha que, durante un momento o dos, le impidió contestar. Transcurrido este intervalo, dijo:
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, Rogers, estaba pensando si la habitación será lo bastante amplia para estar cómodamente los dos, y también (pero te advierto que no te habría dicho esto de no haberme presionado tú) si tu presencia no representará un obstáculo para mi trabajo.
Rogers soltó una sonora carcajada.
—¡Muy bien, Parkins! —dijo—. Eso está bien. Prometo no interferir en tu trabajo, no te preocupes por eso. Si no quieres que vaya, no voy, pero creo que sería conveniente que fuera para mantener alejados a los fantasmas —aquí habría podido verse el guiño y el codazo que le dio a su vecino de mesa, a la vez que Parkins se ponía colorado—. Perdóname, Parkins —prosiguió Rogers—, no he debido decir eso. No me acordaba de que te disgusta hablar de estas cuestiones a la ligera.
—Bueno —dijo Parkins—, puesto que has sacado esa cuestión a relucir, te diré con franqueza que no me gusta hablar de lo que tú llamas fantasmas. Considero que un hombre de mi posición —prosiguió, elevando un poco la voz— no puede dar la impresión de que cree en todo eso. De sobra sabes, Rogers, o deberías saber, porque nunca he ocultado mi manera de pensar…
—No, desde luego —comentó Rogers sotto voce.
—… que la más leve sospecha, la más ligera sombra de concesión a la creencia de que tales cosas pueden existir equivaldría a renunciar a todo lo que considero más sagrado. Pero me parece que no he logrado atraer tu atención.
—Tu indivisa atención, como dijo el doctor Blimber[9] —interrumpió Rogers, que parecía hacer verdaderos esfuerzos por expresarse con corrección—. Pero te ruego que me perdones, Parkins; te he interrumpido.
—No, de ningún modo —dijo Parkins—. No sé quién es ese Blimber, puede que no sea de mi época. Pero no tengo nada más que añadir. Estoy seguro de que comprendes lo que quiero decir.
—Sí, sí —se apresuró a decir Rogers—, desde luego. Seguiremos hablando de esto en Burnstow o donde sea.
Si reproduzco el diálogo que antecede es con la intención de mostrar la impresión que me dio a mí de que Parkins tenía el carácter de una vieja: era quisquilloso en sus cosas y carecía por completo del sentido del humor; pero era valiente y sincero en sus convicciones, y digno del mayor respeto. Tanto si el lector ha sacado esta misma conclusión como si no, el carácter de Parkins era éste.



Al día siguiente, Parkins, como era su deseo, había dejado muy lejos el College y llegaba a Burnstow. Le dieron la bienvenida en el Hotel el Globo, se instaló en la habitación doble, de la que ya hemos hablado, y aún tuvo tiempo, antes de irse a dormir, de arreglar su material de trabajo en perfecto orden sobre la amplia mesa que había en la parte de la habitación que formaba mirador, flanqueada en sus tres lados por tres ventanas que daban al mar; es decir, la ventana del centro estaba orientada directamente al mar, y las de la derecha e izquierda dominaban la costa en dirección Norte y Sur respectivamente. Hacia el Sur se veía el pueblo de Burnstow. Hacia el Norte no se veían casas, sino la playa únicamente, y los bajos acantilados que la cercaban. Justo enfrente había un espacio, no muy grande, cubierto de hierba, donde había anclas viejas, cabrestantes y demás; más allá estaba el ancho camino, y después, la orilla del mar. Fuera cual fuese la distancia que hubo al principio del Hotel el Globo al mar, actualmente no había más de sesenta yardas.
Los demás huéspedes del hotel, como es natural, eran también aficionados al golf, y entre ellos había algunos elementos dignos de especial atención. El personaje más llamativo era, quizá, un ancien militaire, secretario de un club londinense, el cual poseía una voz increíblemente poderosa y unas opiniones marcadamente protestantes. Y encontró el momento de manifestar lo uno y lo otro con ocasión de unos oficios que celebró el vicario, persona respetable, aunque con cierta tendencia a hacer pintorescas las ceremonias religiosas, cosa contra la que luchaba el militar denodadamente por considerar que se alejaba de la dignidad de la tradición anglicana.
El profesor Parkins, una de cuyas cualidades era el valor, pasó la mayor parte del día siguiente a su llegada en lo que él llamaba mejorar su juego, en compañía del coronel Wilson; por la tarde —y aunque no sé si es debido precisamente a sus esfuerzos por mejorar— el humor del coronel se fue volviendo tan agrio que incluso Parkins tembló ante la idea de regresar al hotel en su compañía. Tras una furtiva mirada a aquel mostacho hirsuto y aquel semblante congestionado, decidió que lo más prudente era dejar que el té y el tabaco hicieran su efecto sobre el coronel, antes del inevitable encuentro en la cena.
«Esta tarde regresaré dando un paseo por la playa —se dijo—; sí, así podré ver las ruinas de las que me habló Sidney: todavía queda luz. No sé exactamente por dónde caen, desde luego, pero difícil será que no tropiece con ellas».

Debo decir que así sucedió, en el sentido más literal de la palabra, porque al tomar el camino que va del campo de golf a la playa de grava, metió el pie entre unas raíces de aulaga y una enorme piedra, y fue a dar en el suelo. Al levantarse y mirar en torno suyo, vio que se hallaba en un terreno algo accidentado, con pequeñas depresiones y montículos. Al detenerse a examinar esos montículos, descubrió que eran simples bloques formados de piedra y mortero, totalmente cubiertos de hierba. Visto lo cual, dedujo acertadamente que debía ser éste el emplazamiento del convento que había prometido inspeccionar. La pala del excavador veía compensados sus esfuerzos; sin duda quedaban bastantes cimientos, no demasiado profundos, que arrojarían mucha luz a la hora de confeccionar el plano general. Recordó vagamente que los templarios, a quienes habían pertenecido este lugar, solían construir sus iglesias redondas, y le pareció que la serie de montículos de su alrededor estaban distribuidos en forma circular. Poca gente es capaz de resistir la tentación de excavar un poco en plan de aficionado cuando visita una provincia alejada de la suya propia, aunque sólo sea por la satisfacción de ver el éxito que habría tenido de haberse dedicado a ello en serio. Nuestro profesor, sin embargo, si bien sintió ese deseo, lo que de veras quería era cumplir con el señor Sidney. Así que contó, con todo cuidado, los pasos que tenía el diámetro del recinto, y anotó las dimensiones en su cuaderno de notas. Luego pasó a inspeccionar una prominencia oblonga situada al Este respecto del centro del círculo, detalle que le hizo pensar que podría tratarse de la base de una plataforma o altar. En uno de los extremos, en el que daba al Norte, faltaba la hierba, que algún niño u otra criatura ferae naturae debía de haber arrancado. No estará de más, pensó, quitar un poco de tierra y ver si aparecen restos de albañilería; así que sacó la navaja y empezó a rascar. Y entonces hizo otro pequeño descubrimiento: al rascar, una porción de barro seco se hundió hacia adentro, dejando al descubierto una pequeña cavidad. Encendió dos cerillas, una tras otra, para ver el agujero, pero el viento se las apagó. Golpeando y rascando con la navaja pudo averiguar, sin embargo, que se trataba de un agujero artificial y estaba hecho de albañilería. Tenía forma rectangular, y las paredes laterales, así como la superior y la inferior, si no estaban revocadas de yeso, al menos eran lisas y regulares. Naturalmente, estaba vacío… ¡No! Al sacar la navaja, sonó un ruido metálico en el fondo. Como es natural, cogió el objeto y, al sacarlo a la luz del día, que se estaba desvaneciendo rápidamente pudo comprobar que era algo artificial también: en sus manos tenía un tubo de unas cuatro pulgadas de largo, y evidentemente databa de muchísimos años.
Parkins se cercioró de que no había nada más en este extraño receptáculo; pero se había hecho demasiado tarde y demasiado oscuro para pensar en seguir investigando. El hallazgo encontrado era tan inesperadamente interesante, que decidió sacrificar a la arqueología un poco más de tiempo, al día siguiente, antes de que anocheciera. Estaba seguro de que el objeto que se había guardado en el bolsillo tenía cierto valor.




Lúgubre y solemne era el paisaje cuando echó una última mirada, antes de regresar. Una desmayada claridad amarillenta permitía ver aún el campo de golf, en el que se divisaban algunas figuras que se encaminaban hacia el edificio del club, así como la achaparrada torre circular, las luces del pueblo de Aldsey, la pálida franja arenosa, intersectada de trecho en trecho por los muros de contención de ennegrecida madera y escasa altura, y el mar oscuro y rumoroso. El crudo viento soplaba del Norte, pero luego lo notó a su espalda, cuando iba de camino al Hotel el Globo. Aligeró el paso al cruzar por la crujiente grava, y llegó a la arena, desde donde el paseo, pese a los bajos muros de contención que tenía que ir saltando de cuando en cuando, se hizo agradable y tranquilo. Al mirar hacia atrás una última vez para calcular la distancia que había recorrido desde las ruinas del convento de templarios, vio venir a alguien más en su misma dirección: era una figura más bien confusa, la cual parecía hacer grandes esfuerzos por alcanzarle, aunque avanzaba muy poco, si es que avanzaba en realidad.
Quiero decir que parecía que corría, a juzgar por sus movimientos, pero la distancia que la separaba de Parkins era siempre la misma. Al menos eso fue lo que le pareció a él, y convencido como estaba de que no le conocía, consideró que no tenía sentido esperar a que le alcanzara. Con todo, empezaba a pensar que no habría sido mala idea ir acompañado por esta playa solitaria, de haber podido uno elegir compañía. De niño había leído casos de encuentros por parajes como éste, en los que ni aún ahora podía pensar serenamente. No obstante, no logró apartarlos de su imaginación hasta que llegó a la posada; había uno, sobre todo, que suele impresionar a la mayoría de las personas en determinada etapa de su niñez: «Entonces soñé que Christian, al echar a andar, vio que un demonio repugnante cruzaba el campo y se dirigía a su encuentro», «¿Qué haría yo ahora —pensó— si al volverme atrás divisara una figura negra recortándose contra el cielo amarillo, y descubriera que tenía alas y cuernos? Me pregunto si me quedaría donde estoy o echaría a correr. Afortunadamente, el señor que viene allá detrás no es nada de eso, y además parece que está igual de lejos que antes. A este paso no cenará al mismo tiempo que yo. ¡Válgame Dios!, pero si sólo falta un cuarto de hora. ¡Tendré que darme prisa!»
Efectivamente, Parkins tuvo el tiempo justo para cambiarse. Cuando se reunió con el coronel en el comedor, la paz —o cuanto de ella logró recobrar este buen señor— reinaba de nuevo en el pecho del militar. Permaneció en su ánimo también durante la partida de bridge que se organizó después de la cena, ya que Parkins era un jugador más que regular. Así que, al retirarse, allá hacia las doce, iba con la sensación de haber pasado una velada muy amena y que, aun cuando se quedara un par de semanas o tres, la vida en El Globo resultaría relativamente agradable, si transcurría siempre así. «Sobre todo —pensó—, si sigo mejorando mi juego.»
En el pasillo se encontró con el criado del hotel, quien se detuvo para decirle:
—Perdone el señor, al cepillar su chaqueta, hace un momento, se le ha caído algo del bolsillo. Lo he puesto encima de la cómoda de su habitación; es un trozo de tubo o algo parecido. Muchas gracias, señor. Encima de la cómoda lo tiene, sí, señor. Buenas noches, señor.
El discurso le recordó a Parkins el pequeño descubrimiento que había hecho esa tarde. Lo cogió con gran curiosidad y se acercó a examinarlo junto a la luz de las velas. Era de bronce, según veía ahora, y tenía la misma forma de los modernos silbatos para perros; de hecho, no era, efectivamente, ni más ni menos que un silbato. Se lo llevó a la boca, pero estaba completamente obstruido por un pegote de arena fina o de tierra; no consiguió soltarla con unos golpes y tuvo que quitarla con la navaja. Como era muy pulcro, recogió la tierra con un trozo de papel y la tiró por la ventana. Al asomarse, vio que hacía una noche clara y estrellada, y se entretuvo un instante contemplando el mar. Reparó en un paseante retrasado que se había detenido junto a la orilla, enfrente mismo del hotel. Cerró la ventana, extrañado de lo tarde que se retiraba la gente de Burnstow, y cogió el silbato y volvió a examinarlo a la luz. Vaya, pero si tenía signos grabados, ¡y no sólo signos, sino letras también! Lo frotó ligeramente y apareció, perfectamente legible, lo que tenía escrito; aunque el profesor tuvo que confesarse a sí mismo, tras un serio esfuerzo por descifrarlo, que su significado le resultaba tan oscuro como las palabras que se le aparecieron al rey Baltasar en el muro. Había una inscripción en la parte de arriba del silbato, y otra en la de abajo. La primera era así:

F L A     F U R B I S        F L E

[Furbis, Flabis, Flebis (Robarás, soplarás, sufrirás)]


y la otra:


QUI ES ISTE QUI VENT ESVÁNSTICA

[Quién es éste que viene]


«Debería saber lo que significa —pensó—, pero tengo el latín demasiado oxidado. Pensándolo bien, me parece que ni siquiera sé cómo se dice silbato. La frase larga parece bastante fácil. Significa: “¿Quién es éste que viene?”. Bueno, la mejor manera de averiguarlo es silbarle.»
Silbó a manera de prueba y se detuvo de repente, sobresaltado y complacido a la vez, por la nota que había sacado. Daba la sensación de una lejanía infinita y, a pesar de su suavidad, comprendió que debía de haberse oído en varias millas de distancia. Fue un sonido, además, que parecía poseer (como poseen también muchos olores) el don de suscitar imágenes en el cerebro. Por un momento vio con absoluta claridad la escena de un paraje inmenso en la oscuridad de la noche, barrido por un viento frío, en cuyo centro aparecía una figura solitaria; no pudo distinguir lo que hacía. Tal vez habría conseguido ver algo más, de no haberle disipado la visión una repentina ráfaga de viento que azotó los cristales de las ventanas; el hecho fue tan inesperado que le hizo levantar la vista, a tiempo de ver la blancura fugaz de un ala de gaviota batir junto a los cristales.
El sonido del silbato le había dejado fascinado de tal modo que probó otra vez, pero con más firmeza. La nota sonó ligeramente más fuerte, si es que lo fue en realidad, que la vez anterior, pero además le defraudó: no le suscitó visión alguna, como casi había esperado. «Pero ¿qué es esto? ¡Dios mío!, ¡con qué fuerza se ha levantado el viento en pocos minutos! ¡Qué ráfaga más tremenda! ¡Ah!, me lo temía…, me ha apagado las velas. Me va a revolver toda la habitación.»
Lo primero era cerrar la ventana. Un segundo después se encontraba Parkins luchando por cerrarla, y tan tremenda era la fuerza del viento, que parecía como si luchara con un individuo corpulento que pretendiera entrar. De pronto disminuyó, y la ventana dio un golpe, y se cerró el pestillo por sí solo. Ahora, lo principal era encender nuevamente las velas y comprobar si había causado algún desaguisado. No, no se veía ningún estropicio, ni había roto ningún cristal de la ventana. Pero el ruido había despertado por lo menos a otro miembro de la casa: se oía andar al coronel de un lado para otro en calcetines, en la habitación de arriba, soltando gruñidos.
Aunque este viento se había levantado súbitamente, no amainó de repente: siguió soplando, gimiendo, arremetiendo contra el edificio; de cuando en cuando dejaba oír lamentos tan lastimeros, como decía Parkins con su usual objetividad, que muy bien pudo llenar de temores a las personas demasiado imaginativas, y aun las que carecían por completo de imaginación, pensó un cuarto de hora después, se habrían sentido más a gusto sin él.
Parkins no sabía seguro si era el viento o la excitación del golf, o sus investigaciones en el convento de templarios lo que le tenía despierto. De todos modos, estuvo con los ojos abiertos lo bastante como para creer (como me ha sucedido a mí muchas veces en situaciones parecidas) que sufría toda clase de trastornos fatales: se dedicó a contar los latidos de su corazón, convencido de que se le iba a parar de un momento a otro, y a concebir las más graves sospechas en torno a sus pulmones, a su cerebro, a su hígado, etc…, sospechas que se disiparían, estaba seguro, con la llegada del nuevo día. Encontraba cierto consuelo en saber que había alguien más en la misma situación. Alguien que ocupaba una habitación vecina, sin duda (no era fácil decir de qué lado en medio de la oscuridad), porque se movía y hacía crujir la cama también.


Luego Parkins cerró los ojos y trató de dormir. Entonces su sobreexcitación adoptó una nueva forma: comenzaron a representársele escenas en la imaginación. Experto crede, las escenas acuden a uno cuando mantiene los ojos cerrados intentando dormir, y a veces son tan desagradables que se ve obligado a abrir los ojos para disiparlas.
Sin embargo, la experiencia de Parkins a este respecto fue tremendamente desalentadora. La escena representada se repetía con insistencia. Al abrir los ojos, como es natural, desaparecía, pero cuando los cerraba volvía nuevamente a desarrollarse igual que antes, ni más deprisa ni más despacio. Y era la siguiente:
Una gran extensión de playa, una franja arenosa bordeada de grava y cruzada por una serie de negros muros de contención dispuestos perpendicularmente con respecto al agua…
La escena era muy parecida, de hecho, a la del paseo de esa misma tarde, pero como no encontraba en ella detalle particular, no le era posible identificarla. Reinaba una luz tenebrosa, y daba la impresión a la vez de tormenta, de noche de finales de invierno, y de fría llovizna. Al principio no se veía a nadie en este paisaje desolado. Luego, a lo lejos, apareció algo; un momento después ese algo se concretó en la figura de un hombre corriendo, saltando, brincando por encima de los muros de contención y volviéndose de cuando en cuando hacia atrás para mirar con inquietud. Cuando más se acercaba, más parecía que estaba, no ya inquieto, sino terriblemente asustado, aun cuando no se le distinguía la cara. Estaba, además, casi a punto de caer sin fuerzas. Seguía corriendo; cada obstáculo que se le cruzaba parecía salvarlo con más dificultad que el anterior. «¿Podrá saltar el siguiente?», pensó Parkins. «Parece más alto que los otros». Sí, medio trepando, medio arrojándose después desde arriba, subió y cayó como un fardo al otro lado (más cercano del espectador). Allí, junto al muro de contención, como si le fuese imposible levantarse otra vez, se quedó, a cuatro patas, mirando con un gesto de angustiosa ansiedad.
Hasta aquí no se veía causa alguna que provocara el miedo del que corría, pero luego empezó a divisarse a lo lejos, en la playa, el corretear de un bultito fosforescente que se movía con gran agilidad y de manera irregular. A medida que se hacía más grande, se iba perfilando como una figura borrosa, vestida de flotantes ropajes. Tenía algo su manera de moverse que le quitaba a Parkins todo deseo de verla de cerca. Se detenía, alzaba los brazos, se inclinaba sobre la arena, corría después por la playa completamente encorvada, hasta llegar al borde del agua; luego, se enderezaba y reemprendía su persecución a pasmosa velocidad. Por fin, llegó el momento en que el perseguidor empezó a merodear de derecha a izquierda unas cuantas yardas más allá del muro de contención donde yacía oculto el hombre. Tras dos o tres vueltas infructuosas, se detuvo, se enderezó con los brazos en alto, y luego se arrojó hacia la parte delantera del muro de contención.
Al llegar a este punto, Parkins fracasaba siempre en su decisión de mantener los ojos cerrados. Lleno de dudas sobre si sería su cerebro fatigado por el exceso de trabajo, o el humo excesivo y cosas así, lo que le impedía llegar a contemplar la visión, el caso es que al final se resignó a encender la palmatoria, abrir el libro y pasar la noche despierto, cosa que prefería mil veces a verse atormentado por aquel persistente paisaje que, según le parecía a él, sólo podía deberse a una morbosa reflexión del paseo y los pensamientos de ese mismo día.
Al rascar la cerilla y encenderla de pronto, debió asustar a las criaturas de la noche —ratas o lo que fuera—, porque las oyó echar a correr ruidosamente del lado de su cama. «¡Vaya por Dios! ¡Se me ha apagado la cerilla! ¡Qué contrariedad!» Pero la segunda no se apagó, así que encendió la vela y abrió el libro y se concentró en él hasta que, al cabo de muy poco tiempo, cayó vencido por un sueño sano y reparador. Y así fue como, por primera vez en su ordenada y prudente vida, olvidó apagar la vela, y cuando le llamaron a las ocho de la mañana, aún vacilaba una llamita en el hueco de la palmatoria, y sobre la mesita de noche se habían formado lamentables grumos de cera derramada.


Después de desayunar, se encontraba en su habitación terminando de preparar sus cosas de golf —la fortuna le había asignado nuevamente al coronel de compañero—, cuando la camarera llamó otra vez.

—Por favor —dijo—, ¿sería tan amable de decirme si necesita más mantas en su cama, señor?
—¡Ah, muchas gracias! —dijo Parkins—. Sí, tráigame una. Parece que el tiempo ha enfriado bastante.
Un momento después, la camarera estaba de vuelta con la manta.
—¿En qué cama la pongo, señor? —preguntó.
—¿Cómo? Pues en ésta…, en la que dormí anoche —dijo él señalándola.
—¡Ah, sí! Perdone el señor, pero es que nos pareció que se había acostado en las dos; al menos, hemos tenido que hacer las dos esta mañana.
—¿De veras? ¡Pero eso es absurdo! —exclamó Parkins—. Si ni siquiera he tocado esa otra, si no fue para dejar algunas cosas encima. ¿Dice usted que parecía como si alguien hubiese dormido en ella?
—¡Sí, señor! —dijo la criada—. Mire, estaba toda deshecha, con las sábanas revueltas como si alguien hubiera pasado una mala noche, y usted perdone.
—¡Válgame Dios! —dijo Parkins—. Bueno. A lo mejor la he desordenado más de lo que creía al deshacer las maletas. Siento mucho haberlas obligado a trabajar doble, se lo aseguro. A propósito, dentro de poco llegará un amigo mío, un señor de Cambridge, que la ocupará por una noche o dos. Supongo que no habrá ningún inconveniente, ¿verdad?
—Claro que no, señor. Muchas gracias. No pase cuidado, que no lo habrá —dijo la camarera, y se fue corriendo a contárselo a sus compañeras para reírse un rato.
Parkins salió con la firme determinación de mejorar su juego.
Me alegro de poder decir que lo logró hasta tal punto que el coronel, que al principio parecía sentirse algo descontento ante la perspectiva de jugar por segundo día consecutivo en su compañía, se fue volviendo muy comunicativo a medida que avanzaba la mañana, y su voz resonaba por el campo, como hubiera dicho también uno de nuestros poetas de segunda fila, «como la campana mayor de la torre de un monasterio».
—Qué ventarrón tuvimos anoche —dijo—. En mi tierra dirían que alguien estuvo silbando para llamarlo.
—¿De verdad? —exclamó Parkins—. ¿Existen aún supersticiones de ese tipo en su tierra?
—Nada de supersticiones —dijo el coronel—. Esa creencia la tienen en Dinamarca y en Noruega, y también en la costa de Yorkshire, y yo considero que, por lo general, hay siempre un fondo de verdad en lo que son y han sido durante generaciones las creencias de un pueblo. Le toca a usted —algo así fue lo que añadió.
El lector aficionado al golf puede imaginar las digresiones que considere más apropiadas, e intercalarlas en los momentos más adecuados.
Cuando reanudaron la conversación, Parkins dijo con cierta vacilación:
—A propósito de lo que me decía usted hace un momento, coronel, debo manifestarle que mis convicciones a ese respecto son bastante firmes. De hecho, soy un escéptico convencido en lo que se refiere a eso que llaman lo «sobrenatural».
—¡Cómo! —exclamó el coronel—, ¿pretende decir que no cree en los presagios o en las apariciones o en cosas de esta naturaleza?
—En nada de todo eso —replicó Parkins con firmeza.
—Bueno —dijo el coronel—, pero entonces me parece a mí que, en ese sentido, es usted algo así como un saduceo.
Parkins estuvo a punto de contestarle que, en su opinión, los saduceos fueron las personas más razonables del Antiguo Testamento, pero como no sabía si se les citaba mucho o nada en dicha obra, prefirió reírse ante esta acusación.
—Puede que lo sea —dijo—, pero… ¡A ver, muchacho, dame mi palo!… Perdone un momento, coronel —hubo una corta pausa—. Mire, sobre eso de llamar al viento silbando, permítame que le diga mi teoría. Las leyes que rigen los vientos no son perfectamente conocidas en realidad…, y menos por los pescadores y demás. Vamos a suponer que, en determinada circunstancias, se ve repetidamente a un hombre o a una mujer de costumbres extravagantes, o a un extranjero, junto a la orilla, a una hora desusada, y se le oye silbar. Poco después, se levanta un fortísimo viento; cualquier entendido que sepa observar el cielo o que tenga un barómetro, habría podido predecirlo. Pero las gentes sencillas de un pueblecito pesquero no poseen barómetros y sólo saben cuatro cosas del tiempo. ¿Qué más natural que considerar al personaje extravagante que yo he supuesto como causante del viento, o que él o ella se aferre ávidamente a la fama de poder hacer tal cosa? Bueno, y ahora tomemos el caso del viento de anoche: resulta que yo mismo estuve silbando. Toqué un silbato por dos veces, y el viento pareció levantarse exactamente como si respondiera a mi llamada. Si alguien me hubiese visto…
Su interlocutor comenzaba a impacientarse con este discurso, pues me temo que Parkins había adoptado un tono de conferenciante; pero al oír la frase final, el coronel se detuvo.
—¿Silbando dice que estuvo? —exclamó—. ¿Y qué clase de silbato gasta usted? Tire primero.
Hubo una pausa.
—Me estaba preguntando usted por el silbato, coronel. Es muy curioso. Lo llevo aquí…, no, ahora recuerdo que lo he dejado en mi habitación. La verdad es que me lo encontré ayer.
Y entonces Parkins le contó cómo llegó a descubrir el silbato, y al oírlo el coronel, soltó un gruñido y dijo que él, en su lugar, tendría mucho cuidado en utilizar un objeto que había pertenecido a una cuadrilla de papistas, de quienes no se podía saber con seguridad de qué fueron capaces. De este tema, pasó a las exageraciones del vicario, el cual había notificado el domingo anterior que el viernes sería la festividad de Santo Tomás Apóstol, y que habría un servicio a las once en la iglesia. Éste y otros detalles por el estilo constituían, a juicio del coronel, un serio fundamento para pensar que el vicario era un papista disfrazado, si es que no era jesuita, y Parkins, que no era capaz de seguir al coronel en este tema, no se mostró en desacuerdo con él. De hecho, pasaron la mañana tan a gusto juntos que ninguno de los dos habló de separarse después de comer.
Por la tarde siguieron jugando bien, o al menos lo bastante bien como para olvidarse de todo, hasta que empezó a oscurecer. Hasta ese momento no se acordó Parkins de su propósito de inspeccionar un poco más el convento; pero tampoco tenía mucha importancia, pensó. Lo mismo daba un día que otro, así que regresaría en compañía del coronel.

Al dar la vuelta a la esquina de la casa, el coronel estuvo a punto de ser derribado por un muchacho que venía a toda velocidad; chocó, pero luego, en vez de reanudar su carrera, se quedó agarrado a él sin aliento. Las primeras palabras que acudieron a la boca del militar fueron de mal humor y reconvención, pero inmediatamente se dio cuenta de que el muchacho casi no podía hablar de lo asustado que estaba. Al principio le fue imposible contestar a las preguntas que le hicieron. Cuando recobró el aliento empezó a llorar, agarrado todavía a las piernas del coronel. Finalmente lograron soltarle, pero siguió lloriqueando.

—¿Qué diablos te ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué has visto? —dijeron los dos hombres.
—¡Ay, lo he visto hacerme señas desde la ventana —gimió el chiquillo—, y me ha asustado!
—¿Qué ventana? —preguntó el furioso coronel—. Vamos, serénate, muchacho.
—La ventana del hotel —dijo el niño.
Parkins se mostró entonces partidario de mandar al niño a su casa, pero el coronel se negó; quería saber exactamente qué había pasado, dijo; era extremadamente peligroso darle un susto de esa naturaleza a un chiquillo, y si lograba averiguar quién era el que andaba gastando esas bromas, le iba a dar su merecido. Y tras una serie de preguntas consiguió poner en claro lo siguiente: el niño había estado jugando en el césped a la entrada de El Globo con otros niños; luego, éstos se habían marchado a sus casas a merendar, e iba él a marcharse también, cuando se le ocurrió mirar hacia la ventana que tenía delante y vio entonces cómo le hacía señas. Aquello parecía una especie de figura vestida de blanco…, pero no pudo verle la cara, le hacía señas, y tenía un aspecto muy raro…, no parecía una persona normal. ¿Había luz en la habitación? No, no se le ocurrió fijarse en eso, aunque creía que no. ¿Qué ventana era? ¿Era en el ático o en el segundo? Era en el segundo…, la del mirador, esa que tenía dos ventanas más pequeñas a los lados.
—Muy bien, muchacho —dijo el coronel, tras unas cuantas preguntas más—. Ahora vete corriendo a tu casa. Seguramente es alguien que ha querido darte un susto. Otra vez, como inglés valiente que eres, le das una pedrada…, bueno no, una pedrada no, vas y se lo dices al camarero, o al señor Simpson, y eso sí, le dices que te lo he dicho yo.
El semblante del niño reflejó las dudas que abrigaba acerca de la atención que se dignaría a prestarle el señor Simpson a sus quejas, pero el coronel no pareció darse cuenta, y prosiguió:
—Aquí tienes una moneda de seis peniques, digo no, un chelín, y ahora vete a tu casa y no pienses más en eso.
El niño echó a correr, tras haberle dado las gracias lleno de zozobra, y el coronel y Parkins dieron media vuelta y se dirigieron a la parte delantera del hotel con el fin de hacer un reconocimiento de la fachada. Sólo había una ventana que respondía a la descripción que les acababan de dar.

—Bueno, esto es muy extraño —dijo Parkins—; evidentemente, es a mi ventana a la que se refería. ¿Quiere subir un momento conmigo, coronel Wilson? Vamos a ver quién se ha tomado la libertad de entrar en mi habitación.
No tardaron en llegar al pasillo, y Parkins hizo ademán de abrir la puerta. Luego se detuvo y se registró los bolsillos.
—Esto es más serio de lo que creía —observó—. Ahora recuerdo que al salir esta mañana dejé cerrado con llave, y la llave la tengo aquí —dijo, mostrándola en alto—. Así que —prosiguió—, si la servidumbre tiene la costumbre de entrar en las habitaciones de los clientes en ausencia de éstos, sólo me cabe decir que…, bueno, que no me parece correcto, ni mucho menos.
Y sintiéndose un tanto encogido de ánimo, puso toda su atención en abrir la puerta —que, efectivamente, estaba cerrada con llave— y en encender las velas.
—Pues no —dijo—, parece que está todo en su sitio.
—Todo menos su cama —observó el coronel.
—Perdone, pero esa no es la mía —dijo Parkins—. Esa no la utilizo. Pero parece como si alguien hubiera querido gastarme una broma deshaciéndola.
Efectivamente, las sábanas y las mantas estaban revueltas y retorcidas en la más completa confusión. Parkins reflexionó.
—Ya sé lo que ha debido pasar —dijo finalmente—: La desordené yo anoche al abrir mis maletas, y no la han vuelto a hacer desde entonces. Seguramente entraron a arreglarla, y el niño ha visto a las camareras por la ventana. Luego las han debido llamar y han cerrado con llave al marcharse. Sí, seguro que ha sido eso.
—Bueno, llame al timbre y pregúnteles —dijo el coronel, y esta sugerencia le pareció muy práctica a Parkins.
Se presentó la camarera y, resumiendo, declaró que ella había hecho la cama por la mañana estando el señor en la habitación, y desde entonces no ha vuelto a entrar. El señor Simpson guardaba las llaves, él era quien podía decirle al señor si había estado alguien.
Era un misterio. Tras una inspección, comprobaron que no faltaba nada de valor, y Parkins reconoció que todos los objetos que tenía sobre la mesa estaban en su sitio, por lo que podía asegurar que nadie los había tocado. Además, ni el señor ni la señora Simpson habían dado el duplicado de la llave a nadie en todo el día. Por otra parte, Parkins, pese a su sagacidad, no logró descubrir en la conducta del patrón, de la patrona ni de la criada, gesto alguno que delatara el menor indicio de culpabilidad. Más bien se inclinaba a creer que el niño había engañado al coronel.
Este último estuvo desusadamente silencioso y pensativo durante la cena y el resto de la noche. Cuando se despidió de Parkins para irse a dormir, murmuró de mal humor:
—Si me necesita esta noche, ya sabe dónde me tiene.
—¡Ah, sí!, muchas gracias, coronel, pero no creo que tenga que molestarle. A propósito —añadió—, ¿le he enseñado el silbato del que le hablé? Me parece que no. Mire, éste es.
El coronel se acercó a examinarlo a la luz de la vela.
—¿Ha leído la inscripción? —preguntó Parkins cuando lo tuvo de nuevo en sus manos.
—No, con esta luz no puedo. ¿Qué piensa hacer con él?
—No sé, cuando regrese a Cambridge se lo enseñaré a algún arqueólogo de allí para ver qué piensa, y si considera que tiene valor, lo donaré a un museo.
—¡Muu…! —exclamó el coronel—. Bueno, puede que tenga razón. Pero le aseguro que si fuera mío lo tiraría inmediatamente al mar. Y sé que no sirve de nada discutir; supongo que usted es de los que no creen sino lo que ven. Bien, espero que tenga buenas noches.
Dio media vuelta, dejando a Parkins con la palabra en la boca, y poco después cada uno estaba en su habitación.
Por alguna desdichada razón, las ventanas de la habitación del profesor no tenían ni cortinas ni persianas. La noche anterior no le había dado importancia, pero esta noche era muy probable que la luna, que estaba saliendo, diera más adelante de lleno en su cama y le despertara. Al darse cuenta de este detalle, se sintió enormemente contrariado, pero con ingenio digno de envidia consiguió, valiéndose del riel de la cortina, unos cuantos imperdibles, un bastón de golf y un paraguas, armar una pantalla, la cual, si lograba sostenerse, protegería su cama de la luz de la luna. Poco después de leer un buen trozo de cierta obra de envergadura, suficiente para provocar serios deseos de dormir, echó una mirada soñolienta en torno a la habitación, apagó la vela y dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Llevaría durmiendo una hora más o menos, cuando un estrépito repentino le despertó sobresaltado. Inmediatamente comprendió lo que había ocurrido: se había venido abajo la pantalla que tan cuidadosamente había montado, y una luna fría y brillante le daba plenamente en el rostro. Era una verdadera contrariedad. ¿Se sentía capaz de levantarse a reconstruir la pantalla, o podría seguir durmiendo sin tenerse que levantar?
Durante unos minutos permaneció echado, reflexionando sobre qué partido tomar; luego se volvió bruscamente y, con los ojos completamente abiertos, prestó atención conteniendo la respiración. Estaba seguro de haber percibido un movimiento en la cama vacía del otro lado de la habitación. Mañana mandaría quitarla de ahí, porque había ratas o algo parecido que se movía en ella. Ahora estaba todo tranquilo. ¡No! Otra vez empezaba la agitación. Se oían crujidos y sacudidas, pero, evidentemente, eran más fuertes de lo que podía producir cualquier rata.
Me imagino la perplejidad y el horror que debió experimentar el profesor, porque hace unos treinta años tuve yo un sueño en el que pasaba lo mismo; pero tal vez le resulte difícil al lector imaginar lo espantoso que debió ser descubrir una figura sentada en la cama que él había creído vacía. Abandonó la suya de un salto y echó a correr hacia la ventana, donde tenía su única arma: el palo de golf con el que había confeccionado la pantalla. Pero entonces comprendió que era lo peor que se le había podido ocurrir, porque el personaje de la cama vacía, con un movimiento suave y repentino, se incorporó y se puso en guardia con los brazos extendidos entre las dos camas, delante de la puerta. Parkins se le quedó mirando con aterrada perplejidad. De algún modo, la idea de cruzar por donde estaba la figura y huir por la puerta le pareció irrealizable. No habría sido capaz de rozarla —no sabía por qué—; así que, si pretendía acercársele, estaba dispuesto a arrojarse por la ventana. Durante un momento permaneció en una zona de oscuridad, por lo que Parkins no pudo verle la cara. Luego, empezó a avanzar, inclinándose hacia adelante, por lo que enseguida comprendió Parkins, con horror y alivio a la vez, que estaba ciega, ya que tanteaba el camino extendiendo al azar sus brazos entrapajados. Al dar un paso, descubrió de súbito la cama que Parkins había ocupado, y se lanzó sobre las almohadas con una furia tal que Parkins sintió el más intenso escalofrío de su vida. En escasos segundos comprobó que la cama estaba vacía; entonces se dirigió hacia la ventana, por lo que entró en la zona iluminada, revelando así qué clase de criatura era.
A Parkins le disgusta enormemente que le pregunten sobre este particular; sin embargo, una vez me refirió esta escena estando yo presente, y comentó que lo que recuerda sobre todo es su horrible, su intensamente horrible rostro de trapo arrugado. No pudo o no quiso contar la expresión que reflejaba el rostro ese; lo cierto es que el miedo que sintió estuvo a punto de hacerle perder la razón.
Pero no tuvo tiempo de observarlo con detalle. Increíblemente veloz, la figura se deslizó hasta el centro de la habitación y, al tantear el aire con los brazos, un pico de sus ropas rozó el rostro de Parkins. No pudo —pese a lo peligroso que sabía que era hacer ruido—, no pudo reprimir un grito de repugnancia, lo que dio instantáneamente una pista a su perseguidor. Saltó sobre Parkins, y éste retrocedió, gritando con todas sus fuerzas, hasta sacar la espalda por la ventana, y entonces el rostro de trapo se abalanzó sobre el suyo. En este instante supremo, como habrán adivinado ya, le llegó la salvación: el coronel irrumpió bruscamente en la habitación a tiempo de ver la horrible escena en la ventana. Al acercarse adonde ellos estaban, sólo quedaba una figura, la de Parkins, que yacía sin conocimiento en el suelo de la habitación; junto a él había un montón informe de sábanas arrugadas.

¡Silba y acudiré!, ilustración de James McBryde


El coronel Wilson no preguntó nada, pero no dejó entrar a nadie en la habitación, y trasladó a Parkins nuevamente a su cama; luego se envolvió en una manta y se echó a descansar él también en la otra. Rogers llegó a primera hora de la mañana siguiente, y fue acogido con más entusiasmo de lo que habría sido de haber llegado el día anterior; seguidamente, estuvieron deliberando durante largo rato en la habitación del profesor. Al final, salió el coronel del hotel llevando un pequeño objeto entre los dedos índice y pulgar, y lo arrojó en el mar todo lo lejos que le permitió su brazo.

Más tarde se vio ascender el humo de una hoguera que habían encendido en la parte de atrás del edificio.
Debo confesar que no recuerdo qué clase de historia contaron a la servidumbre y a los clientes. El profesor se salvó milagrosamente de la sospecha de haber sufrido un delirium tremens, y el hotel de la fama de escandaloso.
No es difícil presumir qué le habría ocurrido a Parkins de no haber intervenido a tiempo el coronel. O se habría caído desde la ventana o habría perdido el juicio. Pero lo que no está en claro es si la criatura que acudió a la llamada del silbato habría hecho algo más que asustar. Parece que no se trataba de un ser material, aparte de las sábanas retorcidas que daban forma a su cuerpo. El coronel, que recordaba un suceso parecido ocurrido en la India, estaba convencido de que si Parkins se hubiera enfrentado con ese ser, habría comprobado que no tenía más poder que el de asustar. En definitiva, dijo, el incidente no hacía sino corroborar la opinión que él tenía de la Iglesia de Roma.
Y no hay nada más que añadir, en realidad; pero, como pueden imaginar, las opiniones del profesor sobre determinadas cuestiones no son ya todo lo firmes que solían ser. Sus nervios, también están destrozados: aún se estremece al ver un sobrepelliz colgando de una puerta, y la visión de un espantapájaros en el campo, algunos atardeceres de finales de invierno, le ha costado más de una noche de insomnio.












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MONTAGUE RHODES JAMES (Goodnestone, 1862 - Eton, 1936) estudió en Eton y King’s College, Cambridge, instituciones en las que luego ejercería como rector. Tuvo un vida plenamente dedicada al mundo académico aportando estudios en los ámbitos de la paleografía, arqueología, filología, estudios bíblicos y medievales; pero es recordado por las historias de fantasmas que escribió como simple entretenimiento. Su afición era tal que instauró la tradición de leer sus cuentos ante amigos y estudiantes cada Navidad. 
En toda su existencia escribió un total de 31 relatos que publicó en cuatro volúmenes entre 1904 y 1925. Aquí en España la editorial Valdemar los publicó reunidos en un solo volumen, Corazones perdidos. Cuentos completos de fantasmas, uno de los volúmenes señeros de mi biblioteca personal.

En «¡Silba y acudiré!» encontramos prácticamente todas sus señas de identidad. 
Un narrador que no es el protagonista sino alguien que conoce la historia de oídas y la refiere a una audiencia a la que suele interpelar, rompiendo la cuarta pared. El marco general de los acontecimientos efectivamente es muy cotidiano y familiar, se abre con la usual charla sobre vacaciones e incluye un ligero toque humorístico (con los caracteres de Parkins y luego del coronel) que hace que la introducción gradual del fantasma sea más efectiva y sorprendente. De hecho es el lector, y no el protagonista, el que empieza a percibir los primeros retazos del horror. Primero es una simple figura que sigue a Parkins tras recoger el silbato, luego escucha los crujidos de la cama en la habitación de al lado y por la mañana la criada le hace ver que la segunda cama de su habitación está sorprendentemente revuelta. A pesar de todo él se va a jugar al golf y a la vuelta se encuentra con un jovencito que huye despavorido tras haber visto a un extraño ser en la ventana del hotel. Sólo faltaría el toque erudito que en este relato es muy leve. El crescendo (para el lector) es palpitante, pero para el protagonista todo surge de golpe, en el enfrentamiento final. El propio M. R. James era muy consciente de lo que necesita un buen cuento: "Dos ingredientes de la máxima importancia para guisar un buen cuento de fantasmas son, a mi juicio, la atmósfera y un crescendo hábilmente logrado". También es muy característico el tipo de fantasma que imaginó, lejos ya de los espectros en castillos y ruinas del romanticismo. En palabras de Lovecraft: "El espectro habitual de M.R. James es delgado, enano y peludo: una abominación perezosa e informal de la noche, a medio camino entre la bestia y el hombre... este espectro tiene una constitución de lo más excéntrica: es un rollo de franela con ojos de araña, o una entidad invisible modelada con las ropas de una cama cuyo rostro lo forma una sábana arrugada".

domingo, 28 de enero de 2024

ANATOMÍA DE UNA CAÍDA - de Justine Triet

Francia,2023

En los últimos dos meses he visto tres películas francesas sobre juicios a cual mejor, pero ésta es la más floja. Las otras dos son Una íntima convicción (Antoine Raimbault, 2018) que supera a ésta en intriga y pasión por el procedimiento judicial; y El acusado (Les choses humaines,  Yvan Attal, 2021), una formidable película donde el debate traspasa lo judicial hasta convertirse en una reflexión social profunda y nada maniquea sobre el consentimiento y todas sus aristas. 

Anatomía de una caída gira en torno a un matrimonio que ha regresado desde Londres al pueblo de la infancia del marido, en Los Alpes franceses. Él ya no quiere seguir dando clases sino convertirse en escritor. Pero es un deseo largamente frustrado: abandonó una novela a medias y nunca acaba de atacar de lleno su presunta vocación. Mientras tanto su mujer ya ha publicado un puñado de libros. La película comienza en el salón de su casa de montaña, con la mujer atendiendo a una periodista que ha venido a entrevistarla. De pronto, en medio de la conversación, suena una música ensordecedora que proviene del ático, donde el marido se encuentra realizando arreglos. La tensión es evidente, la mujer le reconoce a su entrevistadora que ha sido mala idea citarla allí y la periodista acaba yéndose. En el plano siguiente el hijo, que quedó prácticamente ciego por un accidente del que se culpa el marido -no fue a recogerlo a tiempo al colegio-, regresa a la casa después de pasear al perro y allí, delante del porche, se encuentra el cadáver de su padre con una gran brecha en la cabeza.














Durante el resto del metraje se intentará dilucidar en un juicio si fue un accidente, un suicidio o una asesinato por parte de la esposa. Esta última hipótesis cobra certeza cuando los investigadores descubren un pen drive donde el marido tenía grabada la acalorada discusión que tuvo el matrimonio justo el día anterior a su muerte. 

Anatomía de una caída aborda las relaciones de pareja y tangencialmente cuestiones de género y sentimientos de culpabilidad. La película tiene una duración que se alarga hasta las dos horas y media, pero hay que decir que tiene buen ritmo y nunca decae el interés. También que la realización nunca se eleva por encima de la media, es meramente funcional, sin planos o movimientos de cámara que nos digan algo especial. Todo gira alrededor de la mujer pero no hay malicia, ni suspense más allá de si la declararán culpable o no.

Aunque esta tensión es suficiente para ver con gusto la película, no está ahí el centro neurálgico de la historia. Las intervenciones en el juicio y todo lo que tiene que revivir la esposa tienen que ver con ofrecernos una visión de los problemas de pareja. Ahí está el meollo; pero creo que presentándose como un thriller judicial no da la talla. La narración está carente de intriga o giros más allá de último y definitivo que aporta un recuerdo del hijo.


El juicio ocupa una gran parte del metraje y eso no ayuda porque el desarrollo procesal se muestra torpe y atropellado. Durante toda la película me causan extrañeza las acusaciones del fiscal, ya que en su totalidad no son más que meras suposiciones. Hay que tener en cuenta que nunca se ve cómo ocurrió la muerte y las pruebas son mínimas, apenas 3 gotas de sangre y una brecha en la cabeza del marido. Por eso los argumentos del fiscal, airado y condenatorio, no ofrecen más que endebles conjeturas. 

También me extraña la declaración del psiquiatra del marido que se enzarza en una discusión con la mujer, en pleno juicio, sobre la profundidad de la depresión del marido, excediendo los límites de la interpretación y la confidencialidad. Asimismo el trato del juez instructor hacia el hijo me parece fuera de lugar, un tanto despótico y como prejuzgando. 



Tampoco está muy conseguido el convertir el relato en una espiral de metaficción, dado que marido y mujer son escritores y su narrativa es autorreferencial. La entrevistadora le pregunta al inicio sobre el nexo entre realidad y ficción ya que hay mucho de biográfico en sus novelas. También descubrimos que el marido suele grabar conversaciones y discusiones con su esposa como base de su proceso narrativo. Incluso durante el juicio el fiscal lee un párrafo de un libro de la esposa donde un personaje reflexiona sobre los problemas que hay que tener en cuenta a la hora de planificar un asesinato. Creo que este aspecto no está nada definido y podemos zanjarlo como lo hace la abogada defensora, con un “No juzgamos libros, juzgamos hechos”. 

Me quedo, en cambio, con la escena de la bronca del matrimonio, que en el juicio sólo se oye, pero que la directora nos la reproduce en pantalla con los dos implicados. Todo un acierto porque ahí está el corazón de esta película. La bronca es monumental. Tras años de felicidad, frustraciones y desengaños (lo que es la vida en pareja) el marido abre la caja de Pandora de los reproches: quién se ha sacrificado más, quién lleva la batuta, quien se sale siempre con la suya, quién da más, quién recibe menos, dónde está el tiempo para mí... esa enojosa retahíla que acaba incendiando cualquier relación. La actitud de los contrincantes, los asuntos que se tocan, la gradación en el enfado...todo cuadra y se convierte en una coreografía en busca la explosión. Yo creo que esta escena -maravillosamente escrita y magníficamente interpretada- resume y eleva definitivamente la película. Lo cual está en sintonía con el objetivo de la directora, que la escribió junto a su marido, Arthur Harari, durante la pandemia: "Quería poner el foco en una pareja, donde todo es una negociación". 

Cabría interpretar entonces la caída del título, no como algo físico y mortal sino como referida al fracaso de una pareja.  Si aceptamos que éste es el asunto principal no es extraño que su desarrollo criminal-judicial esté un tanto fuera de foco.


No quiero terminar sin subrayar la portentosa actuación de Sandra Hüller, muy medida y llena de sutileza. En cada escena logra el punto exacto de intensidad y emoción, tanto cuando se trata de una declaración judicial, como en las broncas matrimoniales o en las confidencias con su hijo. Parece el despegue definitivo de la carrera de esta actriz alemana que en la presente temporada nos ofrece un doblete extraordinario, ya que también interpreta a la esposa de un comandante de Auschwitz en la sobrecogedora La zona de interés, de Jonathan Glazer.

domingo, 21 de enero de 2024

LA TORRE del HOMENAJE - de Jennifer Egan


Esto va de búsqueda de redención y de cómo encontrar nuestro lugar en el mundo, pero envuelto en una ficción realmente entretenida. Por momentos la aventura tiene ribetes góticos, dado que una parte importante de la novela se desarrolla en un misterioso castillo; pero la autora fía la potencia del libro a unos personajes con una buena ración de traumas y una estructura narrativa en la que se acumulan las historias, los puntos de vista y los transvases entre realidad y ficción de una forma muy gozosa.

La novela tiene una estructura doble. En la historia principal Danny nos cuenta su llegada a un castillo en un lugar perdido de Polonia. Su primo Howard le ha llamado para que se incorpore a un difuso proyecto de convertir el castillo en una especie de hotel /retiro espiritual donde la gente se reconcilie consigo misma. A los pocos capítulos Danny nos confiesa que prácticamente ha tenido que huir de Nueva York por un problema con la justicia y que, de niños, consideraba a su primo un bicho raro y le hizo una jugarreta, abandonarlo en una gruta en la que permaneció tres días. En esta situación Danny nos arrastra hacia su propia neurastenia, provocada por encontrarse en un lugar sin wi-fi -cosa que le agobia- y con la mosca detrás de la oreja por si su primo todavía busca vengarse.

Pero en el capítulo 6 se nos revela que la historia de Danny se la está inventando Ray desde su celda en la cárcel, ya que asiste allí a un taller de escritura creativa. La aventuras de Danny le están ayudando a liberar presión mental y a establecer una extraña relación con su profesora.



Estas dos líneas narrativas se van entrelazando de tal modo que por momentos nos asalta la duda de lo que es real o imaginario. Agudizado todo ello por el paralelismo que se da entre situaciones y personajes. Danny es un trasunto neurótico de Ray y ambos están marcados por una mujer. Para Danny no existen nadie más que Martha, ella es su ancla en la realidad, el tesoro que guarda en su particular torre del homenaje. Mientras que el sostén de Ray es Holly, su profesora. Este juego de reflejos y vasos comunicantes entre las dos líneas tiene su punto culminante en una secuencia mágica que comienza en un túnel del castillo y desemboca asombrosamente en la celda donde está Ray.

La novela es sumamente entretenida y extrañamente fascinante; pero me parece que la autora ha reunido sus brillantes materiales sin haber elegido del todo un objetivo final. Egan demuestra una vigorosa inventiva y sabe seducir tanto por lo que cuenta como por cómo lo cuenta. Su mezcla de neogótico con metaliteratura y neuras del siglo XXI es muy estimulante... pero algunos capítulos resultan insustanciales, como la caída de Danny desde una ventana que lleva a Howard a despertarlo cada dos horas para que no caiga en un "sueño absorbente"; mientras que otros caminos más cautivadores que nos descubre la autora, acaban perdidos en un limbo como pompas de jabón. Por ejemplo la historia de la anciana condesa, última de su linaje, enrocada en la torre del castillo en defensa de los derechos de su estirpe que lo habita desde el siglo XII. Primero tiene un perturbador encuentro con Danny mientras éste la ve como una joven lozana, y posteriormente logra tender una celada a Howard y todo su séquito encerrándolos en las mazmorras subterráneas... pero su historia no va a ningún lado, sólo acompaña.

Lo mismo ocurre con uno de los capítulos más inquietantes del libro, el de Danny huyendo neurótico del castillo para llegar al pueblo y descubrir que no puede salir de él. Verlo recorrer las calles que de modo indefectible lo devuelven a la plaza, mientras sus aldeanos lo observan enmudecidos, me provoca un grato escalofrío que me lleva hasta Kafka.
"Howard se volvió hacia Danny. ¿Qué, empiezas a pillar la idea?
Danny: ¿Qué idea?
Sobre este sitio.
Pues... supongo que empiezo a asimilarlo, sí.
Howard: No me refiero a nada material, a los edificios, las habitaciones y todo eso, sino a la sensación. A toda la... historia que emana del subsuelo."

Tras alternar a los dos narradores, la historia paralela de Danny y Ray busca su culminación con un narrador nuevo, Holly. Ella es quien toma la voz en la última parte, una vez que Ray ha huido de la cárcel (tanto física como mental). Y esto es coherente puesto que Holly es un personaje tanto de la historia de Danny como de la de Ray. Ella también busca su propia redención. De niña imaginó una vida para sí a la que ni siquiera se acercó por causa de las drogas y de un matrimonio frustrante. Como se ve cada uno de los personajes debe afrontar sus propios traumas y cautiverios psicológicos.

La novela, publicada en 2006, ya registra el estilo característico de Egan que ha afilado en sus novelas posteriores: gusta de utilizar estructuras narrativas poco convencionales para componer novelas polifónicas y fragmentadas en las que se acumulan puntos de vista e historias dentro de historias que viajan en el espacio y el tiempo.

Durante la primera mitad del libro la impresión es de ligereza, como de juego. Es a partir de que Ray es apuñalado en la cárcel y Holly lo visita en el hospital, cuando la trampilla cede bajo nuestros pies y todo empieza a cobrar profundidad. Ray le confiesa que mató a un amigo y por eso está preso. Holly deja entrever que su vida tampoco ha sido un camino de rosas. Traspasamos la cortina del juego y poco a poco penetramos en el drama que se escondían tras las historias. 



Para mí, curiosamente, el personaje ficticio de Danny acaba siendo el personaje principal. Aquí tenemos a un tipo complejo y neurótico cuya personalidad permea toda la novela. Danny percibe su vida como una marejada permanente. Es una especie de hipster, adicto a la conexión wi-fi y a los teléfonos, hasta el punto de evitar los lugares carentes de wi-fi. De hecho aparece en el castillo portando su propia antena parabólica.
"Danny no tenía ni idea de qué esperaba. Lo único que sabía era que vivía poco más o menos que en un estado de expectación constante, pendiente de algo que iba a suceder cualquier día, en cualquier momento, y que lo cambiaría todo, que pondría el mundo patas arriba y colocaría la vida de Danny bajo un nuevo prisma, convertida en una historia de éxito absoluto, pues cada paso y cada viraje, cada traspié y cada cagada lo habrían conducido hasta allí.
Su vida se rige por dos palabras clave: Altus y Anaconda. La primera tiene que ver con dominar la situación, "estar en el ajo". Para él disponer de información, saber lo que se cuece entre el personal otorga poder.
"conceptos como «perspectiva», «visión», «conocimiento» o «sabiduría» eran o demasiado profundos o demasiado superficiales. Así pues, Danny y sus amigos se habían inventado un nombre: Altus. El verdadero altus operaba en dos sentidos: veías pero al mismo tiempo te veían, conocías y te conocían. Era un reconocimiento de doble sentido."
La segunda palabra define la angustia que se te cuela por los intersticios cuando no controlas la situación, cuando tu necesidad de comunicación se encuentra con el vacío, cuando dejas de sentirte parte del mundo y sientes la amenaza de ser invisible: "así era como entraba la anaconda".


Ese ansia tan contemporánea de hiperconexión y "estar en la conversación" que domina a Danny le acaba provocando un sentimiento paradójico ya que en ningún lugar se siente plenamente en casa: "Estar en un sitio pero no por completo: eso era lo que hacía que Danny se sintiera en casa". Aunque esta hiperconexión, tan actual y virtual, nos es más que una entelequia para Howard.
«Howard se le acercó y, en voz baja, como si estuviera confesándole un secreto, dijo: No hay nunca nadie, Danny. Estás solo. Esa es la verdad».
«¿Se puede saber qué te dan las máquinas? Sombras, voces incorpóreas. Palabras escritas y fotos si estás conectado a Internet. Nada más, Danny. Crees que estás rodeado de personas, pero en realidad te las inventas».
Finalmente, yo creo que hay un asunto que recorre el subsuelo de esta novela. Una loa a la imaginación. Se puede decir que la novela se origina en un hecho que resulta trascendental tanto para Danny como para Ray, cuando Holly les abre la "puerta" de la mente. 
"Así pues, cuando Danny divisó finalmente una luz en el sótano del castillo y se dio cuenta de que era una puerta cerrada bordeada por un halo luminoso, cuando notó que algo le estallaba en el pecho y se acercó a la puerta, la empujó y de pronto se encontró ante una escalera curva con una lámpara encendida, sé perfectamente cómo se sintió. No porque yo sea Danny, ni porque él sea yo, ni por ninguna de esas mierdas: esto son solo cosas que alguien me contó. Lo sé porque cuando Holly mencionó lo de que tenemos una puerta en la cabeza, me sucedió algo. La puerta no era real, no existía, solo era «lenguaje figurado». No era más que una palabra, vamos. Un sonido. «Puerta.» Pero yo la abrí y la atravesé."
Esa puerta le permitió a Danny llegar hasta el castillo y a Ray concebir toda la historia en la que, por cierto, el primo Howard aparece como un adalid de la imaginación. 
"Howard: ¡La imaginación! A mí me salvó la vida. Yo era un niño gordo, adoptado, sin demasiados amigos. Pero me las apañé. Dentro de la cabeza tenía una vida que no guardaba ninguna relación con la vida que llevaba. ¿Y qué me dices de la gente de la época medieval? Se pasaban la vida entera en un pueblucho de mala muerte, sus hijos pillaban un catarro y se morían, y para cuando cumplían los treinta no les quedaban más que tres dientes sanos. La gente tenía que hacer algo para distraerse un poco; si no, sucumbían a la miseria y al aburrimiento. Por eso Jesús los acompañaba durante la cena. Había brujas y duendes escondidos en los rincones. La gente miraba al cielo y veía ángeles. Y mi idea…, mi, mi… plan, mi…
Mick: Misión. Lo dijo sin dejar de restregar el suelo por un solo instante.
Mi misión consiste en recuperar parte de todo eso, que quienes vengan se conviertan en turistas de su propia imaginación. Y, por favor, no digas «como en Disneylandia», porque se trata justamente de lo contrario.
Danny: No lo iba a decir.
Howard: La gente está aburrida. ¡Está muerta! Ve a un centro comercial y fíjate en sus caras. Yo lo hice durante años: los fines de semana iba a los centros comerciales y me dedicaba a estudiar a la gente, en busca de una respuesta. ¿Qué les falta? ¿Qué necesitan? ¿Cuál es el siguiente paso? Y de repente lo supe: la imaginación. Hemos perdido la capacidad de inventar cosas. Hemos dejado esa tarea en manos de la industria del ocio; lo único que hacemos es esperar sentados, babeando."
Pues eso. 
Yo también quiero ver ángeles. 

JENNIFER EGAN, Novelista



 Jennifer Egan (1962) nació en Chicago y creció en San Francisco. Es una de las escritoras más reconocidas de la literatura estadounidense actual. Ha publicado una recopilación de cuentos y seis novelas, entre las que destacan La Torre del Homenaje (The Keep), Manhattan Beach, El tiempo es un canalla y La casa de caramelo. Sus relatos y artículos aparecen en medios como The New Yorker, Harper's Magazine o Granta.

Egan estudió literatura inglesa en la Universidad de Pensilvania. Mientras era estudiante, fue novia de Steve Jobs en la época en que estaba diseñando la mítica computadora Macintosh. Tras graduarse, pasó dos años en el St John's College, Cambridge, donde se doctoró. Se asentó en Nueva York en 1987, donde compatibilizó sus intentos de convertirse en escritora con distintos trabajos, como camarera y empleada de un servicio de catering.

Publicó su primera novela, Invisible Circus, en 1995, pero su primer gran éxito le llegó con su cuarta novela "El tiempo es un canalla" (A visit from the Goon Squad). El libro ganó el Premio Pulitzer en 2011 y fue señalado por la revista Time como uno de los mejores de la década. 

El Tiempo es un canalla.- 
Se trata de una novela postmoderna centrada en el declive de la industria de la música estadounidense desde los años sesenta hasta hoy. Todo un retrato tragicómico y nostálgico compuesto por trece historias interconectadas que giran alrededor de la vida de Bennie Salazar, antiguo rockero punk envejecido, transformado ahora en ejecutivo discográfico y Sasha, su apasionada y problemática asistente. Con la música palpitando en cada página, Egan muestra los efectos del tiempo y la tecnología en las personas, así como las transformaciones que provocan en nuestras vidas. Una historia generacional que aborda desde la contracultura de San Francisco en los años sesenta hasta el hastío de los noventa y la incertidumbre posterior al 11S.

La novela es polifónica y fragmentaria y presenta una variopinta red de personajes a través de los cuales traza un lúcido retrato de la era digital. Las técnicas narrativas de Egan siempre resultan novedosas y en este caso fue muy comentado el capítulo que se presenta formateado como una presentación de Powerpoint. También resulta inquietante el relato final, que reúne a algunos de los protagonistas de los capítulos precedentes y nos presenta un futuro alarmante e hipertecnificado donde los bebés son los principales clientes de las discográficas.

En 2022 apareció una especie de secuela, La Casa de Caramelo (Candy House) donde Egan rescata algunos de los personajes de El tiempo es un canalla, pero sobre todo permanece fiel a ese peculiar estilo suyo, poliédrico y fragmentario, mientras retoma su exploración desencantada del mundo digital y de redes sociales.
Con una asombrosa variedad de recursos narrativos, Egan nos cuenta la historia de diversos personajes que buscan una conexión real en un mundo cada vez más digitalizado e hiperconectado.

Nueva York, 2010, Bix Bouton es un empresario en horas bajas que da con la tecla para reactivar su carrera al patentar una aplicación capaz de acceder a todos nuestros recuerdos, compartirlos, cederlos y externalizar nuestra memoria. La trama se desarrolla desde los años sesenta hasta 2035 y según Carlos Zanón "Egan tiene el acierto de que esa excusa argumental sea solo la puerta de entrada y de salida al laberinto. Sin aviso, pero tampoco bruscamente, dejamos a Bix y pasamos a entrar por el centenar de otras puertas que nos llevan a trozos de historias de personajes muchos de ellos enlazados entre sí. Como si la novela albergara un montón de cuentos realistas —amén de algunos con los que corre severos riesgos formales—, la narrativa de la norteamericana no nos deja de la mano, interesándonos peripecias y criaturas —con independencia de su sexo, edad, situación—, creando una red de araña de seres escritos que parecen estar vivos, casi levantándose del papel."

Manhattan Beach (2017) se publicó entre medias de las dos novelas comentadas y en ella la autora varió el registro, entregando una novela histórica convencional que sigue la vida de una familia en Brooklyn durante y después de la Depresión. Ambientada durante la Segunda Guerra Mundial sigue a la intrépida Anna Kerrigan, una de las primeras buceadoras del ejército, mientras explora la desaparición de su padre, un ex hombre de bolsa del hampa, en cuya indagación acabará enredada con un gángster carismático.
Con un fondo de intriga y un gran ritmo la autora nos sorprende con una historia en la que, de la mano de Dexter y Anna, visitamos desde los clubs nocturnos de Manhattan hasta los antros del Bronx pasando por las mansiones de Long Island; todo un universo plagado de criminales, marineros, banqueros aristocráticos y sindicalistas.
Según sus propias declaraciones la escritura de este libro le proporcionó un enorme placer relacionado con la profunda labor de investigación que tuvo que realizar para reconstruir la intrahistoria de Nueva York. Esa tarea incluyó la lectura de clásicos como Llámalo sueño, de Henry Roth y Bajos fondos, de Luc Sante; además de libros técnicos como manuales de navegación de los años 40.