El gran Woody Allen regresa a su cita anual con las salas y nos entrega una cinta modélica, de envidiable ritmo dramático y personajes trazados con maestría. Si a eso le sumamos el aderezo -aunque tangencial- de la crisis representada en los fraudulentos tejemanejes de los poderosos, tenemos una obra redonda. Algunos discuten si alcanza para obra maestra. Es cierto, quizás le falte una cierta espuma, un cierto aura. No sé. El tiempo lo dirá. Lo que no cabe duda es que la película es excelente.
Jasmine es guapa, sofisticada, siempre ha triunfado en la vida. Lo mismo que su marido en los negocios. Pero la historia comienza con Jasmine en un avión, a punto de un ataque de histeria, huyendo del derrumbe de su mundo y con su marido detenido por fraude. Va buscando cobijo a casa de su hermana Ginger, en el colorista y proletario barrio de Mission, en San Francisco. De su fortuna apenas quedan unas prendas de Chanel y su juego de maletas Vuiton. Jasmine está desesperada por recomponer su vida de lujo. Mientras tanto, Ginger, menuda y feúcha, intenta apañar su mediocre existencia con un novio palurdo y un trabajo de cajera en un supermercado.
En la función se producen dos choques. Uno entre estas dos hermanas y sus mundos tan dispares. Otro, en el corazón de la propia Jasmine. Los flashbacks donde la vemos levitar como un ángel por su lujoso apartamento en Manhattan, se contraponen dolorosamente a su condición actual. Necesita encontrar un trabajo, necesita beber menos, necesita un marido rico que la rescate del infortunio.
Los recuerdos de Jasmine son un combinado de mentiras y cócteles. Al fondo de sus encantadoras recepciones siempre está el marido (Alec Baldwin) con sus socios. En sus veladas conversaciones entrevemos la componenda y el fraude. Jasmine sonríe a todo e incluso firma a ciegas algunos documentos que su marido le presenta. Este leve toque de crítica social es suficiente. Llevamos ya cinco años de crisis. Nos las sabemos todas y no importa ya si es un Madoff o un Lehman. Allen se centra en el drama de Jasmine.
Y se puede decir que lo borda.
El personaje roto que le regala a Cate Blanchett es de envergadura. En pago, ella le devuelve una interpretación maravillosa, compleja hasta la extenuación y rebosante de matices: rabia, dolor, encanto, dulzura, determinación, angustia y hasta locura.
En esta verdadera rueda de la fortuna, vemos primero a Jasmine en el apogeo de su magnificencia, luego encerrada en el antro de su hermana aguantando los gritos de sus palurdos amigos. Y finalmente buscando el rescate de un nuevo millonario. Al fin y al cabo sigue siendo hermosa y encantadora.
Además, Jasmine tiene un efecto de mimetismo sobre Ginger, la cual acaba teniendo una aventura liberadora. Pero al final las aguas vuelven a su cauce. Jasmine se enfanga en sus propias mentiras y Ginger descubre el fiasco en el que se ha metido.
Se puede decir que Allen nos vuelve a contar lo de siempre; pero es tan certero, irónico, y elegante en su exposición que nos termina seduciendo.
Las situaciones se engarzan con armonía, el drama progresa sin estancarse y todo el conjunto desborda talento apoyándose en unos intérpretes que bordan sus papeles. Cate Blanchett está inmensa; pero también la menuda Sally Hawkins que deslumbra en su fragilidad y el recién descubierto Bobby Cannavale (Third Watch y Boardwalk Empire), que suma el punto del tosco novio.
No voy a olvidar los sets de Woody Allen. A mí me gustan particularmente las calles de sus películas; aquellas vigilancias que hacían Alan Alda y Diane Keaton en Misterioso Asesinato en Mahattan o aquellas carreras de Michael Caine para hacerse el encontradizo con Barbara Hershey en Hannah y sus hermanas.
En la que nos ocupa, Jasmine visita San Francisco, el Sunset District justo al lado del Golden Gate Park. Una nueva delicia de este diletante urbano.
Como curiosidad, he aquí un artículo sobre el vestuario de Jasmine. Un asunto crucial para la composición del personaje, en el que Cate Blanchett estuvo realmente implicada.
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