martes, 30 de julio de 2013

Alarico sobre Roma











Pierre Michon evoca en El Emperador de Occidente, la marcha sobre Roma del rey godo Alarico. En sólo un par de páginas Atalo, el músico que acompaña al rey, nos relata la confesión que éste hace a un eremita, el fugaz anhelo que lo guía. Conquistador de fe arriana, convertido en alucinado perseguidor de una quimera.


"Dicen también que, mientras marchaba sin freno hacia Roma abierta, cuando cerca de Rímini el eremita a su encuentro acudió, cruz en alto y vociferando, de lejos atronando y conminándolo por las Tres Personas a dar marcha atrás, con grandes gestos indignados distribuyendo por las cuatro esquinas del mundo la indignación del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el Amén que las sella, dicen que frente a sus estandartes detenidos se adelantó solo y llanamente hacia esa pequeña forma valiente, proferente y mugrosa, que con familiaridad tomó bajo su brazo al santo eremita y, riéndose, le dijo que hubiera querido no seguir avanzando, si tan sólo dependiera de él, pero que una fuerza desconocida y sin ninguna duda sobrenatural lo empujaba a pesar suyo hacia Roma, lo arrojaba a patadas a ese abismo o lo sentaba por la fuerza sobre ese trono, aplastándole los hombros como una arpía posada. Una fuerza, sí, y no un donaire. Porque no dicen que eso era como una música, como una orquesta de ángeles colgados allá arriba, en las nubes que pasan, una orquesta a la que le seguía la melodía, que siempre se le escapaba, iba más lejos, detrás de los álamos, cuando se atravesará el río, luego detrás de aquellas colinas todavía, y sobre aquel templo incendiado parecía detenerse, palpitar un instante en aquellas llamas, aquellos gritos, estaba allí, no, ya con el humo estaba más lejos, sin tregua delante de él huyendo hacia Roma en la distancia. 
Y cuando sus guerreros, al canto de los salmos y tajando en abundancia, hubieron tomado Roma también en nombre de las Tres Personas, que no eran exactamente las del eremita, cuando bajo los altares rotos y los copones fundidos de cada iglesia, las sedas de las patricias puestas a los caballos y los mármoles orinados de cada palacio, él hubo buscado aquel cántico, cuando hubo aguzado el oído ante los gritos de las vírgenes raptadas, los sollozos de las matronas y los estertores de casi todos, cuando supo que aquel cántico no estaba bajo la púrpura  ni bajo el grado flamante y pomposo, para él solo escogido, de Maestre General de los Ejércitos de Occidente, ni mucho menos en el corazón frío de todo el oro de Occidente del cual, ahora, él disponía, cuando cien veces el cuerno ronco hubo exhortado ese cántico a aparecer sobre el Capitolio, una cancioneta chispeó sobre el foro en las últimas cenizas, volvió a pasar por las puertas, se dirigió de nuevo hacia el sur y él la siguió. No era el gusto del oro, no, ni el de las masacres, ni el de ser el primero de los mortales; era esa frase infinita que siempre se nos escapa, va a otra parte con las nubes, sólo culmina en el cadáver; era lo que le falta y era quizás el mundo. Para esa oquedad, yo tocaba la lira."


Págs. 138 y 139 de El Emperador de Occidente. Pierre Michon, Editorial Alfabia. 2009. Barcelona

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