sábado, 27 de mayo de 2023

EL DOLOR de AQUILES - por Theordor Kallifatides

Menelao sosteniendo el cadáver de Patroclo - Florencia


La novela de Theodor Kallifatides, El asedio de Troya, nos vuelve a llevar a las puertas de Troya donde los aqueos llevan diez años asediándola. Kallifatides utiliza el artificio de que sea una maestra la que efectúe el legendario relato a sus alumnos, mientras están refugiados en una cueva durante los bombardeos que asolan su pueblo en la Segunda Guerra Mundial. El autor griego incide en un relato guerrero y sangriento en el que los dioses han desaparecido y sólo quedan las ardientes pasiones de los humanos. La descripción de tremendas batallas, con lanzazos, cabezas rodando e intestinos saliéndose de los vientres como serpientes pretende inculcar en los alumnos el horror de la guerra y su contumaz persistencia en la historia del género humano.

Aquiles, enfadado con el rey Agamenón no participa en la guerra, pero le permite a su amigo/amante Patroclo que vista su armadura y comande a los mirmidones para ayudar a unas huestes griegas en retroceso. El joven obtiene algunas victorias pero finalmente cae muerto al enfrentarse a Héctor. La muerte de Patroclo desatará una cólera en Aquiles tan impetuosa que arrasará a los troyanos, llegando a matar a Héctor, cuyo cadáver deshonrará arrastrándolo atado a su carro. Lo cual no le impedirá más tarde mostrarse compasivo con el rey Príamo, cuando acude a su tienda para suplicarle poder enterrar a su hijo. Pero antes de todo esto Aquiles está concentrado en las honras fúnebres de su amado Patroclo que resultan a la vez feroces, conmovedoras y sangrientas. 
 




Aquiles muestra el cuerpo de Héctor a los pies de Patroclo - Joseph Taillason, 1769











«Aquiles regresó de vuelta con sus hombres. Habían ido a sus tiendas para dormir. Él no podía. Estaba muy cansado, pero no lograba conciliar el sueño. Al final se sentó en la playa. Soplaba un viento del este ligeramente refrescante, que traía consigo los gemidos y el llanto de los troyanos.
El destino de Patroclo era morir a manos de Héctor. El destino de Héctor era morir a manos de Aquiles. "¿Quién o cuál será mi destino?", se preguntaba. En ese momento le gustaría tener a Briseida a su lado. Ella siempre podía dormirlo con sus caricias. Sólo imaginársela lo tranquilizaba, y se sumió en un profundo y agitado sueño plagado de pesadillas e imágenes perturbadoras. Perseguir a Héctor a los pies de las murallas de Troya y bajo todas aquellas miradas lo había hecho sentirse más como un verdugo que como un héroe. Pero lo que más lo atormentó fue que Patroclo se le apareció en sueños y se le quejó amargamente.
—¿Cómo puedes dormir, Aquiles? Fuiste mi fiel amigo en vida, pero no en la muerte. Estoy vagando a la entrada del Inframundo, y los viejos héroes y reyes muertos no me dejan entrar porque no has incinerado mi cuerpo. Tiéndeme la mano por última vez. También a ti te aguarda un destino. Pero prométeme que meterás mis cenizas en la misma urna dorada a la que irán a parar las tuyas. ¡No me dejes reposar lejos de ti!
Así habló Patroclo en sueños y Aquiles estiró los brazos para abrazarlo, pero no había nada que abrazar. Ese vacío era tan palpable que lo despertó, igual que el silencio a veces puede ser más atronador que el aullido de unos lobos.
El día amaneció con un brillo tras el monte Ida, resplandeciente como una novia camino de su boda. Agamenón mantuvo su promesa. Los suyos ya se habían puesto a talar robles jóvenes y viejos, y los iban cortando en leños que ardían fácilmente y que iban apilando unos sobre otros donde quería Aquiles.
A continuación, ordenó a los mirmidones que se pusieran la armadura y engancharan los caballos a los carros. Encabezaban el desfile. Tras ellos iban miles de soldados de infantería como una nube parda. Cuatro dirigentes llevaban la parihuela de Patroclo, cubierta de cabello. Todos los aqueos, conocidos por sus largas melenas, se habían cortado el pelo.
Aquiles sujetó la cabeza de su difunto amigo para luego entregarlo con sus propias manos a la muerte. Cuando llegaron a la pira, también él se cortó su frondosa cabellera de color rubio rojizo y la colocó sobre las yertas manos del difunto.
Muchos prorrumpieron en llanto y llorarían hasta que se pusiera el sol sobre su pena, pero Aquiles pidió a Agamenón que enviara el ejército de vuelta a las naves para cenar.

Detalle de los juegos funerarios de Patroclo - Jacques-Louis David



Tan sólo se quedaron los amigos más cercanos de Patroclo, que subieron desconsolados su cuerpo a la pira, de casi cuatro metros de ancho por cuatro de alto. A continuación, sacrificaron un gran número de ovejas y bueyes y los descuartizaron. Aquiles ungió el cuerpo con la grasa de los animales, cuyos cuerpos despellejados apilaba en torno al cadáver. Después añadió unas tinajas llenas de aceite y miel. Y también cuatro caballos. Pero no era suficiente. Degolló incluso a dos de sus nueve perros, a los que solía dar de comer en la mesa.
Pero lo peor de todo, lo más nefario, estaba por llegar. A escasa distancia de la pira estaban los doce jóvenes troyanos que habían apresado en el río. Miraban todo aquello con creciente pavor. Cuando eran pequeños seguramente soñaban con convertirse en héroes, con despertar la admiración y el amor de bellas mujeres, con ser objeto de canciones y leyendas. Ahora estaban sobre la suave arena atados de pies y manos, apretados unos contra otros y, sin embargo, no estaban juntos. Cada uno pensaba en su propia familia o en su propia amada. Cada uno pensaba en la propia muerte. No se les daría sepultura, sus cuerpos vivos se convertirían en ceniza. En eso pensaban y lloraban en silencio. Sabían que nada ni nadie podría ayudarlos.
No muchos dominan el arte de cortarle el pescuezo a una cabra o una oveja. Todavía menos dominan el de rebanárselo a una persona de un solo tajo, pero Aquiles era uno de ellos y era el más atroz. Uno por uno le llevaron a los jóvenes troyanos allá donde estaba, con las piernas abiertas y la afilada espada en las manos. Quería mirarlos a los ojos. Quería que lo miraran a los ojos. Quería ser lo último que vieran.
Y lo fue.

Estaba rociado de sangre, pero seguía, como poseído por una furia sacrílega. Incluso algunos de los viejos dirigentes pensaban que había ido demasiado lejos, pero se mantuvieron callados.
Por último, agarró dos antorchas prendidas, una en cada mano, y gritó tan alto como pudo, de manera que hasta su difunto amigo pudiera oírlo.
—Recibe nuestro saludo, Patroclo, en el Reino de los Muertos. Todo cuanto te prometí se ha cumplido. Doce jóvenes hijos de nobles troyanos te harán compañía en la hoguera. No así tu asesino. A Héctor lo tiraremos a los perros.
Aquello era extraño. El fuego no prendía y los perros no tocaban el cadáver de Héctor.
"Los dioses deben haberlo querido mucho", pensó Aquiles, y sintió algo posiblemente similar a la simpatía por el hombre al que tan burdamente había humillado.»






☙☘






Inevitablemente esta humanidad sufriente de Aquiles me ha recordado el poema de Louise Glück titulado




El triunfo de Aquiles



En la historia de Patroclo,
no sobrevive nadie, ni siquiera Aquiles,
que era casi un dios.
Patroclo se parecía a él; usaron
la misma armadura.

En estas amistades,
siempre hay uno que atiende al otro,
la jerarquía
se nota todo el tiempo, aunque no se pueda
confiar en las leyendas:
su fuente es el que sobrevive,
el abandonado.

¿Qué eran las naves griegas incendiadas
en comparación con esa pérdida?

En su carpa, Aquiles
lo lloró con todo su ser,
y los dioses vieron
que ya era un hombre muerto, víctima
de la parte que amaba,
de la parte mortal.

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