jueves, 31 de octubre de 2013

El atlas de las nubes



María José Obiol  es una desprejuiciada gourmet de la literatura. Valoro enormemente sus opiniones. Aquí, nos presentaba la nueva novela de Mitchell (El bosque del cisne negro) y recuperaba la lectura de El atlas de las nubes, cuya traducción al cine por los Wachosvky y Tom Twiker fue un fiasco.
La periodista sigue el hilo de la metáfora musical y nos incita a un acercamiento más gozoso y literario.






Sexteto para solistas

“Al inicio está ese amanecer encapotado que envuelve la bahía y desfigura al Prophetess, un barco mercantil en reparación”. Eso se lee en el diario de Adam Ewing, un abogado americano que espera partir desde las islas Chatman rumbo a su California natal. Es el año 1850, y lo que parecía iba a ser una lectura tranquila pues al conocer aspectos de la historia, tanto de la película basada en El atlas de las nubes, las caracterizaciones y duplicidades de sus personajes, como que el autor de la novela, David Mitchell, situaba escenarios ya en la mitad del siglo XIX ya en un futuro posapocalíptico, me iba a permitir entrar en el texto sin demasiadas sorpresas.

Me equivoqué, pues en cada página había un motivo que me inducía a seguir. Lo que resultaba sencillo, inquietaba; la risa producía desazón, y si lo incomprensible se transformaba en lógico y lo que parecía irresoluble se desvelaba transparente, no es extraño que lo sobrecogedor me sedujera. No en vano, esta es una narración compuesta de diferentes relatos cuyo encaje es excelente, y cuya mejor definición sobre su estructura la refiere el músico Robert Frobisher. Él habla de una obra musical propia que lleva el título de la novela. Dice así, El atlas de las nubes “es un sexteto para solistas que se solapan: piano, clarinete chelo, flauta, oboe y violín, cada uno en su clave, escala y tono. En la primera parte, cada solo se ve interrumpido por el siguiente; en la segunda, se retoma cada interrupción en orden inverso”. Atención, pues Robert Frobisher es un personaje de la novela, así que hagámosle caso y sustituyamos a los solistas, el oboe, el clarinete, el violín… y démosles otros nombres. Adam Ewing, en 1850; Robert Frobisher, en 1931; Luisa Rey, en los años setenta; Timothy Cavendish, en nuestro tiempo; Sonmi-451, en el siglo XXII, y Zachry, el vallesino que habla cabrés, en un futuro posapocalíptico que nos instala en el final de los tiempos. 

Y sí, cada uno de los protagonistas tiene su clave y su tono, porque el autor utiliza un género literario diferente para cada historia. La aventura, el humor, la novela negra, la ciencia ficción… Y también cambia la palabra en su escritura: el diario, la epístola, el periodismo, la investigación, el interrogatorio… Estupendo Mitchell. En El atlas de las nubes, los siglos se caminan hasta llegar a un universo devastado y, a partir de ahí, como en la partitura de Frobisher, hay que rehacer el recorrido y regresar al Prophetess, donde nos espera Ewing.

Esta es una estupenda novela coral donde los protagonistas son esos relatos que parecen independientes pero que forman parte de un todo muy bien ensamblado, y a pesar de ese nexo común entre los personajes: un antojo en su piel con forma de cometa, no me apunto a la historia de la reencarnación y hago piña con el irreverente y fantástico Timothy Cavendish, ese editor al que le llega un manuscrito donde se cuenta lo que el lector ya ha leído. Cavendish declara que esa posibilidad de que Luisa Rey sea la reencarnación de Robert Frobisher es “un rollo demasiado hippie-grifota”. ¡Bravo, Cavendish!, para en el momento siguiente descolocar a esta lectora comentando que él también tiene un antojo debajo del sobaco, pero que ninguna amante le ha dicho que se pareciese a un cometa. 

No he visto la película, pues atendí la crítica de Javier Ocaña, y no quiero que rostros tuneados y camuflados, ni almas de personajes que se desplazan a través del tiempo, me alejen del disfrute que he tenido al leer ese original y bien trabado juego estructural de El atlas de las nubes, que en 2006 fue publicada por Tropismos y ahora reeditada por Duomo. Regreso a mi amigo Cavendish, protagonista de una historia excelente y delirante, y compendio el mismo de sarcasmo y sabiduría, quien ante su desesperada situación declara: “Los libros no ofrecen una verdadera escapatoria, pero pueden impedir que una mente se despelleje viva de tanto rascarse”. Pues eso."



El atlas de las nubes. David Mitchell. Traducción de Víctor V. Úbeda. Duomo Ediciones. Barcelona, 2012.

Otra buena reseña del libro en LaEspadaEnLaTinta

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