Afternoon Mass, de Paul Delvaux |
A la memoria de Coco.
1
La noche era calma,
agradable, con algo de fresco; había estrellas en los trozos de un cielo muy
nítidamente negro, sin luna, que era posible observar en los espacios libres
entre edificios; había un silencio dominante, un manto de serenidad que
transformaba cualquier ruido molesto en un eco apagado, lejano. La calle
aparecía desierta pero amable, como si las casas y los árboles fueran moléculas
de un gran ser bondadoso. Estas percepciones no escapaban del todo a mi
conciencia, pero yo no estaba en condiciones de abandonarme alegremente a
ellas; mi mente se hallaba distraída, manejada por una preocupación. Imaginaba
a Nancy, completamente desnuda por esas calles, como en un cuadro de Delvaux;
y sin embargo la escena no era surrealista, porque el silencio no era oprobioso,
ni el cielo triste, ni misteriosa la ausencia de hombres. Me imaginé a mí mismo
desnudo, y traté de sentir la noche sobre la piel. Sí; Nancy tendría, tal vez,
un poco de frío.
Di una vuelta a la
manzana. Luego, en el punto de partida otra vez, crucé la calle y di vuelta a
la manzana de enfrente. Y así fui trazando un recorrido obsesivo, una inútil
exploración sistemática.
Mucho más tarde —ya
bastante lejos de casa—, oí que me llamaban dos prostitutas que estaban refugiadas
en un portal. Seguí de largo, luego me detuve y volví sobre mis pasos.
—¿No han visto a
una mujer desnuda? —pregunté. Ellas rieron.
—Aquí hay muchas
—dijo una, delgada y de piel más bien obscura. mostrando al sonreír huecos en
el lugar de algunos dientes; con la mirada señalaba hacia el corredor mal
iluminado que se abría junto al portal.
—No —dije, moviendo
la cabeza—. Yo busco una en especial. Es rubia. más bien gordita, y anda por la
calle.
Ellas
intercambiaron algunas señas. La que hasta ese momento no había hablado, más
baja y más agradable que la otra, señaló un punto en la esquina, sobre la
vereda de enfrente.
—Hace un rato pasó
por aquí, y entró en ese bar —dijo. Mentía porque estaba asustada; creían que
yo estaba loco y trataban de sacarme de allí rápidamente. Sonreí, les dí las
gracias y me encaminé hacia el bar; de todos modos me hacía falta tomar algo
fuerte, aunque no es mi costumbre, y también quería comprar cigarrillos. Sentí
a mis espaldas el rápido taconeo de las mujeres, que se alejaban tal como había
previsto.
Entré al bar, me
acerqué al mostrador y pedí un paquete de cigarrillos. Luego busqué una mesa.
Todas estaban desocupadas. salvo dos de ellas, que se habían reunido para
formar una, alargada; y a su alrededor había un grupo de hombres y mujeres. La
reunión parecía presidida por un hombre grande, gordo y bastante maduro, que
me resultó vagamente familiar. Cuando miré hacia allí, el hombre gordo me miró.
y también hubo en él, sin duda, un amago de reconocimiento; no pudimos evitar
un saludo cortés, una silenciosa inclinación de cabeza. Luego fui a sentarme
cerca de un rincón, junto a una ventana. El hombre gordo quedaba de espaldas a
mí, y al mismo tiempo me hacía poco visible para el resto de esa gente
—quienes, para mirarme, deberían hacer un esfuerzo notorio—. Se acercó un mozo
somnoliento y con la chaqueta extremadamente sucia. Le pedí media medida de
whisky con hielo, y esperé que volviera mirando por la ventana hacia una
obscuridad neutra. Desde la otra mesa llegaba una conversación desordenada a
ininteligible, algunas risas cantarinas de mujer y, a veces, alguna mirada
fugaz de alguien que trataba de espiarme con disimulo.
De pronto, cuando estaba por llevar a los labios por primera vez el vaso, el gordo se levantó de su silla como por una súbita inspiración —creando un silencio repentino en su mesa—, se dio vuelta y avanzó unos pasos hasta llegar a mí; tenía la mano extendida y una amplia sonrisa. Evidentemente estaba ebrio, pero era un hombre sólido.
—Caballero —dijo, ceremoniosamente y con una ligera reverencia, mientras nos estrechábamos la mano—, sé reconocer a un caballero y hombre de bien. En esta piojosa ciudad, de ladrones portuarios y otras yerbas, un caballero se destaca tan nítidamente como... —buscó una imagen apropiada, revoleando un poco los ojos, y no tuvo mucho éxito—... como una cucaracha flotando en un vaso de leche. Mis amigos y yo nos sentiríamos sumamente honrados si usted se dignara compartir nuestra mesa. Por otra parte, no es bueno beber solo. Y por otra parte aún, se advierte claramente que usted tiene un Problema Trascendente, que compartiríamos gustosos si usted nos permitiera.
Desde su mesa nos miraban francamente y con expectación. Vi el brillo de unos pares de ojos femeninos muy atractivos. Y el gordo me resultaba irresistiblemente simpático. Sin pensarlo dos veces me levanté y me acerqué a él, con el vaso en la mano. El gordo pasó su brazo derecho sobre mi espalda, y una mano enorme me apretó el hombro. Así caminamos hasta la mesa alargada, y él me cedió ceremoniosamente su lugar de privilegio a la cabecera, frente a una mujer morocha con unos ojos verdes fascinantes. Luego trajo una silla que estaba junto a una mesa vecina, desocupada, y se sentó a mi derecha, sobre la esquina de la mesa, entre una mujer rubia y yo. Desde allí me presentó a su troupe con voz atronadora. No dio ni preguntó nombres; se limitó a repetir, mi condición de caballero y a pedir que todos brindaran por este encuentro que, según dijo, no era obra del azar. Ellos levantaron, sonrientes, sus vasos, y yo hice lo propio. Después de un breve silencio, durante el cual todos me estudiaron y yo comencé a explorar tímidamente una cara tras otra, encontrando en todas expresiones de simpatía, el gordo volvió a hablar.
2
—Mi buen señor
—dijo—, no crea que somos unos ociosos que se aburren. Somos, más bien, unos
desesperados que se asfixian. Hemos cometido el pecado de un exceso de
inteligencia. ¿Comprende? Allí está Miriam —señaló. con la cabeza a la morocha,
en el extremo de la mesa opuesto al que yo ocupaba, y ella bajó púdicamente
los hermosos ojos—, con su Teoría del Alma. Alfredito —señaló al hombre
pequeño, de gruesos lentos y dientes en forma de serrucho, ubicado a la derecha
de Miriam—, expulsado de la sociedad psicoanalítica.
Habló también de
los otros, pero sus palabras me llegaban sólo en forma subliminal, mientras me
perdía en la contemplación de los ojos verdes que me fascinaban.
—Y yo —tronó por
fin el gordo—, yo soy viejo. Debería ser un viejo pederasta, pero elegí el
alcohol —se quitó de un tirón la peluca de color castaño y su rostro se hizo
efectivamente más viejo y más blando. Con un movimiento despreocupado arrojó la
peluca a la calle, a través de una ventana abierta—. Como abogado defiendo
sólo los casos perdidos. Soy de otra generación.
Todos habíamos
quedado impresionados por el gesto de tirar la peluca. Yo sentí que debía
hablar en ese momento, a riesgo de hundirme en mi timidez y no poder salir de
ella.
—A mí se me perdió
una mujer —dije—. Salí a la calle a buscarla —noté que todos se animaban, y aunque
pensé que me arriesgaba a que aquella gente fuera en verdad un grupo de
aburridos, también pensé que debía darles algo de mí mismo. Allá ellos si se
divertían a mis costillas—. Lo curioso del caso es que toda su ropa quedó en
mi apartamento —agregué, y se escuchó un suspiro que amenazaba con dejar al
local sin oxígeno.
—Yo sabía —murmuró
el abogado, casi llorando—. Cuando lo vi entrar, yo supe que usted era un
hombre señalado por el Destino.
El que estaba a mi izquierda, frente a la mujer rubia —pálido, de profundos ojos negros, el más callado del grupo—, se animó con un interés casi científico. Comenzó a hacerme preguntas. Poco a poco fui narrando mi historia con todo detalle: la mujer se llamaba Nancy, era una especie de prostituta que venía de tanto en tanto a mi apartamento, pero con quien había trenzado una forma de relación que se hacía difícil encasillar y que desbordaba su mero oficio. Era gordita... más bien gorda; relativamente joven; cabello teñido de rubio; etcétera.
Paul Delvaux, The Joy of Life |
— ¡Y hoy se le fue,
sin más, completamente desnuda! —exclamó.
—Sí —dije, y me
aclaré la garganta, sin atreverme a mirar a las mujeres—. Pero yo no le había
hecho nada... nada de nada, en ningún sentido... Salió de la pieza murmurando
algo que no entendí, y yo pensé que estaría en el baño...
—Después registró
el apartamento... y nada, ¿verdad? —el gordo se mostraba cada vez más
regocijado.
—Nada —respondí, y
miré fijamente mi vaso. El gordo bebió de un trago el contenido del suyo, y
luego golpeó la mesa con la palma abierta, haciendo tambalear tanto la mesa
como todo lo que había sobre ella, con un ruido fenomenal. La rubia que estaba
a nuestra derecha, a quien en algún momento habían llamado Beatriz, saltó en la
silla.
—Al final, ¿qué
somos? —bramó el gordo—. Por una vez en esta vida piojosa, tenemos la
oportunidad de mostrar que somos Hombres. ¿Vamos a seguir con nuestros juegos
de salón? Ah, no. Ya estoy harto de mí mismo y de todos ustedes. Ha llegado la
hora de ser —se levantó, como la otra vez, de golpe, y en la caja pagó las
consumiciones. Después fue hasta la puerta del bar y nos hizo un ademán
imperioso de que lo siguiéramos. Salió a la calle sin volverse a mirarnos.
Todos nos apresuramos en seguirlo.
3
Éramos siete, un
número exagerado para la camioneta que estaba estacionada frente al bar; pero
el abogado insistió; y nos apretamos tres en la cabina, y los otros cuatro
fueron atrás, en la parte descubierta. El gordo manejaba. Yo estaba junto a él,
y a mi lado iba Miriam.
—Sé muy bien lo que
haremos —decía el gordo, conduciendo a una velocidad desatinada por las calles
del centro, alejándose de él—. Tengo un viejo cliente que amaestra perros. Lo
que usted necesita es un buen sabueso.
Yo me dejé invadir
por la tibieza del alcohol y sobre todo por el calor del cuerpo de la morocha,
muy apretado contra el mío. No estaba tensa, no se molestaba por el contacto
forzado. Poco a poco fui sintiendo que mis temores comenzaban a disolverse.
Ellos estaban locos, y yo también; entonces, todo estaba en su sitio. No
pensaba en que fuera a salir nada bueno de esa aventura; probablemente terminaríamos
en la cárcel o, en el mejor de los casos, con un buen dolor de cabeza al día
siguiente. Ya la medianoche había quedado atrás y se me hacía evidente que
pasarían unas cuantas horas antes de que pudiera descansar. Sin embargo, en
ningún momento se me cruzó por la mente la idea de desprenderme de ese grupo.
Cuando los
edificios se fueron haciendo más bajos y escasos, y aparecieron grandes
extensiones baldías, los cuatro que iban al descubierto comenzaron a cantar.
Por fin llegamos a
un caserón, ante el cual se detuvo la camioneta. Se oían algunos ladridos
aislados. El gordo apagó el motor.
Bajó él solo, y lo vimos buscar el timbre de la puerta
ayudándose con la llama de un encendedor. No había timbre, al parecer. Entonces
aporreó la puerta y gritó un apellido.
Primero
respondieron los perros, con una mezcla de aullidos y ladridos que venía desde
algún lugar en los fondos del caserón. Luego se encendió una luz en una ventana
del piso superior, pero también una luz en una casa vecina, a unos cincuenta
metros de distancia. Se oyó el ruido de una cortina de enrollar que subía y
vimos a un hombre en paños menores que se asomaba a un balconcito.
—Soy yo
—tronó el gordo—. El doctor Wellington.
—¿Quién?
—preguntó el hombre, semidormido—.
¿Qué quiere?
—El doctor
Wellington, ¿recuerda? El pleito por la sucesión... hace unos años...
—¿Qué quiere?
—insistió el dueño de casa, sin dar muestras de recordar a su abogado y
mostrando sí un evidente malhumor.
—Necesito un
sabueso para seguir un rastro.
—¿Ahora? —el hombre
se iba poniendo furioso.
—Sí, es urgente.
Hay una mujer que puede agarrar una pulmonía...
El hombre
desapareció de nuestra vista, y esperamos en tensión mientras el abogado nos
hacía ademanes tranquilizadores desde la puerta. Después de unos minutos, el
hombre reapareció con un balde. Los perros seguían alborotando, y otras casas
en las inmediaciones comenzaron a iluminarse.
—Esto es agua
—gritó el dueño de los perros desde su balcón—. Váyanse de inmediato,
borrachos.
—Pero...
—Y esto es un
revólver —agregó, levantando la mano derecha en la cual se veía, efectivamente,
el brillo del metal—. Primero el agua, y después los tiros.
El abogado volvió a
la camioneta. Se sentó al volante, y su cara tenía un color granate. Respiraba
con furia.
—Imbécil
—masculló—. Monstruosamente imbécil.
4
La camioneta volvió
a detenerse, ahora en un lugar desolado próximo al mar. A nuestra derecha se
veía un esmirriado bosquecillo de tamariscos, y el único farol cercano también
permitía ver una costa rocosa, con algo de arena y de pasto. De tanto en tanto
brillaba un filamento fosforescente, verdoso, cuando las olas rompían con
fuerza contra alguna formación de rocas; y se oía el fragor del mar.
Paul Delvaux, Las Sombras |
—Unos minutos de recreo —dijo el abogado, bajando de la camioneta, y se alejó de nosotros con paso lento, buscando sin duda perderse en las sombras para orinar. Poco a poco todos lo fuimos imitando, y el coche quedó solo, y nosotros dispersos. Yo había caminado un buen trecho y finalmente opté por un lugar donde unas rocas altas me aislaban de la calle. Oriné con ganas, mientras consumía el resto de un cigarrillo. De pronto, una voz me sobresaltó.
—No te asustes
—dijo el susurro cariñoso de una mujer. Reconocí dificultosamente a la rubia
Beatriz, envuelta en un vaho de alcohol. Tendió una mano para evitar que me
abrochara los pantalones, y me acarició mientras apoyaba la perfumada cabeza en
mi hombro izquierdo—. No te molestes en pensar nada de mí —dijo luego. Levantó
la cabeza y me besó en la boca, mientras seguía acariciándome—. Soy ninfómana
—agregó—. Esquizofrénica. Incurable —súbitamente se dejó caer de rodillas y
pronto sentí mi sexo apresado por su boca. Creí recordar que el abogado la
había presentado, en el bar, como una monja que había dejado los hábitos. Fue
tal vez esta idea lo que me produjo un gran dolor en la espalda, por encima de
los riñones, y busqué la forma de recostarme contra la roca sin hacer pensar a
la rubia que buscaba huir de ella. Se oyó a la distancia la voz del gordo,
tratando de reunir a la gente.
—No te preocupes
—dijo Beatriz—. Ellos ya saben —pero de pronto se puso tensa, porque se había
escuchado el ruido del motor al ponerse en marcha—. ¡Oh, no! ¡Es capaz de irse
y dejarnos aquí! —se levantó rápidamente y no tuve más remedio que seguirla a
los tropezones, sin ver casi nada en aquella penumbra y tratando de abrocharme
y de disimular. Pero cuando llegamos junto a la camioneta nadie pareció
encontrar nada fuera de lo normal, ni siquiera la pulcra Miriam, quien se
instaló nuevamente a mi lado. Me recosté al asiento con un gran suspiro, y el
doctor Wellington continuó hablando confusamente de algo cuyo principio me
había perdido. Estaba como reconcentrado en sí mismo, sin ningún interés en que
lo escucharan.
—Horacio tiene un
perro —dijo por fin con claridad y me miró de reojo—. No es precisamente un
sabueso, pero lo será a la fuerza —tenía los dientes apretados y había perdido
toda simpatía, posesionado por una idea fija. Me sentí responsable de haberle
hablado de mi problema, a intenté sugerir que podíamos dejar las cosas como
estaban e irnos a dormir—. De ninguna manera —dijo, con absoluta firmeza—.
Nadie de nosotros descansará hasta hallar a su gordita, viva o muerta.
Sin pensarlo, le
tomé una mano a Miriam. Ella no se molestó; ni siquiera pareció advertirlo.
Después de un rato giré la cabeza y la miré; ella tenía los ojos entornados y
no miraba en mi dirección: Volvíamos al centro. Me pregunté quién sería ese
pobre Horacio; sin duda alguien que estaba durmiendo, ajeno por completo a las
maquinaciones que se tejían en torno suyo.
—Después iremos a
su apartamento —continuó el gordo, volviendo a mirarme brevemente para
confirmar que se dirigía a mí—, y le daremos a oler al perro las ropas de su
mujer. Como no está entrenado, será mejor ofrecerle una prenda íntima, de olor
más fuerte. Pero estoy seguro de que no tardará en hallar el rastro. Los
perros...
Siguió hablando, y
yo noté que Miriam había decidido jugar tímidamente con mis dedos.
5
Horacio no dormía;
estaba leyendo. Vivía muy cerca del centro, en una casa grande y antigua, llena
de muebles polvorientos —como si fueran herencia de alguna vieja tía. Nos hizo
pasar a una sala grande, de techo muy alto.
—Necesitamos a tu
perro —dijo Wellington sin más trámite.
Horacio —delgado,
casi macilento, con las sienes ligeramente plateadas a pesar de su relativa juventud- miró al gordo con tranquilidad.
—Mi perro —dijo
luego— murió hace tres años. Ahora tengo plantas.
—En tal caso
—respondió el gordo, flemático—, te romperemos el piano.
Había, en efecto,
un vetusto piano vertical en un rincón de la sala. En la parte superior tenía
una carpetita de hilo, y sobre ella un jarrón vacío.
Horacio desapareció
por una puerta. Pensé que él también habría ido a buscar un revólver, pero
volvió en pocos minutos con una botella de whisky y un vaso enorme repleto de
hielo.
—Hay un solo vaso
—dijo, y lo llenó. Bebió unos sorbos, y lo alcanzó a Miriam.
El muchacho de
dientes de serrucho se acercó a la mesa, tomó de ella un mazo de naipes y
empezó a barajarlo.
—¿Hacemos un póker?
—preguntó. El resto de los hombres se fue sentando alrededor de la mesa, ubicada
cerca del rincón opuesto a la puerta de calle a iluminada directamente por la
única lamparita que se veía en la sala, protegida por una pantalla cónica. El
gordo, ya sentado, giró sobre sí mismo para observar una vez más el piano. Las
mujeres se ubicaron en dos sofás, uno frente a otro en extremos de la sala. Yo
permanecí de pie, indeciso entre una y otra; pero al cabo de unos minutos
comprendí que la rubia se había olvidado de mí por completo, y que ahora contemplaba
a Miriam con ojos brillantes. En la mesa se jugaba en silencio, mientras el
vaso circulaba continuamente. Yo fui hasta allí y volví un par de veces,
después de haber acercado el vaso alternativamente a Miriam y a la rubia;
también mojé los labios, sin querer beber.
Me senté en una
silla próxima a la ventana a la calle, cuyos postigos estaban cerrados, y traté
de leer el libro que había dejado Horacio, abierto casi exactamente en la
mitad. Parecía una novela con tema de guerra, y me sentí harto en pocos
minutos. Cuando levanté la vista, advertí que Miriam y Beatriz desaparecían
por una puerta —la misma que Horacio había utilizado para ir a buscar la
bebida. Me acerqué entonces a la mesa, y estuve un rato estudiando el juego
del abogado. Las sumas que apostaban eran insignificantes. El juego era lento.
La bebida se terminó.
—Señores —dijo el
gordo, solemne, poniéndose de pie a su modo espectacular—, he llevado la cuenta
y he llegado a la conclusión de que en este mazo hay siete ases —se acercó a
los montones de dinero de los otros jugadores y les fue quitando una parte a
cada uno—. Me retiro del juego y me llevo el dinero apostado. La partida es, a
todas luces, nula.
Los demás no
protestaron, y Horacio tomó las cartas y empezó a hacer montoncitos para
revisarlas.
—Es cierto —dijo,
después de haberlas puesto en orden—. Hay siete ases, y dos nueves de trébol;
falta en cambio un nueve de diamantes.
El de los dientes
de serrucho tomó un nueve de trébol y le escribió la palabra “diamantes” con
un lápiz y todos, menos el gordo, estuvieron de acuerdo en seguir jugando.
—Mi amigo —dijo el
abogado, llevándome aparte—, J. J. Wellington jamás se desdice de sus palabras.
Ahora mismo saldremos a la calle y capturaremos un perro cualquiera. Lo
transformaremos en sabueso a fuerza de golpes.
Yo meneé la cabeza.
—O si no —continuó
Wellington—, yo mismo haré de perro sabueso. Iremos a su apartamento y me impregnaré
del olor de las prendas de su amiga, y juro solemnemente que saldré a la calle
en cuatro patas y seguiré el rastro hasta el fin.
Ya le costaba un
poco mantenerse en pie. No tuve la menor duda de que pronto comenzaría a andar
en cuatro patas. Apareció Miriam, sola, y se nos acercó. Traía en sus ropas el
olor de la rubia.
—Le dejé un regalo
a Horacio —comentó en voz baja, sonriendo—. Cuando vaya a acostarse encontrará
a Beatriz en su cama. Está completamente dormida.
La miré con cierto
enojo. Pensé que lo había hecho para quitármela.
—¿Vamos? —preguntó
Wellington, pero sin esperar respuesta enfiló hacia la puerta de calle. Miriam
y yo, desde luego, lo seguimos.
6
—Que nadie diga que
J. J. Wellington ha perdido el olfato para las mujeres —decía el gordo.
Estábamos los tres en la cabina de la camioneta, y él insistía en transformarse
en perro.
Paul Delvaux, La Vénus Endormie |
—No vale la pena
—dijo Miriam, con su voz ronca—. Cuando el caballero vuelva a su apartamento
encontrará sin duda a su gordita en la cama, tan desnuda como cuando la perdió
de vista.
—Oh, eso es imposible —dije. Ella sonrió.
—Oh, eso es imposible —dije. Ella sonrió.
—Algunos hombres
son excesivamente románticos —dijo—, y los pequeños detalles prácticos pueden
llegar a cegarlos.
—Eso quiere
decir... —comenzó el gordo.
—Eso quiere decir
que no hay ningún misterio. Por una vez, en toda su vida, la putita habrá
tenido un sentimiento. Se asustó de ella misma, tuvo que salir de la pieza, y
después tuvo que salir de la casa. Se habrá puesto algún sobretodo tuyo —Miriam
me miró—, o algún impermeable, algo así que encontró en el vestíbulo. Se
ventiló un poco en la calle, se sintió ridícula, y volvió.
—No tiene llave
—murmuré.
—Te estará
esperando, sentada en el primer escalón; o habrá trepado por un desagüe de la
cocina, o tendrá una llave que consiguió quién sabe cómo. Ustedes los hombres...
Wellington parecía
deprimido. Por mi parte, a esa altura de la madrugada, cuando ya casi se
adivinaba la primera claridad del día, con ese desacostumbrado whisky que había
ingerido y los alquitranes del tabaco taponándome los bronquios, ya realmente
me importaba poco de Nancy, de Beatriz, de la misma Miriam. Sólo quería
descansar, y que todo lo demás se fuera al diablo. El gordo puso el motor en
marcha y arrancó violentamente.
—¿Adónde vamos
ahora? —preguntó Miriam. J. J. Wellington, con los dientes y los labios
apretados, no respondió. Yo me recosté al asiento y entorné los ojos.
Nos detuvimos ante
una estación de servicio. El gordo bajó del coche y retiró algo de la parte
descubierta; un balde de plástico de color rojo. Regresó en pocos minutos con
el balde lleno, lo depositó otra vez en su sitio, subió a la camioneta y
arrancó. Condujo velozmente unas pocas cuadras, y estacionó junto a la plaza
más céntrica, bajó y recogió el balde. Miriam y yo también bajamos, y nos
acodamos contra la camioneta, observándolo mientras se alejaba.
—Se va a prender
fuego —murmuró ella—. El imbécil se va a prender fuego.
A unos cincuenta
metros de nosotros, sobre la vereda de la plaza, el gordo comenzó a gritar
obscenidades. Había alguna gente en las paradas de ómnibus, y alguna otra que
se movía apresuradamente rumbo a algún empleo. Unos se acercaron, otros se
detuvieron a prudente distancia. Wellington vociferaba complicadas consignas
sobre la libertad del espíritu. Después se agachó trabajosamente para recoger el
balde, y lo levantó por encima de su cabeza. Tomé a Miriam del brazo y la
arrastré hacia una calle transversal.
Hicimos dos o tres
cuadras en silencio; ella se dejaba llevar. Vi un bar abierto, recién abierto
y sin gente, y la invité con la mirada. Ella hizo un gesto, indicando que le
daba lo mismo.
Nos sentamos a una
mesa. Pedimos café, y el mozo nos explicó que debíamos esperar unos minutos porque
la máquina todavía estaba fría.
Me encontré nadando
en aquella mirada verde.
—J. J. Wellington
es un hombre admirable —dije. Ella asintió.
—Es mi marido
—comentó, sin orgullo ni resignación.
El mozo trajo los
cafés mucho antes de lo que yo imaginaba; su explicación acerca de la máquina
me pareció entonces innecesaria. Además, mi café estaba demasiado caliente.
Abrí la boca para
decir algo a Miriam; no sé lo qué, pero sin duda algo fuera de lugar. Ella
sonrió. A lo lejos, comenzó a hacerse oír la sirena de una ambulancia, o de un
coche policial. Me puse tenso pero Miriam siguió floja y sonriente. “No
pienses más” —me decían sus ojos. El grito de la sirena fue creciendo y
creciendo, como la voz secreta de la ciudad que dormía, como mi propia voz
secreta gritando una tragedia que yo no me atrevía ni a pensar; y luego cesó,
con un gemido, a muy poca distancia de nosotros. Tal vez en la plaza. Tal vez
junto a la pira humeante de J. J. Wellington.
Miriam se encogió
de hombros. Yo conseguí aflojarme por completo. “No pienses más y acepta” —me
decían los ojos.
Nos despedimos en
la misma esquina del bar. Ella eligió la dirección opuesta a la mía; yo iba a
mi apartamento, cerca de allí. Ya amanecía, decididamente, y después de andar
un rato me di cuenta de que un perro vagabundo trotaba a mi lado. Era un perro
feo, flaco, blanco con manchas negras y ojos inteligentes. Un trozo de madera
sobresalía de una lata de basura; lo recogí y lo mostré al perro, que se acercó
para olerlo. Luego lo arrojé unos metros delante de mí, y el perro se lanzó
tras él.
Lo olfateó unos
instantes en el suelo, y allí lo dejó, mirándome sin comprender y moviendo la
cola. Al llegar junto a él, volví a tomar el objeto y lo arrojé de nuevo hacia
adelante.
Después de unos
cuantos intentos, cuando estábamos llegando a casa, el perro tomó el trozo de
madera entre sus dientes y, siempre meneando la cola, vino a depositario a mis
pies.
Montevideo,
5 de abril de 1979
Acaba de publicarse en un solo volumen, la recopilación de todos los cuentos de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004). Casi setecientas páginas donde se reúnen los volúmenes que publicó: "La máquina de pensar en Gladys", "Todo el tiempo", "Aguas salobres", "Los muertos", "Espacios libres", "Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica", "El portero y el otro", "Ya que estamos" y "Los carros de fuego".
El prestigioso crítico Ángel Rama lo situaba como uno de los herederos directos o continuadores del singular Felisberto Hernández y de paso lo incluía en la familia de los "raros", una corriente literaria muy uruguaya donde figuran Armonía Somers, José Pedro Díaz o Marosa di Giorgio. Según este crítico, los raros se distinguen por su leve tendencia al surrealismo, la querencia por lo onírico y lo fantástico, la omnipresencia del subsconsciente y cierto opresivo aire kafkiano.
La literatura de Levrero se sustenta en una extraña cotidianeidad y una sordidez a veces insoportable que sumerge a los protagonistas en un mundo grotesco y absurdo.
Cuentos memorables que quedarán para siempre son "El sótano", "La máquina de pensar en Gladys", "Los carros de fuego" y el presente "Espacios libres", donde unos "desesperados que se asfixian" se despeñan por el precipicio de la noche boca abajo.
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