jueves, 11 de julio de 2019

ESPACIOS LIBRES - De Mario Levrero

Afternoon Mass, de Paul Delvaux






A la memoria de Coco.

1

La noche era calma, agradable, con algo de fresco; había estrellas en los trozos de un cielo muy nítida­mente negro, sin luna, que era posible observar en los espacios libres entre edificios; había un silencio dominante, un manto de serenidad que transformaba cual­quier ruido molesto en un eco apagado, lejano. La ca­lle aparecía desierta pero amable, como si las casas y los árboles fueran moléculas de un gran ser bondadoso. Estas percepciones no escapaban del todo a mi conciencia, pero yo no estaba en condiciones de aban­donarme alegremente a ellas; mi mente se hallaba dis­traída, manejada por una preocupación. Imaginaba a Nancy, completamente desnuda por esas calles, co­mo en un cuadro de Delvaux; y sin embargo la esce­na no era surrealista, porque el silencio no era opro­bioso, ni el cielo triste, ni misteriosa la ausencia de hombres. Me imaginé a mí mismo desnudo, y traté de sentir la noche sobre la piel. Sí; Nancy tendría, tal vez, un poco de frío.


Di una vuelta a la manzana. Luego, en el punto de partida otra vez, crucé la calle y di vuelta a la manza­na de enfrente. Y así fui trazando un recorrido obsesivo, una inútil exploración sistemática.
Mucho más tarde —ya bastante lejos de casa—, oí que me llamaban dos prostitutas que estaban refugia­das en un portal. Seguí de largo, luego me detuve y volví sobre mis pasos.
—¿No han visto a una mujer desnuda? —pregunté. Ellas rieron.
—Aquí hay muchas —dijo una, delgada y de piel más bien obscura. mostrando al sonreír huecos en el lugar de algunos dientes; con la mirada señalaba ha­cia el corredor mal iluminado que se abría junto al portal.
—No —dije, moviendo la cabeza—. Yo busco una en especial. Es rubia. más bien gordita, y anda por la calle.
Ellas intercambiaron algunas señas. La que hasta ese momento no había hablado, más baja y más agra­dable que la otra, señaló un punto en la esquina, so­bre la vereda de enfrente.
—Hace un rato pasó por aquí, y entró en ese bar —dijo. Mentía porque estaba asustada; creían que yo estaba loco y trataban de sacarme de allí rápidamen­te. Sonreí, les dí las gracias y me encaminé hacia el bar; de todos modos me hacía falta tomar algo fuerte, aunque no es mi costumbre, y también quería com­prar cigarrillos. Sentí a mis espaldas el rápido taconeo de las mujeres, que se alejaban tal como había pre­visto.
Entré al bar, me acerqué al mostrador y pedí un paquete de cigarrillos. Luego busqué una mesa. Todas estaban desocupadas. salvo dos de ellas, que se habían reunido para formar una, alargada; y a su alrededor había un grupo de hombres y mujeres. La reunión parecía presidida por un hombre grande, gordo y bas­tante maduro, que me resultó vagamente familiar. Cuando miré hacia allí, el hombre gordo me miró. y también hubo en él, sin duda, un amago de reconocimiento; no pudimos evitar un saludo cortés, una si­lenciosa inclinación de cabeza. Luego fui a sentarme cerca de un rincón, junto a una ventana. El hombre gordo quedaba de espaldas a mí, y al mismo tiempo me hacía poco visible para el resto de esa gente —quienes, para mirarme, deberían hacer un esfuerzo notorio—. Se acercó un mozo somnoliento y con la chaqueta extremadamente sucia. Le pedí media me­dida de whisky con hielo, y esperé que volviera mi­rando por la ventana hacia una obscuridad neutra. Des­de la otra mesa llegaba una conversación desordena­da a ininteligible, algunas risas cantarinas de mujer y, a veces, alguna mirada fugaz de alguien que trataba de espiarme con disimulo.
      De pronto, cuando estaba por llevar a los labios por primera vez el vaso, el gordo se levantó de su si­lla como por una súbita inspiración —creando un si­lencio repentino en su mesa—, se dio vuelta y avanzó unos pasos hasta llegar a mí; tenía la mano extendida y una amplia sonrisa. Evidentemente estaba ebrio, pe­ro era un hombre sólido.
     —Caballero —dijo, ceremoniosamente y con una ligera reverencia, mientras nos estrechábamos la mano—, sé reconocer a un caballero y hombre de bien. En esta piojosa ciudad, de ladrones portuarios y otras yerbas, un caballero se destaca tan nítidamente co­mo... —buscó una imagen apropiada, revoleando un poco los ojos, y no tuvo mucho éxito—... como una cucaracha flotando en un vaso de leche. Mis amigos y yo nos sentiríamos sumamente honrados si usted se dignara compartir nuestra mesa. Por otra parte, no es bueno beber solo. Y por otra parte aún, se advierte claramente que usted tiene un Problema Trascendente, que compartiríamos gustosos si usted nos permitiera.
      Desde su mesa nos miraban francamente y con expectación. Vi el brillo de unos pares de ojos femeninos muy atractivos. Y el gordo me resultaba irresistiblemente simpático. Sin pensarlo dos veces me levanté y me acerqué a él, con el vaso en la mano. El gordo pasó su brazo derecho sobre mi espalda, y una mano enorme me apretó el hombro. Así caminamos hasta la mesa alargada, y él me cedió ceremoniosa­mente su lugar de privilegio a la cabecera, frente a una mujer morocha con unos ojos verdes fascinantes. Luego trajo una silla que estaba junto a una mesa vecina, desocupada, y se sentó a mi derecha, sobre la esquina de la mesa, entre una mujer rubia y yo. Desde allí me presentó a su troupe con voz atronadora. No dio ni preguntó nombres; se limitó a repetir, mi con­dición de caballero y a pedir que todos brindaran por este encuentro que, según dijo, no era obra del azar. Ellos levantaron, sonrientes, sus vasos, y yo hice lo propio. Después de un breve silencio, durante el cual todos me estudiaron y yo comencé a explorar tímidamente una cara tras otra, encontrando en todas expresiones de simpatía, el gordo volvió a hablar.

2

—Mi buen señor —dijo—, no crea que somos unos ociosos que se aburren. Somos, más bien, unos desesperados que se asfixian. Hemos cometido el pecado de un exceso de inteligencia. ¿Comprende? Allí está Miriam —señaló. con la cabeza a la morocha, en el extremo de la mesa opuesto al que yo ocupaba, y ella bajó púdicamente los hermosos ojos—, con su Teoría del Alma. Alfredito —señaló al hombre pequeño, de gruesos lentos y dientes en forma de serrucho, ubicado a la derecha de Miriam—, expulsado de la socie­dad psicoanalítica.
Habló también de los otros, pero sus palabras me llegaban sólo en forma subliminal, mientras me per­día en la contemplación de los ojos verdes que me fascinaban.
—Y yo —tronó por fin el gordo—, yo soy viejo. Debería ser un viejo pederasta, pero elegí el alcohol —se quitó de un tirón la peluca de color castaño y su rostro se hizo efectivamente más viejo y más blando. Con un movimiento despreocupado arrojó la peluca a la calle, a través de una ventana abierta—. Como abogado defiendo sólo los casos perdidos. Soy de otra generación.
Todos habíamos quedado impresionados por el gesto de tirar la peluca. Yo sentí que debía hablar en ese momento, a riesgo de hundirme en mi timidez y no poder salir de ella.
—A mí se me perdió una mujer —dije—. Salí a la calle a buscarla —noté que todos se animaban, y aun­que pensé que me arriesgaba a que aquella gente fuera en verdad un grupo de aburridos, también pensé que debía darles algo de mí mismo. Allá ellos si se diver­tían a mis costillas—. Lo curioso del caso es que toda su ropa quedó en mi apartamento —agregué, y se escuchó un suspiro que amenazaba con dejar al local sin oxígeno.
—Yo sabía —murmuró el abogado, casi llorando—. Cuando lo vi entrar, yo supe que usted era un hombre señalado por el Destino.
    El que estaba a mi izquierda, frente a la mujer rubia —pálido, de profundos ojos negros, el más calla­do del grupo—, se animó con un interés casi científi­co. Comenzó a hacerme preguntas. Poco a poco fui narrando mi historia con todo detalle: la mujer se lla­maba Nancy, era una especie de prostituta que venía de tanto en tanto a mi apartamento, pero con quien había trenzado una forma de relación que se hacía difícil encasillar y que desbordaba su mero oficio. Era gordita... más bien gorda; relativamente joven; cabe­llo teñido de rubio; etcétera. 
Paul Delvaux, The Joy of Life

      El gordo abogado se echó a reír a carcajadas.
— ¡Y hoy se le fue, sin más, completamente desnu­da! —exclamó.
—Sí —dije, y me aclaré la garganta, sin atreverme a mirar a las mujeres—. Pero yo no le había hecho nada... nada de nada, en ningún sentido... Salió de la pieza murmurando algo que no entendí, y yo pensé que estaría en el baño...
—Después registró el apartamento... y nada, ¿ver­dad? —el gordo se mostraba cada vez más regocijado.
—Nada —respondí, y miré fijamente mi vaso. El gordo bebió de un trago el contenido del suyo, y luego golpeó la mesa con la palma abierta, haciendo tambalear tanto la mesa como todo lo que había sobre ella, con un ruido fenomenal. La rubia que estaba a nuestra derecha, a quien en algún momento habían llamado Beatriz, saltó en la silla.
—Al final, ¿qué somos? —bramó el gordo—. Por una vez en esta vida piojosa, tenemos la oportunidad de mostrar que somos Hombres. ¿Vamos a seguir con nuestros juegos de salón? Ah, no. Ya estoy harto de mí mismo y de todos ustedes. Ha llegado la hora de ser —se levantó, como la otra vez, de golpe, y en la caja pagó las consumiciones. Después fue hasta la puerta del bar y nos hizo un ademán imperioso de que lo siguiéramos. Salió a la calle sin volverse a mi­rarnos. Todos nos apresuramos en seguirlo.

3

Éramos siete, un número exagerado para la camioneta que estaba estacionada frente al bar; pero el abogado insistió; y nos apretamos tres en la cabina, y los otros cuatro fueron atrás, en la parte descubierta. El gordo manejaba. Yo estaba junto a él, y a mi lado iba Mi­riam.
—Sé muy bien lo que haremos —decía el gordo, conduciendo a una velocidad desatinada por las calles del centro, alejándose de él—. Tengo un viejo cliente que amaestra perros. Lo que usted necesita es un buen sabueso.
Yo me dejé invadir por la tibieza del alcohol y sobre todo por el calor del cuerpo de la morocha, muy apretado contra el mío. No estaba tensa, no se molestaba por el contacto forzado. Poco a poco fui sintiendo que mis temores comenzaban a disolverse. Ellos estaban locos, y yo también; entonces, todo estaba en su sitio. No pensaba en que fuera a salir nada bueno de esa aventura; probablemente terminaríamos en la cárcel o, en el mejor de los casos, con un buen dolor de cabeza al día siguiente. Ya la medianoche había quedado atrás y se me hacía evidente que pasarían unas cuantas horas antes de que pudiera descansar. Sin embargo, en ningún momento se me cruzó por la mente la idea de desprenderme de ese grupo.
Cuando los edificios se fueron haciendo más bajos y escasos, y aparecieron grandes extensiones baldías, los cuatro que iban al descubierto comenzaron a cantar.
Por fin llegamos a un caserón, ante el cual se detu­vo la camioneta. Se oían algunos ladridos aislados. El gordo apagó el motor.
Bajó él solo, y lo vimos buscar el timbre de la puer­ta ayudándose con la llama de un encendedor. No había timbre, al parecer. Entonces aporreó la puerta y gritó un apellido.
Primero respondieron los perros, con una mezcla de aullidos y ladridos que venía desde algún lugar en los fondos del caserón. Luego se encendió una luz en una ventana del piso superior, pero también una luz en una casa vecina, a unos cincuenta metros de distancia. Se oyó el ruido de una cortina de enrollar que subía y vimos a un hombre en paños menores que se asomaba a un balconcito.
      —Soy yo —tronó el gordo—. El doctor Wellington.
      —¿Quién? —preguntó el hombre, semidormido—.
¿Qué quiere?
—El doctor Wellington, ¿recuerda? El pleito por la sucesión... hace unos años...
—¿Qué quiere? —insistió el dueño de casa, sin dar muestras de recordar a su abogado y mostrando sí un evidente malhumor.
—Necesito un sabueso para seguir un rastro.
—¿Ahora? —el hombre se iba poniendo furioso.
—Sí, es urgente. Hay una mujer que puede agarrar una pulmonía...
El hombre desapareció de nuestra vista, y esperamos en tensión mientras el abogado nos hacía ademanes tranquilizadores desde la puerta. Después de unos minutos, el hombre reapareció con un balde. Los perros seguían alborotando, y otras casas en las inme­diaciones comenzaron a iluminarse.
—Esto es agua —gritó el dueño de los perros desde su balcón—. Váyanse de inmediato, borrachos.
—Pero...
—Y esto es un revólver —agregó, levantando la mano derecha en la cual se veía, efectivamente, el brillo del metal—. Primero el agua, y después los tiros.
El abogado volvió a la camioneta. Se sentó al volante, y su cara tenía un color granate. Respiraba con furia.
—Imbécil —masculló—. Monstruosamente imbécil.

4

La camioneta volvió a detenerse, ahora en un lugar desolado próximo al mar. A nuestra derecha se veía un esmirriado bosquecillo de tamariscos, y el único farol cercano también permitía ver una costa rocosa, con algo de arena y de pasto. De tanto en tanto brillaba un filamento fosforescente, verdoso, cuando las olas rompían con fuerza contra alguna formación de rocas; y se oía el fragor del mar.
Paul Delvaux, Las Sombras

     —Unos minutos de recreo —dijo el abogado, bajando de la camioneta, y se alejó de nosotros con paso lento, buscando sin duda perderse en las sombras para orinar. Poco a poco todos lo fuimos imitando, y el coche quedó solo, y nosotros dispersos. Yo había caminado un buen trecho y finalmente opté por un lugar donde unas rocas altas me aislaban de la calle. Oriné con ganas, mientras consumía el resto de un cigarrillo. De pronto, una voz me sobresaltó.
—No te asustes —dijo el susurro cariñoso de una mujer. Reconocí dificultosamente a la rubia Beatriz, envuelta en un vaho de alcohol. Tendió una mano para evitar que me abrochara los pantalones, y me acarició mientras apoyaba la perfumada cabeza en mi hombro izquierdo—. No te molestes en pensar nada de mí —dijo luego. Levantó la cabeza y me besó en la boca, mientras seguía acariciándome—. Soy ninfómana —agregó—. Esquizofrénica. Incurable —súbitamen­te se dejó caer de rodillas y pronto sentí mi sexo apre­sado por su boca. Creí recordar que el abogado la había presentado, en el bar, como una monja que había dejado los hábitos. Fue tal vez esta idea lo que me produjo un gran dolor en la espalda, por encima de los riñones, y busqué la forma de recostarme contra la roca sin hacer pensar a la rubia que buscaba huir de ella. Se oyó a la distancia la voz del gordo, tratando de reunir a la gente.
—No te preocupes —dijo Beatriz—. Ellos ya saben —pero de pronto se puso tensa, porque se había escu­chado el ruido del motor al ponerse en marcha—. ¡Oh, no! ¡Es capaz de irse y dejarnos aquí! —se levantó rápidamente y no tuve más remedio que seguirla a los tropezones, sin ver casi nada en aquella penumbra y tratando de abrocharme y de disimular. Pero cuando llegamos junto a la camioneta nadie pareció encontrar nada fuera de lo normal, ni siquiera la pulcra Miriam, quien se instaló nuevamente a mi lado. Me recosté al asiento con un gran suspiro, y el doctor Wellington continuó hablando confusamente de algo cuyo principio me había perdido. Estaba como reconcentrado en sí mismo, sin ningún interés en que lo escucharan.
—Horacio tiene un perro —dijo por fin con claridad y me miró de reojo—. No es precisamente un sabueso, pero lo será a la fuerza —tenía los dientes apretados y había perdido toda simpatía, posesionado por una idea fija. Me sentí responsable de haberle hablado de mi problema, a intenté sugerir que podíamos dejar las cosas como estaban e irnos a dormir—. De ninguna manera —dijo, con absoluta firmeza—. Nadie de noso­tros descansará hasta hallar a su gordita, viva o muerta.
Sin pensarlo, le tomé una mano a Miriam. Ella no se molestó; ni siquiera pareció advertirlo. Después de un rato giré la cabeza y la miré; ella tenía los ojos entornados y no miraba en mi dirección: Volvíamos al centro. Me pregunté quién sería ese pobre Horacio; sin duda alguien que estaba durmiendo, ajeno por completo a las maquinaciones que se tejían en torno suyo.
—Después iremos a su apartamento —continuó el gordo, volviendo a mirarme brevemente para confirmar que se dirigía a mí—, y le daremos a oler al perro las ropas de su mujer. Como no está entrenado, será mejor ofrecerle una prenda íntima, de olor más fuer­te. Pero estoy seguro de que no tardará en hallar el rastro. Los perros...
Siguió hablando, y yo noté que Miriam había deci­dido jugar tímidamente con mis dedos.

5

Horacio no dormía; estaba leyendo. Vivía muy cerca del centro, en una casa grande y antigua, llena de muebles polvorientos —como si fueran herencia de alguna vieja tía. Nos hizo pasar a una sala grande, de techo muy alto.
—Necesitamos a tu perro —dijo Wellington sin más trámite.
Horacio —delgado, casi macilento, con las sienes ligeramente plateadas a pesar de su relativa juventud- miró al gordo con tranquilidad.
—Mi perro —dijo luego— murió hace tres años. Ahora tengo plantas.
—En tal caso —respondió el gordo, flemático—, te romperemos el piano.
Había, en efecto, un vetusto piano vertical en un rincón de la sala. En la parte superior tenía una car­petita de hilo, y sobre ella un jarrón vacío.
Horacio desapareció por una puerta. Pensé que él también habría ido a buscar un revólver, pero volvió en pocos minutos con una botella de whisky y un vaso enorme repleto de hielo.
—Hay un solo vaso —dijo, y lo llenó. Bebió unos sorbos, y lo alcanzó a Miriam.
El muchacho de dientes de serrucho se acercó a la mesa, tomó de ella un mazo de naipes y empezó a ba­rajarlo.
—¿Hacemos un póker? —preguntó. El resto de los hombres se fue sentando alrededor de la mesa, ubica­da cerca del rincón opuesto a la puerta de calle a iluminada directamente por la única lamparita que se veía en la sala, protegida por una pantalla cónica. El gordo, ya sentado, giró sobre sí mismo para observar una vez más el piano. Las mujeres se ubicaron en dos sofás, uno frente a otro en extremos de la sala. Yo permanecí de pie, indeciso entre una y otra; pero al cabo de unos minutos comprendí que la rubia se ha­bía olvidado de mí por completo, y que ahora con­templaba a Miriam con ojos brillantes. En la mesa se jugaba en silencio, mientras el vaso circulaba conti­nuamente. Yo fui hasta allí y volví un par de veces, después de haber acercado el vaso alternativamente a Miriam y a la rubia; también mojé los labios, sin querer beber.
Me senté en una silla próxima a la ventana a la calle, cuyos postigos estaban cerrados, y traté de leer el libro que había dejado Horacio, abierto casi exactamente en la mitad. Parecía una novela con tema de guerra, y me sentí harto en pocos minutos. Cuando levanté la vista, advertí que Miriam y Beatriz desapa­recían por una puerta —la misma que Horacio había utilizado para ir a buscar la bebida. Me acerqué enton­ces a la mesa, y estuve un rato estudiando el juego del abogado. Las sumas que apostaban eran insignifican­tes. El juego era lento. La bebida se terminó.
—Señores —dijo el gordo, solemne, poniéndose de pie a su modo espectacular—, he llevado la cuenta y he llegado a la conclusión de que en este mazo hay siete ases —se acercó a los montones de dinero de los otros jugadores y les fue quitando una parte a cada uno—. Me retiro del juego y me llevo el dinero apos­tado. La partida es, a todas luces, nula.
Los demás no protestaron, y Horacio tomó las car­tas y empezó a hacer montoncitos para revisarlas.
—Es cierto —dijo, después de haberlas puesto en orden—. Hay siete ases, y dos nueves de trébol; falta en cambio un nueve de diamantes.
El de los dientes de serrucho tomó un nueve de tré­bol y le escribió la palabra “diamantes” con un lápiz y todos, menos el gordo, estuvieron de acuerdo en seguir jugando.
—Mi amigo —dijo el abogado, llevándome aparte—, J. J. Wellington jamás se desdice de sus palabras. Aho­ra mismo saldremos a la calle y capturaremos un perro cualquiera. Lo transformaremos en sabueso a fuerza de golpes.
Yo meneé la cabeza.
—O si no —continuó Wellington—, yo mismo haré de perro sabueso. Iremos a su apartamento y me im­pregnaré del olor de las prendas de su amiga, y juro solemnemente que saldré a la calle en cuatro patas y seguiré el rastro hasta el fin.
Ya le costaba un poco mantenerse en pie. No tuve la menor duda de que pronto comenzaría a andar en cuatro patas. Apareció Miriam, sola, y se nos acercó. Traía en sus ropas el olor de la rubia.
—Le dejé un regalo a Horacio —comentó en voz baja, sonriendo—. Cuando vaya a acostarse encontrará a Beatriz en su cama. Está completamente dormida.
La miré con cierto enojo. Pensé que lo había hecho para quitármela.
—¿Vamos? —preguntó Wellington, pero sin esperar respuesta enfiló hacia la puerta de calle. Miriam y yo, desde luego, lo seguimos.

6

—Que nadie diga que J. J. Wellington ha perdido el olfato para las mujeres —decía el gordo. Estábamos los tres en la cabina de la camioneta, y él insistía en transformarse en perro.
Paul Delvaux, La Vénus Endormie
       —No vale la pena —dijo Miriam, con su voz ronca—. Cuando el caballero vuelva a su apartamento encon­trará sin duda a su gordita en la cama, tan desnuda como cuando la perdió de vista.
       —Oh, eso es imposible —dije. Ella sonrió.
—Algunos hombres son excesivamente románticos —dijo—, y los pequeños detalles prácticos pueden lle­gar a cegarlos.
—Eso quiere decir... —comenzó el gordo.
—Eso quiere decir que no hay ningún misterio. Por una vez, en toda su vida, la putita habrá tenido un sentimiento. Se asustó de ella misma, tuvo que salir de la pieza, y después tuvo que salir de la casa. Se habrá puesto algún sobretodo tuyo —Miriam me mi­ró—, o algún impermeable, algo así que encontró en el vestíbulo. Se ventiló un poco en la calle, se sintió ridícula, y volvió.
—No tiene llave —murmuré.
—Te estará esperando, sentada en el primer escalón; o habrá trepado por un desagüe de la cocina, o tendrá una llave que consiguió quién sabe cómo. Ustedes los hombres...
Wellington parecía deprimido. Por mi parte, a esa altura de la madrugada, cuando ya casi se adivinaba la primera claridad del día, con ese desacostumbrado whisky que había ingerido y los alquitranes del taba­co taponándome los bronquios, ya realmente me importaba poco de Nancy, de Beatriz, de la misma Miriam. Sólo quería descansar, y que todo lo demás se fuera al diablo. El gordo puso el motor en marcha y arrancó violentamente.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Miriam. J. J. Wellington, con los dientes y los labios apretados, no respondió. Yo me recosté al asiento y entorné los ojos.
Nos detuvimos ante una estación de servicio. El gordo bajó del coche y retiró algo de la parte descu­bierta; un balde de plástico de color rojo. Regresó en pocos minutos con el balde lleno, lo depositó otra vez en su sitio, subió a la camioneta y arrancó. Condujo velozmente unas pocas cuadras, y estacionó junto a la plaza más céntrica, bajó y recogió el balde. Miriam y yo también bajamos, y nos acodamos contra la camioneta, observándolo mientras se alejaba.
—Se va a prender fuego —murmuró ella—. El imbé­cil se va a prender fuego.
A unos cincuenta metros de nosotros, sobre la vere­da de la plaza, el gordo comenzó a gritar obscenida­des. Había alguna gente en las paradas de ómnibus, y alguna otra que se movía apresuradamente rumbo a algún empleo. Unos se acercaron, otros se detuvie­ron a prudente distancia. Wellington vociferaba complicadas consignas sobre la libertad del espíritu. Des­pués se agachó trabajosamente para recoger el balde, y lo levantó por encima de su cabeza. Tomé a Miriam del brazo y la arrastré hacia una calle transversal.
Hicimos dos o tres cuadras en silencio; ella se deja­ba llevar. Vi un bar abierto, recién abierto y sin gente, y la invité con la mirada. Ella hizo un gesto, indican­do que le daba lo mismo.
Nos sentamos a una mesa. Pedimos café, y el mozo nos explicó que debíamos esperar unos minutos por­que la máquina todavía estaba fría.
Me encontré nadando en aquella mirada verde.


—J. J. Wellington es un hombre admirable —dije. Ella asintió.
—Es mi marido —comentó, sin orgullo ni resigna­ción.
El mozo trajo los cafés mucho antes de lo que yo imaginaba; su explicación acerca de la máquina me pareció entonces innecesaria. Además, mi café estaba demasiado caliente.
Abrí la boca para decir algo a Miriam; no sé lo qué, pero sin duda algo fuera de lugar. Ella sonrió. A lo lejos, comenzó a hacerse oír la sirena de una ambulancia, o de un coche policial. Me puse tenso pero Mi­riam siguió floja y sonriente. “No pienses más” —me decían sus ojos. El grito de la sirena fue creciendo y creciendo, como la voz secreta de la ciudad que dor­mía, como mi propia voz secreta gritando una trage­dia que yo no me atrevía ni a pensar; y luego cesó, con un gemido, a muy poca distancia de nosotros. Tal vez en la plaza. Tal vez junto a la pira humeante de J. J. Wellington.
Miriam se encogió de hombros. Yo conseguí aflo­jarme por completo. “No pienses más y acepta” —me decían los ojos.
Nos despedimos en la misma esquina del bar. Ella eligió la dirección opuesta a la mía; yo iba a mi apar­tamento, cerca de allí. Ya amanecía, decididamente, y después de andar un rato me di cuenta de que un perro vagabundo trotaba a mi lado. Era un perro feo, flaco, blanco con manchas negras y ojos inteligentes. Un trozo de madera sobresalía de una lata de basura; lo recogí y lo mostré al perro, que se acercó para olerlo. Luego lo arrojé unos metros delante de mí, y el perro se lanzó tras él.

Lo olfateó unos instantes en el suelo, y allí lo dejó, mirándome sin comprender y moviendo la cola. Al llegar junto a él, volví a tomar el objeto y lo arrojé de nuevo hacia adelante.
Después de unos cuantos intentos, cuando estábamos llegando a casa, el perro tomó el trozo de madera entre sus dientes y, siempre meneando la cola, vino a depositario a mis pies.

  Montevideo,
5 de abril de 1979










Acaba de publicarse en un solo volumen, la recopilación de todos los cuentos de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004). Casi setecientas páginas  donde se reúnen los volúmenes  que publicó: "La máquina de pensar en Gladys", "Todo el tiempo", "Aguas salobres", "Los muertos", "Espacios libres", "Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica", "El portero y el otro", "Ya que estamos" y "Los carros de fuego". 
El prestigioso crítico Ángel Rama lo situaba como uno de los herederos directos o continuadores del singular Felisberto Hernández y de paso lo incluía en la familia de los "raros", una corriente literaria muy uruguaya donde figuran Armonía Somers, José Pedro Díaz o Marosa di Giorgio. Según este crítico, los raros se distinguen por su leve tendencia al surrealismo, la querencia por lo onírico y lo fantástico, la omnipresencia del subsconsciente y cierto opresivo aire kafkiano.  
La literatura de Levrero se sustenta en una extraña cotidianeidad y una sordidez a veces insoportable que sumerge a los protagonistas en un mundo grotesco y absurdo.  
Cuentos memorables que quedarán para siempre son "El sótano", "La máquina de pensar en Gladys",  "Los carros de fuego" y el presente "Espacios libres", donde unos "desesperados que se asfixian" se despeñan por el precipicio de la noche boca abajo.

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