de Lázaro Covadlo
Noche tras noche me resistía a mirar en
dirección a la ventana. Nunca apagaba la luz, y detrás de aquel vidrio la
oscuridad exterior era un telón negro. Cerraba los párpados e intentaba dormir,
y en tanto no llegaba el sueño yo rezaba. Le suplicaba a Dios no estar
despierto cuando llegara el momento. ¡Cómo me costaba sustraerme a la vigilia y
encontrar refugio en la inconsciencia del sueño más profundo! Muchas noches de
invierno sentía por allá afuera, girando alrededor de la casa, la queja del
viento. En ocasiones me daba por imaginar que el viento penaba por su propio
desamparo, por no serle permitida la entrada a los hogares. Daba por seguro que
de noche, cualquier ser, objeto o elemento que estuviese a la intemperie debía
de vivir atormentado: de noche el mundo externo era un terrible abismo. En
cambio, ¡era tan cálido mi cuarto! En las paredes, de color azul celeste, mamá
había pintado conejitos, jirafas y elefantes. El cielo raso también era de
color azul, aunque era un azul más luminoso. Paseaba mis ojos por aquellas
superficies amables y me empeñaba en apartarlos de la negrura de la ventana
desprovista de cortinas. Me abrazaba a mi osito tibio peludo y gordinflón, y
entonces él y yo nos sumergíamos en el amigable mundo que hay debajo de las
mantas, pero al cabo de un tiempo sacaba la cabeza y no podía evitar que mis
ojos se fijaran en la ventana; entonces veía ese rostro que cada noche asomaba
desde un ángulo y se ponía a espiar. Era una visión fugaz, pues el mirón, al
sentirse descubierto, rápidamente volvía a esconderse entre las sombras del
abismo. Sin embargo, aun cuando no alcanzaba a descubrir su identidad, no podía
dejar de ver el brillo ansioso de sus ojos acechantes. Algunas veces también
creí ver su brazo, y su puño sosteniendo el relámpago de una hoja de metal. Las
primeras noches grité y reclamé la presencia de mi madre, pero dejé de hacerlo
al cabo de muchas reprimendas. Ella amenazó con apagar la luz si insistía en
inventar historias; eso fue lo que dijo. Si alguna vez hubo algo o alguien allí
afuera yo lo esperé en vano, pues pasaron los años y nunca vino a por mí.
Terminé convenciéndome de que lo que había creído ver no existía fuera de mi
imaginación. Después me hice adulto y enfilé por los carriles trazados para
nuestra especie: me casé y tuve un hijo. Mi hijo también empezó a ver cada
noche el rostro del espía tras los cristales de su ventana. Cierto atardecer
salí de casa y quedé a la espera. El puñal que llevaba conmigo daría cuenta de
cualquiera que se dedicara a asustar a mi niño. Pasaron las horas y al final me
asomé a la ventana del cuarto iluminado. Era enternecedor ver a mi hijo
abrazado a su osito de peluche. De pronto sus ojos se encontraron con los míos,
y antes de que pudiera esconderme, en los suyos alcancé a descubrir el terror.
En "Agujeros negros", de Lázaro Covadlo. Ed. Áltera, Barcelona - 1997
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