Henri Michaux |
de Leonid Andreiev
Hablamos luego de esos sueños
en los que hay tanto de maravilloso y he aquí lo que me contó Sergio
Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semioscura.
-No sé qué pudo ser aquello.
Desde luego fue un sueño. Dudarlo sería un delito de leso sentido común, pero
hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad.
"No me había acostado.
Permanecía de pie, paseando por mi celda con los ojos bien abiertos. Lo que
soñé -si es que lo soñé- quedó grabado en mi memoria como si en efecto hubiese sucedido.
Llevaba dos años
encerrado en la cárcel de San Petersburgo por cuestiones políticas y, como
estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos, una negra melancolía se iba
apoderando de mi corazón. Todo me parecía muerto. Ni siquiera me preocupaba en
contar los días que iban transcurriendo.
Leía muy poco y pasaba
buena parte del día y de la noche paseando arriba y abajo de aquella celda que
apenas medía tres metros. Andaba despacio, para no marearme, y recordaba muchas
cosas... Sin embargo, poco a poco, las imágenes se iban borrando de mi memoria.
Sólo una permanecía
fresca y viva, a pesar de ser en aquel entonces la más lejana e inaccesible: la
de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Lo único que sabía de
ella era que no había sido detenida y, por ello, la suponía sana y salva.
En aquel triste
atardecer de otoño su recuerdo llenaba mi pensamiento. En mi lento caminar
sobre el suelo asfaltado de la celda, en medio de aquel tétrico silencio, veía
deslizarse a derecha e izquierda, desnudos y monótonos, los muros... De pronto,
me pareció que yo permanecía inmóvil y eran los muros los que se deslizaban.
¿Estaba en efecto
inmóvil? No. Seguía andando lentamente..., pero ya no era por la celda sino por
la calle Trevskaia de Moscú en dirección a los grandes bulevares.
Era una hermosa tarde de
invierno, hacía un sol espléndido y todo era animación y ruido de coches.
Consulté el reloj. Marcaba las tres y media. «A esta hora -pensé- en
Petersburgo empieza a anochecer...». Sentí una súbita inquietud. Había llegado
aquella mañana a Moscú con María Nicolayevna llevado por motivos políticos y
nos habíamos inscrito en el hotel como marido y mujer. Ella se había quedado
sola y, pese que le había indicado que cerrase con llave y no abriera a nadie,
me asaltó el temor de que pudieran tenderla una trampa. ¡No había tiempo que
perder!
Tomé un coche de punto.
Al llegar, subí la escalera a toda prisa y en seguida me vi ante la puerta de
nuestra habitación. No habiendo visto la llave en el vestíbulo, pensé que María
no había salido. Llamé del modo que habíamos convenido y esperé: silencio
absoluto. Volví a llamar y empujé sin lograr abrir... ¡Nada!
Sin duda había salido, o
de lo contrario algo le había ocurrido. Entonces vi a Vasili, el camarero de
nuestro piso.
-Vasili -le pregunté-.
¿Ha visto usted salir a mi mujer? ¿Ha venido alguien a visitarla?
El camarero titubeó...
¡Había tanto movimiento en el Hotel!
-¡Ah, sí, ya recuerdo! -dijo,
al fin-. La señora ha salido. La he visto guardarse la llave en el bolsillo.
-¿Iba sola?
-No. Acompañada por un
señor alto con gorro de pieles.
-¿Ha dejado algún
recado?
-No, Sergio
Sergueyevich.
-No es posible, Vasili,
no se debe acordar usted...
-No. No me ha dicho
nada. Tal vez el portero…
Bajé a la portería
seguido por el camarero que se había apercibido de mi inquietud que, por lo
demás, no era inmotivada: no conocíamos a nadie en Moscú y aquel caballero alto
del gorro de piel me inspiraba angustiosos recelos.
Tampoco al portero le
había dejado María recado alguno. Mi desasosiego iba en aumento.
-¿No recuerda usted en
que dirección se han ido?
-Se han ido en un coche
de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, ese que llega ahora!
Estábamos en la misma
puerta y el portero llamó al cochero.
-¿A dónde has llevado a
los señores?
-No recuerdo el nombre
de la calle... Es una calle muy apartada en la que nunca había estado. El
caballero me ha guiado.
-No te será difícil
volver a encontrarla -insistió el portero-, tú no eres un novato.
-¡Claro que la
encontraría! Pero el caballo está tan cansado...
-Te daré una buena
propina -dije para animarle. Logré convencerlo. El portero abrió la portezuela
y subí al carruaje.
Estaba ya más tranquilo.
Dentro de media hora o una hora, a lo más, estaría en la casa a la que el
misterioso caballero había conducido a María. En las calles reinaba gran
animación y, aunque no se habían encendido todavía los faroles, las tiendas ya
estaban iluminadas. El tránsito era tan compacto que, de vez en cuando,
teníamos que detenernos y entonces sentía yo en la nuca el cálido aliento del
caballo del carruaje de atrás.
De pronto recordé que
era Nochebuena. ¡Cómo se me había podido olvidar!... En la plaza del Teatro se
alzaba en medio de la nieve un verdadero bosque de pinos jóvenes y verdes de
una fragancia deliciosa. Muchos hombres, envueltos en abrigos de pieles,
paseaban alrededor oliendo a campo y a selva.
No tardaron en encender
los faroles y mi corazón se sintió cada vez más tranquilo. Luego de recorrer
varias calles, algunas de las cuales me parecieron muy largas, penetramos en
una parte de la ciudad que yo no conocía.
Al principio, el cochero
me iba diciendo los nombres de las calles por las que pasábamos -unos nombres
raros que nunca había oído-, pero luego empezamos a zigzaguear por un dédalo de
callejuelas tan desconocidas para el cochero como para mí.
Resulta muy desagradable
recorrer de noche una ciudad o un barrio que no se conoce. Cada vez que se
dobla una esquina se teme haber penetrado en un callejón sin salida. Debido a
que ello me ocurría en Moscú, ciudad que yo creía conocer palmo a palmo, mi
desasosiego aumentaba. Me parecía que, en cada callejuela, me acechaban
traiciones y emboscadas.
Al pensar en María y en
el individuo del gorro de pieles me entraban impulsos de echar a correr en su
búsqueda. El caballo marchaba muy despacio y, de vez en cuando, volvía sobre
sus pasos. Yo contemplaba la espalda inmóvil del cochero y me parecía como si
siempre la hubiese estado viendo, como si se tratase de algo inmutable y fatal.
Los faroles eran cada
vez más escasos. Casi no se veían tiendas ni ventanas iluminadas. Todo se
hundía en el sueño nocturno.
Al doblar una esquina el
coche se detuvo.
-¿Por qué paras?
-pregunté al cochero lleno de angustia.
No contestó. De pronto,
hizo volver grupas al caballo de modo tan brusco que por poco me lanza al
arroyo.
-¿Te has perdido?
-Ya hemos pasado por
aquí -repuso tras unos instantes de silencio-. Fíjese usted.
Me fijé, en efecto, y
recordé el paraje, aquel farol junto al montón de nieve, aquella casa de dos
pisos... ¡Ya habíamos pasado por allí!
Aquello fue el comienzo
de un nuevo e insoportable tormento: comenzamos a pasar por calles y
callejuelas en las que ya habíamos estado, sin poder salir de aquel laberinto.
Luego atravesamos una amplia avenida, alumbradísima y muy animada, por la que
ya habíamos pasado. Poco después, volvimos a atravesarla.
-Deberíamos preguntar a
alguien...
-¿Qué vamos a
preguntarles? -contestó secamente el cochero-. Si no sabemos a dónde vamos...
-Pero tú decías...
-¡Yo no he dicho nada!
-Haz por orientarte. Se trata
de algo muy importante para mí.
No contestó. Cuando
hubimos recorrido unos cien metros más en zigzag, dijo:
-Ya ve usted que hago
todo lo posible...
Por fin alcanzamos una
calleja en la que no habíamos estado. El cochero, sin volverse, dijo:
-¡Ya empiezo a
orientarme!
-¿Llegaremos pronto?
-No sé.
Mi suplicio no había
concluido. Nos envolvía una densa oscuridad y sólo veíamos interminables
tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se
cruzaban con las del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada. En una
de ellas debía estar María Nicolayevna. Sin duda había caído en una trampa
siniestra y terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?
Las tapias seguían
deslizándose a ambos lados del coche. Ya empezaba a sospechar que estábamos
pasando otra vez por las mismas calles, cuando, de pronto, el cochero exclamó:
-¡Ahí es!
-¿Dónde?
-¿Ve usted esa
puertecita en la tapia?
Vi la puertecita pese a
la oscuridad. Nos detuvimos y bajé del coche. Me acerqué a la puerta y estaba
cerrada. No había aldaba. Reinaba un profundo silencio.
Se me doblaron las
piernas al preguntarme para qué habrían llevado allí a María.
Di unos golpecitos con
los nudillos. Silencio. Sobre mi cabeza, las ramas cubiertas de nieve parecían
serpientes blancas.
A través de una rendija
pude ver un largo sendero que conducía a la escalera de una casa sin luz
alguna, tétrica, terrible. Allí había alguien. Algo ocurría. Lo denunciaba la
negrura hipócrita de sus ventanas.
Enloquecido, empecé a
dar tremendos puñetazos en la puertecita y a gritar.
-¡Abran!
Los golpes se fundían en
un ruido sordo y continuo que resonaba en toda la calle y me impedía oír mi
propia voz.
Las manos me dolían,
pero seguía golpeando cada vez con más fuerza. La puerta, la tapia, la calle
entera trepidaban como un viejo puente al paso de un escuadrón.
Por fin, una luz débil y
amarillenta brilló en una rendija. Temblaron algunas ramas. Alguien se acercaba
con una linterna y se oían voces ahogadas.
Un profundo temor me
embargó. Había algo terrible en aquellas voces, en la luz trémula y débil.
Los faros se detuvieron
ante la puerta. Al cabo de unos instantes, que se me hicieron siglos, se oyó el
tintineo de las llaves, el ruido de una cerradura y una luz cegadora hirió mis
ojos.
En la puerta estaban...
mi carcelero y otro funcionario.
-¿Qué es esto? -grité-.
¿Qué hace aquí mi carcelero? ¿Dónde estoy? ¿A qué puerta he llamado?
Los dos empleados,
inmóviles en el umbral, me miraban asombrados.
-¿Por qué llama usted de
ese modo, Sergio Sergueyevich? -me dijo el carcelero-. Tome el quinqué, ahora
le traeré el samovar.
Tomé el quinqué. Estaba
en mi celda."
Leonid Andreiev ( 1871-1919)
Escritor ruso, estudió Derecho en las universidades de Moscú y San Petersburgo. Andreiev es un nexo entre la literatura del XIX y el XX. En él se mezclan el realismo y el simbolismo. Sus sus relatos abundan en asesinatos, muerte, guerra y locura. "Su morboso interés por los estados patológicos de la conciencia quedó plasmado en obras en las que se ocupó de la demencia, la obsesión sexual y el suicidio".
Entre lo mejor de su producción cuentística está El abismo, En la niebla y Risa Roja centrado en la guerra y con una atmósfera de pesadilla. Sus novelas cortas "Los siete ahorcados" y "El pensamiento" son magníficas. La primera trata de siete terroristas condenados a muerte por intentar un atentado contra un ministro. Andreiev nos introduce con viveza en los recovecos de la mente de estos idealistas. Las emociones vibrantes y las sensaciones que experimentan estos seres están expresados con honda amargura. "El pensamiento" por su parte consta de ocho cartas en las que el médico Kerzhentvec explica cómo asesinó a su mejor amigo, el eminente jurista Savelov. Las cartas están dirigidas al psiquiatra encargado del caso. Dado que el punto de vista es absolutamente subjetivo, su lectura nos zarandea entre la verdad y el engaño a la vez que entre la razón y la locura.
Tan prolífico como en el cuento, lo fue en el teatro. Tuvieron mucho éxito Anatema (1909) y Los que reciben bofetadas (1914) de tema alegórico.
Partidario de la Revolución finalmente renegó de la misma y huyó a Finlandia ante el temor de que lo asesinaran. Allí murió en la pobreza, no sin antes lanzar al mundo manifiestos en contra de los excesos bolcheviques.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.