Poema que inspira la película "Las nieves del Kilimanjaro" de R. Guédiguian; parece una buena ocasión para leerlo.
de Victor Hugo
I
Es
de noche. La choza es pobre, aunque segura.
Sombrío
es su interior, mas algo se percibe
que
irradia entre las sombras de su oscuro crepúsculo.
Redes
de pescador cuelgan de sus paredes.
Y
al fondo, en un rincón, una vajilla humilde,
encima
de un arcón, destella vagamente,
y
una gran cama adviértese, echadas sus cortinas.
Cerca,
un colchón se extiende sobre unos viejos bancos,
y
cinco niños sueñan en él como en un nido
de
almas. El hogar donde unas llamas velan
alumbra
el techo oscuro, y una mujer, de hinojos,
la
frente sobre el lecho, reza y piensa, agitada.
Es
su madre. Está sola. Blanco de espuma, afuera,
contra
el viento, las rocas, las sombras y la bruma,
el
torvo Océano lanza sus oscuros sollozos.
II
Su
hombre está en el mar. Marino desde niño,
contra
el siniestro azar libra una gran batalla.
Llueva
o truene, sin falta ha de salir él siempre,
pues
las criaturas tienen hambre. Al atardecer
parte
cuando las aguas profundas van subiendo,
del
dique, los peldaños.
La
mujer quedó en casa cosiendo viejas telas,
remendando
las redes, cuidando los anzuelos,
ante
el hogar velando la sopa de pescado,
y
a Dios luego rezando cuando los niños duermen.
Él,
solo, combatido del mar, cambiante siempre,
se
adentra en sus abismos y se pierde en la noche.
¡Qué
esfuerzo! Todo es negro y frío, nada luce.
En
los rompientes, entre las delirantes olas,
el
buen banco de pesca y, sobre el mar inmenso,
el
lugar móvil, negro, cambiante y caprichoso,
tan
querido a los peces de aletas plateadas,
no
es más que un punto sólo, grande como dos chozas.
Mas,
de noche, en diciembre, con niebla y aguacero,
para
encontrar tal punto sobre el desierto inquieto
¡cómo
hay que calcular el viento y la marea,
y
combinar con tino todas las maniobras!
Bordéanlo
las olas como culebras verdes;
el
mar tuerce y se encrespa sus pliegues desmedidos,
y
hace gemir de horror los pobres aparejos.
Sueña
él con su Jeannie, solo en el mar helado,
y
ésta, llorando, llámalo, y entrambos pensamientos
se
cruzan en la noche cual dos divinos pájaros.
III
Ella
reza, y la alondra con su burlón graznido
importúnale,
y entre escollos derruidos
le
aterra el Océano, y mil distintas sombras
su
espíritu atraviesan, de mar y marineros
llevados
por la cólera furiosa de las olas;
y
mientras, en su caja, cual sangre en las arterias,
el
frío reloj late, vertiendo en el misterio
el
tiempo gota a gota, inviernos, primaveras,
las
varias estaciones; y estas palpitaciones
abren
para las almas, y a modo de bandadas
de
azores y palomas, por un lado, las cunas;
las
tumbas por el otro.
Ella
medita y sueña: —“¡Oh Dios, cuánta pobreza!”
Sus
hijos van descalzos en invierno y verano.
No
comen pan de trigo, sólo pan de cebada.
¡Oh
Dios, el viento ruge como un fuelle de fragua!
El
mar bate en la costa como si fuera un yunque,
y
las estrellas huyen entre el negro huracán
como
un turbión de chispas por una chimenea.
Es
ya la medianoche, la hora en la que ésta
como
jovial danzante ríe y juguetea
bajo
antifaz de raso que iluminan sus ojos;
la
hora en que medianoche, bandido misterioso,
de
sombra y lluvia lleno y su frente en el cierzo,
toma
a un pobre marino tembloroso y lo estrella
contra
espantosas rocas que aparecen de pronto.
¡Qué
horror!, el hombre cuyos gritos el mar sofoca,
siente
ceder y hundirse la barca en que naufraga,
y
mientras siente abrirse las sombras y el abismo
bajo
sus pies, ¡aún sueña con esa vieja argolla
de
hierro, de su muelle, bañado por el sol!
Estas
tristes visiones su corazón conturban,
negro
como la noche. Y ella tiembla y solloza.
IV
¡Oh
la pobre mujer del pescador! Qué horrible
es
tener que decirse: —“Todo cuanto yo tengo,
hermano,
padre, amante, mis hijos más queridos,
el
alma de mi alma, están en ese caos
perdidos,
mi corazón, la carne de mi carne.”
¡Ser
presa de las olas es serlo de las bestias!
Pensar
—¡Cielos!— que el agua juegue con sus cabezas,
desde
el hijo, grumete, al marido, patrón,
y
que el viento soplando por sus trompas horribles
sobre
ellos desate su larga y loca trenza,
y
tal vez a esta hora se encuentren en peligro,
sin
que saber podamos lo que están ahora haciendo
más
que para enfrentarse a ese abismo sin fondo,
a
esas oscuras simas donde no hay ni una estrella,
¡tienen
sólo una plancha con un poco de tela!
¡Terrible
angustia! Corren todas sobre las rocas.
Las
olas suben; háblanles, grítanles: —“Devolvédnoslos”.
Mas
¡ay! qué es lo que puede decirse al pensamiento
del
mar, siempre sombrío, y siempre trastornado!
Jeannie
está aún más triste. ¡Su esposo está allá solo!,
en
esta áspera noche, bajo el frío sudario,
sin
ayuda. Sus hijos son aún pequeños. Madre,
dices:
“¡Si fueran grandes! ¡Qué solo está!” ¡Quimeras!
Mañana,
cuando partan ya acompañando al padre
dirás
entre sollozos: “¡Oh, si aún pequeños fueran!”
V
Toma
ella su linterna y su capote. Es la hora
de
ir a ver si regresa y si la mar mejora,
si
ya es de día y el mástil muestra su gallardete.
¡Vamos!
De casa sale. La brisa matutina
no
sopla aún. No hay nada. No está esa línea blanca
en
el confín en donde se aclaran las tinieblas.
Llueve.
Oh, qué siniestra la lluvia, de mañana.
Parece
que el día tiembla, que está incierto y dudoso,
y
que al igual que un niño, llora al nacer el alba.
Sale.
No hay luz alguna en ninguna ventana.
De
repente, a sus ojos que buscan el camino,
con
una rara mezcla de lúgubre y de humana
una
pobre casucha, decrépita, aparece,
sin
luz ni fuego alguno; su puerta bate el viento;
sobre
sus viejos muros hay un techo oscilante,
y
el cierzo en él retuerce repugnantes rastrojos,
sucios
y amarillentos como un río revuelto.
“¡Vaya!”,
no me acordaba de esta pobre viuda
—se
dice—; mi marido la encontró el otro día
enferma
y solitaria; voy a ver cómo anda”.
Golpea
ella la puerta; escucha, no hay respuesta,
y
Jeannie bajo el viento del mar tirita y tiembla.
“¡Enferma!
¡Y sus hijos andan tan mal nutridos!…
No
tiene más que dos, pero está sin marido”.
Golpea
otra vez la puerta. “¡Eh, vecina, vecina!”
Pero
la casa calla. “Oh Dios —se dice inquieta—,
¡cómo
duerme que no oye ni aun tras llamar tanto!”
Pero
esta vez la puerta, como si de repente
los
objetos sintieran una piedad suprema,
triste,
giró en la sombra y abrióse por sí misma.
VI
Entró,
y su linterna iluminó la negra
estancia
muda al borde de las rugientes olas.
Como
por un cedazo caía agua del techo.
Yacía
al fondo echada una terrible forma;
una
mujer inmóvil, descalza y boca arriba,
con
la mirada oscura y un espantoso aspecto,
un
cadáver; —un tiempo madre jovial y fuerte—;
el
desgreñado aspecto de la miseria muerta;
los
despojos del pobre tras su tenaz combate.
Pender
dejaba ella un frío y yerto brazo
con
su mano ya verde, en medio de la paja,
y
brotaba el horror de aquella boca abierta
por
la que alma, huyendo, siniestra, había lanzado
¡el
grito de la muerte que oye la eternidad!
Cerca
donde yacía la madre de familia,
dos
niños muy pequeños, un varón y una hembra,
en
una misma cuna sonreían en sueños.
Sintiéndose
morir, su madre habíales puesto
sobre
sus pies su manto, sus ropas sobre el cuerpo,
para
que en esa sombra que nos deja la muerte,
no
hubieran de sentir perderse la tibieza,
y
así calor tuvieran en tanto que frío ella.
VII
¡Cómo
duermen los dos en esa pobre cuna!
Su
aliento es apacible y sus frentes serenas,
cual
si no hubiera nada capaz de despertarlos,
ni
siquiera las trompas del Juicio Final,
pues
que, inocentes siendo, a juez ninguno temen.
La
lluvia ruge afuera cual si fuera un diluvio.
Del
techo, a veces, cae con las rachas del viento
una
gota de lluvia sobre esa frente yerta
y
corre por su rostro cual si fuera una lágrima.
Las
olas suenan como la campana de alarma.
La
muerta oye la sombra con expresión absorta.
El
cuerpo, cuando el radiante espíritu lo dejó,
En
el aire busca el alma y recordar el ángel;
Parece
que entendamos este diálogo extraño
Entre
la boca pálida y la mirada triste y ojeroso:
-
¿Qué has hecho con tu aliento? - Y tú, en tus ojos?
¡Ay!
amar, vivir, tomar las primaveras,
Bailar,
reír, grabar sus corazones, vacía su vaso.
Como
pasa todo el flujo oscuro océano,
El
destino da sentido a la fiesta, en la cuna,
Adorar
a las madres que cumplen la infancia,
Los
besos de la carne cuya alma está deslumbrado,
Canciones,
la sonrisa, el amor fresco y hermoso,
El
enfriamiento de la tumba sombría!
VIII
Pero
Jeannie ¿qué ha hecho en casa de la muerta?
Bajo
su amplia capa ¿qué es lo que ella se lleva?
¿Qué
es lo que transporta al salir de la puerta?
¿Por
qué su pecho late? ¿Por qué apresura el paso?
¿Por
qué así, vacilante, entre las callejuelas
corre
sin atreverse a volver la cabeza?
¿Qué
es, pues, lo que ella oculta con un aire turbado
entre
su lecho en sombras? ¿Qué puede haber robado?
IX
Cuando
ella entró en su casa, las rocas de la costa
blanqueaban
ya. Una silla puso junto a su cama,
y
se sentó muy pálida, cual si un remordimiento
la
abatiese. Su frente puso en la cabecera
y,
por unos instantes, con voz entrecortada
habló
mientras que lejos, ronca, la mar bramaba.
“—¡Pobre
hombre, Dios mío! ¿Qué va a decir? ¡Ya tiene
tantas
preocupaciones! ¿Cómo pudo ocurrírseme?
¡Cinco
niños a cuestas! ¡Y trabajando tanto!…
¿No
habían bastantes penas, y ahora voy a darle
otra
más?… —Oh, ¿es él? No, aún no. Hice mal.
Diré,
si me golpea: Tienes razón. ¿Es él?
Aún
no. Mejor. La puerta tiembla como si alguien
entrara.
Pero no. ¡Pobre hombre!, oír
que
regresa él ahora ¿es que va a darme miedo?”
Luego
Jeannie quedóse temblando y pensativa,
cada
vez más hundiéndose en una angustia íntima,
perdida
entre sus cuitas igual que en un abismo,
sin
escuchar siquiera los ruidos exteriores,
los
negros cormoranes volando vocingleros,
las
olas, la marea, la cólera del viento.
Ruidosa
y clara abrióse la puerta de repente,
dejando
un blanco rayo entrar en la cabaña,
y
el pescador, alegre, con sus chorreantes redes
en
el umbral mostróse, y “Así es la mar”, le dice.
X
Jeannie
gritó: “¡Eres tú!”, y fuerte contra el pecho
estrechó
a su marido cual si fuera un amante,
y
besó su chaqueta arrebatadamente
en
tanto que él decía: “¡Aquí estoy ya, mujer!”,
y
mostraba en su frente, que el fuego esclarecía,
su
alma franca y buena que Jeannie iluminaba.
“—Me
han robado —le dice—; el mar es una selva.”
“—¿Qué
tiempo ha hecho? —Duro. —¿Y la pesca? —Muy mala.
Pero
mira: te abrazo, y ya me siento a gusto.
No
pude pescar nada, y destrocé las redes.
El
diablo andaba oculto en el viento que aullaba.
¡Qué
noche! Hubo un momento que creí entre el estruendo
que
el barco se volcaba, y se rompió la amarra.
Pero
dime, ¿qué has hecho tú durante este tiempo?”
Ella
sintió en la sombra un estremecimiento.
“—¿Quién,
yo? ¡Dios mío!, nada, lo que suelo hacer siempre.
Coser
y oír rugir el mar como un gran trueno.
Tuve
miedo”. “—El invierno es duro, mas da igual”.
Luego,
temblando como quien se ha portado mal,
“—A
propósito… —dijo—, nuestra vecina ha muerto.
Ayer
debió morir, en fin, ya poco importa,
al
caer el sol, después que partiérais vosotros.
Dos
niños deja ella, muy pequeños aún.
Se
llama uno Guillaume, y la otra Madelaine;
él
todavía no anda, la niña apenas habla.
Esa
buena mujer vivía en la miseria”.
Cobró
él un grave aspecto, y echando en un rincón
su
gorro de forzado, mojado por las olas,
“—¡Diablos!
—dijo— rascándose, absorto, la cabeza.
Teníamos
cinco niños, con éstos serán siete.
Ya
alguna noche, a veces, sin cenar nos quedábamos
los
meses del invierno. ¿Cómo haremos ahora?
Bueno,
no es culpa mía. Eso es tan sólo asunto
de
Dios. Aun así, es un grave accidente.
¿Por
qué habría de llevarse a esa pobre mujer?
¡Qué
cuestión tan difícil! ¡Mucho mayor que un puño!
Para
entender todo esto, hay que tener estudios.
¡Criaturas!,
tan pequeños no podrán trabajar.
Mujer,
vete a buscarles, pues si se han despertado,
estarán
asustados de estar junto a un cadáver.
Es
su madre ¿no ves?, que llama a nuestra puerta;
abrámosla
a esos niños. Vivirán con los nuestros.
A
todos los tendremos, de noche, en las rodillas.
Vivirán
como hermanos de nuestros cinco hijos.
Cuando
vea el Señor que hay que buscar comida
para
esos nuevos niños junto a los que tenemos,
para
esa pequeñina y para su hermanito,
Él
hará que cojamos más abundante pesca.
Beberé
sólo agua y haré doble trabajo.
He
dicho. Ve a buscarles. Mas, ¿qué tienes? ¿Qué pasa?
Tú
sueles hacer siempre las cosas más deprisa.
“—Mira,
aquí están”, le dice, abriendo las cortinas.
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