miércoles, 3 de enero de 2024

LA RUEDA CELESTE - de Ursula K. Le Guin



Esta novela pasa por ser la mejor de Philip K. Dick... de entre las que no escribió él mismo. Se centra en ese punto tan dickiano y nebuloso donde el protagonista traspasa la realidad aparente para verla desde atrás y trastocarla. También se erige como una revisión crítica del concepto de utopía y como una reflexión sobre el síndrome de Dios.

La rueda celeste fue escrita por Ursula K. Le Guin entre dos de sus obras maestras, La mano izquierda de la oscuridad y Los desposeídos; pero tiene poco que ver con sus temas habituales, más de tipo antropológico. La diferencia con Dick está en la relación con el poder. Los protagonistas de Dick son seres agobiados por un sistema político angustiante y dictatorial; mientras que aquí Le Guin plantea algo más ontológico. ¿podemos cambiar drásticamente la realidad? ¿Qué papel jugamos en ella? La lectura es filosófica y hasta metafísica, pero no por ello es menos intrigante, puesto que el protagonista es perseguido por sus habilidades mientras tiene que navegar entre realidades alternativas cada vez más aberrantes.

George Orr es un hombre vulgar y corriente en una Portland futura y sobrepoblada. Inopinadamente esconde un extraño poder: sus sueños alteran la realidad. Lo que Orr sueña es lo que se encuentra al despertar, una nueva realidad plena y coherente en la que sólo él recuerda tanto la anterior línea temporal como la presente. 

Para George no se trata de un poder, sino de una condena que le provoca un sentimiento de culpa; así que se pasa el día trapicheando para conseguir drogas que le impidan soñar. Descubierto finalmente por el distópico Estado es enviado a Terapia Voluntaria con el doctor Haber. La incredulidad inicial de éste pronto se transformará en un afán de control. Una vez comprobado que los sueños son "efectivos" para cambiar la realidad, cree disponer de la herramienta definitiva para librar al mundo de todos sus males. 




Haber es un utopista que ansía un mundo sin guerra, contaminación ni racismo, de modo que comienza a hipnotizar a George y a incitarle a soñar un mundo mejor... con resultados siempre imprevistos y perturbadores. Por ejemplo para resolver la hiperpoblación y la escasez de alimentos, George sueña con una sociedad aún más distópica que practica la eugenesia o para poner fin a la persistente guerra, sueña con una invasión alienígena.

Los “sueños efectivos” de Orr revisan la historia, reescriben la realidad, reasignan las conciencias; pero se muestran incapaces de llevar a cabo la ingente tarea que Haber les asigna, lo cual amenaza su cordura:
—Me estoy volviendo loco —dijo Orr—. Usted debe notarlo; es un psiquiatra. ¿No ve que me estoy desmoronando? ¡Extraños del espacio exterior que atacan la Tierra! ¿Si me pide que vuelva a soñar, qué va a conseguir? Tal vez un mundo totalmente insano, el producto de una mente insana. Monstruos, fantasmas, brujas, dragones, transformaciones… todo el material que llevamos en nosotros, todos los horrores de la infancia, los temores nocturnos, las pesadillas. ¿Cómo podrá impedir que todo eso se libere? ¡Yo no puedo detenerlo, no lo puedo controlar!.
—¡No se preocupe por el control! Usted se está esforzando por llegar a la libertad —dijo Haber, exaltado—. ¡Libertad! Su inconsciente no es un pozo de horror y depravación. Esa es una noción victoriana, y muy destructiva. Destruyó las mejores mentes del siglo XIX, y perturbó a la psicología en la primera mitad del siglo XX. ¡No tenga miedo de su inconsciente! No es un negro pozo de pesadillas. ¡Nada de eso! Es el manantial de la salud, la imaginación, la creatividad. Lo que consideramos «perverso» es el producto de la civilización, de sus restricciones y represiones, que deforman la expresión espontánea y libre de la personalidad. El objetivo de la psicoterapia es justamente ése, eliminar esos temores y pesadillas infundados, traer lo inconsciente a la luz de la conciencia racional, examinarlo objetivamente y descubrir que no hay nada que temer.
Se establece entonces un combate entre la resistencia de George a seguir creando realidades cada vez más perversas y los intentos de Haber por alumbrar realidades cada vez más asépticas. Orr intentará zafarse del abuso del psiquiatra con la ayuda de una abogada mestiza, Heather Lelache, de la que acabará enamorándose y cuyo amor le servirá de ancla en el continuo temporal. 











La novela es muy entretenida de leer y aporta elementos más que interesantes en sus poco más de doscientas páginas. En primer lugar, Le Guin fue capaz de anticipar hace cincuenta años un mundo que nos es descorazonadamente cercano; afectado por la superpoblación y la destrucción ambiental, agitado por el racismo y una guerra en Oriente Medio; y donde la soledad se ha enquistado en las personas hasta ser generalizadas las terapias de salud mental.

La parte central resulta muy ingeniosa ya que se dedica a explorar una serie de realidades alternativas que tozudamente se las ingenian para salir mal. Una especie de ineludible corruptibilidad que afecta a toda acción humana. 
La crisis, la plaga carcinómica que había reducido la población humana en cinco mil millones en cinco años, y otros mil millones en los diez años siguientes, había sacudido hasta sus raíces a las civilizaciones del mundo, y sin embargo, al final las había dejado intactas. No había cambiado nada radicalmente; sólo cuantitativamente.
El aire estaba aún profunda e irremediablemente contaminado; la contaminación precedió a la Crisis en décadas; en realidad, fue su causa directa. No perjudicaba mucho a nadie en la actualidad, salvo a los recién nacidos. La Plaga, en su variedad leucemoide, parecía elegir selectiva, pensativamente, a uno de cada cuatro niños que nacían, y lo mataba en sus seis primeros meses de vida. Los que sobrevivían eran prácticamente inmunes al cáncer. Pero había otros males.
Ninguna fábrica despedía humo, junto al río. No había coches que contaminaran el aire con sus gases; los pocos que había eran de vapor o a batería.
Tampoco había aves canoras.
Los efectos de la Plaga eran visibles en todo; era endémica, y sin embargo no había impedido el estallido de la guerra. En realidad, las luchas en el Cercano Oriente eran más feroces que lo que habían sido en el mundo más poblado. Los Estados Unidos estaban muy comprometidos con la parte israelí-egipcia en armas, municiones, aviones y «consejeros militares». China tenia una participación igual en el lado iranio-iraqués, aunque aún no había enviado soldados chinos, sino solamente tibetanos, norcoreanos, vietnamitas y mongoles. 
Está claro que Le Guin no suscribe la fantasía de un poder omnímodo y personal que sirva para imponer un tipo de sociedad; ni aunque se trate de un tipo tan benévolo como el doctor Haber, a quien los derroteros de la realidad se le escapan siempre como agua entre las manos. 
De algún modo, Haber y Orr personifican la lucha entre la Acción y el Equilibrio.
¿No es ese el verdadero objetivo del hombre en la Tierra, hacer cosas, cambiar cosas, dirigir cosas, hacer un mundo mejor?
—¡No!
—¿Cuál es el objetivo, entonces?
—No sé. Las cosas no tienen objetivos, como si el Universo fuera una máquina, en la que cada parte cumple una función útil. ¿Cuál es la función de una galaxia? No sé si nuestra vida tiene un objetivo y no veo que eso importe. Lo que sí importa es que somos una parte. Como una hebra en una tela o una hoja de pasto en el campo. Lo es, y nosotros somos. Lo que nosotros hacemos es como un viento que sopla contra el pasto.



Así llegamos a una de las reflexiones más profundas que afronta el relato, la naturaleza de la propia realidad y nuestro papel en su flujo general. Orr lo empieza a ver cuando piensa en que puede haber otras personas que estén soñando otros mundos.
—¿Alguna vez ha pensado usted, doctor Haber —dijo en tono bastante calmo pero un poco vacilante— que… que puede haber otras personas que sueñan como yo? ¿Que la realidad cambia, se reemplaza, se renueva todo tiempo a nuestro alrededor, sólo que nosotros no lo sabemos? Sólo el que sueña lo sabe, y aquellos que conocen su sueño. Si eso es cierto, creo que tenemos la suerte de no saberlo. El asunto es muy conflictivo.
Le Guin reconoció que el taoísmo le proporcionó una manera de contemplar la vida durante su adolescencia y esta novela parece explicitar ese ideal taoísta de la "no acción", tal y como aparece en la cita que abre el capítulo 3.
Al que el cielo ayuda se le llama hijo del Cielo. Los que se aplican a aprender quieren aprender lo que no se puede aprender. Los que se empeñan en hacer cosas, pretenden hacer lo que no es factible. Los que se ponen a inquirir o distinguir quieren inquirir o distinguir lo que no es posible inquirir o distinguir. Lo más alto y perfecto es detenerse allí donde ya no es posible saber más. Al que no se conduce así, la rueda del Cielo le desbaratará.

Chuang-tzu, XXIII


Con la ayuda de los benévolos alienígenas, Orr acabará comprendiendo mejor su poder, al que ellos denominan iahklu, una fuente de perturbación del yo que cesará cuando encuentre su sitio en el Universo.   
Orr apretó los dientes y enfrentó el Caos y la Noche Antigua. Pero ellos estaban allí. Tampoco estaba él hablando en el centro con una tortuga de más de dos metros. Permaneció sentado en el cómodo diván mirando el brumoso cono gris azulado de St. Helen por la ventana. Y lentamente, como un ladrón nocturno, llegó a él una sensación de bienestar, la certeza de que las cosas estaban bien, que él estaba en el centro de todas las cosas. El yo es el Universo. No se le permitiría sentirse aislado, desamparado. Volvía a estar donde debía. Tuvo la perfecta certeza de cuál era su lugar y el lugar de todo lo demás. Esta sensación no le llegaba como algo celestial o místico, sino simplemente normal. Era el modo en que generalmente se había sentido, salvo en tiempos de crisis, de angustia; era el modo de su niñez y de todas las horas mejores y más profundas de la adolescencia y la madurez; era su natural modo de ser.
Detenerse para no perturbar el Ser. Aceptar el Mundo tal como es, no como podría ser. En definitiva, toda la peripecia de George Orr se revelará como el proceso a través del cual acaba aceptando la mutabilidad de la existencia; mientras que el doctor Haber se quedó colgado en el "sueño malo".
Hay un pájaro en un poema de T. S. Eliot que dice que la humanidad no puede soportar demasiada realidad; pero el pájaro está equivocado. Un hombre puede soportar todo el peso del Universo por ochenta años. Es la irrealidad lo que no puede soportar.







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El hecho de haber leído recientemente la historia de Fritz Haber, en El verdor terrible, de Benjamín Labatut, me lleva a pensar si Le Guin ha querido representar en el Haber de su novela las paradojas de la ciencia, capaz de la maravilla y del terror.
Recordemos que Fritz Haber fue un químico alemán de origen judío que ganó el Premio Nobel en 1918 por inventar el proceso Haber-Bosch para extraer el nitrógeno del aire y conseguir los fertilizantes que salvaron al mundo de una hambruna inapelable. Pero también fue el culpable de inventar la guerra química que aplicó en las trincheras de Ypres, durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde, los nazis modificarían el gas de su invención, el pesticida Zyklon A, para usarlo en los campos de exterminio de judíos entre los que se encontraban los parientes de Haber. 

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