Serie Narraciones Extraordinarias
I
altaban pocos días para las pascuas del año de Gracia 1374.
Era casi medio día, y la nítida luz de la primavera entraba por la única ventana de la habitación. Peire de Najac, conocido en la Villanueva de Aviñón como el hermano Pedro, interrumpió su trabajo. Sentado frente a sus papeles, el copista miro hacia afuera. Podía haber sentido la vecindad de Cristo al ver las altas fortificaciones del Palacio del Vicario, o recordado antiguas paradojas efesias con el curso incesante del Ródano; podía haber contemplado la armonía de los arcos del puente de Aviñón hincados en el agua, o divagado en la inmensidad del limpio cielo.
Se demoró, en cambio, en la observación de las primeras flores que crecían en los cerezos de una huerta cercana. Durante más de 50 años había escapado de las visitas implacables de la Peste Negra, a las escaramuzas y batallas en que inútilmente se vertía la mejor sangre de Inglaterra y Francia, a las emboscadas de los aldeanos enfurecidos por el hambre, a la periódica miseria. Confundida su piedad cristiana ante las calamidades del siglo, extraviada su razón en los torvos senderos de la Verdad Revelada que no lograba conciliar con el infausto derrotero del mundo, marchita su sensualidad en el comercio con el sufrimiento, el hermano Pedro no podía concebir un milagro más grande que la mera persistencia de la vida.
Con la caligrafía precisa y el claro latín que eran su único orgullo, siguió copiando el documento que debía entregar esa tarde. Lo había dictado el Santo Padre Gregorio; onceno de su nombre. Proliferaban las herejías y las prácticas contrarias a las enseñanzas de la Iglesia, y el Sumo Pontífice, para contener a las huestes de Satán establecía el derecho de la Inquisición a intervenir en los juicios por brujería. Sangre cátara corría en las venas del copista, que no dudaba del poder del Príncipe de las Tinieblas; pero nunca había pensado que el Demonio, para difundir el mal, tuviera necesidad de esos pobres charlatanes y desequilibrados que decían poseer los arcanos de la magia.
La Providencia, sin embargo, no había puesto a Pedro ahí para pensar. A otros, más sabios o mejor nacidos o menos pusilánimes, correspondía interpretar las instrucciones del Verbo: él se contentaba con transmitirlas.
Había transcrito cerca de la mitad del edicto papal cuando llamaron a la puerta. Supuso que era un enviado de la administración pontificia con más documentos para que los reprodujera y abrió, pero no conocía al hombre que le dijo:
౼Busco al hermano Pedro.
౼¿Para qué lo buscas? -preguntó Pedro, que desconfiaba de los desconocidos.
౼Necesito los servicios de un copista, y me aseguraron que no hay ninguno mejor en Aviñón.
Halagado, Pedro lo invito a entrar y le indicó un asiento junto a la mesa. Mientras el otro se acomodaba, tuvo tiempo de examinarlo. El copista se jactaba de leer en el rostro, como en la caligrafía, los rasgos que revelan la índole de la persona. Trató de hallar los trazos firmes de la resolución, las finas curvaturas de la inteligencia, las inacabadas líneas de la incuria en las facciones del desconocido. Nada semejante descubrió. En la cara del otro, como en la letra profesional de Pedro, los dibujos eran neutros, inexpresivos, de algún modo impersonales. Su edad sería de treinta y tantos años, y la seguridad con que se conducía sugería que su cuna no era innoble. Mientras conversaban, Pedro tampoco pudo discernir, en el exacto latín del extranjero, ningún acento que le indicara su origen; el otro hablaba la lingua franca como si fuera su idioma natal.
౼Dime en que puedo servirte – dijo Pedro después de sentarse al otro extremo de la mesa.
El extranjero sacó de entre sus ropas un envoltorio de piel gastada y lo puso entre los dos.
Quiero una copia de este manuscrito ౼dijo౼. Debo someterlo a la aprobación de la Universidad, y temo que mi caligrafía no sea suficientemente pulcra.
Pedro tomó el documento y lo hojeó. Su titulo era: De las causas del advenimiento del Salvador del Mundo. Constaba de unos cuantos folios escritos con letra amplia, pero estorbados de enmiendas.
౼No es muy extenso౼ dijo Pedro, que estaba familiarizado hasta el hartazgo con la innecesaria longitud de las disputas escolásticas.
౼La verdad no requiere muchas palabras౼ dijo con suficiencia el otro.
Pedro ya sospechaba que tenía enfrente a un doctor de la Iglesia o quizá a un aspirante a una cátedra. La última afirmación del extranjero eliminó toda duda; nadie más podía hablar con tan poco temor a equivocarse. Con anticipado fastidio, el copista imaginó la intrincada argumentación del manuscrito, sus arduos encadenamientos de silogismos y graves invocaciones de autoridades para llegar a una proposición que nadie ignoraba desde el principio.
౼No tengo mucho tiempo libre- dijo el copista sin disimular su falta de interés.
౼Si tu destreza hace justicia a tu reputación, unas cuantas horas bastarán para copiarlo ౼dijo el otro, que buscó de nuevo entre sus ropas y depositó junto al manuscrito un puñado de monedas౼. Me gustaría que todo terminara esta misma noche.
Sobre la mesa reverberaban 15 marcos de plata, más de lo que pasaba por las manos de Pedro en un año.
Las contó con la vista y admiró su brillo, pero su sentido del deber prevaleció.
౼No puedo hacerlo hoy ౼dijo Pedro౼. Su Santidad espera estos papeles antes de que acabe el día.
El extranjero, que acaso creyó que Pedro regateaba, dejó sobre la mesa otras 15 monedas.
౼Dame hasta mañana ౼dijo Pedro con cierta precipitación.
El otro se quedo un momento en silencio, tal vez para deliberar.
౼Sea como tú dispones ౼dijo finalmente౼. Un día más no cambia nada, porque en la memoria es fácil confundirlo con otros días. Mañana, al atardecer, te esperaré en la Plaza Grande.
El extranjero se puso de pie sin decir más. Después de acompañarlo a la puerta y despedirlo, Pedro recogió las monedas, las metió en una pequeña bolsa de cuero, desplazó un tabique de su quicio y las colocó en el hueco que dejaba en la pared, junto a la cadena y al crucifijo que constituían sus únicas pertenencias de algún valor. Sentado de nuevo a la mesa, apartó el manuscrito con desdén y reanudó su trabajo. El Papa esperaba, y el copista no tenía tiempo que perder en laboriosas elucubraciones sobre la cantidad de ángeles que puede albergar la punta de un alfiler o cualquier otro tema que pudiera interesar al extranjero.
Palacio Papal - Avignon - |
II
Había anochecido cuando regresó del Palacio Papal, después de entregar el edicto y la copia terminada. Encendió velas en un candelabro, agradeció al Señor sin mucho énfasis sus alimentos y apenas los tocó. Estaba cansado, pero nunca se acostaba sin haber leído algún versículo de la Biblia. No deseaba una lectura edificante, sólo unas cuantas líneas gratas que lo ayudaran a dormir. Abrió el libro en el Pentateuco y optó por el Génesis, pero no pudo evitar que el espectáculo de la Creación llenara sus ojos de asombro, ni que el pecado original despertara su indignación; llegado a la Caída, estaba más lejos que al principio del sueño que su mente fatigada le exigía. Pensó que una disquisición teológica lo ayudaría a adormecerse y tomó el manuscrito del extranjero, que no se había preocupado de mover de la mesa.
Reconoció de inmediato, en el latín sin faltas, la voz anónima del autor. Contra lo que Pedro esperaba, el texto no estaba agobiado de retórica eclesiástica. La argumentación, que era llana y limpia, podía resumirse así:
Está escrito que Adán era ya un hombre maduro cuando surgió del lodo; según la tradición, su edad era la de Cristo en el Calvario, 33 años. Está establecido, igualmente, que el primer acto del primer hombre consistió en dar a cada cosa su nombre propio; Adán poseía entonces la palabra, que es hija de la memoria. No hay efecto sin causa, de suerte que la memoria de Adán postula su existencia previa. El tributo divino de la omnipotencia es ambiguo; Dios puede crear de la nada, pero al mundo, una vez creado, lo gobiernan leyes. Estas leyes vedan al Creador la facultad de cuadrar el círculo o de engendrar un triángulo en que la suma de los ángulos no sea igual a dos rectos: esas leyes, de modo semejante, le niegan el poder de arrancar al fango un varón con memoria. Para que el universo sea perfecto y acabado el día en que se extinga, alguien debe vivir los 33 años del padre Adán.
El manuscrito terminaba con estas palabras:
Dios no encarna por amor al hombre, sino por fidelidad a Su obra. Debe al Cosmos un pasado Humano, y desde la Eternidad, que no significa existencia en todos los momentos sino ser fuera del tiempo, puede escoger una persona cualquiera y una época cualquiera y un lugar cualquiera para sufragar Su deuda. Condesciende a la carne para operar la Salvación, pero lo que salva no es la especie humana sino las leyes del universo que Él forjó.
Pedro leyó sin detenerse hasta la última frase. Solían importarle menos las ideas que la forma de expresarlas, pero no desconocía la Doctrina y había detectado la herejía desde el principio. Ahora, terminada la lectura, el cristiano se impuso al copista. El razonamiento del extranjero era inadmisible. Si la Encarnación, pensó el hermano Pedro, no tiene más objeto que compensar una infracción a la mecánica del universo, la Pasión y la Cruz son incidentes sin consecuencias: no hubo ni habrá misericordia para las almas de los muertos; los pecadores no pueden confiar en la Redención.
Instintivamente se persignó aunque estaba solo y era tarde para que llamaran a su puerta. Temió que alguien viera ese manuscrito que podía inculparlo de herejía y lo escondió junto a las monedas. Apagó después las velas y se tendió en la cama. Necesitaba pensar, y su mente operaba con más claridad cuando no la distraían los sentidos.
El hermano Pedro era un servidor de la Iglesia y tenía el deber de denunciar al extranjero a la Santa Inquisición, pero era ante todo un hombre y nada lo tentaba menos que condenar a muerte a un semejante. Un buen cristiano habría recurrido sin dudar a la plegaria para solicitar al cielo algún indicio que iluminara su espíritu; Pedro, en cambio, dudaba. Cuando por fin se decidió a rezar, lo hizo sin mucha convicción, porque no tenía nada que perder y no con la seguridad de ser escuchado. No lo sorprendió que no hubiera respuesta a sus ruegos; sabía que ningún Ángel vendría a tenderle la mano mientras su fe no fuera ciega.
Si la oración no despejaba sus dudas ni le daba el temple que le faltaba para determinarse, le quedaba la razón. Tomás de Aquino había enseñado que el intelecto puede encontrar al Creador en el examen de las criaturas; Pedro buscó, entre las que conocía, alguna que lo llevara a un Dios de amor, pero tampoco el mundo lo ayudó a desmentir los argumentos del desconocido. La Corte de Francia se desbarataba en intrigas, los soldados de Inglaterra humillaban a los vencidos, la plaga despoblaba las ciudades, hasta la Santa Madre Iglesia se había retirado de Roma para venderse al mejor postor. Eran malos tiempos, los peores de los que tenía memoria, y se decía que el Verbo mismo, había volcado Su ira contra el hombre para castigarlo por su insensatez. Podía explicarse, conjeturó con indulgencia, que un escolástico descarriado concibiera un Dios indiferente a la suerte de las almas.
En las dilatadas horas de esa noche, Pedro no pudo dar con una razón suficiente para denunciar al extranjero. Inquieto, sentado a veces en la cama y a veces acostado sin mayor esperanza que dormir, terminó por compadecer a ese hombre que, seguramente, no estaba del todo en sus cabales. Cuando la primera claridad de la mañana lo sorprendió despierto, un último escrúpulo postergaba su decisión: aunque su fe no era bastante para condenar a otro cristiano, debía lo que era a la Iglesia. Atenuó su deslealtad con una solución aristotélica. Resolvió que no lo denunciaría, pero tampoco iba a copiar el manuscrito; se lo devolvería intacto esa tarde, junto con las monedas que no se había ganado. Se levantó, satisfecho de haber alcanzado el justo medio, y para evitar otras vacilaciones se obstinó el resto del día en transcribir documentos que nadie recordaría un mes después.
III
Mucho antes del atardecer partió hacia Aviñón. La caminata hasta la Plaza Grande no era muy larga, pero Pedro tenía prisa en deshacerse del legajo del extranjero y de las monedas que llevaba ocultas entre las ropas. Llegó sin demora hasta el puente sobre el Ródano. Cuando empezaba a cruzarlo, vio venir una procesión.
Centenares de mujeres y algunas decenas de hombres avanzaban en desorden hacia él. Pedro notó que casi todos vestían harapos y ceñían sus cabezas con coronas de flores. Los más adelantados se detuvieron a mitad del puente y formaron corros; así dispuestos, emprendieron un baile desacompasado, en el que se entreveraban contorsiones, altos brincos y gritos semejantes al chillido de las bestias. Mientras rodeaba azorado a los grotescos danzantes y proseguía su camino, Pedro los oyó llamar por su nombre a los demonios para pedirles con voces desgarradas que dejaran de atormentarlos. Como en una pesadilla vio caer, exhaustas de sus bailes, a dos mujeres que se revolcaron en el suelo gimiendo como si agonizaran. Al llegar a la entrada de Aviñón, aturdido por las interjecciones y las piruetas de los procesantes, Pedro intentó persignarse, pero un rezagado que cojeaba lo sujetó por el brazo y le dijo:
౼La señal de la Cruz es inútil. No hay salvación para las almas, nadie puede socorrernos. El Juicio Final ya pasó, y nosotros somos los rechazados. Satán y el Anticristo están en todas las cosas y...
Pedro, que no quería seguir oyendo más blasfemias, forcejeó para sacudirse la mano que se aferraba a su brazo y se alejó. Había visto procesiones de gente que se flagelaba y pedía perdón por los pecados del mundo, de hombres y mujeres que abandonaban sus casas para ir en pos de un milagro que pocos alcanzaban, pero ninguna lo había perturbado tanto como la que acababa de pasar sobre el puente. Confundido, buscó en una iglesia cercana el refugio que necesitaba para reflexionar.
El templo estaba casi vacío. Pedro fue a persignarse frente al altar y se refugió en un rincón donde, arrodillado, fingió que rezaba. Él también, como casi todos los hombres que conocía, estaba perplejo ante la multiplicación sin fin de los infortunios; él también había desesperado. Pero la desesperación, pensó, es una de las fuentes de donde mana el arrepentimiento, y a los arrepentidos pertenece el Reino de los Cielos. Los convulsivos bailarines, en cambio, habían depuesto la esperanza.
Apoyado en el reclinatorio, el copista percibió la pausada luz que incubaban los vitrales, el sólido ascenso de las columnas, el silencio que anidaba en la ancha bóveda. El orbe entero, el único que Pedro podía imaginar, el que lo había maravillado en las catedrales del Norte y en las basílicas del Sur, el que ahora lo envolvía como el vientre de una madre en esa tibia penumbra que fortalecía su espíritu, estaba erigido sobre la confianza en que los males de este mundo se compensarían después de la muerte. Y la Iglesia, con todas sus imperfecciones, era la encargada de administrar esta Promesa. Bien podría la Doctrina ser errónea, hasta falsa, bien podrían todos los dogmas discutirse o ser abolidos; el único que merecía permanecer, aun si fuera una mentira piadosa, era el de la Salvación de las almas, porque daba un sentido al quehacer de los hombres. Sin certidumbre en el futuro, pensó, nada quedaría en pie. Caerían los hombres simples y se perderían los frutos del trabajo, caerían los señores y con ellos los reinos, caería también la Iglesia y arrastraría consigo los últimos despojos de un orden. Satán y el Anticristo no estaban en todas las cosas, como dijo el blasfemo a la entrada de Aviñón; estaban en la renuncia a esperar. Y medraban también, la idea se formó irrevocable en su conciencia, en el manuscrito del extranjero, que no daba cabida a la Redención del pecado. Si no lo delataba a la Santa Inquisición, propagaría ese mensaje que minaba los cimientos de la Cristiandad.
Pedro se las había arreglado siempre para que otros actuaran por él, pero esta vez la inacción lo haría culpable. A él y a nadie más, correspondía impedir la difusión de esa herejía. Sin dar tiempo a que su cobardía lo disuadiera, salió del templo y apresuró el paso en dirección del Palacio Papal.
IV
Dos guardias, armados con lanzas y yelmos de combate, lo escoltaban al salir. Tenían instrucciones de acompañar al hermano Pedro, hacer prisionero al hereje que él les mostraría y llevarlo sin tardanza a comparecer ante la Santa Inquisición. Para evitar que el extranjero cayera en sospechas y huyera, los soldados se ocultarían a la entrada de la Plaza Grande y esperarían a que el copista les indicara a quién debían capturar. Saludar a alguien o detenerse a conversar con él no bastaba para identificarlo como el autor del manuscrito, porque Pedro conocía mucha gente. Con tal de ahorrarle a un inocente el riesgo de caer en manos de los inquisidores, el copista tuvo que vencer su repugnancia a entablar contacto físico con un hombre a quien traicionaba: no le quedo más remedio que convenir con los guardias en que la señal para reconocer al hereje, la única que no se prestaba a equívoco, fuera un abrazo.
Las campanas tocaban el Ángelus cuando entró en la Plaza Grande. Se volvió para comprobar que los soldados, desde su escondite, podían seguirlo con la mirada. Satisfecho, comenzó a escrutar la muchedumbre que se congregaba en la plaza todas las tardes. Sólo entonces advirtió que los ingratos pormenores de la traición lo habían hecho pasar por alto una dificultad: no tenía un recuerdo exacto de la cara del hereje. Lo confundió con un varón vestido según la usanza de los carpinteros que caminó hacia él y pasó de largo sin haberle dirigido la palabra, lo confundió después con un clérigo en blanca túnica que lo miró como si lo reconociera y se perdió de nuevo en la multitud. Cualquier hombre de treinta y tantos años correspondía al vago residuo que había dejado el desconocido en su memoria.
Para probar la acusación, Pedro había entregado el manuscrito a los inquisidores. Buscando inútilmente al extranjero, entendió con angustia que si no daba con el autor de la herejía, el mismo ardería con ella en la hoguera. La amenaza de las llamas terminó de sofocar su entendimiento, que ya estaba nublado por la noche sin sueño. Del hervidero de ideas confusas que congestionaban su mente, surgió la sospecha de que el desconocido, cuya cara usurpaba la de todos los hombres que Pedro veía, era en verdad el demonio, a quien los doctores de la Iglesia atribuían el poder de cambiar de apariencia. Todo encajaba: la imprevista aparición del extranjero el día anterior, la herejía ostentosa que inevitablemente reclamaba la denuncia, la persuasión final de la procesión de bailarines, la obstinación del copista en cumplir un deber que hubiera podido eludir. Muchos eran los ardides del Maligno para perder a las almas, y el hermano Pedro, como tantos otros incautos, se había dejado engañar.
De sus desacertadas cavilaciones lo sacó la mano del extranjero, que lo jaló con suavidad del hombro para llamar su atención. Pedro asustado al principio, se avergonzó de haber pensado que un hombre de aspecto tan inocuo había salido del Infierno y lo miró en silencio mientras trataba de organizar sus ideas. Ahora que lo tenía frente a él se asombró de no haber logrado recordar su cara; algo en ella, tal vez la imprecisa serenidad, la ausencia simultánea de dolor y goce, le pareció conocido, como si lo hubiera visto muchas veces antes. Pero la familiaridad que empezaba a sentir con el extranjero le hubiera hecho aún más penoso traicionarlo, y Pedro apartó de su mente esa impresión.
Un par de segundos, como mucho, habían durado estas vacilaciones. El copista, que no sabía cómo cometer su indeseable tarea, habló con involuntaria sinceridad:
౼Temí que nunca te hallaría.
౼Y yo estaba seguro de que vendrías antes.
Pedro barruntó un asomo de ironía en la voz del otro.
౼No he podido copiar tu manuscrito—dijo.
Un conato de sonrisa, que podía ser de indulgencia, fue la única respuesta del extranjero. Pedro ya no dudó; él otro sabía. Pero el copista no se sentía capaz de condenar a ese hombre sin darle la oportunidad de retractarse.
౼Lo que escribes es atroz ౼dijo Pedro౼. Ningún cristiano puede admitir que el Señor es indiferente a la suerte del hombre y que vino al mundo solo para salvaguardar la perfección de Su obra. Tu manuscrito implica que la Pasión y la Cruz son una farsa.
౼Eres tu quien lo dice. Yo no hablé de la Pasión ni de la Cruz.
౼Yo en cambio te perdono. Que otros juzguen lo que dispone el Señor ౼dijo el extranjero, y en el mismo acto abrazó a Pedro y lo besó en la mejilla.
La súbita efusión del otro sorprendió al copista, que aún no se había resuelto a delatarlo. Se sacudió el abrazo y trató de prevenir al extranjero, pero ya era tarde para arrepentirse. Los soldados acudieron con presteza y prendieron al hereje, que se dejó conducir sin oponer resistencia. Pedro se quedó atrás, mirando cómo se alejaban los tres hombres en cuyas espaldas se untaba la última luz del sol. Imaginó que el cuerpo del otro, enrojecido ahora en el atardecer, ardería muy pronto en la hoguera, y lleno de arrepentimiento deseó no haber leído nunca el manuscrito. Entonces recordó las monedas, que aún llevaba entre sus ropas, y corrió hasta emparejarse con el grupo. Los soldados detuvieron su marcha. Jadeando, Pedro ofreció al extranjero la bolsa con los marcos de plata y dijo:
౼Casi olvido devolverte tus monedas. No las he ganado.
౼Te equivocas ౼dijo el otro apartando la mano que Pedro extendía hacia él౼. De cualquier modo, ya no voy a necesitarlas.
Pedro alcanzó a mirar una última vez al extranjero antes de que los soldados lo retiraran para siempre de su vista. No había odio en la cara del otro, ni siquiera un reproche; el copista creyó distinguir, más bien, un leve gesto de comprensión y hasta de complicidad que lo hizo sentirse aún más ruin.
Con las monedas apretadas en su puño emprendió el regreso a Villanueva de Aviñón. Mientras caminaba, las escasas palabras del hereje iban resonando en su memoria como una voz oída en sueños. Una frase lo inquietaba más que otras: el extranjero había dicho, con verdad, que él no hablaba de la Pasión ni de la Cruz; era Pedro quien infirió que el manuscrito descartaba o escarnecía los últimos episodios de la vida del Señor. Buscó repetir los pasos que lo habían llevado a esa inferencia, y una idea brusca como una pedrada vino a quebrar la superficie llana de su razonamiento. Si la argumentación del manuscrito es exacta, pensó, si Dios se hizo hombre sólo para dar realidad al pasado de Adán, Su encarnación en la persona del Mesías constituiría un espectáculo superfluo, que no condice con el preciso itinerario del Advenimiento. No hay necesidad, siguió pensando, de una provincia ilustre y turbulenta como Palestina, ni de un suplicio vistoso como el del la crucifixión; la eliminación del Verbo, una vez vividos los treinta y tantos años que debe al universo, puede cumplirse en circunstancias más discretas. Acaso el Hijo del Hombre no es quien creemos, intuyó con desconsuelo, y su imprescindible aniquilación es un hecho modesto que puede ocurrir dondequiera y cuando sea: ahora mismo, tal vez, en un lugar como éste, donde no faltan inquisidores para sustituir al notorio Pilatos y hogueras anónimas para reemplazar a la Cruz.
Había llegado al puente. Antes de cruzarlo rogó a Dios, al Dios que nunca había escuchado sus ruegos, que lo ayudara a entender. La noche había empezado a cubrir al mundo con sus alas de arcángel caído, y el hermano Pedro, que rezaba el padrenuestro, levantó la vista hacia el cielo. La cara del hombre que había condenado se abrió paso en su conciencia como un rayo de luz en un recinto oscuro. Pedro se percató de que por fin podía recordarla y al mismo tiempo identificó la sensación de familiaridad que le había provocado antes: lo hacía pensar en la cara indistinta que los pintores asignaban al primer varón en el Paraíso, el rostro desprovisto de malicia que estaba hecho a imagen y semejanza del de Dios.
Con humildad, agradeció el inclemente mensaje. Caminó pensativo hasta mitad del puente y ahí, mirando correr las aguas, se atrevió a pedir de nuevo al Señor. No solicitó misericordia ni más explicaciones; comprendía que no había esperanza, que no era posible rehusar la odiosa misión que se le había deparado. Después de arrojar al río las 30 monedas de plata, el hermano Pedro, que se sabía pusilánime, rogó simplemente al Creador que le concediera aplomo para procurarse una soga resistente y llegar al árbol solitario en que ejecutaría su último acto en el mundo.
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Alvaro Uribe nació en la ciudad de México en 1953 y se licenció en Filosofía por la UNAM. Ha sido agregado cultural en Nicaragua y Consejero Cultural en Francia. El autor es un fino estilista que cuenta con varias novelas entre las que destacan "La Lotería de San Jorge" (2004), "El taller del Tiempo" (2003) ganadora del I Premio de Narrativa Antonin Artaud y "Autorretrato de familia con perro" con la que ganó el Premio Villaurrutia en 2014. Pero sobre todo es un muy reconocido cuentista que recientemente ha editado en España un volumen con todos sus cuentos: "Historia de la historias" (Malpaso Ediciones, 2018).
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