miércoles, 1 de abril de 2020

El CABALLERO SUECO - de Leo Perutz



"El caballero sueco comienza con un prólogo en el que una anciana, en mitad del siglo XVIII, evoca sus recuerdos de infancia. Habla de su padre, oficial del ejército de Carlos XII de Suecia. De un saquito de sal y de tierra que le cosió en el dobladillo de su redingote antes de que él partiera a la guerra, porque un palafrenero le había dicho que era un medio infalible de unir para siempre a dos personas. De las visitas clandestinas que este padre misterioso le hacía todas las noches a pesar de que se encontraba, como atestigua todo el ejército, a quinientos kilómetros de su castillo y su hija. Del anuncio de su muerte, que ella se negó a creer, y de la oración que por este motivo dedicó en su fuero interno a un pordiosero al que iban a enterrar al pie de sus ventanas.

Bombardeado, al igual que lo está al leer este artículo, por informaciones cuya relevancia se le escapa, el lector registra sin comprender gran cosa. Se dice que todo esto acabará aclarándose. Ahí empieza el relato. Transcurre en Silesia durante la Guerra de los Treinta Años. La idea que nos hacemos de Silesia durante esta guerra es tan vaga que nos vemos obligados a confiar en el autor, lo que él aprovecha para arrastrarnos a un universo extraño, sin puntos de referencia, más cercano a la ciencia ficción que a la novela histórica: quizá no a una cuarta dimensión pero, digamos, a una tercera y media.


Guerra de los Treinta Años - Wallestein

En este mundo crepuscular se desarrolla, en el curso de veinte años largos, una historia de trueque, de dobles y de usurpación de identidad. Tras un encuentro casual, un hombre ocupa el lugar de otro. El vagabundo se convierte en el señor de un castillo, mientras que el castellano se ha precipitado en el Infierno del Obispo (no se entiende muy bien qué es este infierno, lo esencial es que da miedo). En suma, una historia trágica, extremadamente bien llevada, en un marco espacio-temporal que desorienta muchísimo, y que se lee con un intenso placer, pero bueno, igual que se leen montones de libros.

Llegamos a las últimas páginas. El autor conoce su oficio, todo parece preparado para un fin armonioso. Llegamos al último párrafo. Llegamos a la última frase. Y aquí sucede algo. La copio solo para que vean hasta qué punto parece anodina: «La carreta que transportaba al hombre anónimo a su última morada pasó lentamente por debajo de las ventanas de su casa.» Parece anodina, pero si has leído todo lo que la precede es imposible que no te recorra el espinazo un fuerte escalofrío. Las migajas de información inutilizables del prólogo te vuelven a la memoria en un relámpago. Siempre han estado ahí, a tu disposición, el autor no ha hecho trampas, se ha limitado a aplazar hasta la última frase el momento de reactivarlas.

Y de repente comprendes lo que acabas de leer, lo que te han contado desde el principio sin que te dieras cuenta claramente. El autor se ha contentado con empujar a un peón en el tablero, uno de esos pobres peoncitos que al final de la partida parecen no servir para nada y que dicen con voz débil: «Jaque mate.» Entonces todo se reorganiza a una luz distinta que transforma esta hábil historia en una tragedia del destino.

La literatura puede proporcionar todo género de gozos muy diferentes. Yo no sé si este es uno de los más elevados, pero sí es uno de los más intensos para un determinado tipo de lectores entre los que me cuento. Por otro lado, cuando el lector es asimismo autor, es uno de esos placeres que le despiertan una mayor envidia: sueña, o al menos yo lo hago, con ser capaz de eso. De dar jaque al lector. Las ficciones que tienden hacia ese objetivo instauran un suspense de doble filo. A la inquietud trivial, ¿qué va a pasarle al héroe?, ¿cómo va a salir del atolladero?, se superpone esta otra: ¿cómo va a salir de este lío el autor?, ¿cómo va a apañárselas? No solo me ha dado jaque mate, sino que lo ha hecho de un modo totalmente inesperado que me ha dejado boquiabierto, estupefacto, sin que haya visto venir el mate.


Hay maestros de esta disciplina. Adolfo Bioy Casares, a quien su amigo Borges felicitaba por haber concebido, en La invención de Morel, una de las muy raras intrigas que sin exagerar se pueden considerar perfectas. En Francia, La máquina, de René Belletto. Japrisot en la mayoría de sus novelas, donde te preocupas por él diciéndote que tal como ha empezado no va a encontrar otra puerta de salida que la solución desoladora del despertador que suena y el héroe que suspira: «Gracias a Dios, solo ha sido una pesadilla.» Ahora bien, Japrisot no solo logra explicar racionalmente los prodigios que ha expuesto, sino que su explicación es todavía más prodigiosa que lo que explica.

Leo Perutz pertenecía a esta familia. Judío de Praga, es un riguroso contemporáneo de Kafka, pero murió mucho más viejo en Israel, después de la guerra. Cuando has leído una novela suya las has leído todas, pero hay que confesar que no todas alcanzan la misma perfección narrativa, por lo que más vale empezar por una de sus obras maestras. El caballero sueco era su preferida y también es la mía, y la última paradoja de este libro que de principio a fin parece mantener la intriga es que no solo soporta la relectura, sino que incita a ella. Acabo de hacer la prueba: la segunda vez es todavía mejor."






Reseña escrita por Emmanuel Carrère y publicada en 
Le Journal du dimanche en agosto de 2000.
Está recogida en el volumen "Conviene tener un sitio a donde ir",
Editorial ANAGRAMA, 2017

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