Ocnos es una ensoñación luminosa y transparente del territorio mítico de la infancia. Su nacimiento está íntimamente vinculado a la desoladora experiencia del destierro vivida por el poeta sevillano en las frías tierras escocesas. En una nota suya leemos: "Hacia 1940 y en Glasgow (Escocia), comenzó L.C. a componer Ocnos, obsesionado entonces con recuerdos de su niñez y primera juventud en Sevilla, que entonces, en comparación con la sordidez y fealdad de Escocia, le aparecían como merecedores de conmemoración escrita, y al mismo tiempo, quedaran así exorcizados. El librito creció (no mucho), y la búsqueda de un título ocupó al autor hasta hallar en Goethe mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir de alimento a su asno. Halló en ello cierta ironía sarcástica agradable, se tome al asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público, igualmente inconsciente y destructor”.
Componente biográfico, pues, que el autor se propone evocar mediante el recuerdo teñido de un intenso sentimiento de nostalgia. De este modo el poeta mitifica el pasado a través del tratamiento literario. Según ha destacado Philip Silver, la infancia y la adolescencia sevillanas adquieren dimensiones míticas, edénicas, caracterizadas por la intemporalidad, la inocencia propia de la infancia, y el amor a la naturaleza.
Una característica fundamental de esta obra es que está compuesta por poemas en prosa. El propio Cernuda había reflexionado sobre esta forma poética en el ensayo "Bécquer y el poema en prosa español", fijando su origen en Francia:
"Al mismo tiempo que algunos escritores, entre los cuales bastará con citar a Rousseau y Chateaubriand, escriben una prosa que en momentos determinados tiene virtudes poéticas, otros trabajan específicamente en la creación de una nueva forma literaria: la del poema en prosa. Garpard de la Nuit (1842), de Bertrand, representa la fase primera en la evolución del género; los Petits Poèmes en Prose (1866), de Baudelaire, la fase segunda; Les Illuminations (1886), de Rimbaud, la tercera, de riqueza inagotable aun en nuestro tiempo."
Juan Ramón Jiménez lo retoma en España cuando en 1914 publica Platero y yo, que muy pronto se convierte en un clásico. Posteriormente Vicente Aleixandre lo llevaría a la cumbre con Pasión de la tierra. Todo ello sin olvidar a uno de los más abundantes cultivadores en español, Azorín: Confesiones de un pequeño filósofo (1904), Castilla (1912), Pueblo (1930) y otros. Juan Ramón Jiménez ya proclamaba la necesidad de desnudar al verso, de mantener, antes que cualquier criterio de composición formal, su fidelidad a la comunicación poética que debe ser clara, pura y natural. Esto es lo que ofrece la prosa poética, un encuentro entre ideas que parecían antitéticas, la narración y la iluminación única de la impronta lírica.
En Ocnos la narración se convierte en legendaria toda vez que en los textos se obvian las fechas y nombres de lugares. Tampoco de personas andan sobradas las páginas. Mediante el procedimiento de la determinación elíptica, Luis Cernuda se refiere a la ciudad y a los rincones de su infancia e incluso a otros territorios de España sin nombrarlos expresamente, confiriéndoles un grado de ambigüedad propio de un universo literario creado. Octavio Paz llega a decir que lo que prevalece en Cernuda es la realidad literaria sobre la meramente biográfica: “siempre pensó que la realidad diaria adolece de irrealidad y que la verdadera realidad es la de la imaginación”.
Abriendo las breves y transparentes hojas de Ocnos encontramos su primer ofrecimiento:
LA POESÍA
En ocasiones, raramente, solía encenderse el salón al atardecer, y el sonido del piano llenaba la casa, acogiéndome cuando yo llegaba al pie de la escalera de mármol hueca y resonante, mientras el resplandor vago de la luz que se deslizaba allá arriba en la galería, me aparecía como un cuerpo impalpable, cálido y dorado, cuya alma fuese la música.
¿Era la música? ¿Era lo inusitado? Ambas sensaciones, la de la música y la de lo inusitado, se unían dejando en mí una huella que el tiempo no ha podido borrar. Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario, y ya oscuramente sentía cómo no bastaba a esa otra realidad el ser diferente, sino que algo alado y divino debía acompañarla y aureolarla, tal el nimbo trémulo que rodea un punto luminoso.
Así, en el sueño inconsciente del alma infantil, apareció ya el poder mágico que consuela de la vida, y desde entonces así lo veo flotar ante mis ojos: tal aquel resplandor vago que yo veía dibujarse en la oscuridad, sacudiendo con su ala palpitante las notas cristalinas y puras de la melodía.
La poesía es, pues, para Cernuda, algo inasible y misterioso, oculto casi a la realidad de los sentidos; algo que nos transporta fugazmente a un mundo deseado, verdadero, hecho a imagen y semejanza de nuestra imaginación, como quería, y creía -con religiosa fe poética-, otro gran lírico romántico: John Keats.
Por eso para Cernuda, más que cosa alguna, la virtud esencial de la palabra poética reside en su poder suscitador, en su potencia de encantamiento, en la mágica irisación que pone entre nuestros sentidos y la realidad a que alude y que nos permite adivinar: "Entreví entonces la existencia de una realidad diferente de la percibida a diario".
En el poema titulado Jardín Antiguo se nos confirma el vínculo entre el poeta y su territorio: "Hay destinos humanos ligados con un lugar o un paisaje".
Sorolla y su jardín |
JARDÍN ANTIGUO
Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor tenía de verde las hojas y el agua de un estanque. Y ésta, al salir afuera, encerrada allá tras la baranda de hierro, brillaba como líquida esmeralda, densa, serena y misteriosa.
Luego, estaba la escalera, junto a cuyos peldaños había dos altos magnolios, escondiendo entre sus ramas alguna estatua vieja a quien servía de pedestal una columna. Al pie de la escalera comenzaban las terrazas del jardín.
Siguiendo los senderos de ladrillos rosáceos, a través de una cancela y unos escalones, se sucedían los patinillos solitarios, con mirtos y adelfas en torno de una fuente musgosa, y junto a la fuente el tronco de un ciprés cuya copa se hundía en el aire luminoso.
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras de las espesas ramas. El rumor inquieto del agua fingía como unos pasos que se alejaran.
Era el cielo de un azul límpido y puro, glorioso de luz y de calor. Entre las copas de las palmeras, más allá de las azoteas y galerías blancas que coronaban el jardín, una torre gris y ocre se erguía esbelta como el cáliz de una flor.
***
Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos.Más tarde habrías de comprender que ni la acción ni el goce podrías vivirlos con la perfección que tenían en tus sueños al borde de la fuente. Y el día que comprendiste esa triste verdad, aunque estabas lejos y en tierra extraña, deseaste volver a aquel jardín y sentarte de nuevo al borde de la fuente, para soñar otra vez la juventud pasada.
Entre estos dos puntos se encuentra el camino que Cernuda recorre con Ocnos. La dimensión mítica del pasado y la mirada interior enraizada a un determinado paisaje.
Según Leopoldo Panero en su artículo sobre Ocnos, la mirada interior es una expresión que se usa varias veces en el libro y que procede directamente de Wordsworth: "Su emoción privilegia casi constantemente aquellos sitios y parajes, donde el encanto, puro y solitario, de la naturaleza, se reveló un día a su alma. La figuras humanas de este breviario de añoranzas son escasas. El poeta parece huir de la sociedad de los hombres y refugiarse en la compañía de las cosas que ama. Desde ese punto de vista, Cernuda da la sensación de un solitario o de un desengañado absoluto. La fuerza interna que ha moldeado su destino y configurado su carácter suprime la ternura de su poesía. Y, sin embargo, ¡cuánta cordialidad, cuántas frustrada ternura, en el poema -para mi gusto uno de los mejores del libro- donde nos habla laceradamente de su viejo maestro de retórica!."
EL MAESTRO
Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, con gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada ésta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte. Casi siempre silencioso, o si emparejado con otro profesor acompasando la voz, que tenía un tanto recia y campanuda, las más de las veces solo en su celda, donde había algunos libros profanos mezclados a los religiosos, y desde la cual veía en primavera cubrirse de hoja verde y fruto oscuro un moral que escalaba la pared del patinillo lóbrego adonde abría su ventana.
Un día intentó en clase leernos unos versos, trasluciendo su voz el entusiasmo emocionado, y debió serle duro comprender las burlas, veladas primero, descubiertas y malignas después, de los alumnos —porque admiraba la poesía y su arte, con resabio académico como es natural. Fue él quien intentó hacerme recitar alguna vez, aunque un pudor más fuerte que mi complacencia enfriaba mi elocución; él quien me hizo escribir mis primeros versos, corrigiéndolos luego y dándome como precepto estético el que en mis temas literarios hubiera siempre un asidero plástico.
Me puso a la cabeza de la clase, distinción que ya tempranamente comencé a pagar con cierta impopularidad entre mis compañeros, y antes de los exámenes, como comprendiese mi timidez y desconfianza en mí mismo, me dijo: «Ve a la capilla y reza. Eso te dará valor».
Ya en la universidad, egoístamente, dejé de frecuentarlo. Una mañana de otoño áureo y hondo, en mi camino hacia la temprana clase primera, vi un pobre entierro solitario doblar la esquina, el muro de ladrillos rojos, por mí olvidado, del colegio: era el suyo. Fue el corazón quien sin aprenderlo de otros me lo dijo. Debió morir solo. No sé si pudo sostener en algo los últimos días de su vida.
Acuarela de Alberto de Burgos "Alcázar de Sevilla" |
Los poemas son el lugar de encuentro entre el pasado que recrea la anécdota argumental y el presente que lo recupera líricamente; entre el protagonista niño de la vivencia y el poeta adulto de la remembranza. No hay abdicación del presente en favor del pasado; sino que entre ambos el poema traza un arco que recoge toda su experiencia vital. El propio Cernuda expresó esta idea en el poema en prosa El patio de Variaciones sobre tema mexicano:
“El hombre que tú eres se conoce así, al abrazar ahora al niño que fue, y el existir único de los dos halla su raíz en un rinconcillo secreto y callado del mundo. Comprendes entonces que al vivir esta otra mitad de la vida acaso no haces otra cosa que recobrar al fin, en la presente, la infancia perdida, cuando el niño, por gracia era ya dueño de lo que el hombre luego, tras no pocas vacilaciones, errores y extravíos, tiene que recobrar con esfuerzo”.
Leopoldo Panero resumió OCNOS de forma maravillosa:
"La dicción poética de Cernuda contiene una feliz elegancia que se centra en irradiar sugerencias y una expresión metafórica simple e intensa. Su receptividad sensual es, probablemente, una de las más finas, evidentes y ricas de toda nuestra poesía, y comunica a su palabra el fluir elegante y natural que procede de la esencia de las cosas. Nadie le iguala en eso, en la cristalina inocencia de su lenguaje, puesto siempre al servicio de una segurísima inteligencia poética y de un sentido de la composición poco menos que infalible.
Así son los poemas todos de este libro: nítidos, perfectos, naturales como la belleza misma. Y netamente sevillanos desde la universal melancolía que les inspira y que les da su alma."
Este entrada se redactó tomando ideas y citas de un artículo de
EL MAGNOLIO
Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba por en medio de ella, al extender a los lados sus brazos, podía tocar ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una puertecilla siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar, sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el inmenso magnolio. Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para mí algo más que una hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más libre, más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios
EL TIEMPO
Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
La 1ª. edición fue publicada, en Londres, en 1942, se compone de 31 poemas, con un gran sentido unitario en torno a la infancia y adolescencia del autor en Sevilla. La 2ª edición, publicada en Madrid en 1949, consta de 46 poemas. La 3ª, con un total de 63 poemas, se publicó en Xalapa, México, en 1963, unos días después del fallecimiento del poeta.
Esta recreación de la obra durante veinte años muestra una labor esmerada en claro paralelo con la continuada elaboración de La Realidad y el Deseo, que también cuenta con tres ediciones repartidas a lo largo de veintidós años (1936,1940,1958).
Luis Cernuda nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902.
Empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Sevilla en 1919, siendo uno de sus profesores Pedro Salinas, quien lo ayudó con sus primeras publicaciones. En 1925 terminó la Licenciatura de Derecho, y conoció a Juan Ramón Jiménez. En diciembre de ese año publica sus primeros poemas en “Revista de Occidente” y comenzó sus primeros contactos con el mundo literario. Poco a poco se distancia del inicial mundo surrealista y comienza a desarrollar una poesía mucho más sencilla, directa y personal. Así escribe entre 1932 y 1933 su obra “Donde habite el olvido”, que publicó en 1934. Mientras tanto relee a Gustavo Adolfo Bécquer, una referencia poética que lo acompañará para siempre.
Su adhesión al partido comunista llega de la mano del poeta Rafael Alberti, que le lleva, incluso, a participar como voluntario en las milicias en la Sierra de Guadarrama durante la guerra.
En 1938 viajó a Inglaterra para impartir un ciclo de conferencias, y ya no volvió nunca más a España.
Entre 1941 y 1942 escribió la primera parte de Ocnos y “Como quien espera el alba”.
En el año 1947 se traslada a Nueva York, donde ejercería de profesor de literatura española, hasta 1949. Tras veranear en México, la profunda impresión que le produce volver a escuchar palabras en castellano, y las semejanzas de este país con su amada Andalucía, le provocan la escritura de obras como “Variaciones sobre Tema Mexicano” y “Poemas para un cuerpo”, publicada en 1954.
El 5 de noviembre de 1963 murió tras sufrir un infarto en México, en el domicilio de Concha Méndez, mujer de Manuel Altolaguirre, donde vivía. Está enterrado en el Panteón Jardín de la misma ciudad donde murió.
Empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Sevilla en 1919, siendo uno de sus profesores Pedro Salinas, quien lo ayudó con sus primeras publicaciones. En 1925 terminó la Licenciatura de Derecho, y conoció a Juan Ramón Jiménez. En diciembre de ese año publica sus primeros poemas en “Revista de Occidente” y comenzó sus primeros contactos con el mundo literario. Poco a poco se distancia del inicial mundo surrealista y comienza a desarrollar una poesía mucho más sencilla, directa y personal. Así escribe entre 1932 y 1933 su obra “Donde habite el olvido”, que publicó en 1934. Mientras tanto relee a Gustavo Adolfo Bécquer, una referencia poética que lo acompañará para siempre.
Su adhesión al partido comunista llega de la mano del poeta Rafael Alberti, que le lleva, incluso, a participar como voluntario en las milicias en la Sierra de Guadarrama durante la guerra.
En 1938 viajó a Inglaterra para impartir un ciclo de conferencias, y ya no volvió nunca más a España.
Entre 1941 y 1942 escribió la primera parte de Ocnos y “Como quien espera el alba”.
En el año 1947 se traslada a Nueva York, donde ejercería de profesor de literatura española, hasta 1949. Tras veranear en México, la profunda impresión que le produce volver a escuchar palabras en castellano, y las semejanzas de este país con su amada Andalucía, le provocan la escritura de obras como “Variaciones sobre Tema Mexicano” y “Poemas para un cuerpo”, publicada en 1954.
El 5 de noviembre de 1963 murió tras sufrir un infarto en México, en el domicilio de Concha Méndez, mujer de Manuel Altolaguirre, donde vivía. Está enterrado en el Panteón Jardín de la misma ciudad donde murió.
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