Remedios Varo |
Tanta mansedumbre
Pues en la hora oscura, tal
vez la más oscura, en pleno día, ocurrió esa cosa que no quiero siquiera
intentar definir. En pleno día era noche, y esa cosa que no quiero todavía definir
es una luz tranquila dentro de mí, y la llamaría alegría, alegría mansa. Estoy
un poco desorientada como si me hubieran arrancado el corazón, y en lugar de él
estuviera ahora la súbita ausencia, una ausencia casi palpable de lo que antes
era un órgano bañado de oscuridad, de dolor. No estoy sintiendo nada. Pero es
lo contrario del sopor. Es un modo más leve y más silencioso de existir.
Pero también estoy inquieta.
Yo estaba organizada para consolarme de la angustia y del dolor. Pero cómo es
que me arreglo con esa simple y tranquila alegría. Es que no estoy acostumbrada
a no necesitar de mi propio consuelo. La palabra consuelo me llegó sin sentir,
y no lo noté, y cuando fui a buscarla, ella se había transformado ya en carne y
espíritu, ya no existía más como pensamiento.
Voy entonces a la ventana,
está lloviendo mucho. Por hábito estoy buscando en la lluvia lo que en otro
momento me serviría de consuelo. Pero no tengo dolor que consolar.
Ah, lo sé. Ahora estoy
buscando en la lluvia una alegría tan grande que se torne aguda, y que me ponga
en contacto con una agudeza que se parezca a la agudeza del dolor. Pero es una
búsqueda inútil. Estoy frente a la ventana y sólo ocurre eso: veo con ojos
benéficos la lluvia, y la lluvia me ve de acuerdo conmigo. Ambas estamos
ocupadas en fluir. ¿Cuánto durará mi estado? Percibo que, con esta pregunta,
estoy palpando mi pulso para sentir dónde está el latir dolorido de antes. Y
veo que no está el latido de dolor.
Sólo eso: llueve y estoy
mirando la lluvia. Qué simplicidad. Nunca creí que el mundo y yo llegáramos a
este punto de acuerdo. La lluvia cae no porque me necesite, y yo la miro no
porque necesite de ella. Pero nosotras estamos tan juntas como el agua de
lluvia está ligada a la lluvia. Y no estoy agradeciendo nada. Si, después de
nacer, no hubiera tomado involuntaria y forzadamente el camino que tomé, yo
habría sido siempre lo que realmente estoy siendo: una campesina que está en un
campo donde llueve. Sin siquiera dar las gracias a Dios o a la naturaleza. La
lluvia tampoco da las gracias. No hay nada que agradecer por haberse
transformado en otra. Soy una mujer, soy una persona, soy una atención, soy un
cuerpo mirando por la ventana. Del mismo modo, la lluvia no está agradecida por
no ser una piedra. Ella es la lluvia. Tal vez sea eso lo que se podría llamar
estar vivo. No es más que esto, sólo esto: vivo. Y sólo vivo de una alegría
mansa.
Es allí a donde voy
Más allá de la oreja existe un sonido, la extremidad de
la mirada un aspecto, las puntas de los dedos un objeto: es allí a donde voy.
La punta del lápiz el trazo.
Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último
suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí a
donde voy.
En la punta del pie el salto.
Parece la historia de alguien que fue y no volvió: es
allí a donde voy.
¿O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las
cosas. Si continúan mágicas. ¿Realidad? Te espero. Es allí a donde voy.
En la punta de la palabra está la palabra. Quiero usar la
palabra «tertulia», y no sé dónde ni cuándo. Al lado de la tertulia está la familia.
Al lado de la familia estoy yo. Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí a donde
voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es
hacia la realidad a donde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño
fatídico. Pero después, después todo es real. Y el alma libre busca un canto
para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy
hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y
alguien dirá con amor mi nombre.
Es hacia mi pobre nombre a donde voy.
Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de
los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta?
La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos
son verdes. Mis ojos son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las
fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo
sepa.
En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la
que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta.
La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen
de nuevo y yo las poseo.
Yo al lado del viento. La colina de los vientos
aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.
Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu
cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente.
¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del
amor estamos nosotros.
Vida al natural
Pues en el río había algo como
el fuego del hogar. Y cuando ella advirtió que, además del frío, llovía en los
árboles, no podía creer que tanto le fuese dado. Y el acuerdo del mundo con
aquello que ella ni siquiera sabía que precisaba como el pan. Llovía, llovía.
El fuego encendido guiñaba hacia ella y hacia él. Él, el hombre, se ocupaba
de aquello que ella ni siquiera agradecía; él atizaba el fuego, lo cual era su
deber de nacimiento. Y ella, que siempre estaba inquieta, haciendo cosas y
experimentando, curiosa, ella no se acordaba de atizar el fuego: no era su
papel, pues tenía a su hombre para eso. No siendo doncella, el hombre tenía que
cumplir su misión. Lo más que ella hacía era instigarlo, a veces: «Aquel leño
—decía—, aquél todavía no encendió». Y él, un instante antes de que ella
acabara la frase que lo advertía, él ya había notado el leño, era su hombre,
ya estaba atizando el leño. No le daba órdenes, porque era la mujer de un
hombre que perdería su estado, si ella le daba órdenes. La otra mano de él,
libre, está al alcance de ella. Ella lo sabe, y no la coge. Quiere la mano de
él, sabe que la quiere, y no la coge. Tiene exactamente lo que necesita: poder
tener.
Ah, y decir que esto va a
acabar, que por sí mismo no puede durar. No, ella no se está refiriendo al
fuego, se refiere a lo que siente. Lo que siente nunca dura, lo que siente
siempre acaba, y puede no volver nunca. Se encarniza entonces sobre el momento,
se traga el fuego, y el fuego dulce arde, arde, flamea. Entonces, ella, que sabe
que todo va a acabar, coge la mano libre del hombre, y la enlaza con la suya,
ella dulce arde, arde, flamea.
The Call - Remedios Varo |
Gloria Gervitz redactó una preciosa nota introductoria.
"La literatura de Clarice Lispector me recuerda las
pinturas de Remedios Varo. Pero el paisaje mental de Lispector es húmedo, sus
palabras son pegajosas, un balbuceo, intenta decir lo que no se puede decir,
escribe desde ese lugar de nosoros en el que estamos a solas con la propia
respiración. Sus frases cortas, sincopadas, tensas, pueden romperse con el
ruido del teléfono o de una puerta que se azota.
El paisaje de su pensamiento es de agua. Tiene la textura
del limo con raíces que se enredan y te jalan al fondo. El fondo es blando y
resbaloso, oscuro como un corazón latiendo, como el deseo, como el miedo. Está
hecho de ese lenguaje –que ella seguramente nutrió durante años y años con lo
que amó, con todo aquello de la vida que nunca más se recupera, y que ocurre
una sola vez-. Seferis escribió en su diario que en esencia el poeta tiene un
solo tema, -su cuerpo-. La vida que nutre a ese cuerpo.
Un texto en realidad es un tejido. Viene de textus,
participio pasivo de texto: tejer, coser, unir, enlazar.
La literatura de Clarice Lispector es un tejido espeso,
es una tela mojada que pesa una enormidad y no cubre sino más bien desnuda. El
tejido es minucioso como la tela que tejen las arañas, se parece a la piel
verde del agua de los cenotes, al verde de la lluvia, a la infinita paciencia
de las bordadoras y puede también cansar como los monólogos silenciosos e
interminables con nosotros mismos, como las obsesiones, como la rutina.
Atravesar esos textos, dejarse atravesar por ellos,
recorrerlos, hundirse en ellos, quedar a solas entre esas palabras,
profundamente, en lo más solo de uno mismo...estoy tratando de decir algo de lo
que sentí y vi al sumergirme en la lectura de Clarice Lispector. Sus palabras
saben más”.
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