de Julien Gracq
Y es que la exquisita prosa de Gracq nos describe junto al viaje del protagonista la historia de su transformación. Conducido por esa prosa, por momentos luminosa, por momentos oscura y sombría, siempre exacta en la descripción de lo que se mueve en el alma humana, el lector se abisma en el viaje de Simon como en las impresiones recibidas a la vista de una sucesión de cuadros en los que las imágenes de la realidad adquieren la forma de continuas y audaces metáforas, a veces de estirpe surrealista (no en balde Gracq fue amigo de André Breton), entre las que suelen insertarse otras imágenes procedentes del mundo de la fantasía, en especial las de la ausente Irmgard-Isolda, constituida en presencia erótica y a la vez fantasmal.
Jose Ramón Martin Largo nos InCita
a la obra de un autor que posee un diapasón absolutamente personal.
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"En mi vida no ha habido más que partidas. Nunca me ha gustado llegar". Así reflexiona el protagonista de La Península, novela de Julien Gracq que ha publicado Nocturna Ediciones y que viene a contribuir a la recuperación en castellano que de las obras nunca traducidas de este autor ya inició la misma editorial con El rey Cophetua.
Los relatos de Gracq suelen ser una variación sobre un tema previo; y si en la novela citada más arriba se trataba del mítico rey Cophetua, que desdeñaba a las mujeres y se creía inmune al amor, aquí el punto de partida es la leyenda de Tristán e Isolda, y más concretamente la ópera que Wagner escribió sobre el tema, a la que el narrador alude por partida doble. En primer lugar para recordar el motivo musical que abre el preludio del último acto (único momento en que Isolda está ausente), y cuya melodía pasa fugazmente por la cabeza del protagonista, una melodía que lleva el título de La soledad. La segunda cita wagneriana se produce ya al final de la novela, cuando el protagonista evoca el ritmo atropellado y desenfrenado de la orquesta en el pasaje llamado “La impaciencia del amor”.
Los relatos de Gracq suelen ser una variación sobre un tema previo; y si en la novela citada más arriba se trataba del mítico rey Cophetua, que desdeñaba a las mujeres y se creía inmune al amor, aquí el punto de partida es la leyenda de Tristán e Isolda, y más concretamente la ópera que Wagner escribió sobre el tema, a la que el narrador alude por partida doble. En primer lugar para recordar el motivo musical que abre el preludio del último acto (único momento en que Isolda está ausente), y cuya melodía pasa fugazmente por la cabeza del protagonista, una melodía que lleva el título de La soledad. La segunda cita wagneriana se produce ya al final de la novela, cuando el protagonista evoca el ritmo atropellado y desenfrenado de la orquesta en el pasaje llamado “La impaciencia del amor”.
Es
bien sabido que Tristán e Isolda es la referencia romántica universalmente
reconocida acerca del asunto del amor y la muerte, lo que puede resultar
paradójico en este autor de apariencia fría y hasta misógina. Sin embargo aquí,
como en El rey Cophetua, volvemos a encontrarnos con una historia de verdadera
pasión, aunque expresada, eso sí, de una manera voluntariamente contenida,
antirromántica, eludiendo los lugares comunes y las sensiblerías que son
propios del género.
(…)
El
argumento de La península, como es
corriente en la obra de Julien Gracq, es de una sencillez extrema, ya que
también aquí lo memorable no es la anécdota en sí, sino aquello a lo que ésta,
convertida en flujo de conciencia, da lugar. Simon, del que no sabemos otra
cosa que su nombre, se encuentra en la estación ferroviaria de Brévenay,
imaginaria población bretona, aguardando la llegada del tren que debe traer a
su amante, de la que sólo sabemos que se llama Irmgard. Previamente ésta ha
comunicado a Simon que podría perder el tren de la mañana, en cuyo caso
llegaría a Brévenay en el siguiente, ya de noche.
Como
ocurre con otras narraciones de Gracq, La península se desenvuelve en el
escenario físico y mental de la espera. Y como también sucede en otras de sus
narraciones aquí de nuevo todo parece esperar. Los paisajes que varían según el
protagonista se acerca a la costa, el ramo de rosas y el espejo que adornan la
habitación en la que unas horas después debería estar él con Irmgard, el sol
que lentamente desciende en el cielo y que nos proporciona una idea del paso
del tiempo, todo se muestra a la conciencia del protagonista transido de esa
palpitante inmovilidad que corresponde a la espera. Lo que no impedirá que a su
regreso a Brévenay, donde debería reunirse con Irmgard, se apodere de él el
desaliento ante la próxima consumación, momento en el que discernirá
objetivamente: “No se espera a nadie. El mundo no espera nada”.
ErnestDescals |
Y es que la exquisita prosa de Gracq nos describe junto al viaje del protagonista la historia de su transformación. Conducido por esa prosa, por momentos luminosa, por momentos oscura y sombría, siempre exacta en la descripción de lo que se mueve en el alma humana, el lector se abisma en el viaje de Simon como en las impresiones recibidas a la vista de una sucesión de cuadros en los que las imágenes de la realidad adquieren la forma de continuas y audaces metáforas, a veces de estirpe surrealista (no en balde Gracq fue amigo de André Breton), entre las que suelen insertarse otras imágenes procedentes del mundo de la fantasía, en especial las de la ausente Irmgard-Isolda, constituida en presencia erótica y a la vez fantasmal.
(…)
Así,
el recorrido por esta península, siempre hacia Occidente, hacia los acantilados
de Bretaña y lo que el “Atlántico alcanza sólo en ciertos días privilegiados en
las playas encaradas al oeste, aquel instante de júbilo apremiante y amenazado,
tan hermoso, tan pasajero como el rayo verde que él llamaba la aureola de las
playas”, hacia el finis terrae, tiene también un significado mítico: el del
viaje hacia el fin, hacia la muerte. En el camino, Simon trata de discernir “la
música que surge del ser humano”, y constata, en lo que concierne a Irmgard,
cuyo tren imagina avanzando en la noche hacia la estación, su alejamiento.
La
península es la obra magistral y perturbadora de un autor que prefirió la
calidad (calidad quintaesenciada, elevada de principio a fin a las mayores
alturas de la poesía) a la cantidad. La edición incluye un plano de Bretaña en
el que puede seguirse el itinerario del protagonista, y donde figuran los
topónimos reales junto a los imaginarios ideados por Gracq, todo lo cual
permitirá al lector disfrutar más plenamente de este libro de un autor que, en
la nómina de autores del siglo XX, destacándose sobre los estajanovistas y los
cazadores de éxitos y premios, consiguió en todas sus obras ser un artista
escritor, tal vez el último de ellos."
-Una reseña más de Vicente Molina Foix en ElPaís.com
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