viernes, 15 de septiembre de 2023

¿FUE un ASESINATO? - de R. L. Stevenson



Serie NarracionesExtraordinarias







i amigo el conde —así era como comenzó su historia— tenía por enemigo a cierto barón alemán, forastero en Roma. No importa el fundamento que tuviera la enemistad del conde; pero como tenía el firme propósito de vengarse, y sin poner en peligro su vida, lo ocultó incluso al barón. Desde luego, ese es el principio fundamental de la venganza; y el odio revelado es odio inútil. El conde era un hombre curioso y perspicaz, y tenía algo de artista; si le interesaba hacer algo, siempre lo hacía con una perfección exacta, no solo en cuanto al resultado, sino también a los medios e instrumentos utilizados, si no, pensaba que saldría mal.


Sucedió que un día cabalgaba por las afueras y llegó a un camino en desuso que se desviaba hacia el páramo que rodea Roma. A un lado había una antigua tumba romana; al otro, una casa abandonada en un jardín con árboles de hoja perenne. Ese camino lo llevó enseguida a una extensión de ruinas, en medio de la cual, en la ladera de una colina, vio una puerta abierta y, no muy lejos, un único pino achaparrado, no mayor que un arbusto corriente. Era un lugar desierto y muy escondido; el conde tuvo el presentimiento de que allí había algo de lo que se podía beneficiar. Ató el caballo al pino, cogió su pedernal y eslabón en la mano para encender una luz y entró en la colina. La puerta daba a un pasadizo de antigua mampostería romana que poco después se bifurcaba. El conde tomó el recodo de la derecha y lo siguió, avanzando a tientas en la oscuridad, hasta que lo detuvo una especie de valla que se extendía de un lado a otro del pasadizo y casi le llegaba a la altura del codo. Tanteando con el pie, encontró una arista de piedra labrada, y luego el vacío. Eso le despertó entonces la curiosidad y, buscando algunas ramas secas que estaban tiradas en el suelo, encendió un fuego. Delante de él había un profundo pozo; sin duda algún campesino de los alrededores lo había utilizado alguna vez para sacar agua, y había sido él quien puso la valla. Durante un buen rato el conde siguió apoyándose en la valla y mirando hacia dentro del pozo. Era una obra romana y, como todo lo que emprendió esa nación, estaba construida para durar eternamente; las paredes seguían derechas y lisas; si alguien cayera dentro, no podría salvarse.

«Veamos —pensaba el conde—, un fuerte impulso me trajo a este lugar. ¿Para qué? ¿Qué he conseguido? ¿Por qué vendría hasta aquí a mirar este pozo?».
El travesaño de la valla cedió de pronto por su peso y estuvo en un tris que el conde se cayera de cabeza. Al saltar hacia atrás para salvarse, apagó con el pie la última llama vacilante del fuego, que a partir de entonces ya no dio luz, solo un molesto humo.
—¿Vine hasta aquí para morir? —dijo, y se estremeció de la cabeza a los pies.
Y entonces de repente se le ocurrió una idea. Fue arrastrándose a gatas hasta el borde del pozo y tanteó por encima de él levantando la mano. Dos postes sujetaban el travesaño; solo se había roto por uno de los extremos y todavía estaba sujeto al otro. El conde lo volvió a colocar como lo había encontrado, de modo que implicaría la muerte del primero que llegara, y salió a tientas de la catacumba, como un enfermo.



Al día siguiente, mientras cabalgaba en el Corso con el barón, dio muestras adrede de estar muy preocupado. El otro (como había planeado) le preguntó cual era el motivo; y él, después de contestar con evasivas, admitió que un insólito sueño le había deprimido. Había calculado que eso interesaría al barón, hombre supersticioso, aunque fingiese desdeñar la superstición. Siguieron algunas chanzas, y luego el conde, como si de pronto se enardeciera, solicitó a su amigo que tuviera cuidado, pues fue con él con quien había soñado. Usted conoce lo suficiente la naturaleza humana, mi primoroso Mackellar, para estar seguro de una cosa: me refiero a que el barón no descansó hasta enterarse del sueño. El conde, convencido de que nunca desistiría, lo mantuvo interesado hasta avivar en grado sumo su curiosidad, y después, con aparente reticencia, se permitió ser imperioso.
—Os lo advierto —le dijo—, nada bueno puede salir de esto; algo me lo dice. Pero, ya que no puede haber paz para ninguno de nosotros salvo con este requisito necesario, ¡asumid vos la responsabilidad! Este fue el sueño: os vi cabalgando, ignoro dónde, pero creo que debe haber sido cerca de Roma, pues a un lado había una tumba antigua, y al otro un jardín con árboles de hoja perenne. Me parece que grité varias veces para que volvierais, presa de angustiosos temores; no sé si me oísteis, pero seguisteis con pertinacia. El camino os llevó a un lugar desierto entre ruinas, donde había una puerta en una ladera y muy cerca de la puerta un extravagante pino. Vos desmontasteis (yo seguía gritando que tuvierais cuidado), atasteis el caballo al pino y entrasteis resueltamente. El interior estaba a oscuras; pero en mi sueño yo todavía podía veros, y os seguía suplicando que os refrenarais. Seguisteis a tientas por la pared de la derecha, tomasteis un pasadizo que se desviaba a la derecha y llegasteis a una pequeña cámara, en la que había un pozo y una valla. Ante lo cual, no sé por qué, mi alarma por vos aumentó considerablemente, hasta el punto de que me pareció que me desgañitaba con mis advertencias, gritando que todavía estabais a tiempo, y rogándoos que salierais enseguida de aquel vestíbulo. Esa fue la palabra que utilicé en mi sueño, y entonces parecía tener un significado; pero hoy, despierto, confieso no saber lo que quiere decir. No prestasteis la menor atención a mis protestas, y entre tanto os apoyasteis en el travesaño y mirasteis con atención el agua del pozo. Y entonces os comunicaron algo; no creo que llegase siquiera a deducir lo que era, pero el miedo que me produjo me sacó por completo del sueño, y me desperté temblando y llorando.



»Y ahora —continuó el conde— os agradezco de corazón vuestra insistencia. Ese sueño me oprime como una carga; y ahora que os lo he contado sin rodeos y a pleno día no parece nada importante.
—No sé —dijo el barón—. Tiene algunos detalles extraños. ¿Me comunicaron algo, decís? ¡Oh, es un sueño raro! Es una buena historia que divertirá a nuestros amigos.
—No estoy tan seguro —dijo el conde—. Me hago cargo de cierta renuencia. Es mejor que lo olvidemos.
—No faltaba más —dijo el barón.
De hecho no se volvió a mencionar el sueño. Algunos días después, el conde propuso un paseo a caballo por el campo, que el barón (dado que cada día aumentaba más su amistad) aceptó de inmediato.
En el camino de regreso a Roma, el conde los condujo sin darse cuenta por una ruta especial. Al cabo de un rato refrenó su caballo, se tapó los ojos con la mano y gritó. Acto seguido dejó ver su rostro de nuevo (que ahora estaba del todo blanco, pues era un actor consumado) y miró fijamente al barón.
—¿Qué os sucede? —gritó el barón—. ¿Qué os pasa?
—Nada —exclamó el conde—. No es nada. Un bloqueo, no sé. Volvamos deprisa a Roma.
Pero mientras tanto el barón había mirado a su alrededor; y allí, a la izquierda del camino por el que volvían a Roma, vio un camino apartado cubierto de polvo con una tumba a un lado y un jardín con árboles de hoja perenne al otro.
—Sí —le dijo, con la voz alterada—. Volvamos deprisa a Roma, por supuesto. Temo que no os encontréis bien.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó el conde, sobrecogido—. Volvamos a Roma y permitidme que me acueste.
Regresaron sin apenas hablar; y el conde, que debía haber acudido por derecho a una puesta de largo, se metió en la cama y anunció que tenía un amago de malaria.
Al día siguiente encontraron el caballo del barón atado al pino, pero a partir de entonces no se supo más de él. ¿Fue un asesinato?






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Título original: «Was that a murder?», extracto del capítulo IX de El Señor de Ballantrae (The Master of Ballantrae (1889). Incluido en la antología de Dorothy Sayers,  "Tales of Detection: A New Anthology", Londres, Dent, 1936.

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