miércoles, 12 de julio de 2023

MI PROPIO ASESINO - de Richard Hull



Richard Hull es un perspicaz autor de novela criminal que no duda en experimentar con el estilo y la estructura en sus obras. Siguiendo a Anthony Berkeley sus historias ofrecen un punto de vista más audaz que la típica novela enigma en la que abundaba el policíaco británico antes de la segunda Guerra Mundial. En The Murderers of Monty (1937) aborda el homicidio a través de una sociedad creada por cuatro banqueros, mientras que en Last First (1947) entrega el último capítulo al principio. Pero sin duda su característica más llamativa es el policial inverso, un subgénero de la novela criminal en el que la identidad del asesino se revela al principio de la historia llegando, incluso, a erigirse en narrador de la misma. Al adoptar su punto de vista compartimos sus riesgos y disfrutamos de la incertidumbre que arrastran sus planes criminales. Este esquema le dio un triunfo resonante con su primera novela El asesinato de mi tía (The Murder of my Aunt, 1934) y lo continuó brillantemente en Mi propio asesino (My Own Murderer, 1940) y en Prueba de Nervios (A Matter of Nerves, 1950).

Mi propio asesino es una novela que recrea un pequeño universo donde se teje una tupida red de engaños. Tiene como protagonista y narrador a un pusilánime abogado londinense que lleva una vida anodina hasta que una noche se presenta en su casa Alan Renwick, cliente y amigo. Busca refugio tras haber asesinado a su criado cuando intentaba chantajearlo. Renwick es un exitoso vividor que no duda en aprovecharse de las mujeres que suelen caer rendidas ante su poderoso atractivo. Nada se sabe de su fortuna, pero es notorio su lujoso tren de vida, por lo que el abogado Sampson se resigna a esconderlo en su apartamento a la espera de unos acontecimientos de los que espera obtener rédito. Y es que la suspicacia se instala en la novela desde su frase inicial: “Aun antes de que asesinara a Baynes, nunca me atrajo Alan Renwick”. Así es como empieza una historia que se complica sin cesar, sobre todo cuando entran en liza dos mujeres dispuestas a todo para proteger a su amante. Serán su devoción e inoportunidad las que pondrán en un brete tanto a la policía como al retorcido abogado.

Pero centrémonos. El abogado Sampson, tras comprobar la situación, solo ve una salida para su cliente, fingir su muerte y desaparecer. En principio le ayuda “por mera bondad”; pero finalmente aprecia la situación con un interés más descarnado, puesto que atisba la posibilidad de aprovecharse y reflotar sus precarias finanzas. Por todo ello, urde el arriesgado plan de un falso suicidio que incluso contará con testigos.

En la preparación y ejecución del plan es donde asistimos a un verdadero pulso de poder entre estos dos personajes tan antagónicos. El carácter vanidoso y disoluto de Alan Renwick chocará con el cinismo de Richard Sampson provocando unos diálogos acerados que, por momentos, bordean el absurdo ("¿tendré que tirarme al río de verdad para simular mi suicidio?"). Alan es un “favorito de la fortuna”, elegante y triunfador, por lo que el abogado Sampson se siente exaltado al tener su suerte entre las manos: “Yo sentía un curioso placer en tomar a este hombre y forjar su destino exactamente como me diera la gana”. En esa relación tan enfermiza con el poder está el meollo del asunto.
"Además, era extraño sentir que este hombre grande, seguro, orgulloso, niño mimado del mundo, favorito de la fortuna, dependía enteramente de mí… de mí, a quien siempre trató con alegre desdén. Cuando la señora Kilner me explicó tan torpemente su deseo de humillar a Alan Renwick, de tenerlo en su poder, de que él sintiera ese dominio, de que se arrastrara hasta ella y comiera humildemente sus migajas, yo la comprendí. Nunca tuve la oportunidad de imponer esto a ningún ser humano, y me agradaría especialmente imponérselo a Alan, aunque en muchos aspectos me era simpático.
(...)
Alan empleaba en ese momento todo su poder de persuasión para convencerme de que lo ayudara, y yo lo dejé hacer. Le dejé creer que era él quien me convencía. Pero no era así. Yo mismo tomé mi decisión. Puedo parecer una persona insignificante, pero, en realidad, soy muy resuelto.
Francamente, el tiempo que dejé pasar hasta dar mi consentimiento, me proporcionó uno de los mayores placeres de mi vida. Iba a emprender una interesante y excitante aventura, y ahora se me pedía, se me imploraba, que entrara en ella. Di unas cuantas vueltas al tornillo antes de ceder… gentilmente. Al final nuestra relación no era lo que había sido. Cuando amaneció no había dudas sobre quién era el amo."
El corazón de la historia se sitúa pues en esa obligada connivencia de dos hombres tan opuestos: el acobardado y nimio protector, por un lado, y su flemático y vanidoso protegido por otro. De este modo a la trama policial se añade una punzante contienda psicológica que no elude trampas, manipulaciones ni desprecios. Más que por averiguar la identidad del asesino, la sorpresa nos la deparan los turbios intereses de cada protagonista que acabarán dando un vuelco a los acontecimientos. 

El libro es una ingeniosa partida de ajedrez narrada en primera persona por el mayor implicado en el crimen. Incluso seguimos la investigación de la policía a través de él. En este sentido la psicología del perpetrador y su forma de narrar cobran una importancia central ya que nos convierte en cómplices y nos hace sufrir, como lectores, los riesgos del plan; pero también disfrutar de un juego de incertidumbre y nervios que nos mantiene cautivados. 

Las tres primeras partes de la novela exponen la situación y detallan los preparativos del complot, pero es en la cuarta cuando todo adquiere una nueva dimensión al revelarse el autor del texto que leemos y sus intenciones. Es entonces cuando Hull no deja de presionar a su antihéroe acorralándole con nuevas revelaciones y traiciones.

El hecho de que el asesino sea nuestro narrador, lo convierte en alguien poco fiable en la presentación de los eventos; pero también nos hará reflexionar sobre el hecho de narrar y la apariencia de objetividad que ello destila. En la novela que nos ocupa el autor rizó el rizo metaficcional al adjudicar al narrador protagonista su verdadero nombre -Richard Henry Sampson-; ya que Richard Hull era simplemente el seudónimo con el que firmaba sus novelas. Incluso da una vuelta de tuerca más cuando ese ficticio narrador se plantea la posibilidad de publicar las notas de su historia bajo un nombre ficticio como... Richard Hull.
“Pero, mientras escribía se me ocurrió una nueva idea. Es una lástima que mis energías se pierdan completamente. Algún día, tal vez, podrá hacerse una novela con esto. Deberé cambiar algunos detalles y los nombres de las personas y de los lugares, no tanto por no herir los sentimientos de los habitantes de Mudeford —realmente creo que no les falto el respeto—, sino para evitar el peligro de ser identificado. Fingiré que el libro se basa en este caso, aunque tal vez no merezca incluirse en las series de Procesos Famosos, y escribiré bajo un pseudónimo. Creo que conservaré mi nombre de pila: Richard, pero no estoy seguro en cuanto al apellido que elegiré. Mi segundo nombre de pila, que es Henry, haría parecer que quiero aprovechar la propaganda de O. Henry. Encontraré otro apellido; algo corto y sencillo: Hull, por ejemplo. Pero aprovecharé lo que he escrito. Creo que podré convertir estas páginas en una novela que cualquier editor aceptará.”


En la penúltima de sus novelas, Prueba de nervios (1950), el narrador nos presentaba su plan de este modo: "Haré, pues, un informe detallado, muy completo pero muy desapasionado, y por razones obvias no diré quién soy. Escribiré, sobre todo, incluso sobre mí mismo en tercera persona". Estrategia mediante la cual conseguía que, aun sabiendo que el asesino era el narrador, su identidad quedara escondida hasta la revelación final.

Mientras que en la novela que nos ocupa el narrador reflexiona:
"Hasta ahora fui el centro del drama. Aún añadiría que fui, desde el momento en que Alan se refugió en mi zaguán, el verdadero manantial de la acción; pero, desde ahora, algunos acontecimientos, ocurren en mi ausencia, y algunos personajes, el inspector Westhall en particular, no están bajo mi control. Mientras fui el eje de la acción, registré verazmente todos los hechos importantes, con excepción, quizá, de uno ocurrido durante el interrogatorio, que incidentalmente dejé pasar. Pero en adelante no podré ser tan veraz. En ocasiones tendré que engañar un poco; y, en particular, no soy responsable del tortuoso trabajo de la mente del inspector Westhall."
La novela se publicó en el número diez de la legendaria Colección del Séptimo Círculo fraguada por Bioy y Borges. Se trata de una novela criminal que viste el atuendo de una comedia insolente. Aquí todo resulta muy cínico y educado. Aunque no llega a las cotas del delicioso humor que destila El asesinato de mi tía, Mi propio asesino está escrita con suma ironía y encanto. 








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Richard Hull fue el seudónimo de Richard Henry Sampson (1896-1973) que sirvió como oficial de infantería en la Primera Guerra Mundial. En la Segunda Guerra Mundial fue auditor en el Almirantazgo de Londres, puesto que conservó hasta su jubilación, momento en el que se convirtió en asistente de Agatha Christie en sus deberes como presidente del Detection Club. Murió en Londres en 1973.
En 1934 publicó su primera novela, El asesinato de mi tía, con la que obtuvo un gran éxito y a la que siguieron otras del género de crimen y misterio como Keep It Quiet (1935), Murder Isn’t Easy (1936), And Death Came Too (1939), Mi propio asesino (1940) o Prueba de nervios (1950). 
Publicó su última novela, The Martineau Murders, en 1953.

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