jueves, 22 de junio de 2023

JULIETA y EL MAGO - de Manuel Peyrou

Serie Narraciones Extraordinarias




l mago Fang no se llamaba Fang, sino Prudencio Gómez. Era hijo del general Ignacio Gómez y nieto y bisnieto, respectivamente, del coronel y del sargento mayor del mismo nombre. Su tío, el general Carballido, era uno de los siete contusos de la batalla del Arsenal, y su primo, hijo de aquél, viajaba desde hacía años por Europa para curarse de un «surmenage» adquirido durante la campaña de la Sierra. Sería fácil deducir de esto que los militares, antiguos y contemporáneos, constituían el único orgullo de la familia Gómez; sería fácil, pero incorrecto, porque también contaba con curas en número suficiente para reforzar su vanidad.
     La vida del niño Prudencio Gómez se dividió entre el asombro de los desfiles militares y la práctica de la religión. Ayudaba a la misa en la parroquia de otro de sus tíos, el padre Gómez, famoso por lo campechano y liberal. Esta liturgia precoz tuvo indudable importancia en su vida. Era un niño, no creía en símbolos, sino en realidades. Con el tiempo sospechó que todo eso se parecía a la magia, y quiso realizar experimentos más convincentes, con un resultado palpable. Sería alargar la historia (y no hay ningún motivo para ello) relatar las veces que fracasó en su intento de extraer un huevo de gallina de la boca del padre Gómez, ante la chanza benévola de éste; o recordar el dramático instante en que casi se asfixia por haber olvidado de pronto el sistema —aprendido por correspondencia— de salir de un baúl herméticamente cerrado. Es mejor llegar al día en que, convertido en Fang, debuta en su ciudad natal ante un público asombrado y entusiasta.
     Prudencio era de piel cetrina, de ojos ligeramente almendrados y de nariz pequeña; unos toques elementales de maquillaje lo convirtieron en un chino aceptable. No sabemos por qué prefirió esa nacionalidad; imaginó, sin duda, que una pequeña farsa, sobre una mayor, ayuda a confundir al público, y que siempre es bueno disfrazar lo increíble.
     A la muerte del padre Gómez heredó el equivalente en pesos de cinco mil dólares, depositados en la sucursal del Banco de Santa Fe; con inspiración profesional invirtió una suma grande en kimonos, pantallas, biombos y utensilios de bambú. Cuando desembarcó en Londres, todo el mundo admitió que llegaba de Shanghai. Trabajó durante años en los music-halls de Inglaterra y Escocia, y en 1930, perfeccionados sus trucos, apareció en el Palace, de París.
     En París empieza el drama que nos interesa. En un teatro de Montmartre trabajaba el Grand Dupré, ilusionista, con su mujer, La Belle Juliette.
     La Belle Juliette fue en su tarde de descanso a ver a Fang, y el destino del Grand Dupré quedó sellado: todo su poder de ilusionista no bastó a romper el biológico encanto tejido por pequeñas glándulas, que se unieron para hacer latir más aceleradamente el versátil corazón de esa mujer. Un día de diciembre, Julieta se despidió de su amigo y se embarcó con Fang hacia Sudamérica. El aditamento de una mujer hermosa mejoró la apariencia y el efecto general del espectáculo; pero la pasión de Julieta duró poco. Cuando descubrió que Fang no era chino sufrió un ataque de furor y de vesánica exaltación. En realidad, no hacía hincapié en que no fuera chino; no le perdonaba que fuera sudamericano. Pero Fang se dio cuenta de que la discriminación racial era un pretexto de Julieta. La verdad era que ella había sobreestimado las ganancias posibles del mago. El dinero era el patrón sentimental de Julieta. Estaba sometida al último y más servil de los servilismos, según la expresión de Chesterton: el de la riqueza. Encontraba misteriosas cualidades en los poderosos por el mero hecho de serlo; el dinero llevaba implícitas la inteligencia y la simpatía y, a veces, hasta disimulaba el aspecto físico de los hombres.

     En 1937 aparece el tercer personaje de esta historia. Por intrigas de Julieta, los ayudantes de Fang lo abandonaron. Puso avisos en los diarios, recurrió a agencias especializadas, probó infinitos postulantes, pero no encontró al hombre dócil y de rápida concepción que necesitaba. Una noche, en un café de la calle Corrientes, fue abordado por un individuo pequeño. «Necesito trabajar —dijo—; soy humilde y fiel». Esta declaración inverosímil reflejaba la verdad, sin embargo. Además, el hombrecito lo probó con su muerte. Trabajaba de lavacopas en un restaurante de Lavalle y Montevideo. Estaba trastornado, enloquecido por la magia; había gastado los veinte pesos logrados con el empeño de una máquina fotográfica en entradas para ver los trucos de Fang. Además, era cetrino y bajito. Con unos toques ligeros de lápiz y una pátina suave de polvo ocre parecía chino. Se llamaba Venancio Peralta. Fang tuvo una humorada: «Seguirás llamándote Venancio; parecerá el sobrenombre porteño de un chinito».
     Julieta era fría, superficial y astuta. Consideraba que su casamiento con Fang era el fracaso de su vida y se vengaba de él en forma minuciosa. Fang, en cambio, encontró en Venancio devoción y un ayudante práctico y eficiente.
     En diciembre de 1940 Fang estaba terminando una temporada en la capital y hacía quince días que había cambiado el programa. Entre los trucos incluidos estaba el muy difundido de escapar en pocos segundos de una bolsa, cerrada y sellada con la intervención del público. Fang era introducido en una bolsa de seda azul; la boca de ésta era cerrada y se colocaban lacres en el lazo y en el nudo. Luego caía sobre Fang una vistosa cortina circular, como una carpa, y al retirarla aparecía el mago liberado, exhibiendo el nudo y los sellos intactos. Las personas del público que habían colaborado en el acto revisaban la bolsa y verificaban el buen estado del cierre.
     Aquella noche, tres hombres, dos que estaban con sus mujeres en la platea y otro que ocupaba un palco, subieron a invitación de Julieta, que estaba muy escotada, con traje negro de baile. Fang se sacó el kimono y quedó con pantalón y blusa de seda azul. La bolsa fue exhibida al público y los tres hombres la revisaron detenidamente; no tenía falsas costuras ni agujeros. Fang entró en ella sus piernas y los demás le ayudaron a introducir el cuerpo. Venancio exhibió una cinta y la anudó alrededor de la boca de la bolsa; uno de los hombres vertió lacre sobre el nudo y pusieron un sello. La situación de las personas que rodeaban a Fang era la siguiente: dando la espalda al público estaban los dos espectadores que habían subido en primer término al escenario; luego estaba Venancio; luego, el hombre que había descendido de un palco, y luego, Julieta. Cuando terminaron de colocar el lacre, Venancio dijo: «El pájaro escapó». Un instante después se llevó la mano al corazón, caminó unos pasos por el escenario y diciendo: «Continúen: bajen el biombo», desapareció entre bastidores. Julieta lo miró como con extrañeza, pero bajó la cortina sobre Fang. A los diez segundos la subió y Fang apareció con la bolsa azul en la mano y saludó al público.
     En ese instante salió un hombre corriendo de entre bastidores y gritó algo que no pudo ser comprendido. El telón bajó y hubo un desconcierto en el escenario. Fang, Julieta y los tres hombres del público caminaron consternados hacia el foro y encontraron a Venancio en el suelo. Uno de los hombres dijo que era médico y lo revisó. Tenía un estilete clavado en el corazón. Sus últimas palabras fueron: «No culpen a nadie; yo mismo me maté».
     Se comunicó la novedad al empresario; éste apareció muy sofocado ante el público, anunció que la función quedaba suspendida y pidió calma. Pidió, además, que nadie se retirara. El bombero de guardia corrió a la calle y volvió con un agente, que perdió diez minutos anotando fruslerías en una libreta. Finalmente, apareció un oficial de policía y adoptó las primeras providencias. Las primeras providencias fueron casi exclusivamente llamadas por teléfono en requerimiento de órdenes. Una hora después llegó el doctor Fabián Giménez, juez de instrucción. El doctor Giménez era un hombre de cincuenta años, con las huellas de la buena vida y de la buena bebida, displicente y resignado a las molestias de su cargo. Lo habían sacado de una comida en el Círculo de Armas y maldecía moderadamente al criminal que elegía semejante hora para su atrocidad. Llegó acompañado de su secretario, el joven doctor García Garrido.



     Los tres hombres que habían subido al escenario a requerimiento de Julieta eran el doctor Ángel Cóppola, médico de un hospital municipal; Manuel Gómez Terry, escribano sin registro, y Máximo Lilienfeld, periodista. El doctor Cóppola era un hombre grueso, con esa elegancia envarada de los que parecen recién salidos de la sastrería; tenía el pelo blanco, pero su rostro era joven y bien rasurado. Hizo una rápida exhibición de conocimientos científicos y dejó apabullado a Gómez Terry, que sólo sabía de folios, medianeras, particiones y escrituras, además de fútbol. Durante su conversación fueron observados con cierta ironía por Lilienfeld, que era bajo, delgado, rubio, de pestañas casi blancas y estaba vestido con ropa de confección. En un momento dado el doctor Cóppola se preguntó con extrañeza cómo ese hombrecillo insignificante ocupaba tan orondo un palco avant-scène; ignoraba que era periodista.
     El doctor Giménez tomó declaraciones a todo el mundo, las cuales fueron resumidas y anotadas por el doctor García Garrido. El espectáculo se había desarrollado en forma rutinaria, salvo en dos aspectos: la posición de Venancio y Julieta en el momento de sellar la bolsa y la frase del primero pocos segundos antes de sentirse herido. Según uno de los hombres de la compañía, para facilitar el trabajo, Venancio ocupaba siempre el mismo sitio, hacia la derecha del escenario, y Julieta se colocaba en el lado opuesto, hacia el centro del mismo. Si en esta ocasión hubieran ocupado sus sitios habituales, el orden hubiera sido el siguiente: Cóppola y Gómez Terry, en primer lugar, dando la espalda al público; luego, rodeando a Fang, Julieta, Lilienfeld y, finalmente, Venancio. En cambio, el orden fue el que ya hemos indicado: primero el médico y el escribano; luego, por la izquierda de ambos, Venancio; luego, Lilienfeld, y en último término, Julieta.
     Fang había pedido permiso para retirarse a su camarín, alegando estar afectado por la muerte de su ayudante y amigo; allí fue a buscarle el doctor Giménez, constituyendo un improvisado despacho entre kimonos de seda floreada, espadas sin filo, palomas ambulantes y varias gallinas. El asesinato de Venancio había introducido el desorden en la compañía; impasible, Julieta se ocupaba con afectación de su traje y de su arreglo personal. El doctor García Garrido, humillado por tener que escribir sobre un biombo, la miraba con sofocado interés.
     El doctor Cóppola, con pomposidad científica, tomó la palabra y dijo:
     —Le sugiero, señor juez, que observe este detalle…
     Era de los que dicen a cada rato «le sugiero» sin emplear el tono de sugerencia. El juez lo escuchó pacientemente y ordenó tomar nota de sus palabras. Cóppola decía que, según sus conocimientos científicos, la única forma de que un estilete entrara en el ángulo observado era procediendo en línea recta de la bolsa azul, es decir, de Fang.
El doctor Giménez concedió algún crédito a la sugestión de Cóppola, pues llamó a Fang e inició su interrogatorio. Este se manifestó reticente ante las preguntas relativas a su profesión, lo que es explicable; y empezó a ponerse nervioso cuando notó que una teoría sobre el crimen flotaba en el ámbito del camarín.
     —Yo estaba dentro de una bolsa, cerrada y lacrada con intervención del público —dijo Fang en enfático castellano, exento ya de matices chinos.
     El doctor Giménez exigió la presentación de la bolsa, y un ayudante fue a buscarla.
    Estaba aún con la cinta anudada en la boca y tenía los sellos intactos. Estos fueron rotos por el juez, con el objeto de practicar una revisión interior. La tela era compacta y no había huellas de haber sido perforada. Entonces intervino nuevamente el doctor Cóppola.
     —Desde mi más tierna infancia —dijo— me ha interesado la magia. Ahora mismo, cargado de trabajo y de responsabilidades, suelo practicar con mis sobrinos y los niños del barrio. Si el señor juez me lo permite, le diré que es completamente inútil revisar esa bolsa.
El juez volvió el rostro y lo miró con extrañeza.
     —Queremos saber si hay dentro algún indicio. ¿Por qué no vamos a revisar la bolsa?
     —Yo dije esa bolsa —arguyó el doctor con pesada ironía.
     —¿Por qué acentúa lo de esa bolsa?
     —Porque hay otra.
     Fang miró al médico como si quisiera fulminarlo.
     —¿Es algo referente al truco empleado? —interrogó el juez.
     —Señor juez, yo mismo he hecho este truco varias veces. Hoy vine para estudiar sobre el terreno y corregir algunos defectos. Efectivamente, hay dos bolsas. Cuando Fang se introduce en la que es exhibida al público, lleva en un bolsillo interior otra bolsa idéntica, plegada. Una vez adentro, antes de que su ayudante haya anudado la cinta en la boca de la primera bolsa, Fang saca la segunda de su bolsillo y hace asomar su borde superior, de modo que la cinta rodee éste y no el de la primera. Para esto se requiere la complicidad de un ayudante avezado, que simule facilitar la fiscalización de las personas del público que han subido al escenario, pero que practique por sí mismo esa parte fundamental del truco. Cuando baja la cortina, Fang no tiene más que desprender una bolsa de otra, las que han quedado apenas ligeramente unidas por los bordes, salir de la primera, plegarla rápidamente y guardarla en el bolsillo, y exhibir la segunda al público con los sellos intactos.
     —¿Entonces, esta bolsa es la que guardaba inicialmente Fang en su bolsillo?
     —Así es —respondió el médico—. Hay que encontrar la otra.
     Ante las palabras del médico, Fang hizo un gesto como de una persona sorprendida en un engaño y sacó de su bolsillo la bolsa buscada, entregándola al juez. Este la revisó detenidamente, pero estaba tan libre de indicios como la anterior.
     —Puede no ser ésta —dijo el médico—; generalmente estos hombres tienen tres o cuatro repuestos.
     El juez ordenó una busca por todos los rincones del teatro. Durante una hora fueron revisados los baúles de Fang, los camarines en todos sus rincones y los decorados, que se amontonaban en el escenario, pero el resultado fue infructuoso.
    Además, la seguridad de que Fang utilizaba sólo esas dos bolsas para su truco fue certificada por el empresario, por los obreros del teatro y por Julieta. En ese momento el periodista Lilienfeld habló por primera vez.
     —¿Por qué Venancio habrá dicho: «El pájaro escapó»?
     Luego agitó sus pestañas casi blancas y se quedó mirando a Fang. Este se adelantó a explicar el motivo.
     —Yo no escuché bien la frase —dijo—, pero generalmente Venancio decía algo cuando estaba listo a recibir la punta de la bolsa para anudarla.
     —Sí; pero él dijo «el pájaro escapó» cuando la cinta ya estaba atada y sellada…
     El juez se había quedado silencioso, con la mirada perdida en lo alto del camarín.
    El doctor García Garrido sabía que estaba pensando en la comida del Círculo de Armas, pero los demás creyeron que se concentraba en el misterio del crimen. Al rato pareció reaccionar.
     —Hay un hecho importante —dijo el juez—: Venancio Peralta exclamó antes de morir: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté». Esto es atestiguado por los señores Cóppola, Gómez Terry y Máximo Lilienfeld, además de la esposa de Fang. Esto no se puede destruir con nada. No se me escapa que un hombre tiene que estar muy trastornado para clavarse un estilete en pleno escenario. Es espectacular, indica una clara morbosidad, cuya caracterización será motivo de un dictamen científico. Por todo esto creo que no debemos detenernos. Solicito a cada uno de ustedes su palabra de honor de no alejarse de la capital hasta que termine la instrucción del juicio. No veo la necesidad de detener a nadie por el momento.
    Fang agradeció efusivamente las palabras del doctor Giménez, y en los ojos melancólicos, ligeramente metálicos de Julieta, brilló una luz, como un rayo furtivo. Todos juraron mantenerse a disposición del juez y éste se despidió y salió seguido de su secretario. El oficial de policía dispuso el traslado del cuerpo de Venancio, de acuerdo con la orden del juez, e inició los trámites complementarios del sumario.



     A las tres de la mañana el doctor Cóppola, Manuel Terry y Máximo Lilienfeld se encontraron en la calle. Las esposas de los dos primeros habían esperado en la puerta del teatro y se unieron a ellos. Lilienfeld tenía el estómago vacío y propuso tomar algo. El doctor Cóppola observó al periodista, con aire del que practica un examen científico, y vaciló unos minutos. Creía que Lilienfeld ensayaba hacerle pagar una comida; además, exhibirse en un lugar público con un individuo de las trazas del periodista le resultaba vagamente incómodo. El encuentro, a pocos pasos, de una cervecería alemana, le sacó ese peso de encima; allí no podría encontrarle nadie.
     Lilienfeld pidió una cerveza; Gómez Terry, un café, y el doctor Cóppola, una soda. Las mujeres tomaron café. Parecía un concurso de economía. Al rato Lilienfeld pidió otra cerveza y un sandwich. El doctor Cóppola tenía un apetito atroz, pero se contuvo; pensaba que si comía, el periodista aprovecharía para hacerle cargar con la cuenta total.
     —Menos mal que fue un suicidio —empezó Gómez Terry, por decir algo.
    Lilienfeld pidió otra cerveza y otro sandwich, y mientras masticaba con avidez, en medio de un incansable batir de pestañas, exclamó:
     —¡Qué locura! ¡Es seguro que no es suicidio!
     —Pero él dijo: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté».
     —Por eso mismo —continuó Lilienfeld—. Él dijo: «Yo mismo me maté»; es decir, yo cometí un error fatal, yo me busqué esto, yo tengo la culpa, o cualquier otra cosa por el estilo. Nadie ha buscado una relación lógica entre los hechos y las palabras de esta noche.
     —Entonces, ¿usted tiene una versión? ¿Por qué no habló? —interrogó el médico con reproche.
    —Usted hablaba todo el tiempo y no me dejó ni un resquicio; además el juez me miraba con lástima —dijo Lilienfeld. Pidió otra cerveza, ante la alarma del médico, y continuó—: Hay tres cosas insólitas, que rompen la rutina de esta noche: Venancio dice: «El pájaro escapó», y Fang miente sobre el momento en que escuchó estas palabras. La verdad es que no comprendió bien la frase, pues de ser así, el drama no hubiera ocurrido. En segundo lugar, el orden de las personas que rodeaban a Fang fue alterado a último momento y Julieta ocupó el puesto de Venancio. En tercer término, Venancio dice: «No se culpe a nadie; yo mismo me maté». La solución es ésta: Fang estaba enloquecido por las injurias de Julieta y proyectó asesinarla. Sin embargo, no podía cometer un crimen común: todo el mundo sabía sus peleas y sería sospechado de inmediato. La única solución consistía en un crimen a la vista de todo el mundo, con una coartada eficaz. Necesitaba un cómplice, del mismo modo que lo necesitaba para sus trucos. Venancio era su aliado, prácticamente su esclavo. Acogió con entusiasmo la idea porque su devoción hacia Fang lo llevaba a imitarlo en sus odios y simpatías. Quedaron en que Venancio, después que Fang se introdujera en la bolsa, le pondría un estilete en la mano, por la parte de afuera del género, el que sería fácilmente disimulado en un pliegue del mismo. Hacía años que practicaban el truco y siempre Julieta ocupaba el mismo sitio. En el momento de lacrar la bolsa todos estaban muy cerca de Fang, hasta que terminaba la operación. Este podía calcular exactamente la altura del corazón de Julieta. La mujer intuyó que algo se preparaba contra ella; quizá Venancio demostró excesiva nerviosidad. En el momento en que iba a colocar el lazo, Julieta se deslizó y ocupó su sitio; aquél no pudo hacer otra cosa que ocupar el sitio de la mujer. Para avisar a Fang, dijo: «El pájaro escapó», pero el mago, nervioso por primera vez en un truco, escuchó la voz, pero no entendió el sentido. El pobre Venancio pagó su fidelidad con la muerte.
     El doctor Cóppola y Gómez Terry lo miraban por primera vez con respeto.
     —Hay que avisar al juez —dijo Cóppola.
   —Yo que usted no lo haría; no me gusta meterme en líos con la justicia —repuso Lilienfeld—. Además, Fang está condenado. Julieta sabe que él la quiso matar y lo tiene en su poder. Al pobre no le queda más que el recurso de suicidarse; quizá invente un buen truco para eso.
     Ante el asombro de Cóppola y de Gómez Terry, Lilienfeld sacó un flamante billete de cien pesos y llamó al mozo.
Había tomado diez medios litros.
     —Discúlpenme, pero tengo que hacer —dijo, pagando la cuenta.
     —¿Se va a dormir? —interrogó el médico.
     —No; tengo que tomar unas cervezas con un amigo —repuso.








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MANUEL PEYROU
, nació en 1902 en San Nicolás de los Arroyos. Fue periodista, crítico y escritor en Los Anales de Buenos Aires y en los diarios Crítica y La Prensa, donde publicó una columna de comentarios durante diez años bajo el seudónimo de Septimio. 
Publicó cuatro libros de cuentos que aportaron originalidad e ironía al género policial y que merecieron diversos premios. Entre ellos destacan La espada dormida (1944) y La noche repetida (1953). También escribió cinco novelas, entre las que destacaré El estruendo de las rosas (1948) y Acto y ceniza (1963).
Borges publicó un artículo sobre él en el diario El País, el 17 de diciembre de 1985, donde decía:

“…Manuel Peyrou profesó el arte, hoy casi perdido, de urdir curiosos argumentos y de narrarlos de un modo lúcido, con sentencias claras y eufánicas. Ahora, si no me engaño, se prefieren las frases truncas, la cacofonía y el abuso de las malas palabras que los condiscípulos nos revelan en la escuela primaria y que se aluden fácilmente después. La literatura actual se complace en las facilidades del caos y de la azarosa improvisación. En nuestros días se da el nombre de cuento a cualquier presentación de estados mentales o de impresiones físicas; se olvida, asimismo, que la palabra escrita procede de la palabra oral y busca análogos encantos. Acaso todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; la exigencia puede parecer una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable. Si mal no recuerdo, Julio Cortázar dijo alguna vez que el cuento debe ganar por knockout. Un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de toda fábula. Peyrou, que cumplió con esta exigencia, ha legado a la memoria de los lectores muchos relatos ejemplares…”

Admirador de Chesterton, Faulkner, Marcel Schwob y Carson McCullers, Peyrou fue un autor refinado e íntimo amigo de Bioy y Borges, con los que compartía la afición por el género fantástico y un humor muy particular. Fue uno de los pocos escritores argentinos que integró la emblemática colección El Séptimo Círculo, creada y dirigida por sus dos amigos. El libro seleccionado fue El estruendo de las rosas que ocupó el tomo n° 48, número que,  curiosamente, significa el “muerto que habla” en los números de la quiniela.
Su pasión por los juegos de palabras, las paradojas y las piruetas argumentales no exentas de crítica social y de costumbres suponen un reto a la inteligencia y un laberinto lleno de sorpresas. 

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