martes, 13 de abril de 2021

EL SUEÑO - de O. Henry






















Serie NarracionesExtraordinarias







urray soñó un sueño.
La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.
Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocución tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
—Y, señor Murray, ¿Cómo se siente? ¿Bien?
—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
—Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané la última partida de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francis Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
—Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo, al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
—Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
—Así me gusta —dijo el guardia—. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...


Nota del Editor
Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:

Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.
O. Henry








☙☘☙




Sin duda el relato tiene ecos del magistral "Un suceso en el puente sobre el río Owl" de Ambrose Bierce y de Jorge Luis Borges, en concreto de El Milagro secreto, donde se narra el fusilamiento postergado de Jaromir Hladik "autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme".
Pero el hilo que une a O. Henry y a Borges no llega sólo hasta ahí.
El sueño quedó inacabado por la muerte del autor. La revista Cosmopolitan, que se lo había encargado, lo publicó de un modo diferente a como ha aparecido más arriba (rematado genialmente por Borges y Bioy) y que ha quedado como canónica (al menos en español).

Después del último párrafo que dejaba inconclusa la historia, los editores del Cosmopolitan añadieron lo siguiente, con la misma tipografía y sin señal o advertencia alguna:


Aquí, en mitad de la frase, la mano de la Muerte interrumpió la narración del último cuento de O. Henry. Había planeado hacer una historia diferente de las anteriores, el comienzo de una nueva serie en un estilo que no había intentado antes.
Quiero mostrarle al público que puedo escribir algo nuevo –nuevo para mí, quiero decir–, una historia sin slang alguno, un argumento directo y dramático tratado de tal modo que se acerque a mi idea de lo que es realmente la escritura de un cuento real.
Antes de empezar a escribir este cuento, O. Henry reseñó brevemente cómo pensaba desarrollarlo:
Murray, el criminal acusado de asesinar brutalmente a su mujer –un homicidio provocado por la rabia de los celos–, al comienzo enfrenta la muerte con calma y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino. Pero al acercarse a la silla eléctrica se le revuelven los sentimientos. Queda desconcertado, embobado y petrificado. Toda la escena de la muerte –los testigos, los espectadores, los preparativos de la ejecución– le parece irreal. Por su cerebro un pensamiento atraviesa como una llamarada: se ha cometido una equivocación terrible. ¿Por qué lo amarran a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño. Ve una casita de campo, brillante, llena de luz. Hay una enredadera en flor. Hay una mujer y un niño pequeño. Les habla y, claro, es su mujer, es su hijo. Está en su casa. Así es que, después de todo, hubo realmente una equivocación. Alguien cometió un terrible error. La acusación, el juicio, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, todo eso es un sueño. Abraza a su mujer y besa a su hijo. Sí, la felicidad está aquí. Entonces, era un sueño. A la señal del guardia dan la corriente.
Murray había soñado el sueño equivocado.

Arturo Fontaine, investiga y refiere los avatares del cuento, contrastando la versión publicada por Cosmopolitan con la versión libre que realizaron Borges y Bioy, más sobria y más directa, en un artículo publicado en Letras Libres y reproducido en el blog OyeBorges.

El artículo en cuestión es fascinante y tiene algo de borgeano, en el sentido de referirse a un cuento inexistente, pero que alguien leyó. Así Fontaine rastrea un cuento que no recogen muchas Antologías y ediciones de las Obras Completas de O. Henry. Del mismo modo que no aparece en todas la ediciones del famoso volumen "Antología de la Literatura Fantástica", elaborada por Borges, Bioy y Ocampo. Esto me ha llevado a recordar el relato de Borges,   Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, donde Bioy le refiere al narrador una cita sobre Uqbar que sólo aparece en algunas escasas ediciones del volumen XLVI de la Anglo American Cyclopaedia; relato que comienza de este modo tan evocador: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar".

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