Rosario Castellanos nació el 25 de mayo de 1.925 en México D.F. y murió en Tel Aviv en 1974. Fue poetisa (así se nombraba ella), novelista, dramaturga, ensayista, periodista, profesora, diplomática y una feminista pionera ya desde los 25 años de edad, cuando presentó su tesis universitaria titulada "Sobre cultura femenina" en junio de 1950, tres años antes de que las mexicanas obtuvieran el derecho de votar. Dedicó gran parte de su obra y de sus energías a defender los derechos de la mujer y de los indígenas de México. Siendo uno de los símbolos del feminismo latinoamericano, su vida personal estuvo marcada por un matrimonio desastroso que la llevó a sufrir continuas depresiones. Se enamoró del filósofo Ricardo Guerra y se casaron en 1958, pero las infidelidades de su marido le llevaron a continuas depresiones.
Fue muy crítica con la sociedad machista y patriarcal que le tocó vivir, la cual imponía a la mujer una posición sumisa y pasiva. Exteriorizó como nadie (en ensayos y multitud de artículos periodísticos) la repulsa contra los prejuicios de una sociedad que restringía la realización de la mujer a la maternidad y al seno de la vida familiar. Castellanos rechazaba el victimismo y reivindicaba la necesidad de terminar con la autocomplacencia femenina proponiendo que las mujeres se responsabilizaran de sus propias vidas y las encauzaran a su desarrollo personal e intelectual. En uno de sus poemas más famoso, «Lamentación de Dido», redefine el mito de la reina Dido de Cartago, que se entrega a Eneas y tras ser abandonada por él se incinera cubierta por las pertenencias de su amado. En este poema Castellanos eleva a metáfora el abandono que sufrió por parte de su marido pero, rebelde antes las normas sociales, hizo que su reina no abdicara de la vida. Estas son sus estrofas finales:
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.
Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
dolor?— me ha hecho eterna.
Aunque nació en la ciudad de México, pasó su infancia y juventud en la tierra de sus mayores, la región maya de Comitán, Chiapas. La cultura indígena y segregación racial que vivió allí marcaría poderosamente la identidad y el estilo de su obra. A los 16 años volvió a México DF, donde cursó la Licenciatura y Maestría en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se relacionó con Ernesto Cardenal, Dolores Castro, Jaime Sabines y Augusto Monterroso. Después de realizar cursos de postgrado en Madrid, regresó a la UNAM como profesora de la Facultad de Filosofía y Letras. También impartió cursos en las Universidades de Winsconsin, Colorado e Indiana en EEUU. Mujer de grandes inquietudes, en 1971 recibió el nombramiento de embajadora de México en Israel, donde trabajó como catedrática de la Universidad Hebrea de Jerusalén hasta su muerte, a la edad de 49 años, a causa de un desafortunado accidente doméstico.
Trabajó como promotora de cultura en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas, en el Centro Coordinador del Instituto Indigenista de San Cristóbal de las Casas. Balún Canán fue su primera novela y en ella refleja el conflicto racial. Junto con Ciudad Real, su primer libro de cuentos, y Oficio de Tinieblas, su segunda novela, forman la trilogía indigenista más importante de la narrativa mexicana del siglo XX. Oficio de Tinieblas fue editada en 1962 y mereció el premio "Sor Juana Inés de la Cruz" por la conmovedora recreación del levantamiento de los Chamulas en 1867, producto del conflicto que mantenían hacendados e indígenas por la tierra.
Los convidados de agosto, su segundo libro de relatos, recrea los prejuicios de la clase media provinciana de su estado natal, y Álbum de familia, el tercero y último, los de la clase media urbana. Según algunos autores, Rosario Castellanos logró fundir el realismo indigenista de la Revolución mexicana con el realismo mágico latinoamericano de los sesenta y setenta, aportando una estética y una mirada crítica muy personal.
En 1948 comenzó a publicar sus poemas hasta abarcar once volúmenes: Trayectoria del polvo, 1948; Apuntes para una declaración de fe, 1948; De la vigilia estéril, 1950; El rescate del mundo, 1952; Presentación al templo: poemas, 1952; Poemas (1953-1955), 1957; Al pie de la letra, 1959; Salomé y Judith: poemas dramáticos, 1959; Lívida luz, 1960; Materia memorable, 1960. En 1972 reunió su obra poética completa en el volumen Poesía no eres tú: obra poética, 1948-1971, 1972.
Elena Poniatowska dijo al recibir el Premio Cervantes: “Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas”. Su muerte prematura, a los 49 años, lo impidió ya que murió dos años antes de instaurar dicho premio.
Su poesía es directa y crítica; atravesada siempre por el hecho de que es una mujer quien escribe, lo que suponía para ella una forma de ver y estar en el mundo. Amalia Bautista en el Prólogo de la antología Juegos de Inteligencia (Ed. Renacimiento) dijo: "Tuvo, desde su infancia, una conciencia clara de lo que significaba ser blanca frente a los indios y mujer frente a los hombres". La soledad y el tiempo, el amor y la muerte, el desgarro y la amargura son algunos de los temas y tonos de una poesía de enorme potencia verbal y emocional. A pesar del dolor que refleja en ningún caso hay patetismo. Tratándose de una mujer inquieta e inteligente practicaba la rebeldía y la ironía con un humor cada vez más negro. Sus versos también dan cuenta de las pequeñas y grandes derrotas que nos regala la vida. La muerte la marcó desde muy pronto ya que con escasos siete años tuvo que afrontar la pérdida de su hermano menor y posteriormente quedó huérfana de padre y madre con sólo 22 años. La relación entre el amor y la muerte en su poesía es cambiante. A veces los enfrenta, "Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo"; a veces los une: "Matamos lo que amamos/lo demás/no ha estado vivo nunca". El amor es la salvación como en "Límite" o la perdición: "más que la derrota, el desamparo".
LÍMITE
Aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor.
Más allá es la ley, es la necesidad,
la pista de la fuerza, el coto del terror,
el feudo del castigo.
Más allá, no.
En Destino, un poema del libro Lívida luz que empieza con dos versos memorables (“Matamos lo que amamos. Lo demás/no ha estado vivo nunca.”), confluyen los temas esenciales de su poesía, en la que se fusionan ejemplarmente el ímpetu del sentimiento y el nervio de una expresión directa. "El dolor no se puede compartir" dice uno de sus versos y también, cuando el ciervo va a beber agua la imagen que ve reflejada, en su fascinación, es la del enemigo que lo va a devorar. Matamos lo que amamos porque es lo que está más cerca, es a quien mejor y más fácilmente podemos herir.
DESTINO
Matamos lo que amamos. Lo demás
no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.
El hombre es animal de soledades,
ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.
Ah, pero el odio, su fijeza insomne
de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.
El ciervo va a beber y en el agua aparece
el reflejo del tigre.
De Lívida Luz
Claudia Espinoza recoge una reflexión de Rosario Castellanos sobre la poesía. Según su percepción la poesía era el género que más se aproximaba a la filosofía ubicando su diferencia en el uso del lenguaje: “si la filosofía tiene su principio de identidad, la poesía también lo tiene: es la metáfora. Para mi la poesía es un ejercicio de ascetismo, un intento de llegar a la raíz de los objetos, intento que, por otros caminos, es la preocupación de la filosofía”.
ELEGIA
Nunca, como a tu lado, fui de piedra.
Y yo que me soñaba nube, agua,
aire sobre la hoja,
fuego de mil cambiantes llamaradas,
sólo supe yacer,
pesar, que es lo que sabe hacer la piedra
alrededor del cuello del ahogado.
De En la Tierra de en medio
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MEDITACIÓN EN EL UMBRAL
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.
DESTINO
Alguien me hincó sobre este suelo duro.
Alguien dijo: Bebamos de su sangre
y hagamos un festín sobre sus huesos.
Y yo me doblegué como un arbusto
cuando lo acosa y lo tritura el viento,
sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme
gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia
que todos escondemos
en el rincón más lóbrego del pecho.
Olvidé mi memoria,
dejé jirones rotos, esparcidos
en el último sitio donde una breve estancia
se creyera dichosa:
allí donde comíamos en torno de una mesa
el pan de la alegría y los frutos del gozo.
(Era una sola sangre en varios cuerpos
como un vino vertido en muchas copas.)
Pero a veces el cuerpo se nos quiebra
y el vino se derrama.
Pero a veces la copa reposa para siempre
junto a la gran raíz de un árbol de silencio.
Y hay una sangre sola
moviendo un corazón desorbitado
como aturdido pájaro
que torpe se golpea en muros pertinaces,
que no conoce el cielo,
que no sabe siquiera que hay un ámbito
donde acaso sus alas ensayarían el vuelo.)
Una mujer camina por un camino estéril
rumbo al más desolado y tremendo crepúsculo.
Una mujer se queda tirada como piedra
enmedio de un desierto
o se apaga o se enfría como un remoto fuego.
Una mujer se ahoga lentamente
en un pantano de saliva amarga.
Quien la mira no puede acercarle ni una esponja
con vinagre, ni un frasco de veneno,
ni un apretado y doloroso puño.
Una mujer se llama soledad.
Se llamará locura.
De De la Vigilia Estéril
PRESENCIA
Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido
mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.
Esto que uní alrededor de un ansia,
de un dolor, de un recuerdo,
desertará buscando el agua, la hoja,
la espora original y aun lo inerte y la piedra.
Este nudo que fui (inextricable
de cólera, traiciones, esperanzas,
vislumbres repentinos, abandonos,
hambres, gritos de miedo y desamparo
y alegría fulgiendo en las tinieblas
y palabras y amor y amor y amores)
lo cortarán los años.
Nadie verá la destrucción. Ninguno
recogerá la página inconclusa.
Entre el puñado de actos
dispersos, aventados al azar, no habrá uno
al que pongan aparte como a perla preciosa.
Y sin embargo, hermano, amante, hijo,
amigo, antepasado,
no hay soledad, no hay muerte
aunque yo olvide y aunque yo me acabe.
Hombre, donde tú estás, donde tú vives
permanecemos todos.
Tàpies - "Amor" - |
DOS POEMAS
1
Aquí vine sin saberlo. Después de andar golpeándome
como agua entre las piedras y de alzar roncos gritos
de agua que cae despedazada y rota
he venido a quedarme aquí ya sin lamento.
Hablo no por la boca de mis heridas. Hablo
con mis primeros labios. Las palabras
ya no se disuelven como hiel en la lengua.
Vine a saberlo aquí: el amor no es la hoguera
para arrojar en ella nuestros días
a que ardan como leños resecos u hojarasca.
Mientras escribo escucho
cómo crepita en mí la última chispa
de un extinguido infierno.
Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara
que camina tanteando, pegada a la pared
y tiembla a la amenaza del aire más ligero.
Si muriera esta noche
sería sólo como abrir la mano,
como cuando los niños la abren ante su madre
para mostrarla limpia, limpia de tan vacía.
Nada me llevo. Tuve sólo un hueco
que no se colmó nunca. Tuve arena
resbalando en mis dedos. Tuve un gesto
crispado y tenso. Todo lo he perdido.
Todo se queda aquí: la tierra, las pezuñas
que la huellan, los belfos que la triscan,
los pájaros llamándose de una enramada a otra,
ese cielo quebrado que es el mar, las gaviotas
con sus alas en viaje,
las cartas que volaban también y que murieron
estranguladas con listones viejos.
Todo se queda aquí: he venido a saber
que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella,
ni su voz, ni su cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles
no es su sombra, es el viento.
2
En mi casa, colmena donde la única abeja
volando es el silencio,
la soledad ocupa los sillones
y revuelve las sábanas del lecho
y abre el libro en la página
donde está escrito el nombre de mi duelo.
La soledad me pide, para saciarse, lágrimas
y me espera en el fondo de todos los espejos
y cierra con cuidado las ventanas
para que no entre el cielo.
Soledad, mi enemiga. Se levanta
como una espalda a herirme, como soga
a ceñir mi garganta.
Yo no soy la que toma
en su inocencia el agua;
no soy la que amanece con las nubes
ni la hiedra subiendo por las barbas.
Estoy sola: rodeada de paredes
y puertas clausuradas;
sola para partir el pan sobre la mesa,
sola para decir la oración de la noche
y para recibir la visita del diablo.
A veces mi enemiga se abalanza
con los puños cerrados
y pregunta y pregunta hasta quedarse ronca
y me ata con los garfios de un obstinado diálogo.
Yo callaré algún día; pero antes habré dicho
que el hombre que camina por la calle es mi hermano,
que estoy donde está
la mujer de atributos vegetales.
Nadie, con mi enemiga, me condene
como a una isla inerte entre los mares.
Nadie miente diciendo que no luché contra ella
hasta la última gota de mi sangre.
Más allá de mi piel y más adentro
de mis huesos, he amado.
Más allá de mi boca y sus palabras,
del nudo de mi sexo atormentado.
Yo no voy a morir de enfermedad
ni de vejez, de angustia o de cansancio.
Voy a morir de amor, voy a entregarme
al más hondo regazo.
Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías
ni de esta celda hermética que se llama Rosario.
En los labios del viento he de llamarme
árbol de muchos pájaros.
EL OTRO
¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.
De Al Pie de la Letra
EN EL FILO DEL GOZO
I
Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo:
que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme
y resbale en espuma deshecha y humillada.
Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta,
palabras que los vientos dispensan como pétalos,
campanas delirantes al crepúsculo.
Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros,
todo lo que los lagos atesoran de cielo
más el bosque y la piedra y las colmenas.
Cuajada de cosechas bailo sobre las eras
mientras el tiempo llora por sus guadañas rotas.
Venturosa ciudad amurallada,
ceñida de milagros, descanso en el recinto
de este cuerpo que empieza donde termina el mío.
II
Convulsa entre tus brazos como mar entre rocas,
rompiéndome en el filo del gozo o mansamente
lamiendo las arenas asoleadas.
Bajo tu tacto tiemblo
como un arco en tensión palpitante de flechas
y de agudos silbidos inminentes.
Mi sangre se enardece igual que una jauría
olfateando la presa y el estrago
pero bajo tu voz mi corazón se rinde
en palomas devotas y sumidas.
Tàpies - "Amor amb signs blancs" |
VALIUM 10
A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia
se te quiebra la vara con que mides
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada
El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.
Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.
Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.
Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.
Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus correspondientes
respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.
Y tienes la penosa sensación
De que en el crucigrama se deslizó una errata
Que lo hace irresoluble.
Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.
De En la Tierra de enmedio (1972)
ESTOY AQUÍ, SENTADA EN TODAS MIS PALABRAS…
Estoy aquí, sentada, con todas mis palabras
como con una cesta de fruta verde, intactas.
Los fragmentos
de mil dioses antiguos derribados
se buscan por mi sangre, se aprisionan, queriendo
recomponer su estatua.
De las bocas destruidas
quiere subir hasta mi boca un canto,
un olor de resinas quemadas, algún gesto
de misteriosa roca trabajada.
Pero soy el olvido, la traición,
el caracol que no guardó del mar
ni el eco de la más pequeña ola.
Y no miro los templos sumergidos;
sólo miro los árboles que encima de las ruinas
mueven su vasta sombra, muerden con dientes ácidos
el viento cuando pasa.
Y los signos se cierran bajo mis ojos como
la flor bajo los dedos torpísimos de un ciego.
Pero yo sé: detrás
de mi cuerpo otro cuerpo se agazapa,
y alrededor de mí muchas respiraciones
cruzan furtivamente
como los animales nocturnos en la selva.
Yo sé, en algún lugar,
lo mismo
que en el desierto cactus,
un constelado corazón de espinas
está aguardando un hombre como el cactus la lluvia.
Pero yo no conozco más que ciertas palabras
en el idioma o lápida
bajo el que sepultaron vivo a mi antepasado.
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“Lamentación de Dido,” es uno de los poemas más famosos de Rosario Castellanos. Lo escribió en 1955 mientras sufría de tuberculosis y se publicó en 1957 en el libro Poemas 1953-1955. Es un poema basado en el Libro IV de la Eneida de Virgilio. Allí se relata el mito de Dido, reina de Cartago, adonde arriba Eneas desde Troya, en busca de refugio. El esposo de la reina acababa de ser asesinado por lo que Dido estaba viuda y sola cuando acoge a Eneas.
Finalmente termina enamorada de él por voluntad de los dioses, los cuales le hacen pensar que está casada con Eneas. Arrojando su honra por la borda por el hombre al que ama, Dido se ve traicionada cuando Eneas decide abandonarla para ir a fundar la ciudad de Roma en las costas italianas. Con el corazón roto, humillada y completamente derrotada, Dido se suicida sobre una pira, encima de las ropas y otras pertenencias de Eneas.
En su poema Rosario Castellanos redefine el mito de la mujer que se entrega al deseo, desafiando las normas sociales, y termina deshonrada y humillada sin más salida que la muerte. En cambio, en la visión de Castellanos, Dido no no muere y es considerada como una víctima de la sociedad paternalista, obligada al retiro y a la soledad de quien debe mantenerse fiel al difunto. En su poema el narrador ya no es Virgilio, sino que es la misma Dido quien habla, una mujer obligada a “obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me/ sobrepasa,” (versos 32-33).
En su poema Rosario Castellanos redefine el mito de la mujer que se entrega al deseo, desafiando las normas sociales, y termina deshonrada y humillada sin más salida que la muerte. En cambio, en la visión de Castellanos, Dido no no muere y es considerada como una víctima de la sociedad paternalista, obligada al retiro y a la soledad de quien debe mantenerse fiel al difunto. En su poema el narrador ya no es Virgilio, sino que es la misma Dido quien habla, una mujer obligada a “obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me/ sobrepasa,” (versos 32-33).
En el mundo de la Eneida no hay lugar para una mujer que no cuida su reputación, su único escape es la muerte. En cambio la Dido de Castellanos permanece viva para recordar. Castellanos salva a Dido de la muerte física aunque para la sociedad ya esté muerta. El poema desarrolla una gran intensidad lírica que viene marcada por la soledad y el abandono más absoluto.
LAMENTACIÓN DE DIDO
Guardiana de las tumbas; botín para mi hermano, el de
la corva garra de gavilán;
nave de airosas velas, nave graciosa, sacrificada al
rayo de las tempestades;
mujer que asienta por primera vez la planta del pie en
tierras desoladas
y es más tarde nodriza de naciones, nodriza que
amamanta con leche de sabiduría y de consejo;
mujer siempre, y hasta el fin, que con el mismo pie de
la sagrada peregrinación
sube —arrastrando la oscura cauda de su memoria—
hasta la pira alzada del suicidio.
Tal es el relato de mis hechos. Dido mi nombre. Destinos como el mío se han pronunciado desde la antigüedad
con palabras hermosas y nobilísimas.
Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las
tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu
el que estremece y el que hace cantar su follaje.
Y para renacer, año con año,
escojo entre los apóstrofes que me coronan, para que
resplandezca con un resplandor único,
éste, que me da cierto parentesco con las playas:
Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el
hachazo de un adiós tremendo.
Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada
con la flaqueza de su ánimo.
Y, sentada a la sombra de un solio inmerecido,
temblé bajo la púrpura igual que el agua tiembla bajo
el légamo.
Y para obedecer mandatos cuya incomprensibilidad me
sobrepasa recorrí las baldosas de los pórticos con la
balanza de la justicia entre mis manos
y pesé las acciones y declaré mi consentimiento para
algunas —las más graves—.
Esto era en el día. Durante la noche no la copa del
festín, no la alegría de la serenata, no el sueño
deleitoso.
Sino los ojos acechando en la oscuridad, la
inteligencia batiendo la selva intrincada de los textos
para cobrar la presa que huye entre las páginas.
Y mis oídos, habituados a la ardua polémica de los mentores,
llegaron a ser hábiles para distinguir el robusto sonido del
oro
del estrépito estéril con que entrechocan los guijarros.
De mi madre, que no desdeñó mis manos y que me las
ungió desde el amanecer con la destreza,
heredé oficios varios; cardadora de lana, escogedora
del fruto que ilustra la estación y su clima,
despabiladora de lámparas.
Así pues tomé la rienda de mis días: potros domados,
conocedores del camino, reconocedores de la querencia.
Así pues ocupé mi sitio en la asamblea de los mayores.
Y a la hora de la partición comí apaciblemente el pan
que habían amasado mis deudos.
Y con frecuencia sentí deshacerse entre mi boca el
grano de sal de un acontecimiento dichoso.
Pero no dilapidé mi lealtad. La atesoraba para el
tiempo de las lamentaciones,
para cuando los cuervos aletean encima de los tejados
y mancillan la transparencia del cielo con su graznido
fúnebre
para cuando la desgracia entra por la puerta principal
de las mansiones
y se la recibe con el mismo respeto que a una reina.
De este modo transcurrió mi mocedad: en el
cumplimiento de las menudas tareas domésticas; en
la celebración de los ritos cotidianos; en la
asistencia a los solemnes acontecimientos civiles.
Y yo dormía, reclinando mi cabeza sobre una
almohada de confianza.
Así la llanura, dilatándose, puede creer en la
benevolencia de su sino,
porque ignora que la extensión no es más que la pista
donde corre, como un atleta vencedor,
enrojecido por el heroísmo supremo de su esfuerzo, la
llama del incendio.
Y el incendio vino a mí, la predación, la ruina, el
exterminio
¡y no he dicho el amor!, en figura de náufrago.
Esto que el mar rechaza, dije, es mío.
Y ante él me adorné de la misericordia como del
brazalete de más precio.
Yo te conjuro, si oyes, a que respondas: ¿quién
esquivó la adversidad alguna vez? ¿Y quién tuvo a
desdoro llamarle huésped suya y preparar la sala
del convite?
Quien lo hizo no es mi igual. Mi lenguaje se entronca
con el de los inmoladores de sí mismos.
El cuchillo bajo el que se quebró mi cerviz era un
hombre llamado Eneas.
Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros; astuto,
con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador
de infortunios y hombre de paso; hombre
con el corazón puesto en el futuro.
—La mujer es la que permanece; rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.
Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa
jurada ante otros dioses.
Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento
de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.
No, no era la juventud. Era su mirada lo que así me
cubría de florecimientos repentinos. Entonces yo
fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo
de alianza, sobre la frente de la tierra. Y vi
acercarse a mí, amistadas, las especies hostiles. Y
vi también reducirse a número los astros. Y oí que
el mundo tocaba su flauta de pastor.
Pero esto no era suficiente. Y yo cubrí mi rostro con la
máscara nocturna del amante.
Ah, los que aman apuran tósigos mortales. Y el
veneno enardeciendo su sangre, nublando sus ojos,
trastornando su juicio, los conduce a cometer actos
desatentados; a menospreciar aquello que tuvieron
en más estima; a hacer escarnio de su túnica y a
arrojar su fama como pasto para que hocen los cerdos.
Así, aconsejada de mis enemigos, di pábulo al deseo y
maquiné satisfacciones ilícitas y tejí un espeso
manto de hipocresía para cubrirlas.
Pero nada permanece oculto a la venganza. La
tempestad presidió nuestro ayuntamiento; la
reprobación fue el eco de nuestras decisiones.
Mirad, aquí y allá, esparcidos, los instrumentos de
la labor. Mirad el ceño del deber defraudado.
Porque la molicie nos había reblandecido los tuétanos.
Y convertida en antorcha yo no supe iluminar más que
el desastre.
Pero el hombre está sujeto durante un plazo menor a la
embriaguez.
Lúcido nuevamente, apenas salpicado por la sangre de
la víctima,
Eneas partió.
Nada detiene al viento. ¡Cómo iba a detenerlo la rama
de sauce que llora en las orillas de los ríos!
En vano, en vano fue correr, destrenzada y frenética,
sobre las arenas humeantes de la playa.
Rasgué mi corazón y echó a volar una bandada de
palomas negras. Y hasta el anochecer permanecí,
incólume como un acantilado, bajo el brutal
abalanzamiento de las olas.
He aquí que al volver ya no me reconozco. Llego a mi
casa y la encuentro arrasada por las furias. Ando
por los caminos sin más vestidura para cubrirme
que el velo arrebatado a la vergüenza; sin otro
cíngulo que el de la desesperación para apretar mis
sienes. Y, monótona zumbadora, la demencia me
persigue con su aguijón de tábano.
Mis amigos me miran al través de sus lágrimas; mis
deudos vuelven el rostro hacia otra parte. Porque la
desgracia es espectáculo que algunos no deben
contemplar.
Ah, sería preferible morir. Pero yo sé que para mí no
hay muerte.
Porque el dolor —¿y qué otra cosa soy más que
dolor?— me ha hecho eterna.
De Poemas (1953-1955)
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