Comedia negra de alto standing.
Un cruce guasón y muy cinéfilo entre The Ladykillers y Sunset Boulevard. Juan José Campanella rinde un sentido homenaje a una de las mejores películas del cine argentino, Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), de su maestro y mentor José Martínez Suárez.
En una mansión retirada conviven cuatro personajes estrafalarios que triunfaron en el cine 40 años atrás, pero que ahora simplemente se maceran entre resentimientos mutuos, cinismo y recuerdos amargos. En el centro la diva, la legendaria actriz Mara Ordaz (Graciela Borges), acompañada de su marido (Luis Brandoni), un actor que nunca tuvo gancho. Completan el grupo el director y el guionista de sus películas de mayor éxito, Norberto Imbert (Oscar Martínez) y Martín Saravia (Marcos Mundstrock).
Nada más entrar en la casona un pedestal con la estatuilla dorada del más alto premio declara a todo el mundo que está en el territorio de la diva. Detrás de la estatuilla una lujosa escalinata y en uno de los salones, la gran pantalla y el proyector. Casi esperamos ver aparecer a Norma Desmond (Gloria Swanson) y a su criado Max (Erich von Stroheim) en el inmarchitable clásico La caída de los dioses, de Billy Wilder (Sunset Boulevard, 1950). Del mismo modo que Gloria Swanson le proyecta a William Holden películas reales de su época de esplendor, también aquí Graciela Borges les proyecta a los jóvenes admiradores sus películas reales interpretadas en su dorada juventud.
Un maravilloso juego entre la realidad y la ficción que abunda en los deseos de Mara por volver a los rodajes y sentir el calor de los focos y la prensa. Pero la realidad es chabacana.
Un maravilloso juego entre la realidad y la ficción que abunda en los deseos de Mara por volver a los rodajes y sentir el calor de los focos y la prensa. Pero la realidad es chabacana.
El universo cerrado de la mansión -allí transcurre toda la película con la excepción de un par de secuencias en las oficinas inmobiliarias y en un restaurante- resulta enrarecido y perturbador.
"Brindo porque la vida no es como uno de tus guiones", le dice el director a su guionista.
Y también "En el cine no existe una vida como la nuestra, sin problemas, tendría que haber peligro, algo que la amenace, un villano", lo que da un pie perfecto a la aparición de los dos jóvenes que irrumpen en su estancado retiro. Bárbara Otamendi (Clara Lago) y Francisco Gourmand (Nicolas Francella), llegan como por accidente y descubren como por sorpresa a la ínclita Mara Ordaz, ante quien caen rendidos, colmándola de halagos...
Pero el guionista de verbo afilado y el director que se pasa el día disparando a las comadrejas que asedian la mansión sospechan que hay gato encerrado. Se trata de un pelotazo inmobiliario. Comprarán la mansión a Mara con la promesa de un céntrico apartamento en la ciudad donde ya la están esperando admiradores y flashes.
De este modo la película se plantea como un guerra soterrada entre la juventud, arrogante y ambiciosa, y la vejez llena de suspicacia e ingenio. Lo que comienza como una relación encantadora de halago y seducción, va derivando en sospechas, cinismo y, finalmente, una lucha feroz por la propia supervivencia.
Lo mejor ocurre cuando están presentes esos tres ancianos que se aman y se odian a partes iguales. El ejercicio de su profesión los ha hecho adorables, cínicos, perversos y tramposos...y están dispuestos a lo que sea necesario para conservar su pequeño refugio de tranquilidad. La evolución de la trama nos dirá finalmente quienes son los lobos y quienes los corderos.
La aviesa comedia se presenta muy bien engrasada. Las réplicas y contrarréplicas son envenenadas, las sonrisas tirantes y falsas, mientras que las miradas transportan tambores de guerra. Como ejemplo el cruce de miradas que desde el principio intercambian la joven Bárbara y los recelosos ancianos, nos avisa de que las huestes están posicionadas.
Pero la escena antológica de intención e ironía tiene lugar en la Sala de Estrategias en que se convierte una partida de billar. La jovencita Bárbara Otamendi va metiendo eufórica bola tras bola sin darse cuenta de que el guionista la está haciendo bailar a lo que él pretende.
Con un guión que rezuma acidez e ingenio y unos actores inmensos la película es una gozada.
Acabando la reseña me asalta una forma nueva de ver esta contienda. Más allá de la lucha intergeneracional, se puede ver la refriega como el enfrentamiento de dos mundos sin piedad, el de los negocios y el del cine. Por lo que parece el negocio del cine parece más arduo y más acostumbrado a la maquinación letal.
Pero la escena antológica de intención e ironía tiene lugar en la Sala de Estrategias en que se convierte una partida de billar. La jovencita Bárbara Otamendi va metiendo eufórica bola tras bola sin darse cuenta de que el guionista la está haciendo bailar a lo que él pretende.
Con un guión que rezuma acidez e ingenio y unos actores inmensos la película es una gozada.
Acabando la reseña me asalta una forma nueva de ver esta contienda. Más allá de la lucha intergeneracional, se puede ver la refriega como el enfrentamiento de dos mundos sin piedad, el de los negocios y el del cine. Por lo que parece el negocio del cine parece más arduo y más acostumbrado a la maquinación letal.
P.D.
Seguro que hay homenajes y guiños a la cinematografía argentina que lamentablemente se pierden en otros lares. Por ejemplo, ante la insistencia del director en presentarse camuflado como Soficci, lo busqué y encontré que era el actor de ese mismo papel en la película original de 1975. Este actor también fue director de 40 películas y además dirigió el Instituto del Cine argentino. En 1973, con el retorno transitorio de la democracia, el presidente peronista Héctor J. Cámpora designó a Hugo del Carril y a Mario Soffici para dirigir el Instituto de Cine que desarrolló una importante tarea para revitalizar el cine nacional, destruido por la dictadura de Juan Carlos Onganía y Alejandro Agustín Lanusse. Además dirigió una obra que podríamos considerar de culto, Rosaura a la diez, sobre la novela de Marco Denevi.
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