Max Ernst |
Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece
por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad
(tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre
se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad.
Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba.
En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado
que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años.
Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere
al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita
en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.
Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
-Buen extranjero -proseguí-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.
Ambrose Bierce
Club Diógenes. Editorial Valdemar
En este texto fundacional podemos leer: "La antigua y célebre ciudad de Carcosa", "el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos."
Aquí están las bases de una cosmogonía y un estilo basado en tenues referencias, sueños de mundos primigenios y dioses remotos. Todas estas noticias serían recogidas posteriormente por Robert W. Chambers, en sus relatos sobre "El Rey de Amarillo", convirtiéndose en los antecedentes de Howard Phillips Lovecraft: ciudades perdidas, cultos abominables, dioses antiguos que esperan su requerimiento, libros que provocan el terror y la locura.
Lovecraft, en su Supernatural Horror in Literatura, dice “los relatos de El Rey de Amarillo están vagamente
relacionados entre sí y tienen como trasfondo a cierto libro monstruoso y
prohibido, cuya lectura provoca terror, locura y tragedias macabras.”
Nunca podremos leer El Rey de Amarillo, un libro –más exactamente
una obra de teatro- del que sólo conocemos unas frases e indicios referidos a entidades
extrañas y mundos olvidados.
Esta evocación a un terror desconocido y arcano plasmado en un misterioso libro será el antepasado del Necronomicon de Lovecraft. Y casi del estilo, ya que ambos comparten un estilo indirecto, lleno de alusiones elípticas y referencias cruzadas que aparecen y desaparecen en otras historias poniendo en pie una cosmogonía oscura y remota, perdida en el tiempo y siempre acechante; capaz de producir la locura con sólo nombrarla.
Esta evocación a un terror desconocido y arcano plasmado en un misterioso libro será el antepasado del Necronomicon de Lovecraft. Y casi del estilo, ya que ambos comparten un estilo indirecto, lleno de alusiones elípticas y referencias cruzadas que aparecen y desaparecen en otras historias poniendo en pie una cosmogonía oscura y remota, perdida en el tiempo y siempre acechante; capaz de producir la locura con sólo nombrarla.
En uno de los relatos de Robert W,
Chambers, El Reparador de Reputaciones, podemos leer: “No puedo olvidarme de
Carcosa, donde estrellas negras lucen en los cielos; donde las sombras de los
pensamientos de los hombres se alargan en la tarde, cuando los soles gemelos se
hunden en el lago de Hali; y mi memoria cargará para siempre con el recuerdo de
la Máscara Pálida. Ruego a Dios que maldiga al escritor, como el escritor maldijo al mundo con esta su hermosa, estupenda creación, terrible en su simplicidad, irresistible en su verdad: un mundo que ahora tiembla ante El Rey de Amarillo.”
Chambers también escribió un poema, El Canto de Cassilda , según parece incluido en la obra El Rey de Amarillo Acto 1º, escena 2ª. Un
canto que vibra a través del vacío en la ciudad muerta de Carcosa.
“Rompen las olas neblinosas a lo largo de la
costa,
los soles gemelos se hunden tras el lago,
se prolongan las sombras
en Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas
negras,
y extrañas lunas giran por los cielos,
pero más extraña todavía es
la perdida Carcosa.
Los cantos que entonarán las Híades
donde flamean los andrajos del rey,
deben morir inaudibles en
la penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
muere, sin ser cantada, como las lágrimas no
derramadas
se secan y mueren en
la perdida Carcosa.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.