Monamourmatrahison
(Para mi
amigo Octavio.)
Por
momentos creo que oigo todavía ese tambor. ¿Cómo podré salir de esta casa sin
ser visto? Y, suponiendo que pudiera salir, una vez afuera, ¿cómo haría para
llevar al niño a su casa? Esperaría que alguien lo reclamara por radio o por
los diarios. ¿Hacerlo desaparecer? No sería posible. ¿Suicidarme? Sería la
última solución. Además ¿con qué podría hacerlo? ¿Escaparme? ¿Por dónde? En los
corredores, en este momento, hay gente. Las ventanas están tapiadas.
Me
formulé mil veces estas preguntas a mí mismo hasta que descubrí el cortaplumas
que el niño tenía en la mano y que guardaba de vez en cuando en el bolsillo. Me
tranquilicé pensando que podía, en última instancia, matarlo, cortándole, en la
bañadera, para que no ensuciara el piso, las venas de las muñecas. Una vez
muerto lo colocaría debajo de la cama.
Para
no volverme loco saqué la libreta de apuntes que llevo en el bolsillo, y mientras
el niño jugaba de un modo inverosímil con los flecos de la colcha, con la
alfombra, con la silla, escribí todo lo que me había sucedido desde que conocí
a Winifred.
La
conocí en Palermo. Sus ojos brillaban, ahora me doy cuenta, como los de las
hienas. Me recordaba a una de las Furias. Era frágil y nerviosa, como suelen
ser las mujeres que no te gustan, Octavio. El pelo negro era fino y crespo,
como el vello de las axilas. Nunca supe qué perfume usaba, pues su olor natural
modificaba el del frasco sin etiqueta, decorado con cupidos, que vislumbré en
el interior revuelto de su cartera.
Nuestro
primer diálogo fue breve:
—Che, no
parecés argentina, vos.
—Es claro.
Soy filipina.
—¿Hablás
inglés?
—Es claro.
—Podrías
enseñarme.
—Para qué.
—Para
estudiar me vendría bien.
Ella paseaba
con un niño que cuidaba: yo, con un libro de matemáticas o de lógica, debajo
del brazo. "Winifred no era muy joven; lo advertí por las venas de las
piernas, que formaban pequeños arbolitos azules a la altura de la rodilla y por
la hinchazón pronunciada de los párpados.
Me dijo que
tenía veinte años.
La
veía los sábados por la tarde. Durante un tiempo, recorriendo el mismo trayecto
del primer día, desde el busto de Dante, que queda junto a un aguaribay, hasta
la jaula de los monos, mirando la punta de nuestros zapatos tiznados con polvo,
o dando carne ruda a los gatos, repetimos el mismo diálogo, con distinto
énfasis, casi podría decir con distinto
significado. El niño tocaba sin cesar el tambor. Nos cansamos de los gatos el
día en que nos tomamos de la mano: no alcanzaba el tiempo para cortar tantos
pedacitos de carne cruda. Un día llevamos pan a las palomas y a los cisnes:
esto fue un pretexto para retratarnos al pie del puente que comunica con la
isla clausurada del lago, cuyo portón abunda en inscripciones pornográficas.
Quiso escribir su nombre y el mío
junto a una de las inscripciones más obscenas. Le obedecí con desgano.
Me
enamoré de ella cuando pronunció un alejandrino
(Octavio, me enseñaste métrica).
—Me
acuerdo de mis plumas de ángel, cuando era chica.
Para
no turbarme, la miré en el agua. Creí que lloraba.
—¿Tenías
plumas de ángel? —pregunté con voz sentimental.
—Eran
de algodón y muy grandes —me respondió—. Encuadraban mi cara. Parecían de
armiño. Para el día de la virgen, las hermanas del colegio me vistieron de
ángel, con un vestido celeste; una túnica, no un vestido. Debajo llevaba una
malla celeste y zapatos celestes también.
Me
hicieron rulos y me los pegaron con goma arábiga. Le coloqué mi brazo alrededor
de la cintura, pero siguió hablando:
—Sobre
la cabeza me pusieron una corona de azucenas artificiales. Las azucenas son muy
fragantes, creo que eran nardos. Sí, nardos. Vomité durante toda la noche.
Nunca olvidaré ese día. Mi amiga Lavinia, a quien estimaban tanto como a mí en
el colegio, recibió la misma distinción: la vistieron de ángel, de ángel rosado
(el ángel rosado era menos
importante que el ángel celeste).
(Recordé
tus consejos, Octavio, no hay que ser tímido para conquistar a una mujer.)
—¿No
querés que nos sentemos? —le dije, abrazándola, frente a un banco de mármol.
—Sentémonos
en el césped —me dijo.
Dio
unos pasos y se echó al suelo.
—Me
gustaría encontrar un trébol de cuatro hojas ... y me gustaría darte un beso.
Prosiguió,
como si no me hubiera oído:
—Mi
amiga Lavinia murió aquel día: fue el día más feliz y más triste de mi vida.
Feliz, porque las dos estábamos vestidas de ángel; triste porque perdí para
siempre la felicidad.
Para
que tocara sus lágrimas, puso mi mano sobre su mejilla.
—Siempre
que la recuerdo, lloro —dijo, con voz entrecortada—. Aquel día festivo terminó
en tragedia. Una de las alas de Lavinia se encendió en la llama del cirio que
yo llevaba en mi mano. El padre de Lavinia se precipitó para salvar a su hija:
la cargó, corrió al presbiterio, atravesó el patio, entró en el cuarto de baño
con esa antorcha viva. Cuando la sumergió
en el agua de la bañadera ya era tarde. Mi amiga Lavinia yacía carbonizada.
De su cuerpo quedó sólo este anillo que cuido como oro en polvo —me dijo,
mostrando en su anular un anillito con un rubí—.
Un
día, jugando, me prometió que me regalaría el anillo cuando muriera. No faltó
gente mal intencionada que me acusara de haber incendiado a propósito las alas
de Lavinia. La verdad es que sólo puedo jactarme de haber sido bondadosa con
una persona: con ella. Yo vivía dedicada como una verdadera madre a cuidarla, a
educarla, a corregir sus
defectos. Todos tenemos defectos: Lavinia era orgullosa y miedosa.
Tenía
el pelo largo y rubio, la piel muy blanca. Para corregir su orgullo, un día le
corté un mechón que guardé secretamente en un relicario; tuvieron que cortarle
el resto del pelo, para emparejarlo. Otro día, le volqué un frasco de agua de
Colonia sobre el cuello y la mejilla; su cutis quedó todo manchado.
El
niño tocaba el tambor junto a nosotros. Le dijimos que se alejara, pero no nos
obedeció.
—¿Si
le quitásemos el tambor? —inquirí con impaciencia.
—Tendría
un ataque de nervios —me respondió Winifred.
—¿Podré
verte algún día, sin el chico o sin el tambor?
—Por
ahora, no —respondió Winifred.
Llegué
a creer que era hijo de ella, tanto lo complacía.
—¿Y
la madre, la madre nunca puede estar con él? —le pregunté un día, con acritud.
—Para
eso me pagan —me contestó, como si la hubiera insultado.
Después
de una serie de besos, que cambiamos entre los follajes, continuó sus
confidencias, sin que el niño dejara de tocar el tambor.
—En
las Filipinas hay paraísos.
—Aquí
también —le respondí, creyendo que hablaba de árboles.
—Paraísos
de felicidad. En Manila, donde yo nací, las ventanas de las casas están
adornadas de madreperla.
—¿Con
ventanas adornadas de madreperla logra uno ser feliz?
—Estar
en el paraíso equivale a lograr la felicidad; pero siempre llega la serpiente y
uno la espera. Los temblores de tierra, la invasión japonesa, la muerte de
Lavinia, todo ocurrió después. Lo presentí, sin embargo.
Mis
padres siempre colocaban afuera de nuestra casa, junto a la puerta principal un
platito con leche para que las víboras no entraran en la casa. Una noche se
olvidaron de colocar la leche afuera. Cuando mi padre se metió en la cama,
sintió algo caliente entre las sábanas. Era una víbora. Para matarla de un
balazo tuvo que esperar hasta la mañana. No quería asustarnos con la
detonación. Aquella vez presentí todo lo que iba
a ocurrir. Fue una premonición. Arrodillada en la capilla del colegio trataba
de pedir protección a Dios, pero siempre que estaba arrodillada, mis pies me
molestaban. Los doblaba hacia afuera, hacia adentro, para un lado, para el
otro, sin hallar postura adecuada para el recogimiento.
Lavinia
me miraba con asombro; ella era muy inteligente y no podía comprender que uno
tuviera esas dificultades frente a Dios. Ella era sensata; yo era romántica. Un
día, vagando con un libro, en un campo cubierto de lirios, me dormí. Era ya
tarde. Me buscaron con linternas: el cortejo iba encabezado por Lavinia. Allí
los lirios dan sueño, son flores narcóticas. Si no me hubieran encontrado,
seguramente usted no estaría hablando
hoy conmigo.
El
niño se sentó junto a nosotros, tocando el tambor.
—¿Por
qué no le sacamos el tambor y se lo tiramos al lago? —me aventuré a decir—. Me
aturde el ruido.
Winifred
dobló su impermeable rojo, lo acarició y siguió hablando:
—En
los dormitorios del colegio, Lavinia lloraba de noche, porque temía a los
animales. Para combatir sus inexplicables terrores, metí arañas vivas adentro
de su cama. Una vez metí un ratón muerto que encontré en el jardín, otra vez
metí un sapo. A pesar de todo no conseguí corregirla; su miedo, por lo
contrario, durante un tiempo se agravó. Llegó al paroxismo el día en que la
invité a mi casa. Alrededor de la mesita donde estaba dispuesto el juego de té
con las masas, coloqué todas las fieras que mi padre había cazado en África y
había mandado embalsamar: dos tigres y un león. Lavinia no probó la leche ni las
masas aquel día. Yo jugaba a darle de comer a las fieras. Ella lloraba. La
llevé a las hamacas del jardín, para consolarla. No cesó de llorar, hasta el
momento en que anocheció. Entonces aproveché la oscuridad para esconderme
detrás de unas plantas. El miedo secó sus lágrimas. Creyó que estaba sola. El
sitio de las hamacas quedaba retirado de la casa. Permaneció de pie, junto a un
banco rústico, rascándose nerviosamente las rodillas, hasta que aparecí
cubierta de hojas de banano. En la oscuridad adiviné la palidez de su cara y
los hilitos de sangre de sus rodillas arañadas. Dije su nombre, tres veces:
Lavinia, Lavinia, Lavinia, tratando de cambiar mi voz. Palpé su mano helada.
Creo
que se desvaneció. Esa noche tuvieron que ponerle bolsas de agua caliente en
los pies y bolsas de hielo en la cabeza. Lavinia dijo a sus padres que no
quería verme más. Nos reconciliamos, como es natural.
Para
celebrar nuestra reconciliación, fui a su casa con varios regalos: chocolate y
una pecera con un pez rojo; pero lo que más le desagradó fue un monito, vestido
de verde, con cuatro cascabeles. Los padres de Lavinia me recibieron con cariño
y me agradecieron los regalos, que Lavinia no me agradeció. Creo que el pez y
el mono murieron de inanición. En cuanto al chocolate, Lavinia no lo probó.
Tenía la manía de no
comer dulces, razón por la cual la reprendían, cuando no le metían a la fuerza
en la boca, bombones o dulces que yo siempre le regalaba.
—¿No
querés que paseemos por otra parte? —le dije, interrumpiendo sus confidencias—.
Está lloviendo.
—Bueno
—me contestó, poniéndose el impermeable.
Caminamos,
cruzamos la avenida de las palmeras, llegamos al Monumento a los Españoles.
Buscamos un taxímetro. Di las instrucciones al chauffeur. En el camino
compramos chocolate y pan, para el niño. La casa era como las otras de su
género, un poco más grande, tal vez. La habitación tenía un espejo con molduras
doradas y un perchero, cuyas perchas lucían en sus extremidades cuellos de
cisne. Escondimos el tambor
debajo de la cama.
—¿Qué
hacemos con el niño? —pregunté, sin recibir otra respuesta que el abrazo que
nos condujo a un laberinto de otros abrazos. Penetramos, nos demoramos en la
oscuridad como en un túnel, cegados por la luz del jardín donde habíamos
estado.
—¿Y
el niño? —volví a interrogar, viendo su ausencia, su sombrero de paja y sus
guantes blancos en la penumbra—. ¿No estará debajo de la cama?
—Ese
andariego andará por los corredores de la casa.
—¿Y
si alguien lo ve?
—Pensarán
que es el hijo del dueño.
—Pero
no permiten traer niños.
—¿Cómo
lo dejaron pasar?
—No
lo vieron, debajo de tu impermeable.
Cerré
los ojos y aspiré el perfume de Winifred.
—Qué
cruel fuiste con Lavinia —le dije.
—¿Cruel,
cruel? —me respondió, con énfasis—. Cruel soy con el resto del mundo. Cruel
seré contigo —dijo, mordiendo mis labios.
—No
podrás.
—¿Estás
seguro?
—Estoy
seguro.
Ahora
comprendo que sólo quería redimirse para Lavinia, cometiendo mayores crueldades
con las demás personas. Redimirse a través de la maldad. Después salí en busca
del niño, porque ella me lo pidió. Vagué por los corredores. No había nadie. Me
detuve en el patio donde llegaban los taxímetros con parejas que ocultaban
risas, alegría, vergüenza. Un gato blanco se trepó a una enredadera. El niño
estaba orinando junto a la pared. Lo alcé y lo llevé escondiéndome lo mejor que
pude. Al entrar en el cuarto, primeramente no vi nada; la oscuridad era absoluta.
Luego advertí que Winifred ya no estaba. Nada de ella había quedado, ni su
cartera, ni sus guantes, ni el pañuelo con iniciales celestes. Abrí bruscamente
la puerta para ver si la alcanzaba en el corredor, pero no hallé ni el perfume
de ella. Volví a cerrarla y mientras el niño jugaba peligrosamente con los
flecos de la colcha, descubrí el tambor. Revisé todos los rincones en donde Winifred hubiera podido, en su distracción, dejar algo de ella, algo que
me ayudara a encontrarla de nuevo: su dirección, la dirección de una amiga, el
apellido de ella.
Intenté
varios diálogos con el niño, que me fueron de poca utilidad.
—No
toques el tambor. ¿Cómo te llamas?
—Cintito.
—Ése
es un sobrenombre, ¿cuál es tu verdadero nombre?
—Cintito.
—¿Y
tu niñera?
—Niní.
—¿Y
qué más?
—Nada
más
—¿Dónde
vive?
—En
una casita.
—¿Dónde?
—En
una casita.
—¿Dónde
está esa casita?
—No
sé.
—Te
doy bombones, si me decís cómo se llama tu niñera.
—Dame
bombones.
—Después.
¿Cómo se llama?
Cintito
siguió jugando con la colcha, con la alfombra, con la silla, con los palillos
del tambor.
¿Qué
haré?, pensaba, mientras hablaba con el niño.
—No
toques el tambor. Más divertido es hacerlo rodar.
—¿Por
qué?
—Porque
no hay que hacer ruido.
—Si
yo quiero.
—No
toques te digo.
—Entonces
devolveme el cortaplumas.
—No
es un juguete para niños. Podrías lastimarte.
—Tocaré
el tambor.
—Si
tocas el tambor, te mato.
Comenzó
a gritar. Lo tomé del cuello. Le pedí que se callara. No quiso escucharme. Le
tapé la boca con la almohada. Durante unos minutos se debatió; luego quedó
inmóvil, con los ojos cerrados.
Vacilar
es una de mis perdiciones. Durante minutos que me comunicaron con la eternidad,
repetí: ¿Qué haré?
Ahora
sólo espero que se abra la puerta de mi cárcel donde todavía estoy encerrado.
Siempre fui así: por no provocar un escándalo fui capaz de cometer un crimen.
En La furia y otros cuentos, Silvina Ocampo. Orión, Buenos Aires, 1976.
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