viernes, 11 de marzo de 2011

Veinte motivos para leer a Oliverio Girondo

Por Juan Sasturain

Cinco por la negativa: las carencias
Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que a él más le hubiera gustado. Conocer a Girondo vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te encontró.
Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta.
Tres. No leer poesía en general. Oliverio está especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún contacto negativo con textos poéticos. Girondo se entiende y se disfruta. Reconcilia con la poesía.
Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna contra la estupidez de la queja sistemática.
Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre. Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio: nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer el Error.

Cinco por la positiva: los libros
Seis
. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de Janeiro a Venecia.
Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología: las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. “Se miran se presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran se acuestan se olfatean”.
Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de franela compensatoria. “Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano / más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (...) Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30 había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la cultura, la economía, incluso el paisaje.
Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis, la busca absoluta.

Cinco por cuestión de salud
Once. Saber reír
. Con Girondo, el humor irrumpe en la poesía argentina como un pedo en misa. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la única digna) de mirar el mundo.
Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva inusitada.
Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”: “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas / seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno / rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos / las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos / se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de remedios”.
Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de reconciliarse con el mundo, ya despojado del “miasma” del comercio humano, Girondo descubre –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural visto con mirada adánica.
Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad del último Girondo. En la masmédula es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e irreductible.

Y cinco porque sí
Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Toda su obra es una prolongada digresión tragicómica a partir de su nombre.
Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro con plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el tiempo.
Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas, la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi, convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.
Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron. Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa.
Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si nos acordamos.

En Página12, 24 de enero 2011.

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