"No se puede leer La Ciudad sin un sentimiento de desasosiego que en muchos pasajes linda con una forma amortiguada pero persistente de exasperación. Y sin embargo, la superficie del relato es de una perfecta neutralidad, de una transparencia expositiva y sintáctica que no se altera en ningún momento, y en la que no hay adornos ni golpes de efecto. La novela se abre con unas palabras de Kafka que aluden a una ciudad hipotética o inasible, y esa cita, más que una intención, lo que marca es una cierta tonalidad. Como en las fábulas de Kafka, en La Ciudad apenas hay asideros espaciales o temporales que delimiten la historia, y su narrador, su dudoso protagonista, que no tiene nombre, se mueve por una geografía despojada de ellos.
Desde la primera línea de este libro singular uno ya está plenamente instalado en el desasosiego: todo lo que se cuenta es vívido y preciso, pero también es abstracto, e intuimos que posee una lógica oculta, pero en apariencia los hechos y los lugares no se organizan en un sentido previsible.
Un hombre llega a una casa para instalarse en ella, pero la casa pertenece o ha pertenecido a otros y lleva mucho tiempo cerrada, y el orden de los muebles, como fosilizado por el tiempo, desconcierta al nuevo habitante, que debe pasar en ella la noche, pero no tiene luz eléctrica, ni esperanza de comodidad, porque todo está empapado, tan húmedo como el aire de la noche lluviosa, a la que él sale, sin meditarlo mucho, en busca de un almacén donde comprar algunas cosas.
Desde el principio de La Ciudad el lector se ve sometido a una rara discordia entre la avidez de continuar la lectura y un impulso de interrumpirla y abandonarla, parecido al deseo o a la urgencia de despertar que nos inquietan en el interior de algunos sueños. Queremos saber qué va a ocurrirle a ese hombre perdido, tan perdido como los niños en los bosques de los cuentos, queremos que se seque su ropa, que encuentre su casa, que consiga fumar un cigarrillo, y lo que nos exaspera no es que le cueste tanto culminar sus propósitos, hasta los más nimios, sino que se tome los contratiempos que sufre con una calma o una indiferencia que para nosotros, los lectores, es imposible.
En Mario Levrero intuyo un fondo denso de amargura: la mujer rozada y casi ofrecida y de pronto inalcanzable, la búsqueda por un laberinto de pasillos y puertas cerradas y escaleras sumergidas en la oscuridad, los campos desolados sin huella de presencia humana, la carretera que no parece que lleve a ninguna parte, el tren con las puertas cerradas. Igual que en Franz Kafka, la ley es oscura, pero la culpa es cierta, y el castigo -el destierro- inevitable."
Prólogo de Antonio Muñoz Molina en la edición de Plaza&Janés, 1999
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