Esta película es como una moneda, tiene dos almas. En ella se nos narra la amistad perdurable entre dos muchachos que se conocen de niños en una aldea de montaña en Italia. Esa amistad sincera e incondicional durante décadas es una de las caras. La otra es la elección vital que cada uno hace para trazar el camino de su vida. Después de los años ociosos de juventud Bruno elige echar raíces en el lugar en que nació, «soy un montañés» concluye en un momento dado. Reconoce que ese es su lugar en el mundo y que su vida es plena entre las hermosas montañas de Grana, en el Valle de Aosta. Pietro por su parte ha vivido en Turín, un lugar que odia porque le obliga a permanecer solo y encerrado en un piso; por lo que el verano en Grana supone una visita al paraíso. Pero esta ambivalencia del invierno en la ciudad y el verano en la montaña ha despertado en él una desasosegante inquietud vital. La aplaca viajando por el mundo, tratando de encontrarse a sí mismo y donde echar raíces.
¡Qué importante y difícil es esto de encontrar tu lugar en el mundo!
Esa búsqueda vital siempre me ha cautivado y conmovido. ¿Qué lleva a una arquitecta japonesa a vivir en una aldea de los Picos de Europa o a un profesor de Oxford a retirarse a un pueblecito de la Bretaña francesa o a un músico inglés de éxito a establecerse en Las Alpujarras granadinas? Esta búsqueda siempre es incierta y Bruno ya se lo avisa a Pietro cuando trasplantan un árbol y éste le pregunta si sobrevivirá: «No lo sé. Son muy fuertes donde brotan, pero vulnerables cuando se les mueve».
La película conmueve porque está contada desde lo esencial y con una sencillez pasmosa, casi documental. Aquí no hay melodrama. Ni trascendentalismo espurio. La cinta se apoya en unos paisajes de montaña majestuosos y en el atisbo de esos precipicios existenciales que rodean toda vida que quiere ser significativa. Los juegos infantiles explorando parajes secretos (una casa abandonada, un lago) y las aventuras conjuntas forjando el carácter (escalada a un pico nevado) conseguirán trabar un lazo que los mantendrá unidos para siempre. Todo ello a pesar de que Pietro se rebela contra su padre y deja de seguirlo a la montaña; pero tras quince años los dos amigos vuelven a encontrarse y además en un momento crítico, a punto de iniciar su vida adulta. Sus encuentros y peripecia vital nos irán revelando sus anhelos y dudas, mientras su amistad se robustece hasta retar a la erosión del tiempo. Allí donde estén, siempre podrán contar el uno con el otro.
El ritmo de la película es trepidante sin ser de acción, apoyado en preciadas elipsis de tiempo (años) y espacio (en un fotograma Pietro sale caminando de una aldea en Nepal y en el siguiente aparece llegando a la montaña donde vive Bruno. Todo son hechos, vivencias. La cinta parece que asumiera aquello de que el tiempo se nos escapa entre las manos. Esos trozos de vida se desarrollan ante nuestra mirada en términos tan directos y esenciales que logran trasladarnos verdades muy profundas sin ninguna afectación. Algo que también hay que agradecer a las excelentes interpretaciones de Luca Marinelli y Alessandro Borghi.
En sus viajes como mochilero, Pietro acabará en Nepal donde un hombre le pregunta si está recorriendo las ocho montañas. Según el mito budista al que se refiere el título, el mundo es un círculo en cuyo centro está el gigantesco monte Meru, considerado el centro del universo físico y espiritual. Lo rodean ocho montañas y otros tantos mares. Así es como unos se empeñan en un único y difícil reto, mientras que otros prefieren explorar sendas más variadas y accesibles.
Pietro y Bruno se sienten identificados con este relato, pero dudan (como la película) sobre cual de los dos caminos te hará sentirte más completo. La montaña se convierte así en un personaje más de la historia que se podría identificar con esa cosa que llamamos vida y que los dos jóvenes intentan desentrañar.
La película supone un espectáculo visual incuestionable, por eso mismo me llama la atención el formato de la pantalla. No es el estandarizado y panorámico de 16:9, sino el más cuadrado de 4:3. Al principio se hace extraño, pero cuando empiezas a ver esas montañas que se elevan elocuentes y grandiosas, lo acabas comprendiendo. Se sacrifica la anchura de la pantalla para subrayar la altura y así poder encajar, con mayor equilibrio, a los protagonistas y a su alegórico entorno. El director de fotografía Ruben Impens realiza un trabajo impecable jugando con la luz y los grandes espacios. A este armonioso trabajo se suma el contraste que aportan las cuatro o cinco canciones que aporta el compositor Daniel Norgren. Ellas logran identificar unos preciosos momentos de perfecta contemplación y dulce melancolía.
La película es una maravillosa adaptación de la novela del mismo título de Paolo Cognetti (Milán, 1978), un escritor fascinado por la vida en soledad en medio de la Naturaleza, algo que practica durante varios meses al año. Las ocho montañas fue su primera novela, se publicó en 2011 y ganó el premio Strega en Italia, y el premio Médicis a la mejor novela extranjera publicada en Francia.
En su último tercio, la película vuelve a las difíciles relaciones entre padre e hijo. Tercer asunto que centra la novela. Los dos amigos acaban distanciados de sus progenitores, aunque el destino los acabará uniendo en torno al padre de Pietro, prisionero de un trabajo fabril en la ciudad del que escapa hacia una liberadora naturaleza.
Una película verdaderamente hermosa, llena de emoción, verdad y dolor.
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* Charlotte Vandermeersch ha protagonizado varias películas de su marido, Felix van Groeningen. En este caso ambos la han coescrito y dirigido. Este matrimonio belga ya me apuñaló el corazón con la desgarradora y musical "Alabama Monroe" (The Broken Circle Breakdown, 2012).** He visto esta película en la plataforma gratuita Rtve Play.





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