Serie Narraciones Extraordinarias
En las oficinas de Asesores Concord para el Servicio Militar, Jesse Slade miraba por la ventana hacia abajo en la calle, observando todo lo que negaba su camino hacia la libertad, flores y hierba, la oportunidad de un camino largo y desconocido hacia nuevos lugares. Suspiró.
—Perdón, señor —murmuró disculpándose el cliente que estaba al otro lado de su escritorio—. Creo que lo estoy aburriendo.
—En absoluto —dijo Slade, tomando conciencia una vez más de sus imperiosos deberes—. Veamos...—. Examinó los papeles con los que su cliente, un tal Walter Grossbein, se presentaba ante él. —Cree usted, señor Grossbein, que su oportunidad más favorable para evitar el servicio militar tiene que ver con un problema crónico de audición disminuida diagnosticada con anterioridad por médicos civiles como una laberintitis aguda. Hmmm—. Slade estudió los documentos pertinentes.
Sus deberes, los cuales no disfrutaba, consistían en identificar formas de evitar a sus clientes presentarse ante el servicio militar. La guerra contra las Cosas no había sido llevada a cabo de la manera más adecuada en los últimos tiempos; se habían reportado demasiados accidentes desde la región de Próxima... y con estos reportes se habían disparado los negocios para los Asesores Concord para el Servicio Militar.
—Señor Grossbein —dijo Slade, pensativamente—, he notado que cuando usted entró en mi oficina tendía a desviarse hacia un lado al caminar.
—¿Lo hice? —preguntó el señor Grossbein, sorprendido.
—Sí, y me he dicho, este hombre tiene un severo daño en su sentido del equilibrio.
Pues sabrá, señor Grossbein, que eso se relaciona con el oído. La audición, desde una perspectiva evolutiva, es un desarrollo del sentido del equilibrio. Algunas criaturas acuáticas de orden inferior incorporan un grano de arena y lo emplean como punto de referencia dentro de sus fluidos corporales, y gracias a este método pueden decir si suben o bajan.
—Creo que entiendo —dijo el señor Grossbein.
—Dígalo, entonces —dijo Jesse Slade.
—Yo... frecuentemente me voy hacia un lado u otro mientras camino.
—¿Y por las noches?
El señor Grossbein frunció el ceño, y entonces dijo lleno de felicidad:
—Yo, eh, encuentro casi imposible orientarme en la noche, en la oscuridad, cuando no puedo ver.
—Bien —dijo Jesé Slade, y comenzó a escribir sobre el formulario B-30 del servicio militar de su cliente—. Creo que esto hará que lo eximan —dijo.
Felizmente, el cliente dijo:
—No puedo agradecerle lo suficiente.
Oh, claro que puede, pensó Jesse Slade para sí mismo. Nos puede agradecer con la cantidad de cincuenta dólares. Después de todo, sin nuestra ayuda sería un pálido cuerpo sin vida en algún barrancón de algún distante planeta, no muy lejos de ahora.
Y, pensando en planetas distantes, Jesse Slade sintió una vez más el anhelo. La necesidad de escapar de su pequeña oficina y del proceso de tratar con clientes adinerados a los que tenía que atender, día tras día.
Debe haber otra vida aparte de esta, se dijo Slade. ¿Acaso esto es todo lo que hay en mi existencia?
A través de su ventana un anuncio de neón brillaba allá abajo, en la calle, día y noche.
Proyecto Musa, se leía en el anuncio, y Jesse Slade sabía lo que significaba. Voy a ir allí, se dijo. Hoy. A la hora del café de las diez y media; ni siquiera voy a esperar la hora del almuerzo.
Mientras se ponía su abrigo, el señor Hnatt, su supervisor, entró en la oficina y dijo:
—Slade, ¿qué hay de nuevo? ¿Por qué esa mirada de fiera atrapada?
—Verá, voy a salir, señor Hnatt —le dijo Slade—. A escapar. Le he dicho a quince mil hombres cómo escapar del servicio militar; ahora es mi turno.
El señor Hnatt le palmeó su espalda.
—Buena idea, Slade; ha trabajado demasiado. Tómese unas vacaciones. Tome un viaje por el tiempo y viva una aventura en alguna civilización distante... le hará bien.
—Gracias, señor Hnatt —dijo Slade—. Haré exactamente eso. —Y dejó su oficina tan pronto como sus pies pudieron llevárselo fuera del edificio y abajo, a la calle, hacia el brillante anuncio de neón de Proyecto Musa.
La chica detrás de la caja, de pelo rubio, con ojos grandes y verdes y una figura que lo impresionó por su ingeniería, su suspensión, por así decirlo, le sonrió y dijo:
—El señor Manville lo verá en un momento, señor Slade. Por favor, permanezca sentado. Encontrará auténticos Harper’s Weekly del siglo diecinueve sobre la mesa, ahí.
—Y agregó—: Y algunos Mad del siglo veinte, esos grandes clásicos satíricos de la calidad de Hogarth.
De manera tensa, el señor Slade se sentó y trató de leer; encontró un artículo en el Harper’s Weekly diciendo que la construcción del Canal de Panamá era imposible y que ya casi había sido abandonada por los diseñadores franceses... esto retuvo su atención
por un momento (el razonamiento era tan lógico, tan convincente) pero después de unos breves momentos, su antiguo tedio y su inquietud, como una niebla crónica, retornaron.
Levantándose, una vez más se aproximó al escritorio.
—¿No ha llegado el señor Manville todavía? —preguntó con esperanza.
Detrás de él una voz masculina dijo:
—Usted, ahí en la caja.
Slade dio la vuelta. Y se encontró frente a un hombre alto y de cabello oscuro, con una intensa expresión, los ojos ardiendo.
—Usted —dijo el hombre—, está en el siglo equivocado.
Slade tragó saliva.
Acercándose hacia él, el hombre de cabello oscuro dijo:
—Soy Manville, señor. —Extendió su mano y estrecharon ambas. —Debe irse —dijo Manville—, ¿Lo entiende, señor? Tan pronto como sea posible.
—Pero yo quiero emplear sus servicios —murmuró Slade.
Los ojos de Manville brillaron.
—Quiero decir que debe irse al pasado. ¿Cuál es su nombre? —Hizo un gesto con gran énfasis—. Espere, me está llegando. Jesse Slade, de Concord, allá, calle arriba.
—Muy bien, ahora a los negocios —dijo el señor Manville—. A mi oficina. —Dirigiéndose a la chica excepcionalmente bien construida de la caja, dijo:
—Que nadie nos moleste, señorita Frib.
—Que nadie nos moleste, señorita Frib.
—Sí, señor Manville —dijo la señorita Frib—. Me encargaré de ello, no tema, señor.
—Lo sé, señorita Frib. —El señor Manville condujo a Slade al interior de una oficina bien amueblada. Viejos mapas e impresiones decoraban las paredes; los muebles... Slade miró atónito. De la etapa Americana Temprana, con clavijas de madera en lugar de clavos. Arce de Nueva Inglaterra, toda una fortuna.
—Todo está bien... —comenzó a decir.
—Sí, puede sentarse en esa silla de Director —le dijo el señor Manville—. Pero tenga cuidado; lo puede tumbar si se inclina hacia delante. Tratamos de mantenerla en buen estado aplicándole aceite de castor o cosas por el estilo. —Ahora parecía irritado, al tener que discutir semejantes nimiedades—. Señor Slade —dijo bruscamente—, le hablaré directamente, obviamente es usted un hombre con un elevado intelecto, así que podemos saltarnos los protocolos.
—Sí —dijo Slade—, por favor hágalo.
—Nuestros convenios de viajes en el tiempo son de una naturaleza específica; de ahí el nombre «Musa» ¿Capta el significado?
—Eh —dijo Slade desconcertado pero intentándolo—. Veamos. Una musa es un organismo cuya función es...
—Inspiración —cortó bruscamente el señor Manville—. Slade, usted no es..., afrontémoslo... precisamente un hombre creativo. Por eso se siente aburrido y sin plenitud. ¿Pinta? ¿Compone? ¿Hace esculturas de hierro fundido con restos de naves espaciales o con deshechas sillas de jardín? No. No hace nada de eso; es absolutamente pasivo. ¿Correcto?
Slade asintió:
—Ha acertado, señor Manville.
—No he acertado en nada —dijo el señor Manville irritado—. No me sigue, Slade. Nada lo hará creativo porque usted no posee la creatividad en su interior. Es demasiado ordinario. No voy a hacer que comience a pintar con los dedos o a tejer canastas. No soy un analista Jungiano de los que creen que el arte es la respuesta. —Estirándose hacia atrás apuntó su dedo hacia Slade—. Mire, Slade. No podemos ayudarlo si no tiene la voluntad de ayudarse a sí mismo primero. Ya que no es creativo, lo más que puede esperar, y aquí sí podemos ayudarlo, es inspirar a otros que sí son creativos. ¿Lo ve?
Después de un momento Slade dijo:
—Lo entiendo, señor Manville. Sí.
—Correcto —dijo Manville asintiendo—. Así, puede usted inspirar a un músico famoso, como Mozart o Beethoven, o a un científico como Albert Einstein, o a algún escultor como Sir Jacop Epstein... cualquiera de los innumerables escritores, músicos o poetas. Puede, por ejemplo, conocer a Sir Edward Gibbon durante sus viajes al Mediterráneo y conversar con él casualmente para decirle algo así como... «Hmmm, vea todas estas ruinas antiguas a nuestro alrededor. Me pregunto cómo un imperio tan poderoso como el de Roma vino a caer en este estado de deterioro... ¿cómo cayó en la ruina?... semejante caída...»
—Buen Dios —dijo Slade fervientemente—, ya veo, Manville; lo he captado. Le repito a Gibbon la palabra caída una y otra vez, y con esto tiene la idea de su gran historia de Roma, «Declive y caída del Imperio Romano». Y... —Estaba temblando—. Yo habría ayudado.
—¿Ayudó? —dijo Manville—. Slade, esa no es la palabra adecuada. Sin usted no habría existido tal obra. Usted, Slade, podría ser la musa de Sir Edward. —Se inclinó hacia delante y tomó un puro Upmann, de alrededor de 1915, y lo encendió.
—Creo —dijo Slade—, que me gustaría reflexionar sobre esto. Quiero estar seguro de inspirar a la persona adecuada, quiero decir, todos ellos merecen ser inspirados, pero...
—Pero quiere encontrar a la persona adecuada a sus propias necesidades psíquicas —convino Manville, soplando una fragante nube azul—. Llévese nuestro catálogo. —Le pasó un gran folleto publicitario, brillante, a todo color y en tercera dimensión—. Llévelo a casa, léalo y vuelva con nosotros cuando esté listo.
—Dios lo bendiga, señor Manville —dijo Slade.
—Y cálmese —dijo Manville—. El mundo no se va a terminar... lo sabemos aquí en Proyecto Musa porque lo hemos visto. —Sonrió y Slade se las arregló para devolverle la sonrisa.
Dos días después Jesse Slade regresó a Proyecto Musa.
—Señor Manville —dijo—, sé a quien quiero inspirar. —Inspiró profundamente—. He estado pensando y pensando, y lo más significativo para mí sería si pudiera viajar al pasado a Viena e inspirar a Ludwing van Beethoven con la idea de su Sinfonía Coral, sabe usted, ese tema del cuarto movimiento que canta el barítono, que va bum-bum de-da de-da bum-bum, hijas de Elsysium; lo conoce. —Se sonrojó—. No soy músico, pero toda mi vida he admirado la novena de Beethoven y especialmente...
—Ya está hecho —dijo Manville.
—¿Eh? —Slade no comprendió.
—Ya se ha llevado a cabo, señor Slade. —Manville se veía impaciente mientras se sentaba en su gran escritorio con tapa corrediza de roble, de alrededor de 1910. Sacando una gruesa carpeta negra forrada con duela de metal empezó a hojear las páginas—. Hace dos años una señora Ruby Welch de Montpelier, Idaho, retornó a Viena para inspirar a Beethoven con el tema para el movimiento coral de su Novena. —Manville cerró de golpe la carpeta y se dirigió a Slade—: Bueno, ¿cuál es su segunda opción?
Tartamudeando, Slade dijo:
—Yo... tendría que pensar. Deme tiempo.
Examinando su reloj, Manville dijo de manera abrupta:
—Le doy dos horas. Hasta las tres de la tarde. Buen día, Slade. —Se levantó y Slade automáticamente hizo lo mismo.
Una hora más tarde, en su atestada oficina de Asesores Concord para el Servicio Militar, Jesse Slade se dio cuenta en un luminoso y preciso instante, a quién quería inspirar y con qué. Enseguida se puso su abrigo, se disculpó ante un comprensivo señor Hnatt, y corrió de prisa calle abajo hacia el edificio de Proyecto Musa.
—Bien, señor Slade —dijo Manville al verlo entrar—. Regresó muy pronto. Vamos a mi oficina. —Avanzó a grandes zancadas, marcando el camino—. Correcto. Hagámoslo. —Cerró la puerta una vez que ambos entraron.
Jesse Slade humedeció sus labios resecos y entonces dijo, tosiendo:
—Señor Manville, quiero ir al pasado e inspirar a... bien, permítame explicarle. ¿Conoce usted la edad de oro de la ciencia ficción, entre 1930 y 1970?
—Sí, sí —dijo Manville con impaciencia, frunciendo el ceño mientras escuchaba.
—Cuando estaba en la Universidad —dijo Slade—, haciendo mi licenciatura en literatura Inglesa, tuve, desde luego, que leer una buena cantidad de obras de ciencia ficción del siglo veinte. De todos los escritores notables de ciencia ficción había tres que se destacaban por encima de los demás. El primero era Robert Heinlein con su Historia del Futuro. El segundo, Isaac Asimov con sus épicas series sobre la Fundación. Y... —Inspiró profundamente mientras se estremecía—. El hombre sobre el que hice mi tesis. Jack Dowland. De los tres, Dowland era considerado el más grande. Sus historias sobre el Mundo Futuro comenzaron a aparecer en 1957, tanto en revistas en forma de cuentos, como en libros, como novelas completas. Para 1963, Dowland era considerado como...
—Hmmm —dijo el señor Manville, abriendo su carpeta negra y comenzando a hojearla—. Escritores de ciencia ficción del siglo veinte, un tema más bien especializado... afortunadamente para usted. Veamos.
—Espero —dijo Slade en voz baja—, que no lo hayan tomado.
—Aquí hay un cliente —dijo el señor Manville—, Leo Parks de Vacaville, California.
Regresó e inspiró a A.E. van Vogt para evitar que escribiera historias de amor y westerns y lo intentara en cambio con la ciencia ficción. —Dando vueltas a más páginas, dijo el señor Manville—: Y el año pasado, Julie Oxen, una señorita de la ciudad de Kansas, y cliente nuestra, pidió que se le permitiera inspirar a Robert Heinlein para su Historia del Futuro... ¿fue a Heinlein al que mencionó, señor Slade?
—No —dijo Slade—, fue Jack Dowland, el más grande de los tres. Heinlein fue notable, pero investigué lo suficiente sobre esto, señor Manville, y Dowland fue el más grande.
—No, no se ha hecho —decidió Manville cerrando su carpeta negra. Del cajón de su escritorio extrajo una forma—. Rellene esto, señor Slade —dijo—, y este asunto comenzará a moverse. ¿Conoce el año y el lugar en el cual Jack Dowland comenzó a trabajar en su Historia del Mundo Futuro?
—Sí, lo conozco —dijo Slade—. Estaba viviendo en un pequeño pueblo sobre la Ruta 40 en Nevada, un poblado llamado Purpleblossom, que apenas consistía en tres gasolineras, un café, un bar y una almacén general. Dowland se había trasladado ahí para conseguir la atmósfera; quería escribir historias del Viejo Oeste en forma de guiones para televisión. Tenía la esperanza de hacer un buen negocio.
—Veo que conoce su tema —dijo Manville, impresionado.
Slade continuó:
—Mientras vivía en Purpleblossom escribió un buen número de guiones del oeste pero de alguna manera los encontró insatisfactorios. De cualquier modo, permaneció ahí, tratando de escribir tanto en otros géneros como libros para niños y artículos sobre sexo premarital en adolescentes para las revistas de lujo de aquellos tiempos... y entonces, repentinamente y en un solo momento, en el año de 1956, cambió a la ciencia ficción e inmediatamente produjo la novela corta más notable vista hasta esa fecha en el género.
Ese fue el consenso de toda la gente en ese entonces, señor Manville, he leído la historia y estoy de acuerdo. Se llamaba «El padre sobre la pared» y aún aparece en antologías de vez en cuando; es la clase de cuento que nunca morirá. Y la revista en la que apareció, Fantasy & Science Fiction, será recordada siempre por haber publicado el primer relato de Dowland en su edición de agosto de 1957.
Asintiendo, el señor Manville dijo:
—Y esta es la opus magna que quiere inspirar. Ésta, y todo lo que siguió.
—Tiene toda la razón, señor —dijo el señor Slade.
—Rellene su formulario —dijo Manville—, y nosotros haremos el resto. —Le sonrió a Slade y Slade, confiado, le devolvió la sonrisa.
El operador de la nave temporal, un joven robusto y bajo, con corte de pelo al rape y con fuertes rasgos, le dijo brevemente a Slade:
—Bien, compañero, ¿estás listo o no? Hazte la idea.
Slade inspeccionó por última vez su traje del siglo veinte que Proyecto Musa le había dado... uno de los servicios por la cuota más bien alta que había tenido que pagar.
Corbata angosta, pantalones sin dobladillo, y una camisa a rayas Ivy League... sí, decidió Slade, por lo que conocía de la época era auténtico, al igual que los zapatos italianos puntiagudos y los calcetines firmes y coloridos. Pasaría sin ninguna dificultad por un ciudadano de los Estados Unidos de 1956, incluso en Purpleblossom, Nevada.
—Ahora escucha —dijo el operador, mientras aseguraba el cinturón de seguridad alrededor de la cintura de Slade—, tienes que recordar un par de cosas. Primero, la única manera de regresar al 2040 es conmigo; no puedes volver caminando. Y segundo, tienes que ser muy cuidadoso para no cambiar el pasado... quiero decir, limítate a tu simple tarea de inspirar a este individuo, este Jack Dowland, y déjalo así.
—Desde luego —dijo Slade perplejo por la amonestación.
—Muchos clientes —dijo el operador, —y te sorprendería saber cuántos, enloquecen cuando llegan al pasado; desarrollan ilusiones de poder y quieren hacer toda clase de cambios, eliminar las guerras, el hambre y la pobreza, sabes. Cambiar la historia.
—No haré eso —dijo Slade—. No tengo el menor interés en abstractas empresas cósmicas de tal magnitud.
Para él, inspirar a Jack Dowland era lo suficientemente cósmico. Y podía sentir la suficiente empatía hacia la idea para entender la tentación. En su propio trabajo había visto toda clase de gente.
El operador cerró con un portazo el casco de la nave temporal, se aseguró que Slade estuviera bien atado con las correas, y entonces tomó asiento frente a los controles.
Chasqueó un interruptor y un momento más tarde Slade estaba en camino rumbo a sus vacaciones, lejos del monótono trabajo de la oficina... hacia 1956 y lo más cerca que iba a estar jamás de un acto creativo en su vida.
El cálido sol del mediodía de Nevada caía a plomo, cegándolo; Slade echó un vistazo, buscando nerviosamente con la vista dónde estaba el pueblo de Purpleblossom. Todo lo que podía ver eran rocas y arena sin interés, el desierto interminable con un camino único y angosto que transitaba entre secos arbustos.
—Hacia la derecha —dijo el operador, y volvió a introducirse en la nave temporal, apuntado—. Camina por ahí, te llevará como diez minutos. Espero que entiendas tu contrato. Será mejor que lo saques y lo leas.
Del bolsillo interior de su traje estilo 1950, Slade sacó el contrato grande y amarillo que había hecho con Proyecto Musa.
—Dice que tengo treinta y seis horas. Que me recogerás aquí en este lugar y que es mi responsabilidad estar aquí; si no lo hago, y no puede regresar a mi propio tiempo, la compañía no se hace responsable.
—Correcto —dijo el operador y volvió a entrar en la nave temporal—. Buena suerte, Slade. O, debería llamarte, musa de Jack Dowlands. —Sonrió abiertamente, un poco en son de burla y otro poco con amigable simpatía, y entonces el casco se cerró tras de él.
Jesse Slade se hallaba solo en el desierto de Nevada, a un cuarto de milla del pequeño pueblo de Purpleblossom.
Comenzó a caminar, sudando, secándose el cuello con su pañuelo.
No tuvo problema en localizar dónde vivía Jack Dowland ya que sólo existían siete casas en el poblado. Slade subió los peldaños sobre el desvencijado porche, viendo de reojo el jardín lleno de latas vacías, ropas tendidas, accesorios de plomería abandonados.... estacionado junto al camino vio un arcaico automóvil abandonado, arcaico incluso para el año de 1956.
Tocó el timbre, se ajustó la corbata con nerviosismo, y una vez más repasó en su mente lo que pensaba decir. En este momento de su vida, Jack Dowland no había escrito ciencia ficción; era importante recordar eso... de hecho era el punto clave. Ésta era la encrucijada crítica de su vida, de su historia, esta fatídica llamada a la puerta. Desde luego que Dowland no sabía eso. ¿Qué estaba haciendo en su casa? ¿Escribiendo?
¿Leyendo los chistes de algún diario de Reno? ¿Durmiendo?
Ruidos de pasos. Con tirantez, Slade se preparó.
La puerta se abrió. Una joven mujer con ligeros pantalones de algodón, su cabello atado hacia atrás con un listón, lo inspeccionó con calma. Slade se dio cuenta que tenía unos pies pequeños y hermosos. Usaba zapatillas; su piel era suave y brillante, y él se encontró mirándola fijamente, desacostumbrado a ver tanto en una mujer. Sus tobillos estaban completamente desnudos.
—¿Sí? —preguntó la mujer de manera agradable pero con un toque de fatiga. Slade se dio cuenta en ese momento de que estaba aspirando; ahí en la sala estaba una aspiradora con tanque General Electric... su sola existencia probaba que los historiadores estaban equivocados; la aspiradora con tanque no había desaparecido en 1950 como pensaban.
Slade, minuciosamente preparado, dijo con suavidad:
—¿Señora Dowland? —La mujer asintió. En ese momento un niño pequeño pareció asomarse atrás de su madre—. Soy un admirador de la monumental obra de su marido...
—Oh, pensó, eso no está bien—. Ejem —se corrigió, utilizando una expresión típica de ese período del siglo veinte según los libros—: Tsk, Tsk —dijo—. Lo que quiero decir es esto, señora. Conozco muy bien la obra de su marido, Jack. He cruzado los páramos del desierto, viniendo desde muy lejos para llegar aquí y observarlo en su hábitat. —Sonrió lleno de esperanza.
—¿Conoce la obra de Jack? —Parecía sorprendida, pero completamente complacida.
—En la televisión —dijo Slade—. Buenos guiones los suyos. —Y asintió.
—Usted es inglés, ¿verdad? —dijo la señora Dowland—. Bien, ¿quiere pasar? —Mantuvo la puerta abierta—. Jack está trabajando ahora arriba en el ático... el ruido de los niños lo molesta. Pero sé que le gustaría detenerse y hablar con usted, especialmente si condujo desde tan lejos. Usted es el señor...
—Slade —dijo—. Muy agradable el domicilio que tienen.
—Gracias —Lo condujo hacia una cocina fresca y oscura en el centro de la cual se veía una mesa de plástico con cartones encerados de leche, platos de plástico, azucarero, tazas cafeteras y otros objetos sorprendentes.
—Jack —llamó ella desde el primer tramo de las escaleras—. Aquí está un admirador tuyo. ¡Quiere verte!
Arriba, a lo lejos, una puerta se abrió. Se oyó el sonido de los pasos de una persona y, mientras Slade permanecía rígido, Jack Dowland apareció, joven y con buen aspecto, con su cabello castaño ligeramente delgado, con un suéter y unos pantalones flojos, su cara delgada y con aspecto inteligente se veía sombría y con el ceño fruncido.
—Estoy trabajando —dijo de manera cortante—. Aunque lo hago en casa es como cualquier otro empleo. —Miró de un vistazo a Slade—: ¿Qué desea? ¿Qué quiere decir con eso de que es un «admirador» de mi obra? ¿Cuál obra? Dios mío, hace meses que no vendo nada, estaba a punto de cambiar de idea sobre a qué dedicarme.
—Jack Dowland —dijo Slade—, eso es porque no ha encontrado todavía el género adecuado. —Oyó su propia voz temblorosa, este era el momento.
—¿Desearía una cerveza, señor Slade? —preguntó la señora Dowland.
—Gracias —dijo—. Jack Dowland —dijo Slade—, estoy aquí para inspirarlo.
—¿De dónde viene usted? —preguntó Dowland con desconfianza—. ¿Y por qué trae esa corbata tan rara?
—¿Rara en qué sentido? —preguntó Slade, sintiéndose nervioso.
—Con el nudo abajo y no alrededor de su nuez de Adán. —Dowland caminó alrededor de él, ahora, estudiándolo críticamente—. ¿Y por qué trae la cabeza rapada? Es demasiado joven para estar calvo.
—Es la moda de esta época —dijo Slade débilmente—. Es preciso traer la cabeza rapada, al menos en Nueva York.
—¡La cabeza rapada y un cuerno! —dijo Dowland—. Sé qué es usted. Una especie de maniático. ¿Qué quiere?
—Yo quería elogiarlo —dijo Slade.
Ahora se sentía enojado; una nueva emoción, la indignación, lo llenaba... no estaba siendo tratado adecuadamente y lo sabía.
—Jack Dowland —dijo, tartamudeando un poco—, sé más sobre su obra que usted mismo; sé que su género adecuado no son los guiones sobre el oeste sino la ciencia ficción. Será mejor que me escuche, soy su musa. —Se quedó en silencio, entonces, respirando ruidosamente y con dificultad.
Dowland se le quedó mirando fijamente, y luego levantó la cabeza y estalló en carcajadas.
Sonriendo también, la señora Dowland dijo:
—Bien, yo sabía que Jack tenía una musa pero pensé que era mujer. ¿No son todas las musas del sexo femenino?
—No —dijo Slade colérico—, Leon Parks de Vacaville, California, inspiró a A.E. van Vogt, y era de sexo masculino. —Se sentó junto a la mesa de plástico, sintiendo sus piernas demasiado tambaleantes para sostenerlo—. Escúcheme, Jack Dowland…
—Por el amor de Dios —llámame Jack o Dowland—, pero no de ambos modos; no es natural la forma en que hablas. Traes el «té cruzado», ¿o qué? —Hizo la seña como si inspirará algo.
—¿Té? —repitió Slade, sin entender—. No, sólo una cerveza, por favor.
Dowland dijo:
—Pongamos esto en claro. Estoy ansioso por regresar a trabajar. Aunque lo haga en casa, es trabajo.
No había tiempo ahora para que Slade enunciara todos sus elogios. Lo había preparado cuidadosamente; aclarando su garganta, comenzó:
—Jack, si puedo llamarlo así, me pregunto por qué diablos no ha intentado escribir ciencia ficción. Creo que...
—Te diré por qué —interrumpió Jack Dowland. Empezó a moverse hacia delante y hacia atrás, con sus manos en los bolsillos de sus pantalones—. Porque va a haber una guerra con bombas de hidrógeno. El futuro es sombrío. ¿Quién quiere escribir acerca de eso? ¡Cristo! —Sacudió la cabeza—. Y de cualquier modo, ¿quién lee esa cosa? Adolescentes con problemas en la piel. Inadaptados. Y es basura. Nómbrame una buena historia de ciencia ficción, solo una. Compré una revista en un autobús una vez que fui a Utah. ¡Basura! No voy a escribir esa basura aunque me paguen bien, y he visto que no pagan bien... como un centavo por palabra. ¿Quién puede vivir con eso? —Indignado, comenzó a subir las escaleras—. Voy a volver a trabajar.
—Espere —dijo Slade, sintiéndose desesperado. Todo estaba yendo mal—. Escúcheme, Jack Dowland.
—Vaya insistencia en hablar de esa manera tan rara —dijo Dowland. Pero se detuvo a esperar—. ¿Y bien? —demandó.
Slade dijo:
—Señor Dowland, vengo del futuro. —Se suponía que no debía decir eso, el señor Manville se lo había advertido con severidad, pero en ese momento parecía la única manera, lo único que detendría a Jack Dowland.
—¿Qué? —dijo Dowland alzando la voz—. ¿De dónde?
—Soy un viajero del tiempo —dijo Slade débilmente, y se quedó en silencio.
Dowland regresó hacia él.
Cuando llegó al punto dónde estaba la nave temporal, Slade encontró al robusto y bajo operador en el suelo junto a ésta, leyendo el diario.
—De vuelta sano y salvo, Slade. Vamos, marchémonos. —Abrió el casco y guió a Slade a su interior.
—Lléveme de vuelta —dijo Slade—. Sólo lléveme de vuelta.
—¿Cuál es el problema? ¿No disfrutaste de tu labor inspiradora?
—Sólo quiero regresar a mi propio tiempo —dijo Slade.
—Muy bien —dijo el operador, levantando una ceja. Aseguró a Slade a su asiento y tomaron el camino de regreso.
Cuando llegaron a Proyecto Musa, el señor Manville lo estaba aguardando.
—Slade —dijo—, venga conmigo. —Su expresión era oscura—. Tenemos que hablar.
Cuando estuvieron solos en la oficina de Manville, Slade comenzó:
—Estaba de mal humor, señor Manville. No me culpe. —Se sostenía la cabeza, sintiéndose vacío e inútil.
—Usted... —Manville se quedó mirándolo fijamente lleno de incredulidad—. ¡Falló a la hora de inspirarlo! ¡Esto nunca había sucedido antes!
—Quizá pueda regresar una vez más —dijo Slade.
—Dios mío —dijo Manville—, no sólo falló en inspirarlo... lo volvió en contra de la ciencia ficción.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Slade. Tenía la esperanza de mantener el asunto en silencio, sería un secreto que se llevaría a la tumba con él.
Manville dijo, con mordacidad:
—Todo lo que tuve que hacer fue mantenerme viendo las referencias relacionadas con la literatura del siglo veinte. Media hora después de su partida, todos los textos de Jack Dowland, incluyendo la media página dedicada a él en la Enciclopedia Británica... se desvanecieron.
—Así que me puse a investigar —dijo Manville—. Utilicé las computadoras de la Universidad de California para buscar todas las citas existentes sobre Jack Dowland.
—¿Encontró alguna? —murmuró Slade.
—Sí —dijo Manville—, había un par. Minúsculas, en artículos técnicos especializados que trataban de manera minuciosa y exhaustiva ese período. Porque, gracias a usted, Jack Dowland es ahora completamente desconocido para la gente... y lo fue incluso durante su propia época. —Levantó un dedo hacia Slade, señalándolo con ira—. Gracias a usted, Jack Dowland jamás escribió su historia épica del Mundo Futuro. Gracias a su «inspiración» continuó escribiendo guiones del oeste para la televisión, y murió a los cuarenta y seis años como un escritorzuelo completamente desconocido.
—¿No escribió nada de ciencia ficción? —preguntó Slade, incrédulo. ¿Lo había hecho tan mal? No podía creerlo; es cierto que Dowland había rechazado con amargura cada sugerencia que Slade le había hecho... cierto que había regresado a su ático con una actitud mental bastante peculiar después de discutir con Slade. Pero...
—Bien —dijo Manville—, existe un relato de ciencia ficción de Jack Dowland. Muy corto, mediocre y totalmente desconocido. —Abriendo el cajón de su escritorio extrajo una revista amarillenta y antigua que le arrojó a Slade—. Una cuento corto llamado ORFEO CON PIES DE BARRO, escrito con el seudónimo de Philip K. Dick. Nadie lo leyó, nadie lo lee ahora... es la descripción de la visita a un tal Jack Dowland por... —Miró con furia a Slade—, por un bienintencionado idiota del futuro con la idea trastornada de inspirarlo para escribir la historia mitológica del mundo por venir. Y bien, Slade. ¿Qué tiene que decir?
—Utilizó mi visita como base para el cuento. Obviamente —dijo Slade con dificultad.
—Y con eso consiguió el único dinero que habría de obtener escribiendo ciencia ficción... muy poco, desgraciadamente, pero lo suficiente para justificar el intento y el tiempo empleado. Usted está en el relato, yo estoy en el relato, Dios Santo, Slade, debe haberle contado absolutamente todo.
—Lo hice —dijo Slade—. Para convencerlo.
—Pues bien, no quedó convencido. Pensó que era una clase de loco. Escribió la historia con una disposición mental amarga. Permítame preguntarle: ¿Estaba trabajando cuando usted llegó?
—Sí —dijo Slade—, pero la señora Dowland dijo...
—¡No hay, no hubo, ninguna señora Dowland! Dowland nunca se casó. Debió haber sido la esposa de algún vecino con la que Dowland tenía alguna aventura. No hay duda que estaba furioso; impidió la cita que tenía con esa chica quienquiera que haya sido. Ella aparece en el relato, también; lo escribió todo y luego abandonó su casa de Purpleblossom y se mudó a Dodge City en Kansas.
Ambos permanecieron en silencio.
—Eh —dijo por fin Slade—, bien, ¿podría intentarlo de nuevo? ¿Con alguien más?
Estaba pensando en Paul Ehrlich y su bala mágica, su descubrimiento de la cura del...
—Escuche —dijo Manville—. También he estado pensando. Va a volver pero no para inspirar al doctor Ehrlich ni a Beethoven ni a Dowland ni a nadie como ellos, a nadie útil a la sociedad.
Con temor, Slade volteó a mirarlo.
—Va a volver —dijo Manville entre dientes— para cortar la inspiración de gente como Adolf Hitler, Karl Marx y Sanrome Clinger...
—¿Cree usted que soy tan ineficaz que...? —murmuró Slade.
—Exactamente. Comenzaremos con Hitler en su periodo de encarcelamiento después del primer fallido intento de hacerse del poder en Bavaria. La época en la que le dictó «Mi Lucha» a Rudolf Hess. He discutido esto con mis superiores y todo está planeado; estará usted ahí como compañero de celda, ¿lo entiende? Y le recomendará a Hitler, así como le recomendó a Jack Dowland, que escriba. En este caso, una detallada autobiografía que exponga en detalle su programa político para el mundo. Y si todo va bien...
—Entiendo —murmuró Slade, mirando fijamente el piso de nuevo—. Es una idea... iba a decir que era una idea inspirada pero no sé si darle ya valor a esa palabra.
—No me dé el crédito de la idea —dijo Manville—. La obtuve de ese pobre cuento olvidado, ORFEO CON PIES DE BARRO; así es cómo finaliza. —Le dio vuelta a las páginas hasta que llegó a la parte que quería—. Lea esto, Slade. Encontrará que el relato lo trae aquí hasta encontrarse conmigo, y luego se marcha a investigar todo lo posible sobre el Partido Nazi para así poder instar a Adolf Hitler a no escribir su autobiografía y, de ahí, posiblemente, prevenir la Segunda Guerra Mundial. Y si falla con Hitler, lo intentaremos con Stalin, y si falla con Stalin, entonces...
—Correcto —farfulló Slade—, lo entiendo; no tiene que explicármelo con tantos detalles.
—Y usted lo hará —dijo Manville—, porque en ORFEO CON PIES DE BARRO dice estar de acuerdo.
Slade asintió.
—Cualquier cosa. Para tratar de compensar.
—Es un tonto. ¿Cómo pudo hacerlo tan mal? —le dijo Manville.
—Fue un mal día —replicó Slade—. Estoy seguro que podré hacerlo mejor la próxima vez. —Quizá con Hitler, pensó. Quizá pueda hacer un trabajo excelente para cortarle la inspiración, mejor que el que cualquiera haya hecho en la historia.
—Le llamaremos la antimusa —dijo Manville.
—Una buena idea —dijo Slade.
Con cansancio, dijo Manville:
—No me felicite; felicite a Jack Dowland. Está también en su relato. Ya al final.
—¿Y así es cómo termina? —preguntó Slade.
—No —dijo Manville—, finaliza conmigo presentándole una factura.... el costo de mandarlo al pasado para acabar con la inspiración de Adolfo Hitler. Quinientos dólares, por adelantado. —Dijo extendiéndole su mano—. Sólo por si no vuelve.
Resignadamente, sintiéndose miserable, Jesse Slade, de la manera más lenta posible, sacó su cartera del bolsillo de su traje del siglo veinte.
FIN
P.D.
Según comienzas a leer el cuento te habrá pasado como a mí, de pronto veo a Douglas Quaid con el rostro de Schwarzenegger camino de las oficinas de Memory Call, en Desafío Total, de Paul Verhoeven. Aquel Quaid lo mismo que este Slade se preguntan "¿Acaso esto es todo lo que hay en mi existencia?" e inician la búsqueda de otra realidad. Por cierto que Desafío Total también está basado en un cuento de Philip K. Dick, "Podemos recordarlo todo por usted".
Del mismo modo cuando el protagonista va camino del pasado estoy seguro que todos habéis recordado el relato de Ray Bradbury "El ruido de un trueno", incluido en el volumen "Las doradas manzanas del sol" y que refiere los viajes en el tiempo organizados por una empresa con el objetivo de cazar dinosaurios. Peter Hyams lo convirtió en una película muy floja titulada "El sonido del trueno".
Tanto el relato de Bradbury como este de Dick resultan esquemáticos. Tienen la inocencia de los tiempos pasados. Pero lo que más me llama la atención de este "Orfeo con pies de barro" son las sucesivas vueltas de tuerca que se producen al final. El bueno de Dick no sólo introduce a su admirado músico John Dowland, que ya aparecía con sus discos y todo en su novela "Fluyan mis lágrimas, dijo el policía"; sino que aquí aparece como personaje principal convertido en un famoso autor de ciencia ficción, dejando al propio Dick como un apócrifo autor... del que estamos leyendo un relato titulado "Orfeo con los pies de barro." Brillante y juguetón el maestro.
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