viernes, 24 de enero de 2020

El BAOBAB que SOÑABA PÁJAROS - de Mia Couto




Pájaros, todos los que en el suelo no conocen su morada.


     










se hombre será siempre sombra: no habrá memoria suficiente para salvarlo de la oscuridad. En verdad, su astro no era el Sol. Ni su país era la vida. Tal vez por ello vivía con las prevenciones de un extraño. El vendedor de pájaros no tenía siquiera el amparo de un nombre. Lo llamaban el pajarero.

    Todas las mañanas pasaba por los barrios de los blancos cargando sus enormes jaulas. El mismo fabricaba aquellas jaulas, de material tan ligero que no parecían servir de prisión. Parecían jaulas aladas, volátiles. Dentro de ellas, los pájaros aleteaban sus colores repentinos. En torno al vendedor, había una nube de píos, tantos que hacían mover las ventanas.

     —Mamá, ¡mira al hombre de los pájaros!
    Y los niños inundaban las calles. Las alegrías se entremezclaban: el griterío de las aves y el trino de las criaturas. El hombre sacaba una armónica e interpretaba sonámbulas melodías. El mundo entero se volvía fábula.
     Por detrás de las cortinas, los colonos reprobaban esos abusos. Les infundían sospechas a sus pequeños hijos: ¿quién era ese negro? ¿Alguien tenía referencia de él? ¿Quién había autorizado a esos pies descalzos a ensuciar el barrio? No, no y no. Que volviera el negro a su debido lugar. Pero los pájaros son tan encantadores, insistían los niños. Los padres se oponían: estaba dicho.
   Pero pocos cumplirían aquella orden. Sobre todo desobedecía uno de los niños, dedicándose al misterioso pajarero. Era Tiago, un chico soñador, sin otra habilidad que la de perseguir fantasías. Despertaba temprano, se pegaba a los cristales, aguardando la llegada del vendedor. El hombre aparecía y Tiago bajaba la escalera, treinta escalones en cinco saltos. Descalzo, atravesaba el barrio, desapareciendo junto con la nube del pajarerío. El sol se ponía y el niño sin regresar. En casa de Tiago se desgranaban reproches: 
     —Descalzo, como ellos.
    El padre deseaba el castigo. Sólo la suavidad materna aliviaba la llegada del chaval, en plena noche. El padre reclamaba aunque fuera una mínima explicación:
     —¿Fuiste a casa de él? Pero ¿ese vagabundo tiene casa?
   Su residencia era una baobab, el desocupado agujero del tronco. Tiago contaba: aquel era un árbol muy sagrado, Dios lo había plantado cabeza abajo.
     —Vean lo que el negro le anda metiendo en la cabeza al niño.
   El padre se dirigía a su esposa, echándole la culpa. El niño proseguía: es verdad, mamá. Ese árbol es capaz de grandes tristezas. Los más viejos dicen que el baobab, en su desesperación, se suicida presa de las llamas, sin que nadie le prenda fuego. Es verdad, mamá.
     —Qué disparate —atenuaba la señora.
     Y ponía a su hijo fuera del alcance paterno. El hombre, entonces, se decidía a salir, para juntar su rabia con la de otros colonos. En el club, todos ellos aclamaban: era necesario acabar con las visitas del pajarero. Que la medida no podía ser de muerte violenta, ni cosa que ofendiera a la vista de las señoras ni de sus hijos. Habría que decidir cuál sería el remedio mejor.
     Al día siguiente, el vendedor repitió su alegre invasión. A pesar de todo, los colonos vacilaron: aquel negro traía aves de una belleza nunca vista. Nadie podía resistirse a sus colores, a sus trinos. Aquello no parecía ser cosa de este verídico mundo. El vendedor se mantenía anónimo, en una humilde ausencia de sí:
     —Estos son pájaros excelentes, de esos con las alas todas de fuera.
  Los portugueses se interrogaban: ¿de dónde traía él tan maravillosas criaturas? ¿Dónde, si ellos ya habían desbrozado los matorrales más extensos? El vendedor guardaba el secreto, respondiendo con una sonrisa. Los señores ponían en duda sus propias sospechas —¿tendría aquel negro derecho a ingresar en un mundo al que ellos carecían de acceso?—. Pero pronto se disponían a disminuirle los méritos: el tipo dormía en los árboles, en medio de los pájaros. Ellos se igualan a los animales salvajes, concluían.
    Fuera por desdén de los grandes o por gloria de los pequeños, la verdad es que, poco a poco, el pajarero se convirtió en el tema dominante en el barrio de cemento. Su presencia fue llenando lapsos, insospechados vacíos. Conforme le compraban, las casas estaban más repletas de dulces cantos. La música causaba extrañeza a los moradores, mostrando que aquel barrio no pertenecía a esta tierra. Entonces, ¿los pájaros les quitaban lo auténtico a los residentes, haciéndolos extranjeros? ¿O el culpable sería ese negro, ese canalla, que se apropiaba de la existencia, ignorante de sus deberes de raza? El comerciante debería saber que sus pasos descalzos no cabían en aquellas calles. Los blancos se inquietaban con esa desobediencia, acusando al tiempo. Sentían celos del pasado, de la buena disposición de las personas por su apariencia. El vendedor, así sobremiso, anticipaba al mundo otras percepciones. Hasta los niños, gracias a su seducción, se olvidaban de las reglas de conducta. Ellos se volvían más hijos de la calle que de la casa. El pajarero se adentraba incluso en sus devaneos:
     —Haz cuenta de que soy tu tío.
   Los niños emigraban de su condición, desdoblándose en otras felices existencias. Y todos se familiarizaban, parientes aparentes.
     —¿Tío? ¿Dónde se ha visto que se le diga tío a un negro?

    Los padres querían tapiarles el sueño, su pequeña e infinita alma. Surgió la orden: tenéis prohibida la calle, no volveréis a salir. Se corrieron las cortinas, las casas cerraron sus párpados.
     Parecía que ya imperaba el orden. Fue cuando surgieron las sorpresas. Las puertas y las ventanas se abrían solas, los muebles aparecían volcados, los cajones fuera de lugar.
     En casa de los Silva.
     —¿Quién abrió este armario?
    Nadie, nadie había sido. El mayor de los Silva se indignaba: todos, en la casa, sabían que en aquel mueble se guardaban las armas. Sin vestigios de fuerza,
¿quién podía ser el asaltante? Duda del indignatario.
     En casa de los Peixoto:
     —¿Quién echó alpiste en el cajón de los documentos?
   ¿Quién?: nadie, ninguno, nada. El jefe máximo de los Peixoto advertía: ustedes saben muy bien qué tipos de documentos tengo ahí guardados. Invocaba sus secretas funciones, sus sigilosos asuntos. Que se denunciara al vendedor de alpiste. Mierda de pajarracos, rezongaba.
     En el hogar del presidente del municipio:
     —¿Quién abrió la puerta de los pájaros?
  Nadie la había abierto. El gobernante, víctima del desgobierno, había sorprendido a un ave dentro del armario. Las serias instancias municipales estaban llenas de cagarrutas.
     —Vean ésta: cagada incluso en el sello.
    En la suma de los acontecimientos, un alboroto general se apoderó del barrio. Los colonos se reunieron para tomar una decisión. Se juntaron en casa del papá de Tiago. El niño eludió la cama. Permaneció en la puerta escuchando las graves amenazas. No esperó a escuchar la sentencia. Se lanzó hacia el bosque, rumbo al baobab. El viejo estaba allí acomodándose al calor de una hoguera.
     —Allí vienen, te vienen a buscar.
     Tiago jadeaba. El vendedor no se alteró: que ya sabía, estaba a la espera. El niño se esforzaba, nunca aquel hombre le había demostrado tanto valor.
     —Huye, todavía hay tiempo.
     Pero el vendedor se confortaba, soñolento. Sereno, entró en el tronco y allí se demoró. Cuando salió ya tenía una corbata y traje de hombre blanco. De nuevo se sentó, apartando la arena del suelo. Después, permaneció balconeando, retocando el horizonte. 
     -Vete, niño. Ya es de noche.
     Tiago se quedó. Observaba al pajarero, aguardando su gesto. Si al menos el viejo fuese como el río: fijo pero en movimiento. Pero no. El vendedor se mantenía más en la leyenda que en la realidad.
     —¿Y por qué te pusiste el traje?
     Explicó: es que él era nativo, retoño de aquella tierra. Debía saber recibir a los visitantes. Le correspondía el respeto, los deberes de anfitrión.
     —Ahora vete, vuelve a tu casa.
    Tiago se levantó, era difícil partir. Miró al enorme árbol, como pidiéndole protección.
     —¿Estás viendo la flor? —preguntó el viejo.
     Y recordó la leyenda. Aquella flor era la morada de los espíritus. Quien hiciese daño al baobab sería perseguido hasta el final de su vida.


    Ruidosos, los colonos fueron llegando. Rodearon el lugar. El chico huyó, se escondió, se quedó al acecho. Vio levantarse al pajarero, saludando a los visitantes. Enseguida llegaron los golpes, los empujones, los puntapiés. El viejo parecía no sufrir, semejante a un vegetal, sino fuera por la sangre. Le amarraron las muñecas, lo empujaron por el camino oscuro. Los colonos iban detrás, dejando al niño sólo con la noche. La criatura titubeaba, daba un paso atrás, otro adelante. Entonces, fue entonces: las flores del baobab cayeron, parecían astros de fieltro. En el suelo, sus blancos pétalos, uno a uno, se enrojecieron.
   El niño, de pronto, se decidió. Se arrojó a los matorrales, en pos de la comitiva. Seguía las voces, entendiendo que llevaban al pajarero al calabozo.
Cuando se cubrió de sombra tras el muro, en la proximidad de la prisión, Tiago estaba sofocado. ¿Valía la pena rezar? Alrededor, el mundo se había despojado de sus bellezas. Y, en el cielo, igual que el baobab, ninguna estrella se envanecía.
     La voz del pajarero le llegaba, venida de más allá de las rejas. Ahora, podía ver el rostro de su amigo y cuanta sangre lo cubría. Interroguen al tipo, exprímanlo bien. Era la orden de los colonos, antes de retirarse. El guardia hizo el saludo militar, obediente. Pero no sabía siquiera qué secretos debía arrancarle al viejo. ¿Qué rabias se comprobaban en contra del vendedor ambulante? Ahora, sólo, el retrato del detenido le parecía libre de sospechas.
    —Le pido permiso para tocar. Es una melodía de su tierra, patrón.
     El pajarero preparó la armónica, intentó soplar, pero desistió de la intención con un gesto.
     —Me pegaron mucho en la boca. Me duele demasiado; si no, la tocaría.
     El policía se irritó con él. Arrojó por la ventana la armónica, que cayó junto al escondrijo de Tiago. El chico agarró el instrumento, juntó sus pedazos.
    Aquellos pedazos se asemejaban a su alma, necesitada de una mano que la hiciese entera. El niño se acurrucó, calentándose en su propia redondez. Mientras se embarcaba en el sueño, se llevó la armónica a la boca y tocó como arrullándose a sí mismo. ¿Oiría el pajarero, encerrado en su celda, aquel consuelo?
     Despertó en medio de gorjeos. ¡Los pájaros! Tantos eran que inundaban la comisaría. Ni el mundo, en su universal tamaño, era suficiente aseladero. Tiago se acercó a la celda, vigiló el calabozo. Las puertas estaban abiertas, la prisión desierta. El vendedor no había dejado ni rastro, el lugar quedaba amnésico.
     Le gritó al viejo, respondieron los pájaros.
     Decidió volver al árbol. Otro paradero para él ya no existía. Ni calle ni casa: sólo el vientre del baobab. Mientras caminaba, las aves lo seguían, en un cortejo de gorjeos, por encima del cielo. Llegó a la residencia del pajarero, miró el suelo cubierto de pétalos. Ya no estaban rojos, habían vuelto a su blanco original. Entró en el tronco, se mantuvo en la distancia de un rato. ¿Valía la pena esperar al viejo? Seguramente se habría esfumado, huyendo de los blancos. Mientras tanto, él volvió a tocar la armónica. Se fue arrullando en el ritmo, dejando de oír el mundo de fuera. Si hubiera puesto la atención debida, habría notado la llegada de muchas voces.
     —El canalla del negro está dentro del árbol.
     Los pasos de la venganza rodeaban al baobab, pisando las flores.  
     —Es el tipo con su flauta. ¡Toca, cabrón, que vas danzar!
    Las antorchas se aproximaron al tronco, el fuego sedujo a las viejas cortezas. Dentro, el niño había empezado un sueño: sus cabellos figuraban como hojas pequeñitas, las piernas y los brazos se volvían madera. Los dedos, leñosos, buscaban lombrices en la tierra. El niño transitaba de reino: arborecido, en un estado de consentida imposibilidad. Y desde el sonámbulo baobab subían las manos del pajarero. Tocaban las flores, las corolas se encapsulaban: nacían asombrosos pájaros y se soltaban, como pétalos, sobre la cresta de las llamas. ¿Las llamas? ¿De dónde llegaban estas, excediendo la lejanía del sueño? Fue cuando Tiago sintió la herida de las llamaradas, la seducción de la ceniza. Entonces el niño, aprendiz de la savia, emigró entero hacia sus recientes raíces.
























El Baobab que soñaba pájaros 
en el libro "Cada Hombre es una Raza"
de Mia Couto 




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El baobab es conocido como "el árbol mágico", "el árbol medicina" o "el árbol plantado al revés". Su altura oscila entre los 5 y los 30 metros y su diámetro supera los 11 metros. Hay más de ocho especies que se reparten entre África, Australia o la Península Arábiga. Se estima que pueden vivir entre 1.100 a 2.500 años.

Cuenta una leyenda que los baobabs eran unos árboles tan presumidos que un Dios les dio la vuelta, por eso tiene esas formas extrañas que parece que las ramas estén enterradas y las raíces crezcan hacia arriba.

Su característico tronco tiene forma de botella y es ahí, en su interior, donde almacena grandes cantidades de agua, hasta más de seis mil litros. Del baobab se aprovecha todo, las hojas, la corteza, las raíces, las semillas y hasta los frutos que tienen un alto contenido en vitamina C. También el aceite contenido en las semillas de sus largas vainas es comestible y sus hojas tienen fines medicinales (con propiedades anti-inflamatorias y cicatrizantes).

Sus hojas se hierven y comen como un acompañamiento similar a la espinaca, o se usan para hacer medicinas tradicionales, mientras que la corteza se golpea y se teje en cuerdas, cestas, telas y sombreros impermeables.

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