jueves, 8 de agosto de 2019

MASONERÍA en LA MONTAÑA ENCANTADA

Steffan Michelspacher, Cabala: Conjunción. Imprenta de David Francken, Augsburgo, 1616

La novela La Montaña Mágica, de Thomas Mann, se desarrolla en un sanatorio para tuberculosos situado a más de 1.500 m. de altitud en los Alpes. El ambiente cerrado de esta pequeña sociedad, junto con los dilatados meses de la cura origina una situación extraña, donde el tiempo parece abolido (el protagonista lo compara con un tarro de conserva de su casa: "ha permanecido herméticamente cerrada al tiempo, el tiempo ha pasado de largo, pero no ha pasado por ella"). Allí acude el joven Hans Castorp para visitar a su primo. Lo que en principio era una visita 3 semanas se convierte en una estancia de 7 años. La ociosidad, la reflexión, el debate intelectual y moral mas la presencia constante de la enfermedad y la muerte provocarán una profunda transformación en el protagonista. Muchas de las escenas de la novela tienen que ver con los paseos peripatéticos que llevan a cabo Hans Castorp y sus dos preceptores, el francmasón y humanista Settembrini y el sofista retrógrado Leo Naphta. Uno de los momentos más curiosos de la novela es el que reproduzco a continuación, donde Naphta, con una dialéctica retorcida, presenta al ilustrado y tolerante Settembrini como seguidor de una hermandad oscurantista transformada finalmente en una orden meramente burguesa.
El texto es un perfecto ejemplo de la acción estática y controversial de la novela que hace que muchos lectores la abandonen. Pero en cambio podemos deleitarnos con el apetito de conocimiento del joven que transita entre símbolos, debates y metáforas para acceder a la iluminación. 




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La Montaña mágica: cap. VI 

-Qué quiere usted, ya su abuelo era carbonaro, es decir: carbonero. A él le debe esa fe de carbonero en la razón, la libertad, el progreso de la humanidad y todo ese baúl de los recuerdos rebosante de virtudes burguesas acordes con los más bellos ideales clásicos. Como bien puede usted ver, lo que trae la confusión al mundo es la desproporción entre la rapidez del espíritu y la terrible pesadez, la lentitud, la resistencia y la inercia de la materia. Hay que reconocer que esta desproporción ya bastaría para disculpar la falta de interés por lo real que manifiesta el espíritu, pues lo que suele suceder es que los principios que hacen fermentar las revoluciones del mundo real le asquean desde hace tiempo. En efecto, el espíritu muerto les da más asco que cualquiera de esos fósiles y reliquias que, al menos, no tienen ninguna pretensión de estar vivos y hacer valer su espíritu. Esos fósiles, vestigios de realidades de otro tiempo que el espíritu ha dejado tan atrás que incluso se niega a asociarlas al concepto de lo real, se perpetúan por inercia; y ese peso muerto impide fatalmente que las ideas anticuadas siquiera tomen conciencia de hasta qué punto lo están. Me expreso en términos generales, pero usted puede aplicar estas generalidades a cierto liberalismo humanitario que siempre cree defender una postura heroica ante el despotismo y la autoridad. Eso sin hablar de las catástrofes por medio de las cuales querría demostrar que está vivo después de todo, de esos triunfos efectistas y, por supuesto, también trasnochados que prepara y que sueña poder festejar algún día. Sólo con pensar en ello, el espíritu vivo podría morir de aburrimiento si no supiese que, en verdad, él sigue siendo el único que logrará salir victorioso y lograr algún beneficio de tales catástrofes; él, que sabrá aunar elementos del pasado y elementos de un futuro aún muy lejano en aras de una auténtica revolución… Por cierto, ¿cómo está su primo, Hans Castorp? Ya sabe que siento mucha simpatía hacia él. 

—Gracias, señor Naphta. Creo que todo el mundo siente gran simpatía hacia él, es obvio que es un excelente muchacho. Settembrini también le quiere mucho, a pesar de que, naturalmente, no puede menos que desaprobar la exaltación terrorista que, en cierto modo, implica la profesión de Joachim. Y ahora me entero de que pertenece a una logia masónica… ¡Fíjese usted! Me deja usted de una pieza, he de confesarlo. Eso me hace ver toda su persona bajo una luz nueva… así me explico muchas cosas. ¿Colocará también los pies en ángulo recto y dará un sentido especial a sus apretones de manos algunas veces? Nunca me había dado cuenta… 
—Creo que nuestro buen «amigo del número tres» debe de haber pasado la edad de tales niñerías. Presumo que los ritos de las logias han perdido lamentablemente su ceremonial al adaptarse al prosaico espíritu burgués de nuestros días. Sin duda se avergonzaría del ritual de antaño, porque le parecería de una pompa muy poco cívica, y no sin motivo, pues, en definitiva, estaría realmente fuera de lugar disfrazar de misterio el republicanismo ateo. No sé por medio de qué truculencias se habrá puesto a prueba la constancia del señor Settembrini… si le conducirían por laberínticos pasillos y le harían esperar en oscuras bóvedas con los ojos vendados hasta permitirle abrirlos en presencia de la logia entera, en una sala iluminada con luz indirecta. No sé si le habrán catequizado solemnemente, amenazando su pecho desnudo con espadas ante la calavera y las tres velas dispuestas en triángulo… Pregúnteselo a él mismo, pero temo que no se muestre muy locuaz, pues, aunque todo eso se hubiese desarrollado de una manera más burguesa, habrá tenido que prestar juramento de silencio de todas formas. 

—¿Juramento? ¿De silencio? Entonces es cierto que… 
—Seguramente. De silencio y obediencia. 
—¿De obediencia también? Oiga, profesor, entonces me parece que no tiene ninguna razón para tachar de terrorista y exaltada la profesión de mi primo. ¡Silencio y obediencia! Jamás hubiera creído que un hombre tan liberal como Settembrini pudiera someterse a condiciones y juramentos tan españoles. Creo percibir cierto matiz militar y jesuítico en la francmasonería. 
—Y tiene usted mucha razón —contestó Naphta—. Ha dado usted en el clavo. La idea de asociación en sí misma es inseparable de la idea de absoluto, sus mismas raíces entroncan con ella; por consiguiente, tiene algo de terrorista, es decir, antiliberal. Descarga la conciencia individual y, en nombre de un fin absoluto, santifica todos los medios, incluso los más sangrientos, incluso el crimen. Hay razones para suponer que, en las logias masónicas, la unión de los hermanos se sellaba simbólicamente con sangre. Una hermandad nunca es contemplativa, sino, por naturaleza, organizadora en un sentido absoluto. Usted ignora, sin duda, que el fundador de la secta de los Iluminados, que durante algún tiempo, prácticamente se fundió con la francmasonería, fue un antiguo miembro de la Compañía de Jesús. 
—Claro, claro, todo esto es totalmente nuevo para mí… 
—Adam Weishaupt organizó su hermandad humanitaria secreta siguiendo exactamente el modelo de la orden de los jesuitas. Él mismo era francmasón y los hermanos más distinguidos de la logia de aquella época pertenecían a los Iluminados. Hablo de la segunda mitad del siglo dieciocho, que Settembrini no dudará en caracterizar como una época de decadencia. Sin embargo, en realidad, fue la época de mayor florecimiento, como sucedió con todas las asociaciones secretas; fue la época en que la francmasonería realmente estuvo animada por una vida superior, por una vida de la que más tarde volvió a ser despojada por parte del sector al que claramente habría pertenecido nuestro amigo y defensor del humanismo, que eran quienes reprochaban a la organización su cercanía al pensamiento jesuítico y el oscurantismo. 
—¿Y había motivos para ello? 
—Sí, si usted quiere. Su trivial manera de entender el librepensamiento tenía sus razones. Era el tiempo en el que nuestros padres se esforzaban en dar vida a la asociación con los principios católicos y jerárquicos, y en el que prosperó una logia de jesuitas masones en Clermont, en Francia. También era el tiempo en el que caló en las logias el espíritu de los Rosa-Cruz, una cofradía muy singular en la que, resumiendo para que usted se haga una idea, se mezclaron objetivos puramente racionalistas, progresistas, políticos y sociales, con un culto singular a las ciencias ocultas del Oriente, a la sabiduría hindú y árabe, y al conocimiento de las ciencias de la magia. Por aquel entonces se llevó a cabo la reforma y reorganización de muchas logias francmasónicas en aras de una observación estricta de sus leyes, desde una postura sumamente irracional y secretista, ligada a la magia y a la alquimia, de la cual surgieron los grados superiores de la masonería, que se conocen como grados escoceses: órdenes de caballeros que se añadieron a la antigua jerarquía militar de aprendices, oficiales y maestros; altos grados dentro de los maestros, de un carácter casi sacerdotal, muy ligados a los misterios de la Rosa-Cruz. En cierto modo, se trataba de una vuelta a ciertas órdenes de caballeros de la Edad Media, a la de los Templarios en particular, quienes, ante el patriarca de Jerusalén, prestaban juramento de pobreza, de castidad y de obediencia. Hoy todavía, los más altos grados dentro de la jerarquía masónica llevan el título de «príncipe de Jerusalén». 

—¡Todo eso es nuevo para mí, señor Naphta! ¡Totalmente nuevo! Usted me descubre nuevos aspectos de nuestro buen Settembrini… «Príncipe de Jerusalén»… no está mal. Debería llamarle así en broma cuando tenga ocasión. El otro día él le llamó a usted «doctor angelicus». Eso exige una venganza… 
—¡Oh!, hay una gran cantidad de títulos similares para los grandes maestros y templarios de la estricta observancia, hasta treinta y tres. Tenemos, por ejemplo, el de Maestro Perfecto, el de Caballero del Oriente, el de Sumo Sacerdote… el grado treinta y uno es: Príncipe Augusto del Misterio Real. Observe que todos esos nombres revelan ciertas relaciones con el misticismo oriental. El resurgimiento de los Templarios no significa más que la reanudación de tales relaciones, la irrupción de fermentos irracionales en un mundo de ideas progresistas, racionales y pragmáticas. A eso se debe que la francmasonería ganara un nuevo atractivo y un nuevo esplendor en aquella época. Atrajo a muchos individuos que estaban cansados del racionalismo del período, de su ilustración y su educación en nombre del ideal de humanidad, y que se sentían ávidos de una savia de vida más potente. El éxito de la orden fue tal que los filisteos se quejaron de que apartaba a los hombres de la felicidad conyugal y de la dignidad de las mujeres. 
—Bueno, profesor, si es así, comprendo que Settembrini no recuerde con gusto aquella época de florecimiento de su orden. 
—No, no la recuerda con gusto; no recuerda con gusto que hubo un tiempo en que su orden se atrajo toda la antipatía que el liberalismo, el ateísmo y la razón enciclopédica sienten de ordinario hacia el complejo Iglesia-Catolicismo-monjes-Edad Media. Ya ha oído usted que se acusaba a los francmasones de oscurantismo… 
—¿Por qué? Me gustaría que me explicase en mayor detalle por qué. 
—Pues se lo voy a explicar. La observancia estricta era sinónimo de profundización y ampliación de las tradiciones de la orden, situando su origen histórico en el mundo de los misterios, en lo que se acostumbraba a llamar las tinieblas de la Edad Media. Los maestros de los grados superiores de las logias estaban iniciados en las physica mystica, conocían las artes mágicas de la naturaleza y eran, en suma, grandes alquimistas… 

—Ahora sí que tengo que hacer un gran esfuerzo para recordar lo que era exactamente la alquimia. La alquimia, ¿no era aquello de hacer oro, la piedra filosofal, aurum potabile? 
—Sí… Bueno, popularmente hablando. Sin embargo, en términos un poco más eruditos, esa palabra significa depuración, transmutación, transustanciación, y además, hacia una forma más elevada; en resumen: mejora; por consiguiente, el lapis philosophorum, el producto híbrido, masculino-femenino, del azufre y del mercurio, la res bina, la prima materia bisexuada, no eran nada más ni nada menos que el principio de la transmutación, del desarrollo hacia una forma superior por mediación de agentes exteriores; una pedagogía mágica, si usted quiere. 
Hans Castorp permaneció en silencio. De reojo, sin levantar la cabeza, miró al cielo. 
—Uno de los principales símbolos de la transmutación alquimista —continuó diciendo Naphta— era la cripta. 
—¿La tumba? 
—Sí, el lugar de la descomposición. Es el símbolo del hermetismo por excelencia. La tumba no es otra cosa que el vaso, la retorta de cristal que se guarda como algo precioso y en la que la materia es sometida a su última metamorfosis, a su máxima depuración. 

—«Hermetismo» es una buena palabra, señor Naphta. «Hermético», siempre me ha gustado. Es una auténtica palabra mágica que evoca un amplio abanico de símbolos. Perdóneme, pero no puedo dejar de pensar en los tarros de conservas que nuestra ama de llaves de Hamburgo (se llama Schalleen, sin señora ni señorita, simplemente Schalleen) guarda en la despensa, todos alineados en las estanterías; tarros herméticamente cerrados con fruta, carne y de todo. Allí están durante meses y años, y cuando se abre uno, según las necesidades, el contenido está fresco e intacto; el paso de meses y años no influye en absoluto en la pureza del alimento, sigue fresco como el primer día. Cierto es que eso no es cuestión de alquimia ni de purificación, sino sencillamente de conservación; de aquí el nombre de conserva. Con todo, lo que hay de mágico en ello es que esa conserva escape al paso del tiempo; ha permanecido herméticamente cerrada al tiempo, el tiempo ha pasado de largo, pero no ha pasado por ella; la conserva ha permanecido fuera del tiempo, ahí sobre su estantería. En fin, dejemos los tarros de conservas. No ha sido una idea de gran provecho. Perdóneme. Creo que quería usted explicarme más detalladamente… 
—Sólo si usted quiere. Para hablar de un tema como el que nos atañe, es necesario que el alumno se muestre sediento de saber y no tema a lo que pueda conocer. La tumba siempre ha sido el símbolo principal de la iniciación en la hermandad. El aprendiz, el neófito que desea acceder al conocimiento, debe demostrar su valor ante los horrores de la tumba. Las costumbres de la orden exigen que, a título de prueba, sea conducido al fondo de una tumba y permanezca allí hasta que la mano de un hermano desconocido acuda a sacarle. De ahí ese laberinto de pasillos y bóvedas sombrías que el novicio debe atravesar, el paño negro que recubre hasta las salas donde se reúne la logia de la observancia estricta, el culto al ataúd, que desempeña un papel tan importante en el ritual de la iniciación y de la reunión. El camino del misterio y de la purificación está rodeado de peligros. Conduce a través de la angustia mortal, a través del reino de la podredumbre; y el aprendiz, el neófito, es la juventud sedienta de conocer las heridas, el dolor de la vida, ansiosa por despertar en su interior una sensibilidad casi demoníaca, guiada por hombres enmascarados que no son más que sombras misteriosas. 

—Se lo agradezco mucho, profesor Naphta. Muchísimo. En eso consiste, pues, la pedagogía hermética. No puede hacerme daño alguno el informarme de esas cosas. 
—Tanto menos si tenemos en cuenta que éste es el camino hacia el objetivo último, hacia el conocimiento absoluto de lo suprasensible. La observancia de la alquimia masónica ha conducido a ese objetivo a muchos espíritus nobles e inquietos en las últimas décadas, no hace falta que se los enumere, pues ya habrá comprendido usted que los grados escoceses de los que le hablaba vienen a ser un equivalente de la jerarquía eclesiástica, que la sabiduría alquimista del maestro francmasón se hace patente dentro del misterio de la metamorfosis, y que las normas secretas mediante las cuales la logia guía a sus seguidores se encuentran tan claramente en los sacramentos como los juegos simbólicos del ceremonial de la hermandad masónica en el simbolismo litúrgico y arquitectónico de nuestra Santa Iglesia católica. 
—¡Ah! 
—Espere, eso no es todo. Ya me he permitido observar que la idea de que la francmasonería se remonta a aquellas honorables logias que se formaron en los gremios de artesanos no es sino una interpretación histórica que no le hace justicia del todo. Al menos, la observancia estricta le confirió unos fundamentos humanos mucho más profundos. El misterio de las logias tiene algo en común con ciertos misterios de nuestra Iglesia, hay una clara relación con la solemnidad y el secreto con que se celebran ciertos ritos, con cierta desmesura en la experiencia de lo sagrado, como la que se daba entre los hombres de tiempos muy remotos… En lo que respecta a la Iglesia, tengo en mente la Sagrada Cena, el sacramento de comer de la carne y beber de la sangre de Cristo; hablando de la logia, en cambio… 
—Un momento, un momento, permítame una observación al margen. En esa vida dentro de una comunidad cerrada, como es la de mi primo, también se celebran banquetes. Con frecuencia me ha hablado de ellos en sus cartas. Ahí, naturalmente, aunque se emborrachen un poco, nunca se exceden los límites de la decencia, nunca se va tan lejos como en los banquetes de las fraternidades estudiantiles… 
—Hablando de la logia, en cambio, estos sacramentos corresponden al culto de la tumba y del ataúd, sobre el cual he llamado su atención hace un momento. En esos dos casos, nos encontramos ante símbolos de lo último y lo supremo; elementos de una religiosidad primigenia y orgiástica, de sacrificios nocturnos y desenfreno en nombre del morir y del devenir, de la metamorfosis y de la resurrección… Recordará usted que los misterios de Isis, así como los de Eleusis, eran celebrados por la noche y en oscuras cavernas. Han existido y existen muchas reminiscencias egipcias en la masonería, y entre estas logias había muchas sociedades secretas que se daban el nombre de hermandades eleusinas. Y celebraban fiestas, las fiestas de misterios eleusinos y los secretos afrodisíacos, en las que por fin las mujeres intervenían también (por ejemplo, la fiesta de rosas, a la cual hacen alusión las tres rosas azules del escapulario del masón), y que, según parece, terminaban en bacanales. 
—Pero… pero, profesor Naphta, ¿qué es lo que oigo? ¿La francmasonería es todo eso? Y es a todo eso a lo que nuestro amigo Settembrini, un espíritu tan claro… 
—¡Sería usted injusto con él! No, Settembrini no sabe absolutamente nada de todo eso. ¿No le he dicho ya que hombres como él despojaron la logia de todos los elementos de esa vida superior? ¡Se ha humanizado, se ha modernizado! ¡Por Dios! Se ha apartado de tales extravíos para servir a la utilidad, a la razón y al progreso, a la lucha contra los príncipes y la clerigalla, en una palabra: a un concepto social de la felicidad. Ahora en las logias vuelve a hablarse de la naturaleza, de la virtud, de la mesura y de la patria. Supongo que incluso se habla de negocios. En una palabra: es el espíritu mezquino burgués en forma de hermandad. 

—¡Qué lástima! ¡Qué lástima por la fiesta de las rosas! Preguntaré a Settembrini si realmente no sabe nada de ella. 
—¡Nuestro honorable «caballero de la escuadra»! —exclamó irónicamente Naphta—. Tenga en cuenta que no le resultó nada fácil que le admitiesen a construir con ellos el templo de la humanidad, pues es más pobre que una rata, y además de una cultura superior, de una cultura humanista; se requiere pertenecer a una clase lo bastante adinerada para poder pagar los derechos de ingreso y las cuotas anuales, que no son poco, precisamente. ¡Cultura y fortuna, ahí tiene al burgués! ¡Ahí tiene usted los fundamentos de la República liberal universal! 
—Ya lo veo —rió Hans Castorp—, ahí la tenemos más clara que el agua. 
—Sin embargo —añadió Naphta, después de un silencio—, le aconsejo que no tome demasiado a la ligera a ese hombre y a su causa; le recomendaría incluso, ya que ahora estamos hablando de estas cuestiones, que se mantuviera usted en guardia. Porque pasado de moda no es forzosamente sinónimo de inocente. El que algo sea limitado no quiere decir que también sea inofensivo. Esa gente ha echado mucha agua en el vino que antaño era ardiente, pero la propia idea de la hermandad sigue siendo lo bastante fuerte como para soportar el ser diluida; conserva el poso de un misterio fecundo; y es tan evidente que las logias ejercen una influencia en la marcha del mundo, como el hecho de que en ese amable señor Settembrini se ocultan potencias de las que él es partidario y emisario… 
—¿Emisario? 
—Sí, un proselitista, un pescador de almas. 
«¿De qué serás emisario tú?», pensó Hans Castorp, y luego dijo en voz alta: 
—Le doy las gracias, profesor Naphta. Le agradezco sinceramente su consejo. ¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a subir al piso de arriba, si es que eso puede considerarse un piso, a tirarle un poco de la lengua a ese masón disfrazado. Un aprendiz tiene que estar sediento de saber y no temer a lo que pueda conocer. Naturalmente… también es preciso que sea prudente. Para tratar con esos emisarios hay que andarse con mucha cautela. 

Sin temor alguno podía continuar instruyéndose por el propio Settembrini, pues éste no tenía nada que reprochar a Naphta en cuanto a su discreción, y por otra parte no parecía muy interesado en mantener en secreto sus relaciones con aquella armoniosa sociedad. La Revista della Massoneria Italiana estaba abierta sobre la mesa, Hans Castorp simplemente no se había fijado en ella hasta aquel momento. Y cuando, una vez informado por Naphta, dirigió la conversación hacia el tema del arte imperial, como si la relación de Settembrini con la francmasonería fuese un hecho que él jamás hubiera puesto en duda, no encontró más que una ligera reserva por parte de éste. Sin duda, había puntos en los cuales el literato no quería profundizar y respecto a los cuales permanecía con la boca cerrada. Seguramente se veía obligado por alguno de aquellos juramentos terroristas de los que Naphta le había hablado: secretos que se referían a los usos externos y a su propia posición en el seno de aquella extraña organización. Por lo demás, habló incluso mucho y ofreció al curioso alumno un detallado panorama del gran alcance de su liga, que estaba representada en todo el mundo por más de veinte mil logias y ciento cincuenta grandes logias, y que se extendía hasta civilizaciones como las de Haití o la república africana de Liberia. Citó también toda clase de nombres de celebridades que habían sido francmasones, o en la actualidad lo eran. Mencionó a Voltaire, Lafayette y Napoleón, Franklin y Washington, Mazzini y Garibaldi, y, entre los contemporáneos, al rey de Inglaterra en persona y, además, a numerosas personalidades que intervenían en los asuntos de Estado, a miembros de los gobiernos y de los parlamentos europeos. 
Isaac Newton, por William Blake

Hans Castorp manifestó respeto, pero ninguna sorpresa. Ocurría lo mismo, dijo, con las hermandades estudiantiles. Aquellas sociedades eran vinculantes para toda la vida y sabían situar en buenos cargos a sus miembros, de modo que resultaba difícil abrirse camino en la administración o en la esfera pública si no se pertenecía a ninguna de ellas. Por lo tanto, Settembrini no demostraba gran habilidad citando nombres célebres como argumento de la importancia a las logias: por lo contrario, había que admitir que, si tantos francmasones ocupaban puestos importantes, eso no demostraba más que el poder de la logia, que sin duda movía muchos más hilos en el mundo de lo que Settembrini quería reconocer abiertamente. 

Settembrini sonrió. Incluso se abanicó con el cuadernillo de la Massoneria que tenía en la mano. ¿Creía el joven haberle tendido una trampa? —preguntó—. ¿Acaso pretendía arrastrar a hacer confidencias imprudentes sobre la naturaleza política, sobre el espíritu esencialmente político de la logia? 
—¡Inútil maniobra, ingeniero! Reconocemos sin reservas nuestra vinculación con la política, con total sinceridad. Hacemos muy poco caso del odio que algunos idiotas (por cierto, instalados en su país, ingeniero, y en casi ningún otro sitio) sienten hacia ese nombre y hacia ese título. El filántropo no puede admitir diferencia entre la política y la no-política. No existe la no-política, todo es política. 
—¿Así de sencillo? 
—Ya sé que hay gentes que creen oportuno llamar la atención sobre la naturaleza apolítica que tenía la francmasonería en sus orígenes. No obstante, esa gente juega con las palabras y traza fronteras que ya es hora de rechazar en tanto son ilusorias y absurdas. Para empezar, al menos las logias españolas han tenido una orientación política desde el principio… 
—Me lo imagino… 
—Usted no se imagina nada, ingeniero. No se crea capaz de imaginar muchas cosas por usted mismo. Esfuércese más bien en asimilar y sacar provecho de lo que intento enseñarle, se lo ruego en su propio interés, en el de su país y en el de Europa. Secundo: la postura masónica no ha sido nunca apolítica, no ha podido serlo jamás y, si ha creído serlo, se ha equivocado sobre su propia naturaleza. ¿Qué somos? Albañiles y artesanos que trabajan en una construcción. Todos perseguimos un único objetivo, la ley fundamental de la fraternidad es conseguir la mejor parte del todo. ¿Cuál es esa mejor parte? ¿Qué es lo que construimos? Una estructura social en armonía con el arte, el perfeccionamiento de la humanidad, la nueva Jerusalén. ¿Qué tiene que ver aquí la cuestión de la política o la no-política? El problema social, el problema de la vida en sociedad, es en sí mismo político, enteramente político, única y exclusivamente político. Quien se consagra a ese problema (y el que se zafase de él no merecería ser llamado hombre) se consagra a la política, a la política interior tanto como a la exterior, y comprende que el arte de francmasón es el arte de gobernar… 
—De gobernar… 
—… y que la francmasonería de los Iluminados llegó a conocer el grado de regente. 
—Muy bien, señor Settembrini. El arte de gobernar, el grado de regente, eso me gusta. Pero dígame una cosa: ¿son ustedes cristianos, se comportan como tales unos con los otros en su logia? 
—Perchè! 
—Perdone, plantearé la pregunta de otro modo, bajo una forma más general y más sencilla: ¿Creen ustedes en Dios? 
—Le contestaré. ¿Por qué me hace usted esa pregunta? 
—No he pretendido tentarle antes, pero hay una historia bíblica en la que alguien tienta al Señor presentándole una moneda romana, y recibe la contestación de que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Me parece que esta manera de distinguir nos da la diferencia entre la política y la no-política. Si hay un Dios, se tiene que poder hacer esa diferencia. ¿Creen los francmasones en Dios? 
—Me he comprometido a contestarle. Usted habla de una unidad que se intenta crear con enorme esfuerzo, pero que, para gran dolor de los hombres de buena voluntad, no existe. Si un día se hiciera realidad (y repito que en esa gran obra se trabaja con callada diligencia), su confesión religiosa sería, sin duda alguna, una sola y estaría concebida en los siguientes términos: Écrasez l’infame
—¿De un modo tajante? ¡Pero eso sería la intolerancia! 
—Dudo que esté usted a la altura de discutir el problema de la tolerancia, ingeniero. Procure recordar que la tolerancia se convierte en un crimen cuando se tiene tolerancia con el mal. 
—¿Dios sería, por lo tanto, el mal? 
—El mal es la metafísica. Sólo sirve para adormecer la energía que debemos consagrar a la construcción del templo de la sociedad. De esta manera el Gran Oriente de Francia nos ha dado ejemplo, eliminando el nombre de Dios de todos sus actos desde hace mucho tiempo. Nosotros, los italianos, la hemos seguido… 
—¡Qué pensamiento más católico! 
—¿Qué dice? 
—Me parece que esa idea de eliminar a Dios es rabiosamente católica. 
—¿Qué quiere usted decir? 
—Nada de particular interés, señor Settembrini. No haga mucho caso de lo que yo digo. Durante un instante he tenido la impresión de que el ateísmo era enormemente católico, y de que se elimina a Dios para poder ser mejores católicos. 

Si el señor Settembrini se quedó callado después de oír tales palabras, que conste que sólo lo hizo con fines pedagógicos. Después de un silencio prudencial, contestó: 
—Ingeniero, lejos de mí el desear engañarle o herirle en su protestantismo. Hemos hablado de tolerancia… Es superfluo poner de relieve que, respecto al protestantismo, siento mucho más que tolerancia, siento una profunda admiración por su papel histórico en la lucha contra la mordaza que imponía a la conciencia el pensamiento católico. La invención de la imprenta y la Reforma son y serán siempre las dos mayores aportaciones de la Europa Central a la humanidad. Eso ni se plantea. Pero después de lo que acaba usted de decir, dudo que me comprenda exactamente si le señalo que eso no es más que una cara de la cuestión y que hay otra. El protestantismo contiene elementos que… La propia persona del Reformador contenía elementos que… Pienso en los elementos de quietismo y de contemplación hipnótica, que no son europeos, que son ajenos y enemigos de la ley de la vida en este nuestro continente activo. ¡Fíjese usted bien en ese Lutero! ¡Contemple los retratos que conservamos de él, los de su juventud y los de su edad madura! ¿Qué nos dice ese cráneo? ¿Qué nos dicen esos pómulos, esa extraña posición de los ojos? ¡Amigo mío, es Asia! No me sorprendería absolutamente nada que hubiese habido en él un elemento véndico-eslavo-sármata; y, si la personalidad tan fuerte y poderosa (¿quién iba a dudar de que lo era?) de aquel hombre no hubiese hecho inclinarse fatalmente esa balanza que en tan peligroso equilibrio se encontraban en su país, si no hubiese depositado un peso tan tremendo en su lado oriental, como consecuencia del cual el platillo occidental aún se balancea en el aire, entonces… 

Desde su atril de humanista junto a la ventana, ante el cual había permanecido en pie hasta aquel momento, Settembrini se aproximó a la mesa camilla sobre la que estaba la frasca de agua y fue acercándose a su discípulo, que estaba sentado en la cama, contra la pared, con los codos sobre las rodillas y la barbilla apoyada en la mano. 
Caro! —dijo Settembrini—. Caro amico! Llegará el momento de tomar decisiones, decisiones de un alcance inapreciable para la felicidad y el futuro de Europa, y estará en manos de vuestro país tomarlas; y deberá hacerlo desde el fondo de su alma. Situado entre Oriente y Occidente, tendrá que elegir definitivamente y con plena conciencia entre las dos esferas que se disputan su naturaleza; tendrá que decantarse por una de ellas. Usted es joven, tomará parte en esa decisión, será llamado a influir en esa decisión. Bendigamos, pues, el destino que le ha guiado hasta estas espantosas regiones pero que, al mismo tiempo, me da ocasión de ejercer una influencia sobre su maleable juventud por medio de mi palabra, que no es del todo inexperta ni del todo impotente, y hacerle tomar conciencia de la responsabilidad que usted…, que su país asume ante los ojos de la civilización… 
Hans Castorp continuaba sentado, con la barbilla apoyada en el puño. Miraba hacia fuera por el ventanuco, y en sus ojos azules de hombre sencillo se podía leer cierta rebeldía. Permaneció en silencio. 

—No dice usted nada —comentó Settembrini, conmovido—. Usted y su país dejan que se cierna sobre esas cosas un silencio tan oscuro que no permite calcular su profundidad. Ustedes no aman la palabra o no saben servirse de ella, o la glorifican de un modo muy poco amable; y el mundo articulado no sabe y no consigue averiguar qué pasa por su cabeza. Eso es peligroso. El lenguaje en sí mismo es civilización. Toda palabra, incluso la más contradictoria, es vinculante. Sin embargo, el mutismo aísla. Se sospecha que intentaréis romper vuestra soledad por medio de actos. Haréis marchar a vuestro primo Giacomo —Settembrini tenía costumbre de llamar Giacomo a Joachim porque le resultaba más cómodo—, usted hará salir de su silencio a su primo Giacomo y «él, con fuertes golpes, derribará a dos y los demás huirán…». 
Como Hans Castorp se echó a reír, Settembrini también sonrió, satisfecho del efecto producido por sus plásticas palabras, al menos por el momento. 
—¡Está bien, riamos! —dijo—. Siempre me encontrará dispuesto a hacer una broma; «la risa es un destello del alma», dijo un pensador griego. De esta manera nos hemos desviado de nuestro asunto hacia cosas que, lo reconozco, están relacionadas con las dificultades a las que han de enfrentarse nuestras labores preparatorias para la realización de una liga universal masónica, dificultades que, en concreto, nos pone la Europa protestante… 
Settembrini continuó hablando con entusiasmo de la idea de esa liga universal que había nacido en Hungría y cuya deseada realización estaría destinada a conferir a la francmasonería un poder decisivo en el mundo. Enseñó a Hans Castorp algunas cartas que había recibido de altos dignatarios extranjeros de la liga —por ejemplo, una carta escrita de puño y letra por un gran maestro suizo, el hermano Quartier la Tente, del grado 33—, y comenzó a exponerle el proyecto de convertir el esperanto en la lengua común de la liga. Su entusiasmo le llevó a entrar en el terreno de la alta política, estudió la situación en Europa y sopesó las probabilidades del triunfo del pensamiento republicano revolucionario en su propio país, en España y en Portugal. También pretendía mantener correspondencia con personas de los más altos grados de la gran logia de dicho reino. Sin duda, allá en el sur las cosas se encaminaban hacia un período decisivo. ¡Que Hans Castorp se acordase de él cuando viera precipitarse los acontecimientos en el mundo de allá abajo! El joven prometió hacerlo. 



pág. 740 a 757 de La Montaña Mágica, Thomas Mann

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