Parmigianino - Autorretrato en espejo convexo - Kunsthistorisches museum -Viena.
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Como hizo el Parmigianino,.. Así comienza este magnífico poema: así quiero yo asomarme al brocal de mi pozo, parece decir el autor. Verme en profundidad y con todo lo que me rodea.
Puedes pensar por un momento que este Parmigianino te mira, pero resulta que se está mirando a sí mismo: "sentirte confundido por un momento / antes de darte cuenta de que el reflejo / no es el tuyo". También puedes pensar que eres tú el que está mirando, que "lo hemos sorprendido / trabajando, pero no, él nos ha sorprendido / mientras trabaja." Desde su historia nos mira y nos contrasta.
El traductor y autor del prólogo Julián Jiménez Heffernan (en DVD Ediciones) fija en el lirismo y la meditación las dos coordenadas esenciales de la poética de Ashbery; cuyas características serían la espontaneidad, el coloquialismo mezclado con lo elegíaco y una muy peculiar tonalidad discursiva.
Heredero de Withman y de Stevens, Ashbery acaba viendo en El autorretrato del pintor, el suyo propio; y con su poema traza una espiral alrededor del cuadro para investigar tanto su superficie como su esencia. Wallace Stevens dio por sentado que “vivimos en la imaginación”. Ashbery por su parte, supone que, si la realidad es incoherente o incognoscible, toda forma es fatalmente inauténtica. De ahí su flujo poético caracterizado no por la forma ni lo amorfo, sino por una expectativa formal siempre frustrada, por visiones de lo real que se transforman y desaparecen sin dejar “nada salvo una amarga impresión de ausencia”. Como hizo el Parmigianino...Así quiere hacer el poeta, asomarse a ese umbral redondo del universo.
Como
hizo el Parmigianino, la mano derecha
mayor
que la cabeza, tendida hacia el que mira,
retirándose
con suavidad, como queriendo proteger
aquello
que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas,
forro
de piel, muselina plisada, un anillo de coral
se
acompasan en un vértigo donde descansa el rostro,
que
va y viene flotando, como la mano,
pero
que está en reposo. Es lo que queda
recluido.
Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día
a
hacer su autorretrato, para lo cual se contempló
en un espejo convexo, como el que usan los barberos...
De
este modo pidió que un tornero le hiciese
un
globo de madera, y tras dividirlo en dos partes
y
reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso
con
mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.”
Principalmente
su reflejo, del que el retrato
es el
reflejo cuando se ha apartado.
El
cristal decidió reflejar sólo lo que él veía
lo
cual bastó a su propósito: su imagen
vidriosa,
embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados.
La
hora del día o la densidad de la luz
que
se adhiere a su rostro lo mantienen
alerta,
intacto, en un gesto recurrente
de
llegada. El alma se instala.
¿Pero
hasta dónde puede saltar desde los ojos
y
regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa
la
superficie del espejo, la distancia aumenta
significativamente;
o sea, lo bastante para mostrar
que
el alma está cautiva, tratada con humanidad,
suspendida,
incapaz de avanzar mucho más lejos
que
tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro.
Al
verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”,
según
Vasari, y le prometieron un encargo
nunca
materializado. El alma ha de quedarse donde está,
aunque
esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el
suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando
con salir y ser libre, pero debe quedarse
posando
en este sitio. Debe moverse
lo
menos posible. Esto es lo que dice el retrato.
Pero
hay en esa mirada una combinación
de
ternura, de gozo y de tristeza, tan poderosa
en
su contención que no es posible mirarla mucho tiempo.
El
secreto es demasiado simple. Su pena mortifica,
hace
que broten lágrimas calientes: que el alma no es un alma,
no
tiene secreto, es pequeña, y encaja
perfectamente
en su hueco: su estancia, nuestro instante de atención.
Esa
es la melodía pero faltan las palabras.
Las
palabras son sólo especulación
(del
latín speculum, espejo)
buscan
pero no hallan el sentido de la música.
Nosotros
sólo vemos las posturas del sueño,
pasajeros
de la moción que gira y revela
al rostro bajo cielos crepusculares,
sin
falso desaliño como prueba de autenticidad.
Pero
se trata de la vida englobada.
Uno
querría extender fuera la mano
y
atravesar el globo, pero su dimensión,
lo
que lo porta, no lo permite.
No
cabe duda de que es esto, y no el reflejo
de
querer ocultar algo, lo que hace que la mano se avecine,
enorme,
al tiempo que levemente retrocede. No es posible
figurarla
plana como la sección de un muro:
debe
ajustarse al segmento de un círculo
regresando,
errática, al cuerpo al que parece
tan
insólitamente pertenecer, para cercar y apuntalar el rostro,
cuyo
esfuerzo ante este estado se insinúa
en
la sonrisa que apenas se dibuja, como una chispa
o
un astro que uno cree haber entrevisto
cuando
retorna la oscuridad. Una luz perversa
cuyo
imperativo de sutileza condena por anticipado
su
presunción de iluminar: sin importancia pero intencionada.
Francesco,
tu mano es lo bastante grande
para
quebrar la esfera, y demasiado grande,
cabe
pensar, para tejer unas mallas delicadas
que
sugieran tan sólo su pronta detención.
(Grande,
pero no tosca, meramente a otra escala,
como
una ballena somnolienta en el fondo del mar
comparada
con el pequeño, vanidoso barco que flota
en
la superficie). Pero tus ojos proclaman
que
todo es superficie. La superficie es lo que hay allí
y
sólo puede existir lo que hay allí.
En
la estancia no hay recovecos, sólo hornacinas,
y
la ventana no importa mucho, ni esa astilla
de
ventana o espejo a la izquierda, ni siquiera
como
indicador del clima, que en francés se dice
le
temps, la palabra para tiempo, y que describe
una
trayectoria en la que los cambios son sólo
rasgos
del conjunto. El conjunto es estable
en
su inestabilidad, un globo como el nuestro, que descansa
sobre
un pedestal de vacío, una pelota de ping-pong
confiada
sobre su chorro de agua.
Y
así como no hay palabras para la superficie, o sea,
no
hay palabras que digan lo que realmente es, que no es
superficial
sino un centro visible, así tampoco existe
solución
para el problema del pathos enfrentado a la experiencia.
Tú
te quedarás ahí, díscolo, sereno
en
tu gesto que no es ni abrazo ni advertencia
sino
que contiene algo de ambos
en
pura afirmación que nada afirma.
El
globo estalla, la atención
hastiada
se retira. Unas nubes
se
agitan en el charco como fragmentos cortantes.
Pienso
en los amigos
que
vinieron a verme, en la impresión
que
tengo del ayer. Una rara inclinación
de
la memoria que se adentra entre los sueños del modelo
en
el silencio del estudio mientras éste considera
si
levantar o no su lápiz hacia el autorretrato.
Cuántas
personas vinieron y se quedaron un tiempo,
pronunciaron
palabras claras u oscuras que pasaron a formar parte de ti,
como
la luz tras la niebla y la arena empujadas por el viento,
que
las filtra, las influye, hasta que nada permanece
que
podamos decir que eres tú. Aquellas voces en la penumbra
ya
te lo han dicho todo, pero la historia prosigue
en
forma de recuerdos depositados en irregulares
terrones
de cristales. ¿De quién es, Francesco, la mano curvada
que
controla las estaciones cambiantes y los pensamientos
que
se desprenden y alejan con prontitud vertiginosa
como
las últimas y pertinaces hojas arrancadas
de
las ramas húmedas? Yo aquí tan sólo veo el caos
de
tu espejo redondo que todo lo organiza
en
torno a la estrella polar de tus ojos vacíos,
que
no saben nada, sueñan pero nada revelan.
Siento
que el carrusel arranca lentamente
y
acelera y acelera: mesa, papeles, libros,
fotografías
de amigos, la ventana y los árboles
fundiéndose
en un solo anillo neutro que me rodea
por
todas partes, mire donde mire.
Y
no puede explicar el mecanismo de nivelación,
la
razón de que todo haya de reducirse a una sola
sustancia
uniforme, un magma de interiores.
Mi
guía en estas materias eres tú,
firme,
oblicuo, aceptándolo todo con la misma
sonrisa
espectral, y mientras el tiempo se acelera hasta que pronto
es
mucho más tarde, tan sólo logro averiguar la salida más directa,
la
distancia que existe entre nosotros. hace mucho tiempo
las
pruebas esparcidas significaban algo,
los
pequeños accidentes y placeres
del
día que en su desidia se arrastraba,
un
ama de casa sumida en sus tareas. Ahora es imposible
restaurar
aquellas propiedades en esa indistinción plateada
que
es el registro de lo que tú has logrado al sentarte
“con
mucho arte a copiar lo que veías en el cristal”
con
el objeto de perfeccionar y descartar lo extraño
para
siempre. En el círculo de tus intenciones aún persisten
ademanes
que perpetúan el hechizo de un yo con otro yo:
miradas
que se lanzan, muselina, coral. Da lo mismo
pues
estas cosas pertenecen al hoy
antes
de que la sombra de uno pueda escapar
del
campo hacia los pensamientos del mañana.
El
mañana está claro, pero el hoy por trazar,
desolado,
remiso como cualquier paisaje
a
ceder lo que son las leyes de la perspectiva,
solamente,
en realidad, para el pintor
profundamente
desconfiado, un instrumento débil
pero
necesario. Que, por supuesto, sabe
que
algunas cosas son posibles, pero
no
sabe cuáles. Algún día intentaremos
hacer
todas las cosas que podamos
y
quizás lo logremos con un buen puñado
de
ellas, pero esto no tendrá nada
que
ver con la promesa de hoy, nuestro
paisaje
que se nos escapa para desaparecer
en
el horizonte. Hoy queda suficiente forro para bruñir
y
mantener unida la suposición de las promesas
en
un solo trozo de superficie, permitiéndole a uno
regresar
desde ellas paseando hacia casa para que estas
posibilidades
incluso más fuertes puedan permanecer
intactas
sin tener que ponerlas a prueba. De hecho
la
piel de la cámara de burbujas es tan dura
como
los huevos de reptil; allí todo se “programa”
a
su debido tiempo: cada vez se incluyen más cosas
sin
añadir nada al conjunto, y así como uno
se
acostumbra a un ruido
que
le impedía dormir aunque ya no lo hace,
la
estancia contiene este flujo como un reloj de arena
sin
variación de clima o cualidad
(salvo
quizás para alumbrarse pálida y casi
invisible,
en un ángulo de atención precipitado a la muerte –lo retomo
más
tarde). Lo que debiera ser el vaciado de un sueño
se
va inundando, incesante, a medida que se abre
la
fuente de los sueños para que este sueño
pueda
crecer, florecer como una rosa densa, desmedida,
desafiando
leyes suntuarias, abandonándonos
al
despertar y al intento de comenzar a vivir
en
lo que ahora es ya un suburbio. Sydney Freeberg
dice
en su Parmigianino: “En este retrato el realismo
ya
no produce una verdad objetiva, sino una bizarria...
Sin
embargo su distorsión no genera
una
sensación inarmónica... Las formas conservan
una
alta proporción de bella ideal,” porque se nutren
de
nuestros sueños, tan vanos, hasta que un día
sentimos
el vacío que dejaron. Ahora está clara
su
importancia, por no decir su sentido. Estaban ahí
para
alimentar un sueño que los incluye a todos,
en
su inversión final en el espejo acumulante.
Parecían
extraños porque en realidad no podíamos verlos.
Y
sólo comprendemos esto en el instante en que se pierden
como
una ola que rompe en una roca, que renuncia
a
su forma en un gesto que expresa dicha forma.
Las
formas conservan una alta proporción de belleza ideal
mientras
secretamente hurgan en nuestra idea de distorsión.
¿Por
qué no conformarse con este arreglo si en el fondo
los
sueños nos prolongan mientras son absorbidos?
Sucede
una cosa parecida a la vida, un movimiento
que
va desde el sueño hasta su codificación.
Justo
cuando empiezo a olvidarlo
vuelve
a presentar su estereotipo
pero
se trata de un estereotipo poco familiar, el rostro
anclado,
incólume tras muchos lances, preparado
para
enfrentarse a otros, “más ángel que hombre” (Vasari).
Quizás
un ángel se parezca a todo
lo
que hemos olvidado, quiero decir cosas
olvidadas
que no nos parecen familiares cuando
las
volvemos a ver, irremediablemente perdidas,
que
una vez fueron nuestras. Esto justificaría
invadir
la intimidad de este hombre
que
“jugó con la alquimia, pero cuya intención
aquí
no fue ya examinar las sutilezas del arte
con
espíritu científico, distanciado: las empleó
para
transmitir al espectador una sensación de novedad y asombro”
(Freedberg).
Retratos posteriores como el “Caballero”
de
los Uffizi, el “Joven Prelado” del Borghese,
y
la “Antea” de Nápoles brotan de tensiones
manieristas,
pero en éste, como apunta Freedberg,
la
sorpresa, la tensión están más en el concepto
que
en su realización.
La
consonancia del Primer Renacimiento
está
presente, aunque distorsionada por el espejo.
Lo
que es nuevo es el extremo cuidado con el que traza
las
veleidades de la redondeada superficie reflectora
(se
trata del primer retrato en espejo), hasta el punto
de
sentirte confundido por un momento
antes
de darte cuenta de que el reflejo
no
es el tuyo. Te sientes como uno de esos
personajes
de Hoffmann que fueron desposeídos
de
su reflejo, salvo que toda mi persona
parece
haber sido suplantada por la estricta
alteridad
del pintor situado
en
otra estancia. Lo hemos sorprendido
trabajando,
pero no, él nos ha sorprendido
mientras
trabaja. El cuadro está casi terminado,
la
sorpresa casi olvidada, como cuando uno mira hacia fuera,
asustado
por la nevada que incluso ahora se extingue
deshaciéndose
en briznas y destellos de nieve.
Sucedió
mientras tú estabas dentro, dormido,
y
no hay motivo para que hubieses estado
esperándolo
despierto, salvo que el día
concluye,
y habrá de costarte mucho
conciliar
el sueño esta noche, al menos hasta tarde.
La
sombra de la ciudad inyecta su propia
urgencia:
la Roma en la que Francesco
estaba
trabajando durante el Saco: sus invenciones
fascinaron
a los soldados que irrumpieron en su estudio;
decidieron
salvar su vida, pero él se marchó poco después;
la
Viena en la que hoy está el cuadro, donde
la
vi con Pierre en el verano de 1959; Nueva York,
donde
estoy ahora, que no es sino un logaritmo
de
otras muchas ciudades. Nuestro paisaje
palpita
con filiaciones, con enlaces;
los
negocios se mantienen con miradas, gestos,
rumores.
Es una vida alternativa para la ciudad,
el
respaldo del espejo en el estudio
sin
identificar aunque nítidamente esbozado. Persigue
desviar
la vida del estudio, deflactar su espacio
trazado,
abatirlo en promulgaciones, aislarlo.
La
operación ha sido temporalmente interrumpida
pero
algo nuevo se aproxima, un nuevo preciosismo
empujado
en el viento. ¿Lo puedes soportar,
Francesco?
¿Eres suficientemente fuerte?
Este
viento trae lo que ignora, llega
autopropulsado,
ciego, sin noción alguna
de
sí mismo. Es una inercia que una vez
reconocida
socava toda actividad, secreta o pública;
suspiros
del mundo que no pueden comprenderse
pero
pueden sentirse, un escalofrío, una plaga
extendiéndose
por los cabos y penínsulas
de
tus venas hasta los archipiélagos, hasta esa
clandestinidad,
limpia, espaciosa, de alta mar.
Éste
es su lado negativo. Su lado positivo
es
hacerte percibir la vida y las tensiones
que
tan sólo parecían marcharse, pero que ahora,
al
ser puestas en duda por este nuevo modo, parecen
precipitarse
fuera de moda. Sólo llegarán a ser clásicos
cuando
decidan claramente de qué lado están.
Su
reticencia ha ido minando
el
escenario urbano, permitiendo que sus ambigüedades
parezcan
agotadoras, tercas, los pasatiempos de un viejo.
Lo
que ahora necesitamos es a este improbable
aspirante
aporreando las puertas de un castillo
asombrado.
Tu argumento, Francesco,
comenzó
a enranciarse al no existir esperanza
de
una o varias respuestas. Si se disuelve
en
polvo, significa tan sólo que su hora
llegó
hace algún tiempo, pero mira y escucha:
puede
que haya otra vida allí dentro guardada
en
lugares recónditos e ignotos; que ella,
y
no nosotros, seamos el cambio; que en realidad seamos
ella
si pudiésemos volver a ella, revivir su apariencia
de
algún modo, volver nuestros rostros hacia el globo
al
tiempo que desciende, y lograr, sin embargo, escaparnos seguros:
pulso
normal, respiración normal. Al ser una metáfora
hecha
para incluirnos, somos parte de ella
y
podemos vivir dentro de ella como de hecho vivimos,
aunque
sabemos que nunca podrá ser aleatorio
que
nuestras mentes se queden desnudas para interrogar
sino
que habrá que ocurrir con un orden que no supone amenaza
para
nadie –en el modo normal en que se hacen las cosas,
como
el crecimiento concéntrico de los días
alrededor
de una vida: correctamente, si lo piensas.
Una
brisa cual página que pasa
me
devuelve tu rostro: el instante
se
apropia de un bocado tan vasto de la niebla
de
la dulce intuición que la sucede.
Ajustarse
a un lugar significa “morir”
como
dijera Berg de una frase de la Novena de Mahler,
o,
citando a Imogen en Cymbeline, “No
hay
en
la muerte punzada más aguda que ésta,” pues,
pese
a ser solamente táctica, ejercicio, acarrea
la
inercia de una convicción que se ha ido formulando.
El
olvido tan sólo no podrá cancelarlo
ni
el deseo regresarlo, en tanto que persista
como
blanco precipitado de su sueño
en
el clima de suspiros arrojados al mundo,
una
tela que cubre una jaula. Pero es cierto
que
lo bello solamente se muestra en relación a una vida
específica,
experimentada o no, encauzada hacia una forma
bañada
en la nostalgia de un pasado colectivo.
Hoy
se abate la luz con el mismo entusiasmo
que
conocí en otro sitio, y comprendí el motivo
de
su sentido aparente, de que otros sintieran
hace
años lo mismo. Me empeño en consultar
este
espejo que ya no es mi espejo
buscando
la porción de fresco vacío
que
ahora me corresponde. Y el jarrón siempre está lleno
porque
sólo queda ese espacio preciso
y
lo acoge todo. La muestra
que
uno ve no debe ser tomada sólo
como
tal, sino como todo
lo
que quepa imaginar fuera del tiempo –no como un gesto
sino
como todo en estado refinado, asimilable.
Pero
¿adónde nos lleva este umbral del universo
a
medida que gira y oscila hacia dentro, hacia fuera,
negándose
a cercarnos pero siendo
lo
único que vemos? El amor una vez
inclinó
la balanza pero ahora resulta impreciso, invisible,
aunque
misteriosamente presente, cerca, en algún lugar.
Aunque
sabemos que no puede encajarse
entre
dos momentos adyacentes, que sus meandros
no
conducen a nada salvo a nuevos afluentes
y
que estos se vierten en una vaga sensación
de
algo que nunca logra conocerse del todo
por
mucho que sea probable que cada uno
de
nosotros sepa de qué se trata y consiga
comunicárselo
al otro. Pero el aspecto
que
algunos portan como señal hace
que
deseemos seguir avanzando sin prestar
atención
a la aparente ingenuidad del intento,
sin
reparar en que ya nadie escucha, pues la luz
ha
iluminado sus ojos de una vez por todas
y
comparece, incólume, constante anomalía,
despierta
y silenciosa. Sobre su superficie
no
hay razón especial para que el amor
sea
enfocado por esta luz, o para que la ciudad
ocupando
con todos sus hermosos suburbios
un
espacio crecientemente turbio e indistinto
deba
ser comprendida como apoyo en su progreso,
el
caballete sobre el cual se desplegó la tragedia
hasta
alcanzar su plenitud, llegando hasta el final
de
nuestros sueños, un final que nosotros jamás
imaginamos,
bajo una luz gastada, con la promesa
pintada
que se asoma como indicio, un vínculo.
Esta
hora del día anodina, indefinible,
es
el secreto del lugar en que sucede
y
ya no podemos retornar a esas declaraciones
diversas,
enfrentadas, que se acumulan, lapsos
de
la memoria en testigos principales. Todo
lo
que sabemos es que hemos llegado un poco pronto,
que
este día tiene una esencia lapidaria,
que
la luz diurna puede fielmente reproducir
arrojando
sombras de ramas en aceras
joviales.
Ningún día anterior habría sido como éste.
Yo
solía pensar que todos se asemejaban,
que
el presente parecía siempre igual a todo el mundo
pero
esta confusión se desagua a medida
que
uno encumbra las olas de su propio presente.
Sin
embargo, ese espacio “poético”, pajizo,
del
pasillo alargado que conduce de nuevo al cuadro,
su
contrario ensombrecido -¿es esto acaso
una
quimera del “arte”, que no debe concebirse
como
real y mucho menos especial? ¿No tiene su guarida
también
el presente del que siempre escapamos
para
siempre volver, mientras la noria de los días
insiste
en su curso sereno, sin incidentes?
Creo
que intenta decir que es hoy
y
debemos salir mientras que el público se arrastra
en
este momento a través del museo para estar
en
la calle cuando cierren. No puedes vivir allí.
El
barniz gris del pasado corroe toda experiencia:
secretos
de limpieza y acabado que tardaron una vida
en
aprenderse y que quedan reducidos a la condición
de
ilustraciones en blanco y negro en un libro con pocas
láminas
coloreadas. Es decir, todo el tiempo
se
reduce a ningún momento especial. Nadie
alude
al cambio; hacerlo supondría
llamar
la atención y eso
aumentaría
el miedo de no poder salir
antes
de haber visto toda la colección
(exceptuando
las esculturas del sótano:
están
donde se merecen).
Nuestro
tiempo queda velado, comprometido
por
el deseo de durar del retrato. Insinúa
nuestro
deseo, que buscábamos mantener oculto.
No
necesitamos ni cuadros
ni
ripios escritos por poetas maduros
cuando
la explosión es tan lograda, tan pulcra.
¿Tiene
algún sentido admitir la existencia
de
todo eso? ¿Existe acaso?
Desde
luego ya ha dejado de existir
ese
ocio que permitía pasatiempos
majestuosos.
El hoy no tiene márgenes, el suceso llega
encajado
en sus bordes, comparta la misma sustancia
que
ellos. “Jugar” es otra cosa;
Se
da en una sociedad específicamente
organizada
como una manifestación de sí misma.
No
hay otra manera, y todos esos capullos
que
lo confunden todo con sus juegos de espejos
que
parecen multiplicar las apuestas y azares,
o
que sencillamente enturbian las cosas con un aura
invasora
que erosiona la arquitectura
del
todo en una bruma de burla reprimida,
resultan
irrelevantes. Están fuera del juego,
que
no existe hasta que estén completamente fuera.
Parece
un universo muy hostil
pero,
como el principio de cada cosa individual
es
también hostil y existe a expensas del resto,
como
muchos filósofos han señalado, al menos
esta cosa, el presente mudo e
indiviso,
tiene
la justificación de la lógica,
lo
cual en este caso no es malo
o
no lo sería, si no fuese porque el modo
de
decirlo no importunase un poco, tergiversando el resultado
final
hacia una caricatura de sí mismo. Esto
siempre
sucede, como en el juego en el que una frase
susurrada
de unos a otros alrededor de una estancia
acaba
siendo al final totalmente distinta.
Es
el mismo principio que convierte a las obras de arte
en
algo tan diferente de lo planeado por el artista.
Con
frecuencia descubre que ha omitido aquello
que
quería decir al comienzo. Seducido por flores,
explícitos
placeres, se culpa a sí mismo (aunque
secretamente
satisfecho con el resultado), imaginando
que
pudo opinar sobre este asunto, que ejerció un derecho
a
elegir del que casi no era consciente,
sin
saber que la necesidad sortea estas decisiones
para
crear de este modo algo nuevo
por
sí mismo, que no hay otra manera,
que
la historia de la creación avanza conforme
a
leyes estrictas, que así es
como
son las cosas, pero nunca las cosas
que
planeamos realizar y que desesperadamente
quisimos
ver nacer. Parmigianino
debió
de darse cuenta de esto mientras trabajaba
en
aquella tarea que frenaba su vida. Estamos obligados
a
descubrir el logro perfectamente posible de un proyecto
en
ese acabado suave, quizás desabrido (pero tan
enigmático).
¿Debemos tomarnos en serio
alguna
cosa fuera de esta alteridad
que
acaba insinuándose en las formas más simples
de
nuestra vida diaria, que lo cambia todo
leve
y profundamente, que nos arrebata de las manos
la
materia de la creación, de cualquier creación,
no
sólo de la creación artística, para instalarla en alguna
monstruosa
y cercana cumbre, demasiado próxima
para
ignorarla, demasiado lejana
para
que podamos intervenir? Esta alteridad, este
“no
ser nosotros” es todo lo que podemos
ver
en el espejo, por mucho que nadie sepa
decir
cómo ocurrió. Un barco con bandera
desconocida
ha entrado en el puerto.
Estás
permitiendo que asuntos extraños
desintegren
tu día, que nublen el foco
del
globo de cristal. Su escena se aleja
sin
rumbo cual vapor esparcido en el viento. Aquellas
fértiles
asociaciones mentales que tan fácil surgían,
ya
no acuden jamás, o lo hacen raramente.
Sus
coloraciones son menos intensas, borradas
por
lluvias y por vientos otoñales, enlodadas, anuladas,
devueltas
a tu persona porque ya no valen nada.
Pero
somos de tal modo animales de costumbres
que
sus implicaciones nos envuelven aún, en
permanence,
enturbiando
las cosas. Tomarse en serio
solamente
el sexo es quizás una manera, pero las dunas
silban
mientras avanzan hacia el comienzo de la gran caída
en
lo sucedido. Este pasado
está
aquí ahora: el rostro
reflejado
del pintor, en el que perduramos,
recibiendo
sueños e inspiraciones con una frecuencia
no
asignada, pero los tonos se han vuelto metálicos,
las
curvas y bordes no son tan suntuosos. Cada persona
tiene
una gran teoría para explicar el universo
pero
no cuenta la historia completa
y
al final lo importante es lo que yace fuera
de
esa persona, para ella y especialmente para nosotros
que
no hemos recibido ayuda alguna
para
descodificar nuestro cociente a escala humana
y
tenemos que confiar en conocimientos de segunda mano.
Sin
embargo, sé positivamente que el gusto de otra
persona
no sirve de nada, y puede ser ignorado.
En
otro tiempo parecía tan perfecto – brillo en la piel
pecosa
y delicada, labios humedecidos como a punto de abrirse
liberando
palabras, y ese aspecto familiar
de
ropas y de muebles que uno olvida.
Éste
pudo haber sido nuestro paraíso: un refugio
exótico
en un mundo agotado, pero eso no estaba
en
las cartas, porque no habría sido
lo
relevante. Simular llaneza puede ser el primer paso
para
alcanzar una calma interior
pero
es sólo el primer paso, y con frecuencia
un
gesto congelado de bienvenida permanece grabado
en
el aire que se va materializando tras él,
una
convención. Y realmente no nos queda
tiempo
para estos gestos, salvo si los usamos
para
encender una pasión. Cuanto antes se consuman
mejor
para los papeles que hemos de representar .
Por
ello, te lo suplico, retira esa mano,
no
la ofrezcas ya más como escudo o saludo,
el
escudo de un saludo, Francesco:
hay
sitio para una bala en la recámara:
nuestra
mirada por el lado equivocado
del
telescopio mientras tú retrocedes
a
una velocidad superior a la de la luz, aplanado,
confundido
con los otros rasgos de la estancia,
una
invitación nunca enviada, el síndrome
“todo
fue un sueño”, aunque el “todo”
lacónicamente
revela que no lo fue. Su existencia
fue
real, aunque agitada, y el dolor de este sueño
interrumpido
no podrán nunca ahogar
el
diagrama que aún flota esbozado en el viento,
selecto,
diseñado para mí y materializado
en
el brillo enmascarante de esta estancia.
Hemos
visto la ciudad; es el ojo creciente
y
espejado de un insecto. Todo sucede
en
su platea y luego se retoma dentro,
pero
la acción es el avance frío, almibarado,
de
un desfile. Uno se siente demasiado recluido,
filtrando
la luz de abril en busca de pistas,
en
la mera quietud de la soltura
de
su parámetro. La mano no sostiene tiza
y
cada parte del todo se desprende
y
no puede saber que supo, excepto
aquí
o allí, en fríos reductos
de
memoria, susurros pronunciados a destiempo.
John Ashbery (Nueva York, 1927)
Traducción
de Julián Jiménez Heffernan. Publicado en DVD Ediciones, 2006
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