"Las ciudades invisibles se presentan como una serie de relatos de viaje que Marco Polo hace a Kublai Kan, emperador de los tártaros. (...)
A este emperador melancólico que ha comprendido que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un viajero imaginario le habla de ciudades imposibles, por ejemplo una ciudad microscópica que va ensanchándose y termina formada por muchas ciudades concéntricas en expansión, una ciudad telaraña suspendida sobre un abismo, o una ciudad bidimensional como Moriana.
Cada capítulo del libro va precedido y seguido por un texto en cursiva en el que Marco Polo y Kublai Kan reflexionan y comentan. (...)
¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles. Se habla hoy con la misma insistencia tanto de la destrucción del entorno natural como de la fragilidad de los grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios en cadena, paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la «megalópolis», la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el mundo, domina también mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices.
Italo Calvino en el Prólogo
Recién llegado y absolutamente ignaro de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino con gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante de sí como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones a que Kublai lo destinaba, el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era designada por el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red, otra ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una calavera que apretaba entre los dientes verdes de moho una perla cándida y redonda. El Gran Kan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo incierto: no sabía nunca si Marco quería representar una aventura que le había sucedido en el viaje, una hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Kan el imperio se reflejaba en un desierto de datos frágiles e intercambiables como granos de arena de los cuales emergían para cada ciudad y provincia las figuras evocadas por los logogrifos del veneciano.
Con el sucederse de las estaciones y de las embajadas, Marco se familiarizó con la lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora los más precisos y minuciosos que el Gran Kan pudiera desear y no había cuestión o curiosidad a la que no respondiesen, y sin embargo, toda noticia sobre un lugar remitía la mente del emperador a aquel primer gesto u objeto con el que Marco lo había designado. El nuevo dato recibía un sentido de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó Kublai, no es sino un zodiaco de fantasmas de la mente.
—El día que conozca todos los emblemas —preguntó a Marco— ¿conseguiré al fin poseer mi imperio?
Y el veneciano:
—Señor, no lo creas: ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas.
en el epilogo del capítulo I
Las ciudades y los intercambios. 1
A ochenta millas de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice —como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»— los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
Zobeida según Colleen Corradi Brannigan |
Las ciudades y el deseo. 5
Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Después del sueño buscaron aquella ciudad; no la encontraron pero se encontraron ellos; decidieron construir una ciudad como en el sueño. En la disposición de las calles cada uno rehízo el recorrido de su persecución; en el punto donde había perdido las huellas de la fugitiva, cada uno ordenó de otra manera que en el sueño los espacios y los muros, de modo que no pudiera escapársele más.
Ésta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacía tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros países, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían qué era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.
Armilla según RominaLuzzi |
Las ciudades sutiles. 3
Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de caños que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Contra el cielo blanquea algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros han terminado su trabajo y se han ido antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas.
Abandonada antes o después de haber sido habitada, no se puede decir que Armilla esté desierta. A cualquier hora, alzando los ojos entre las cañerías, no es raro entrever una o muchas mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo. En el sol brillan los hilos de agua que se proyectan en abanico desde las duchas, los chorros de los grifos, los surtidores, las salpicaduras, la espuma de las esponjas.
La explicación a que he llegado es ésta: de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla han quedado dueñas ninfas y náyades. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, ahora parecen contentas esas mujercitas: por la mañana se las oye cantar.
Las ciudades y los ojos. 1
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago con casas todas de galerías una sobre otra y calles altas que asoman al agua los parapetos de balaustres. Así el viajero ve al llegar dos ciudades. Una directa sobre el lago y una de reflejo invertida. No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios.
Los habitantes de Valdrada saben que todos sus actos son a la vez ese acto y su imagen especular que posee la especial dignidad de las imágenes, y esta conciencia les veda abandonarse por un solo instante al azar y al olvido. Cuando los amantes mudan de posición los cuerpos desnudos piel contra piel buscando cómo ponerse para sacar más placer el uno del otro, cuando los asesinos empujan el cuchillo en las venas negras del cuello y cuanta más sangre coagulada sale a borbotones más hunden el filo que resbala entre los tendones, incluso entonces no es tanto el acoplarse o matarse lo que importa como el acoplarse o matarse de las imágenes límpidas y frías en el espejo.
El espejo ya acrecienta el valor de las cosas, ya lo niega. No todo lo que parece valer fuera del espejo resiste cuando se refleja. Las dos ciudades gemelas no son iguales, porque nada de lo que existe o sucede en Valdrada es simétrico: a cada rostro y gesto responden desde el espejo un rostro o gesto invertidos punto por punto. Las dos Valdradas viven una para la otra, mirándose a los ojos de continuo, pero no se aman.
Las ciudades y los intercambios. 3
Al entrar en el territorio que tiene a Eutropia por capital, el viajero ve no una ciudad sino muchas, de igual tamaño y no disímiles entre sí, desparramadas en un vasto y ondulado altiplano. Eutropia es no una sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los habitantes de Eutropia se sienten asaltados por el cansancio, y nadie soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o que saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina que está allí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tomará otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza, entre ciudades que por la exposición o el declive o los cursos de agua o los vientos se presentan cada una con ciertas diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes diversidades de riqueza o de autoridad, el paso de una función a la otra ocurre casi sin sacudidas; la variedad está asegurada por los múltiples trabajos, de modo que en el espacio de una vida rara vez vuelve uno a un oficio que ya ha sido el suyo.
Así la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose para arriba y para abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos diversamente combinados; abren bocas alternadas en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, patrón de la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.
Las ciudades sutiles. 5
Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia, ciudad-telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se camina sobre los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.
Ésta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante. Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.
Las ciudades y los intercambios. 4
En Ersilia, para establecer las relaciones que rigen la vida de la ciudad, los habitantes tienden hilos entre los ángulos de las casas, blancos o negros o grises o blanquinegros según indiquen relaciones de parentesco, intercambio, autoridad, representación. Cuando los hilos son tantos que ya no se puede pasar entre medio, los habitantes se van: se desmontan las casas; quedan sólo los hilos y los soportes de los hilos.
Desde la ladera de un monte, acampados con sus trastos, los prófugos de Ersilia miran la maraña de los hilos tendidos y los palos que se levantan en la llanura. Y aquello es todavía la ciudad de Ersilia, y ellos no son nada.
Vuelven a edificar Ersilia en otra parte. Tejen con los hilos una figura similar que quisieran más complicada y al mismo tiempo más regular que la otra. Después la abandonan y se trasladan aún más lejos con sus casas.
Viajando así por el territorio de Ersilia encuentras las ruinas de las ciudades abandonadas, sin los muros que no duran, sin los huesos de los muertos que el viento hace rodar: telarañas de relaciones intrincadas que buscan una forma.
Instalación Ciudades Invisibles de Cecilia Duhau |
Las ciudades y los ojos. 3
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.
—¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? —pregunta Kublai Kan.
—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla —responde Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.
Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:
—¿Por qué me hablas de las piedras? Es sólo el arco lo que me importa.
Polo responde:
—Sin piedras no hay arco.
Epílogo del capítulo V
(al que también pertenecen las ciudades de Baucis,
Ersilia y Ottavia. Calvino opinaba
que era lo mejor del libro.)
Las ciudades continuas. 4
Me recriminas porque cada relato mío te transporta justo en medio de una ciudad sin hablarte del espacio que se extiende entre una ciudad y la otra: si lo cubren mares, campos de centeno, bosques de alerces, pantanos. Te contestaré con un cuento.
En las calles de Cecilia, ciudad ilustre, encontré una vez a un cabrero que empujaba rozando las paredes un rebaño tintineante.
—Hombre bendecido por el cielo —se detuvo a preguntarme—, ¿sabes decirme el nombre de la ciudad donde nos encontramos?
—¡Que los dioses te acompañen! —exclamé—. ¿Cómo puedes no reconocer la muy ilustre ciudad de Cecilia?
—Compadéceme —repuso—, soy un pastor trashumante. Nos toca a veces a mí y a las cabras atravesar ciudades; pero no sabemos distinguirlas. Pregúntame el nombre de los pastizales: los conozco todos, el Prado entre las Rocas, la Cuesta Verde, la Hierba a la Sombra. Las ciudades para mí no tienen nombre; son lugares sin hojas que separan un pastizal de otro, y donde las cabras se espantan de los cruces y se desbandan. Yo y el perro corremos para mantener junto el rebaño.
—Al contrario que tú —afirmé—, yo reconozco sólo las ciudades y no distingo lo que está afuera. En los lugares deshabitados toda piedra y toda hierba se confunde a mis ojos con toda piedra y hierba.
Muchos años pasaron desde entonces; he conocido muchas ciudades más y he recorrido continentes. Un día caminaba entre ángulos de casas todos iguales: me había perdido. Pregunté a un transeúnte:
—Que los inmortales te protejan, ¿sabes decirme dónde nos encontramos?
—¡En Cecilia, y así no fuera! —me respondió—. Hace tanto que caminamos por sus calles, yo y las cabras, y no conseguimos salir…
Lo reconocí, a pesar de la larga barba blanca: era el pastor de aquella vez. Lo seguían unas pocas cabras peladas, que ya ni siquiera hedían, tan reducidas estaban a la piel y los huesos. Mascaban papeles sucios en los cubos de desperdicios.
—¡No puede ser! —grité—. También yo, no sé cuándo, entré en una ciudad y desde entonces sigo metido en sus calles. ¿Pero cómo he hecho para llegar donde tú dices, si me encontraba en otra ciudad, alejadísima de Cecilia, y todavía no he salido de ella?
—Los lugares se han mezclado —dijo el cabrero—, Cecilia está en todas partes; aquí en un tiempo ha de haberse encontrado el Prado de la Salvia Baja. Mis cabras reconocen las hierbas de la plazoleta.
Las ciudades escondidas. 4
Invasiones recurrentes afligieron la ciudad de Teodora en los siglos de su historia; por cada enemigo derrotado otro cobraba fuerzas y amenazaba la supervivencia de los habitantes. Liberado el cielo de cóndores hubo que enfrentar el crecimiento de las serpientes; el exterminio de las arañas permitió multiplicarse y negrear las moscas; la victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma. Una por una las especies inconciliables con la ciudad tuvieron que sucumbir y se extinguieron. A fuerza de destrozar escamas y caparazones, de arrancar élitros y plumas, los hombres dieron a Teodora la exclusiva imagen de ciudad humana que todavía la distingue.
Pero antes, durante largos años, no se supo si la victoria final no sería de la última especie que quedara para disputar a los hombres la posesión de la ciudad: los ratones. De cada generación de roedores que los hombres conseguían exterminar, los pocos sobrevivientes daban a luz una progenie más aguerrida, invulnerable a las trampas y refractaria a todo veneno. Al cabo de pocas semanas, los subterráneos de Teodora volvían a poblarse de hordas de ratas prolíficas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres logró la victoria sobre las desbordantes actitudes vitales de los enemigos.
La ciudad, gran cementerio del reino animal, volvió a cerrarse aséptica sobre las últimas carroñas enterradas con las últimas pulgas y los últimos microbios. El hombre había restablecido finalmente el orden del mundo perturbado por él mismo: no existía ninguna otra especie viviente que volviera a ponerlo en peligro. En recuerdo de lo que había sido la fauna, la biblioteca de Teodora custodiaría en sus anaqueles los tomos de Buffon y de Linneo.
Así creían por lo menos los habitantes de Teodora, lejos de suponer que una fauna olvidada se estaba despertando del letargo. Relegada durante largas eras a escondrijos apartados, desde que fuera desposeída del sistema por especies ahora extintas, la otra fauna volvía a la luz desde los sótanos de la biblioteca donde se conservan los incunables, daba saltos desde los capiteles y las canaletas, se instalaba a la cabecera de los durmientes. Las esfinges, los grifos, las quimeras, los dragones, los hircocervos, las arpías, las hidras, los unicornios, los basiliscos volvían a tomar posesión de su ciudad.
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