El Mar de Todas las Historias.-
"Cuenta John Barth que cuando tenía 12 años soñaba con que algún día llegaría a ser un gran escritor francés. No está del todo claro qué quería decir con eso, aunque resulta de lo más intrigante. Es posible que tuviera en mente a Rabelais, maestro supremo de la sátira burlesca, una de las vetas más prominentes en El plantador de tabaco, obra cumbre de la producción del autor. O puede que estuviera pensando en llevar a cabo un antiguo proyecto de Flaubert, quien durante años le estuvo dando vueltas a la idea de escribir una gran novela que careciera por completo de tema, es decir, a entronizar a la escritura por la escritura, prescindiendo de todo lo demás. (...)
La literatura y el mar. El arte de navegar y el de contar historias. Ésas son las coordenadas alrededor de las que gravitaría su trayectoria como escritor. En la universidad de Johns Hopkins, el joven Barth tuvo la inmensa fortuna de estudiar con Pedro Salinas, bajo cuya dirección leyó el Quijote. El poeta español dejaría una honda huella en el futuro novelista, no tanto porque los vericuetos narrativos por los que se ramifica sin cesar el discurso cervantino tendrían su contrapartida en las infinitas digresiones características de la prosa barthiana, sino, sobre todo, porque la presencia de alguien como Salinas supuso para el estudiante norteamericano la prueba viviente de que valía la pena consagrar la vida a la literatura. A partir de entonces, los límites entre los dos dominios, el de la vida y el de la literatura, no estuvieron nunca demasiado claros.
De sus años en la universidad de Johns Hopkins, Barth afirmó que más que del magisterio vivo de sus profesores, se benefició de la lectura de ciertos textos ancestrales con los que se tropezó de manera fortuita mientras trabajaba archivando manuscritos en la biblioteca del departamento de estudios orientales de la universidad. Sobre todo, ejercieron una gran influencia sobre él los cuentos y anécdotas de la Gesta Romanorum, texto latino compuesto entre finales del siglo XIII y principios del XIV, los diecisiete volúmenes que integran El mar de historias, recopilación de cuentos sánscritos del siglo X, así como diversas obras de Virgilio, los cuentos de Boccaccio y, por encima de todo ello, la traducción de Las mil y una noches realizada por sir Richard Burton a finales del siglo XIX.
Primera coordenada: el arte de contar historias. Barth solía hablar del terror de Dunzayade, testigo de la lucha que su hermana mayor, Sherezade, entablaba cada noche con la muerte, a la que no podía enfrentarse más que con las armas de la fantasía. Sherezade pasó a ser la musa protectora del escritor. Presencia constante en todas las fases por las que atravesó su obra, la narradora, arquetipo por excelencia del arte de contar historias, jamás estaría demasiado lejos de lo que siglos después hizo su pupilo a lo largo de su dilatada trayectoria.
Segunda coordenada: la presencia benéfica del mar, del que el escritor tampoco se alejaría nunca demasiado, un mar doble: el real, cuyos confines delimitan la orillas de la bahía de Chesapeake (cuyas aguas surcó siempre con sumo júbilo y placer el escritor a bordo de una pequeña embarcación de recreo), pero también y sobre todo, el mar metafórico de la literatura, que alberga en su seno el caudal de todas las ficciones que ha sido, es y será capaz de concebir la imaginación humana. El mar de todas las historias.
En lo que supone un gesto cargado de sentido, Barth no repara en el terror primario que se apodera de Sherezade, sino en el que experimenta de manera vicaria su hermana menor, Dunzayade. ¿Qué quiere decir esto? Que le interesa sobre todo lo que te ocurre a ti, lectora o lector. El papel de Dunzayade no es otro que ser testigo de los avatares del relato, la contrafigura que contempla el destino que aguarda a los protagonistas de la historia, aunque con Barth, en realidad, el verdadero protagonista no es Sherezade, como tampoco lo somos Dunzayade, tú y yo, lectora o lector. Con Barth, el verdadero protagonista, el único que puede haber jamás, no es otro que la historia misma. El terror que compartimos con Dunzayade nos sitúa en un plano que hace iguales al silencio y a la muerte. En la poética de John Barth ocupa un lugar central la idea, repetida por el autor hasta el cansancio a lo largo de los años, de que dejar de narrar equivale a morir. Como tabla de salvación contamos con la literatura, por supuesto; frente al terror, el placer de contar una historia, de escucharla, de sumergirse a ciegas en ella. Así las cosas, la pregunta que procede formularse es: ¿a quién representa el sultán Sharyar, señor y verdugo de la contadora de historias? Conmino a quien leyere a que responda. Por lo que al texto se refiere, su función en él es consumar la ejecución de Sherezade no bien ésta termine de referir su historia. Sólo que esto no llegará a ocurrir. El sultán postergará la condena en mil y una ocasiones, y al final, vencido por la belleza de las fábulas que escucha, asistimos a un desenlace feliz. Cabe resumir todo lo anterior en una frase que encierra una verdad inexorable: la literatura no es más que el intento por derrotar a la muerte.
Volvamos por un momento al arte de navegar. Si todos los cuentos y novelas que integran el repertorio esencial de la imaginación universal yacen en el fondo del mar, la única metáfora posible para el escritor es la del marinero. El escritor es un pescador de historias, un navegante que surca el piélago incierto que es la noche, paréntesis durante el cual las narraciones, imitando a los humanos que las refieren o, en su caso, escuchan, flotan suspendidas en una dimensión impermeable a la realidad. Se encierra aquí, de manera vertiginosa, el misterio más hondo de la creación literaria: el temor con que el escritor se adentra en los dominios del sueño, pues nada le garantiza que, al despertar, la historia que dejó a medio terminar siga allí, como el dinosaurio de Monterroso.
Un paseo por los títulos de Barth arroja como resultado el vislumbre de una prodigiosa arquitectura marina. En Quimera hay un templo que tiene la forma de un Nautilus gigantesco al que se van agregando cámaras o estancias a medida que avanza la historia. En una de las transfiguraciones esenciales de su mundo narrativo, Barth invoca al arquetipo del héroe del mar (Ulises, conocido también por los nombres de Odiseo o Nemo, vocablos griego y latino, respectivamente, que significan nadie), y le confiere el don de convertirse en su contrafigura, es decir, le devuelve el nombre y, con él, la posibilidad de tener una existencia propia, una identidad anclada en lo real. En una novela escrita por Barth en 1991 el capitán del Nautilus deja de llamarse Nadie para convertirse en Alguien: The Last Voyage of Somebody the Sailor, reza en inglés el título de la novela. Ese alguien no es más que un avatar del viejo Simbad, cuya singladura se perpetúa en un viaje final al fondo del océano donde dormitan todas las historias. En cuanto a éstas, veamos lo que ocurre con ellas en el mar de títulos que es la obra de John Barth.
El autor de Maryland se inicia en las lides de la escritura en un momento crucial de la historia de la novela norteamericana. La tradición narrativa de aquel país había tenido un arranque formidable a mediados del siglo XIX, con dos narraciones que tienen como trasfondo el mar: La narración de Arthur Gordon Pym (1838), de Edgar Allan Poe, padre a su vez del cuento norteamericano, y Moby Dick (1851), de Herman Melville. Una centuria después, la novela americana se encuentra en una singular encrucijada. Barth explicó bien lo que estaba sucediendo en un ensayo publicado en la revista Atlantic, en 1967, que lleva el título apocalíptico de La literatura del agotamiento, y que no es otra cosa que un manifiesto del llamado (con no mucha fortuna) postmodernismo, una manera de narrar que, si es preciso resumirla en una idea, consiste en expresar una marcada preocupación por la vida interior de las historias: lo que importa no es tanto, o tan sólo, lo que se cuenta, es sobre todo cómo se cuenta. El artículo tuvo una gran repercusión por razones equivocadas. La gente creyó que Barth hablaba del agotamiento de la literatura, cuando lo único que decía era que la novela, el más joven de los géneros literarios y el que más cargado estaba (y sigue estando) de futuro, había quemado una etapa: la del alto modernismo. Joyce y tras él Beckett, y después de ellos Nabokov, uno de los pioneros del nuevo movimiento, habían llevado las cosas a un punto sin retorno. Se trataba ahora de ver por dónde era posible seguir. En el fondo no se trataba más que de llevar a cabo un relevo estilístico y generacional, anteponiendo al vocablo modernismo el prefijo post. Dos autores que circulaban por distintas carreteras habían llegado de manera totalmente fortuita al mismo motel: Vladimir Nabokov, quizá, el primer escritor propiamente postmoderno, y Jack Kerouac, cuya sensibilidad beat no se había desgajado por completo de los modos del realismo.
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Lo importante es hacer hincapié en el hecho de que se trata de un mero paso adelante en la cronología del género novelístico: tras la modernidad, algo a lo que nadie supo poner un nombre mejor que postmodernismo (hay quien habla de metaficción, y el término es adecuado, aunque se trata de una forma de jugar con el relato que encontramos ya en Cervantes).
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Toda la obra de John Barth se puede entender como una gigantesca reflexión, hecha desde el acto narrativo mismo, acerca de los resortes más ocultos capaces de poner en movimiento el mecanismo que provoca el nacimiento de una historia. La relación entre el proceso de la creación y la narración pura fluctúa en sus diferentes realizaciones. El autor inició su andadura como novelista escribiendo una trilogía dedicada a la cuestión del nihilismo, asunto que a la sazón le preocupaba porque estaba en el ambiente. Tanto La ópera flotante (1956), texto un tanto apocalíptico, como El final del camino (1958), título que se puede aplicar tanto a la situación del protagonista como a la de la historia en la que se encuentra (ninguno de los dos sabe cómo seguir), son novelas altamente gratificantes pero menores, que no acaban de romper del todo con la estética de la era anterior. El milagro vendrá con la tercera entrega de la trilogía, El plantador de tabaco (1960), para mí, el título más logrado de toda la carrera de John Barth, y que en modo alguno relaciono ni con el nihilismo ni con ninguna categoría de signo pesimista o negativo. El plantador de tabaco es una de las celebraciones más gloriosas que conozco del arte de novelar y una de sus ejecuciones más brillantes. Más adelante volveré sobre ella. En Giles, el niño cabra (1966), Barth hace coincidir el mundo con los límites de un campus universitario. Sus experimentos sobre las peculiaridades del comportamiento de la unidad narrativa que es una historia considerada de manera aislada, se prolongan en Perdido en la casa encantada, magnífica colección de relatos publicada en 1968. En Quimera (1972) se dan cita tres novelas cortas que reformulan otros tantos mitos: el de Belerofonte, el de Dunyazade y el de Perseo. En Letters (1979), el autor convoca a personajes de sus seis libros anteriores y en Sabático (1982), vuelve sobre los motivos apocalípticos que marcaron sus comienzos como narrador, inoculando en el lector (y en los personajes) la duda acerca de qué acabará antes si el mundo o la novela en cuyo interior nos encontramos.
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Supongo que están esperando que les diga algo acerca de El plantador de tabaco, y la verdad es que me gustaría reducir mi intervención al mínimo, más que nada porque de lo que se trata es de que se abandonen a la lectura de este texto prodigioso.
Pertenece a la muy noble estirpe de la novelas que rondan el millar de páginas, lo cual exige un verdadero compromiso por parte del lector, y salvo que éste haya sucumbido a la enfermedad de nuestro tiempo, caracterizada por la incapacidad de pasar unas largas horas a solas con uno mismo a la vez que en conversación con una gran mente, la lectura de esta novela portentosa proporcionará a quien decida sumergirse en ella un prolongado placer: el de contemplar el despliegue fascinante de una serie interminable de historias maravillosamente bien concatenadas.
Una de las personas que mayor influencia ejerció sobre mí durante la adolescencia fue el profesor de literatura que tuve en el bachillerato. Sus alumnos lo adorábamos. Recuerdo que en una ocasión nos anunció que se disponía a leer de cabo a rabo los tres volúmenes de Las mil y una noches, una edición preciosa, encuadernada en piel, de la editorial Aguilar. Tardó un mes, durante el cual, transformado en portavoz de Sherezade, mantuvo encandilados a quienes tuvimos la fortuna de estar en su clase. Jamás olvidaré la emoción con que, más de treinta años después, di con aquella misma edición en una librería vieja del D. F. Ocurre con algunos libros cuyos títulos no voy enumerar, con la excepción tan sólo del ciclo interminable que son los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Digo interminable porque desde los 17 años lo primero que hago nada más cerrar el séptimo volumen es iniciar la lectura del primero y parar en algún momento, para volver al cabo de unos meses o unos años al punto en que lo dejé. De manera parecida, Faulkner regresaba al texto de el Quijote cada cierto tiempo con la intención, decía él, de ver cómo había cambiado su alma desde la última lectura. El plantador de tabaco es una novela extraordinaria, aunque no pertenece al reducidísimo número de libros de gran extensión y envergadura que hacen que el lector sienta la imperiosa necesidad de regresar a él. No alcanza la grandeza de los títulos que acabo de citar, ambos, cristalizaciones de lo más excelso que ha logrado plasmar jamás la imaginación humana, aunque tengo que decir que el viaje que efectué por el texto la única vez que transité por él es una de las experiencias más fascinantes que he tenido en mi larga vida de lector. Claro que lo hice como traductor, la forma más rigurosa de lectura que puede existir. Ahora que lo pienso, El plantador de tabaco es el libro al que más esfuerzo he dedicado jamás. Tardé cinco años en traducirlo, y aún conservo el ejemplar original, pese a que se cae a pedazos. Mientras realicé la traducción viajé a cuatro continentes. Cuando me vine a Nueva York para quedarme en esta ciudad para siempre, me lo traje conmigo. Cuando terminé el trabajo, tomé la decisión radical de no volver jamás a traducir un texto literario (en más de veinticinco años tan sólo ha habido una excepción, no diré cuál). A petición mía, mis mejores amigos se embarcaron en la lectura de mi traducción y todos me lo han agradecido, aunque siempre he detectado en ellos un amago de reproche: en el fondo nadie está muy seguro de querer dedicar tanto tiempo a una novela. Recuerdo que poco después de llegar a Nueva York empecé a dar clases en el City College, en Spanish Harlem. Un día le regalé el volumen recién editado al decano de la facultad donde me habían contratado, un hijo del exilio republicano a quien acabé profesando gran afecto. El venerable profesor miró el volumen con asombro, lo sostuvo en alto como tratando de calcular cuánto podía pesar, debió de efectuar un segundo cálculo consistente en determinar cuánto tiempo le llevaría leer aquello y, por fin, sentenció: «Esto es una falta de respeto al lector». De todos modos, era un regalo, así que no le quedó más remedio que aceptarlo y llevárselo a casa. Al cabo de bastantes meses, no recuerdo cuántos, se acercó al minúsculo cubículo sin ventanas que era mi despacho y, con gran solemnidad, me comunicó que había terminado de leer la novela y quería darme las gracias.
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Estos días en los que he repasado lo que se dice de John Barth con el fin de escribir estas líneas, he descubierto que ahora que el autor ha llegado al final de su trayectoria, el consenso entre críticos y lectores con respecto a El plantador de tabaco es que se trata de la mejor novela de John Barth. No seré yo quien lo niegue. ¿Ah, que esto es un prólogo y no he dicho nada del texto? Tienen toda la razón. ¿Por dónde quieren que empiece? Veamos. El plantador de tabaco es una larga narración escrita en clave burlesca, cuyo protagonista, Ebenezer Cooke, virgen y poeta, se basa en un personaje homónimo del siglo XVII. Puedo seguir diciendo que la narración reconstruye la historia de los primeros años de la colonia de Maryland, que se trata de una parodia de la novela dieciochesca, que el personaje histórico en que se basa el protagonista había escrito un poema épico-burlesco titulado El plantador de tabaco, que entre los numerosos textos que integran esta fascinante suma de narraciones figuran seis páginas de insultos que se intercambian dos prostitutas, una inglesa y otra francesa, en sus respectivos idiomas; que en su revisión de las crónicas del pasado se encuentra una reescritura de la Historia General de las Indias, del capitán Smith; que las páginas dedicadas a la travesía transatlántica realizada por Cooke están a la altura de los mejores textos jamás escritos sobre la vida en alta mar. Colonos, indios, leguleyos, rufianes, prostitutas, bebedores, magníficos contadores de historias, todos, con el personaje fascinante de Henry Burlingame III, tutor de Ebenezer, y su hermana gemela, Anne, a la cabeza. También podría decir que las descripciones de las tierras y las marismas de Maryland… ¿De verdad que quieren que les hable de todo eso? O lo que es peor: ¿no querrán que me ponga a perorar acerca de la estruciii, tutor de Ebenezer, y su hermana gemela, Anne, a la cabeza. También podría decir que las descripciones de las tierras y las marismas de Maryland… ¿De verdad que quieren que les hable de todo eso? O lo que es peor: ¿no querrán que me ponga a perorar acerca de la estructura, los cambios de registro, la manera de revisitar la historia, etc.? Ahórrenme tan tediosa labor. Por más que la tilden de metaficcional, postmoderna o cualesquiera otros epítetos malignos a los que son tan proclives los académicos, la novela va de lo único que van las novelas de verdad: contar, con la pureza con que Sherezade quería que se hiciera, una historia prodigiosa tras otra. La novela empieza en la página siguiente: ¿por qué no se sumergen de una vez en su lectura? Arránquenle a quienes han secuestrado su imaginación, apoderándose de la totalidad de su tiempo, un buen número de horas y dedíquenselo al placer estético e intelectual más exquisito que jamás ha tenido a su alcance el ser humano: el de perderse en la lectura de una buena historia…, de un sinfín de historias que yacen en un mar que carece de fondo."
Eduardo Lago
Una reseña sobre la obra, escrita por Juan Francisco Ferré
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