miércoles, 29 de octubre de 2025

FRANKENSTEIN - de Guillermo del Toro


Víctor Frankenstein logró insuflar vida a su monstruo, pero Guillermo del Toro no ha logrado insuflársela a su película. Y es una lástima porque la cinta es un exceso tan deslumbrante como malogrado. La escenografía, la música, los planos son excelsos pero la trama y el conflicto de los personajes no tienen consistencia y se acaban descomponiendo como un monstruo de arena.

Del Toro quiere darle la vuelta al mito; centrarlo en la criatura a la que presenta de un forma realista y atormentada. Aquí el monstruo ya no es el ser recompuesto sino su creador, alguien que juega a ser dios sin objeto alguno. De hecho cuando el doctor Frankenstein (Oscar Isaac) se encuentra por primera vez con su criatura mirándole de frente, reconoce que no sabe qué hacer con él...y parece que el guionista y director tampoco. Hasta hay un tramo en que el ser quiere convencer a su creador para que le produzca una compañera; pero el capítulo se acaba como una calle sin salida. Por otro lado el hecho de vencer a la muerte -dando vida a un cuerpo hecho de pedazos muertos- hace derivar a la criatura hacia una inmortalidad que nadie entiende. Sus heridas sanan solas, no se ahoga, no puede morir. Tampoco la criatura lo entiende y persigue a su creador hasta el mismísimo polo norte para que le restituya el don de morir.



La película tiene dos partes, una primera narrada desde el punto de vista de Víctor Frankenstein y una segunda desde el punto de vista de la criatura. La primera da vueltas y vueltas sin fijar el tiro. Este moderno Prometeo parece un simple joven rebelde que quiere superar los logros de su padre cirujano. Viktor Frankenstein habla y grita, se desespera y conoce al rico benefactor (Christoph Waltz) que financiará su experimento; pero el centro de la película no está en la maldición del titán que robó el fuego de los dioses, el conocimiento. En esta parte todo es muy farragoso y lleno de diálogos que no añaden nada.

En la segunda parte está lo mejor de la película, con el foco puesto en una criatura que ha sido arrojada al mundo sin saber por qué, ni quién es o cual es su objeto. Ese es el corazón que busca Del Toro aunque su pálpito es muy tenue. Por los diarios de Mary Shelley -autora de la novela Frankenstein- sabemos que mientras ella escribía su esposo, el poeta Percy Bysshe Shelley, le leía fragmentos de El Paraíso Perdido de John Milton. Por eso no nos extraña que los personajes de su novela guarden paralelismos con los del poema épico de Milton: un Dios creador todopoderoso; un ángel caído que pretende usurpar a Dios (aquí Víctor sueña con la escultura de un ángel que cobra vida y le guía en su propósito), y Adán, una creación abandonada por su creador en un mundo que no comprende. 
 


De ahí que los minutos en que la criatura se refugia en una granja y convive con un anciano ciego (David Bradley) que le enseña a leer y a orientarse en este valle de lágrimas son los más genuinos. Allí aprende a leer con el poema de Ozimandias y El Paraíso Perdido de Milton. Es entonces cuando el anciano aprovecha para comentarle que en el poema es el hombre el que hace preguntas a Dios; pero que también puede ser que Dios haya puesto al hombre en este mundo porque también él tiene preguntas que espera que le respondamos.

El problema de la película es que el dramatismo y el tono aventurero del Preámbulo, con los protagonistas varados en el polo norte, no vuelve a aparecer y la profundidad filosófica que se pretende infundir al personaje no se ha logrado. Falta emoción. Del Toro intenta insuflar poesía y compasión por un ser desamparado, sometido al miedo, a la soledad y al frío; pero no consigue establecer una conexión emocional. Tampoco con la introducción de una chica (Mia Goth) que se enamora de la inocencia del monstruo. Comparada con la intensidad emocional que destila esa maravilla que es La forma del agua, la distancia es enorme.




En cambio visualmente Del Toro nos deslumbra. Es su mundo y nos lo muestra con todo lujo de detalles. La imaginería gótica que desfila por la pantalla es asombrosa. La película está llena de escenarios fastuosos como el barco en el hielo, el torreón que alberga su sala de disección en el borde del acantilado, estatuas, relieves, casquería fina y todo un atrezo diseñado con mimo. 



También el preámbulo es impactante. Nos sitúa en 1857, en un barco encallado entre los hielos cercanos al polo norte. De pronto una explosión lleva a los soldados hasta un pequeño campamento donde encuentran a un hombre moribundo, el barón Víctor Frankenstein. Cuando le están asistiendo se oye un potente rugido y en el horizonte aparece una figura gigantesca. Es el monstruo que viene a atormentar a su creador. Los soldados le disparan pero no logran matarlo. Finalmente rescatan al barón y hunden al monstruo bajo el hielo. Todo este preámbulo está rodado con un dramatismo que no tiene el resto de la película.



He salido de la sala haciendo un cálculo. La película dura 240 minutos que divididos entre 40 minutos nos dan 6 episodios que Netflix -la productora- podrá programar en pocas semanas. Ese es otro problema de la película. Es muy prolija y el ritmo sufre excesivos altibajos. Parece ser que cada vez se hacen menos películas para el cine, de 90 minutos, con una tensión mantenida y una historia consistente cuyas peripecias y diálogos ha pulido un puñado de guionistas abnegados. Siempre hemos sabido que el cine era un negocio; pero creo que ahora, en demasiadas ocasiones, es un producto que encargan unos creadores de contenidos. San Guillermo del Toro que estás en los cielos no lo dejes caer.

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