sábado, 27 de abril de 2019

EL HUNDIMIENTO - de Manuel Vilas











Manuel Vilas es un provocador, no descubro nada al decirlo.
Pero un provocador con un elevado sentido de la literatura, la crítica y la ironía. A ello se une un gran pericia estilística.

Novelista, poeta y ensayista, en todos sus textos está él y lo está de una forma rebelde y nada convencional. Su expresión denota una libertad sin ambages, casi fiereza, por romper lo moldes y los límites que la sociedad nos impone.

En este libro de poemas Vilas nos expone valientemente la intimidad de su universo emocional y vivencial. En pocas ocasiones el título de un libro resultará más apropiado. En él asistimos a un hundimiento vital que el autor no sabe cómo ha venido y, como un entomólogo, se propone observarlo, analizarlo y ponerlo en valor: "No sabes cómo has alcanzado a vivir cincuenta años."

El Vilas extravagante, metaliterario y personaje de sí mismo, alumbra con este libro una segunda etapa en su obra más radicalmente íntima y personal. Ha roto sus propias ataduras y se ha enredado en un ciclo de confesión. Ahí está este poemario y su más reciente éxito novelesco, Ordesa. Al poeta la madurez le ha costado mucho alcohol, desengaño y extravío; pero para encontrarse primero hay que perderse. La vida desgasta y la pasión hiere. Los poemas de El hundimiento tienen un tono de desgarrada confesión personal y algunos de sus textos resultan estremecedores. Quién no se sobrecoge ante un poema como "Spiritual":


SPIRITUAL

Bob Marley, que estás muerto y bien muerto y en los cielos
y en el paraíso y en el corazón de todos los mares con ballenas,
con dulces ballenas enamoradas,
ayúdame a morir.

Ayudadme a morir, ayúdame tú, quien seas,
tú que pasas por una calle de Cádiz, de Leganés, de Sagunto,
de Murcia, de Tarragona, de Alcalá de Henares,
ayúdame.

Hay que ayudar a los que no saben morir.

¿No sabes morir, hermano? Es muy sencillo:
A todos nos pasa, nos pasa a todos,
es muy sencillo, hermano mío, ya verás qué bien lo haces.

Ayúdame a desaparecer, ayúdame a no haber sido.

No es de extrañar que el título copie otro de Francis Scott Fitzgerald donde refiere, como él, sus angustias y obsesiones. 
El norteamericano, siempre ebrio y elegante, ya había dictaminado que los golpes más duros suelen proceder del interior de uno mismo. 
De hecho el libro incluye un retrato del escritor de la era del jazz, caminando bien erguido hacia la destrucción.



FRANCIS SCOTT FITZGERALD

Convertiste tu vida en un derrumbe prematuro.
Y son palabras tuyas estas que ahora cito:
“está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco”.

Y un veintiuno de diciembre de 1940,
caíste muerto en el living-room del apartamento
de Sheila Graham, en Hollywood,
el gran favor de aquel infarto que te sacaba de la vida
porque ya no había vida en ti,
mil pedazos, mil cristales dorados,
brillando sobre el suelo.

Dime, ¿la amaste?, dime ¿te amó ella?

¿Dónde está Sheilah ahora, y Zelda, dónde?

Tú, que creaste a Jay Gatsby, la criatura más resplandeciente de la vida
e hiciste —nunca te lo perdonaremos— que ese hombre enigmático
se enamorara locamente de una mujer llamada Daisy,
la mujer más egoísta de la Historia
y la más bella y la más codiciosa del santo dinero,
de la riqueza y de las fiestas y del champán y de los coches de lujo
y de las mansiones y de los grandes viajes
a la Riviera francesa, todos nuestros amigos esperándonos
en la playa, con la copa en la mano, en veranos legendarios.

Pero aquí estás ahora, de pie, frente a mí,
como fantasma ilustre de la gran literatura
y por tanto de nuestro escaso saber sobre la vida,
con tus depresiones, con tu alcoholismo, con tu expiación,
con tu mujer, con tu amante, con tu pobreza final, con tu hija Scottie,
pagando facturas de universidades y de médicos,
y con tu conquista laboriosa, al fin, de la nada y de la muerte.

Y en 1948, Zelda Fitzgerald ardió viva en el incendio
de un Manicomio de Carolina del Norte, donde sobrevivía
como un fantasma más entre los millones de fantasmas
que pueblan este mundo
del que tú ya habías, elocuentemente, desertado.

Tu elegante y envidiable fracaso,
tu ascensión a las nubes cristalinas
del firmamento, tu penuria, tu caminar erguido
hacia la destrucción,
pero no la destrucción común a muchos hombres,
(porque vivir es hundirse poco a poco pero no todos
—tú lo sabías— se hunden igual).
No la destrucción común —digo— a miles de hombres
y miles de mujeres,
sino la rigurosa y lenta liturgia del derrumbe,
su ceremonia inmemorial,
la conciencia bajo el calor de agosto, en el Sur ardiente,
mandorla calcinada del dolor insoportable.

Duerme, duerme en paz,
hijo del viento último de la tarde áspera,
de los grandes veranos de Long Island
y de sus crepúsculos agudos.

Te beso.

Bésalas tú a ellas tres a cambio de mi beso,
a Sheila,
a Zelda,
a Scottie,
a la oscuridad,
a la enfermedad
y a la inocencia.

Muchos de los poemas adoptan la forma de una historia aunque sea abstracta o alegórica. En "El Inmaculado" el autor recuerda que de niño estuvo a punto de ahogarse en un río y fue salvado por un desconocido benefactor... a quien ahora dirige sus reproches. También está "Getxo" u "Orange", donde la protagonista decide abandonar a su familia y queda con el amante en una cafetería, pero éste no aparece. "Los nadadores nocturnos", son un grupo que acude todos los días a nadar al gimnasio. Están allí hasta que cierra. Luego van emborracharse a un bar. Buscan el agotamiento, la desaparición. No se hablan:
"Siempre estamos esperando
que alguno no venga nunca más,
pero resistimos como hijos de perra,
todo un misterio de los nadadores nocturnos".

El libro refleja un hundimiento personal, pero también social, el de la sociedad española con la que el poeta es muy crítico. En "El IV Reich", un trío de personas desheredadas se reúnen en un garito que lleva ese nombre. "Nunca seremos nadie", dicen. Y también "No somos proselitistas, sencillamente nos gusta el teatro".  En cambio en el poema en prosa "España, Duerme", el poeta declara: "Me he pasado más de veinte años viendo ministros de gobiernos de España entrar en los juzgados, así pasó mi vida, viendo telediarios con ministros y secretarios de estado y diputados y alcaldes de pueblo y concejales y miembros de la monarquía entrando en las dependencias judiciales, muy escoltados, con una nube de periodistas". Para concluir: "Somos una masa clianete, muy caliente de corazones suspendidos.
Se va a parar España. Como uno de esos fúnebres relojes del siglo XIX." 

En otras ocasiones se produce un cierto tremendismo que hace que el poema pierda pie, como en "Spanish Dream", donde leemos: "España, pensé en pasar de ti, pero no puedo, eres mi esposa”. Otros fallos provienen de una vulgaridad fuera de lugar, como en "Octubre de 2013" que pretende ser irónico con el Nobel a Alice Munro.


En octubre del estúpido año 2013 le dieron
el Premio Nobel de Literatura
a una viejecita encantadora, sublime
que diría algún periodista.

Alice Munro salía sonriendo en las fotos,
con un libro ya muerto en la mano moribunda aún,
eso es imaginación fotográfica y creadora,
sí señor.

Tenía más de ochenta años y su salud
no le permitía viajar a Estocolmo.
A mí, mi salud sí me permite viajar a Estocolmo.

Pero era ella la que tenía que ir a Estocolmo y no yo,
que gozo de una salud de hierro fundido,
como los más nobles radiadores que calientan
las casas de los santos e inteligentísimos miembros
de la Academia Sueca.

La vida es profundamente cómica.
Por quinientos euros, Alice, te hago feliz esta noche.
Pasa de Suecia.
Elígeme a mí, querida.

Por cien también.

Incluso por cincuenta te como el incomible coño.

En cambio destaca el examen de conciencia que, con motivo de la muerte de la madre realiza el poeta: "La muerte de mi madre me sumió en un huracán emocional", ha declarado. Este huracán queda plasmado en el poema "974310439".

974310439

Quien me trajo al mundo se ha ido hoy del mundo.
Ella, que me llamaba a todas horas, para saber de mí.

Lo mal que la traté y lo mal que nos tratamos,
aun queriéndonos tanto; y lo poco que supiste de mi vida
en los últimos tiempos, ocultándote lo mal que me iba
en mi matrimonio y en todas partes
y tú sabiéndolo, porque, al fin, todo lo sabías,
me veías beber esos licores fuertes,
me veías esa sed tan rara, esa sed tan desconocida para ti,
que tanto te asustaba y tanto temías.

Ya nadie me llamará, tan obsesivamente, para saber
si estoy vivo y a quién le importará si estoy vivo o muerto;
yo te lo diré: a nadie.

De modo que el gran secreto era éste:
ya estoy completamente desamparado,
arrodillado
para la decapitación,
para el anhelado adiós de este cuerpo,
de esta existencia meramente social y vecinal que lleva mi nombre,
nuestro nombre.

No volveré a ver nunca
tu número de teléfono en la pantalla
de mi teléfono móvil; tú, que te quejabas de que no tenías uno,
de que yo no te regalara uno,
te juro que no hubieras sabido hacerlo funcionar,
lo habrías tirado por la ventana,
como yo haré con el mío esta noche del supremo delirio.

Porque eras un número de teléfono, cincuenta años
en ese número encerrados: nueve siete cuatro, treinta y uno,
cero, cuatro, tres, nueve.
Márcalo ahora,
márcalo si tienes valor y te contestarán
todos los misterios inconmensurables: el tiempo y la nada,
la ira roja
de los peores huracanes celestiales,
la árida y blanca nada convertida
en una mano negra.

Daba igual dónde estuviera: podía estar en América o en Oriente,
tú llamabas, tú llamabas a tu hijo siempre
porque yo era Dios para ti, un Dios fuera de la ley,
poderoso y sagrado, lo único real y suficiente,
siempre tu hijo fuera de todo orden, siempre reinando,
porque todo cuanto yo hacía e hice recibió tu larga aprobación,
cuya moralidad no es de este mundo.

Sabedlo.

Tú, que me amabas hasta la desesperación.
Tú, que derramaste sangre por mí y por mi discutible y oscura vida,
llena de liturgias cuyo sentido tú desconocías,
y hacías bien, pues nada había que conocer, como finalmente
he acabado sabiendo,
igualado en ese conocimiento
al más sabio de los hombres.

Y ahora, otra vez camino del Crematorio,
como ya escribí en un poema con ese título,
en el que hablaba de tu marido, mi padre,
a quien también quemamos,
unos mil grados alcanzan esos hornos.

Mi gran padre, del que tú te enamoraste —vete a saber por qué—
en mil novecientos cincuenta y nueve,
y a quién demonios le importa ya sino a mí,
el que siempre os quiso tanto y os querrá hasta el último minuto del mundo.

Te di un beso en la santa frente helada
un domingo
por la mañana
de un veinticuatro de mayo del año dos mil catorce,
lloviendo,
en una primavera inesperadamente fría,
mientras una máquina sofisticada introducía tu caja barata
—mira que somos pobres— en el fuego final,
al que mi hermano y yo
te condujimos.

Sentí tu frente antigua y acabada en mis labios
antiguos y acabados,
pero aún conscientes los míos;
los tuyos,
venturosamente, no.

Nunca pensé que el sentimiento final fuera este:
la envidia que me diste, la codicia de tu muerte,
codiciando tu muerte,
porque me dejabas aquí,
completamente solo
por primera vez
un nuestra larga historia de amor,
y solo para siempre.

Y recuerdo ahora a todas aquellas mujeres
que querían acostarse conmigo,
hacer el amor conmigo,
y eso acabó siendo mi vida,
cuando yo solo quería
estar contigo para siempre.

Vaya, mamá, no sabía que te quería tanto.
Tú sí que lo sabías, porque siempre lo supiste todo.

Qué bien que todo haya acabado,
en una culpable tarde de primavera
en donde comienza el mundo,
en donde para ti acaba el mundo,
en donde para mí ni acaba ni comienza
sino que persiste involuntariamente.

Qué bien este silencio omnipotente, aquí, en Barbastro,
donde fuimos madre e hijo, por los siglos de los siglos.

Aquí, en Barbastro, en ese sitio tan nuestro,
tan escuetamente nuestro: todo ocurrió aquí, en estas calles.

Todo lo recuerdo, y todo lo recordaré.

Te amo, finalmente.

Como no he amado a nadie: todas fueron tu réplica.

Ah, se me olvidaba: podías haber dejado algo
para pagar tu entierro,
no sabes lo mal que me va y lo pobre que soy,
mira que fuiste manirrota y derrochadora,
y lo que vale
el ataúd más económica,
como dicen ellos, los caballeros dulces de la funeraria.

Mira que fuimos pobres y desgraciados tú y yo,
ma mère, en esta España de granes hijosdeputa enriquecidos
hasta la abominación.
Y aun así, pobres como ratas tú y yo,
mantuvimos el tipo,
como dos enamorados.

Qué bien. Qué hermoso. Cuánto te quiero
o te quise, ya no sé, y a quién le importa,
desde luego no a la Historia de España,
nuestro país, si es que sabías cómo se llamaba
la solemne nada histórica en que vivimos papá, tú y yo.

Como en toda la poesía de Manuel Vilas por estas páginas transitan hoteles, carreteras, alcohol y música: "la voz de Lou Reed permanecerá al lado del mundo,/ porque era la voz de las cosas mejores". Los artistas le aportan una lucidez desesperada. Aquí podemos encontrar a Elvis, Bob Marley o Keith Moon. 


THE HOLY WHO

De adolescentes escuchábamos a los Who, noches de inexperiencia hasta la madrugada azul en bares pobres de los pueblos de España, en los años setenta, intentando vivir, intentando perder la virginidad, era lo que nos habían dicho.

Solo amábamos a los Who y eso era suficiente, eso era el Todo ¿Os acordáis? Eran los reyes de la vida legendaria; nuestros héroes, la versión mil millones de veces mejorada de nosotros mismos.

Keith Moon se murió muy pronto. Pasados los años, me he preguntado si Daltrey y Townshend y Entwistle lo lloraron lo suficiente. 
Hay que llorar siempre, y mucho, vasto torrente de lágrimas, cuando muere alguien como Keith Moon. Yo me habría pasado mil años llorando.

¿Llorasteis lo suficiente, hijos de puta? Treinta y dos pastillas de Clometiazol en su estómago, solo seis disueltas, con solo seis bastaba, las otras veintiséis intactas. Todo un hundimiento premeditado, qué bien. Un ataque atómico contra su pobre corazón. Un no a la vida que era un enorme sí a la vida: nadie sabe en qué momento tú te comes la vida y en qué momento la vida te come. Juega, es un juego a muerte. El final de hombres de ochenta años y el final de hombres de treinta años es el mismo. No te asustes, esos cincuenta años de diferencia son imaginarios.

¿Qué sentisteis, cuando vuestro mánager os dijo un siete de septiembre de 1978: “Keith, sí, Keith, es horrible, aún no nos lo creemos, parece todo tan irreal, parece un mal sueño, una jodida pesadilla, Keith se ha ido, nos ha dejado”?

Me gustaría saberlo antes de irme de este mundo: ¿Qué demonios sentisteis vosotros tres? ¿Estuvisteis a la altura, a la gran altura del adiós del batería más chiflado del universo? Keith, “el chiflado”, así lo llamabais.

Y, pasados los años, un 27 de junio de 2002 en un hotel de Las Vegas, apareció muerto John Entwistle, al lado de una fan desconocida que gritaba como una loca.

John, fue un gran hundimiento el tuyo, yo te celebro, te hundiste más solo que las ratas. John, hijodeputa, yo acabaré como tú, pero sin groupie a mi lado y no en un hotel de lujo como tú, sino en una asquerosa pensión de la Gran Vía, pero da igual, ¿no te parece? El que muere ya no percibe la categoría de los hoteles, es una gentileza, una cortesía del poder igualatorio de la muerte, porque la muerte es comunista, una loca comunista, ya ves. La muerte, revolucionaria ella.

¿Lo llorasteis? ¿Se os partió el corazón? Y qué sentisteis entonces, oh, holy Daltrey y oh, holy Townshend, cuando John la palmó así, tan barato en el fondo. Como no sintierais un amor perforador, un duelo inhóspito, os mataré a los dos. Os cortaré el cuello por canallas.

Y el último, ¿qué sentirá el último?

¿Estaréis a la altura del adiós?

Uno de vosotros dos es el siguiente: Tú, Daltrey, o tú Townshend. Uno de los dos. Yo sé cuál, pero no quiero decirlo.

Lo sé perfectamente.

Nada vale en la vida si no es eso: estar a la altura dorada del adiós, el gran adiós que conmueve a las estrellas, al cielo, al mar, a la luna, al desierto y a todas las ciudades de la tierra y al futuro de esas ciudades, al futuro de todos, al futuro de millones de adolescentes que viven en la pobreza, en la miseria, en la nada, que oyeron y vieron en vosotros la esperanza de una vida distinta.

Eh, escuchad a esos críos, que os escuchan en spotify.

Holy Daltrey.
Holy Moon.
Holy Townshend.
Holy Entwistle.

Los chicos están bien, siempre lo estuvieron.

Estamos bien, sí.

Siempre estaremos bien.

Somos chicos de setenta años, pero estamos bien, con ganas de pelea, con ganas de vivir, con ganas de saltar, con ganas de cantar la célebre canción de la vida, de todas las vidas.

Somos los Reyes de la Santa Tierra.

Somos los Who, tío.

Somos todo lo que existe.

Nosotros sí somos el Aleph y no Jorge Luis Borges.

La gente follaba con nuestras canciones.

La gente se despedía de sus trabajos asquerosos con nuestra música.

La gente se drogaba con nuestros gritos.

La gente se casaba con nuestro poder.

La gente se divorciaba con nuestras letras.

La gente pedía morir con nuestras guitarras.

Nosotros quemamos el corazón de todos los jóvenes del Universo.

Haz tú eso, Borges, si sabes.

Nadie ha follado leyendo un cuento tuyo.

Y si la gente no folla con lo que haces, dime, hermano,
dime qué coño estás haciendo sino el vago.

Vilas representa muy bien nuestra época hedónica y narcisista, inundada de selfies; pero a la hora de la verdad en su poesía siempre palpita la vida y la literatura. Sus poemas no albergan palabras vacías. Este poemario gira alrededor de la desesperación, el desencanto y la desolación con un desgarro y una sinceridad brutal.

THINK IT OVER

Piénsalo, a nuestra edad ya no saldría bien.
Cada uno viviendo en su casa es mucho mejor, habrá más deseo.
Para qué quieres hacerme el desayuno, eso da igual.
Yo creo que eso no ha funcionado nunca, pero la gente
cumple años, y se dejan llevar, porque enseguida
te mueres, y si cumples los sesenta, qué más da.

Cenamos los viernes.
Nos llamamos entre semana, jugamos.
Nos mandamos fotos eróticas por el guasap.

Cómo me iba a ir con una de treinta
si son todas tontas, ambiciosas y sin talento. 
Cómo te ibas a ir tú con uno de treinta
si son todos tontos, grandilocuentes y calvos.

Piénsalo, piénsatelo mientras te vistes.




LA LIBERTAD

Has de saber que no todos los hombres
ni todas las mujeres somos iguales.

Has de saber que hay seres humanos ruines.

Has de saber que hay seres humanos bondadosos.

Has de saber que hay seres humanos vulgares.

Te mentirán muchas veces.

Intenta no mentir tú a cambio.

Acabarás mintiendo.

Puede ser que el tamaño de tu sufrimiento
por haber mentido sea cien millones de veces más grande
que el tamaño de tu mentira, ¿quién puede saber eso?
Solo tú, tendrás que soportarlo.

Has de saber que existen los pusilánimes:
viven y mueren bajo un extraordinario silencio
que tal vez acabes envidiando, yo no.

Intenta que nadie note nunca que sabes
que no todos los seres humanos somos iguales.

Intenta santificar tu vida, hacerla alta, rara, compleja.

Asesina sin piedad a quien se atreva a juzgarte.

No dejes vivo a nadie que intente juzgarte
ni en este ni en el otro mundo, ni dejes vivo
a quien escuche juicio alguno sobre tu identidad y tu vida.

Tu vida está fuera del juicio de los hombres
y más aún de los dioses, porque no existen.

Tu vida es un acontecimiento universal,
la única verdad desde la formación de la materia
y la única verdad que sobrevivirá al hundimiento de la materia.





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MANUEL VILAS (Barbastro, Huesca, 1962) estudió Filología Hispánica y ejerció más de veinte años como profesor de secundaria. Es narrador y poeta. Como narrador ha publicado el Libro de relatos Zeta (2002), Magia (2004) y Setecientos millones de rinocerontes (2015), y las novelas Magia (2004), España (2008), Aire nuestro (Alfaguara, 2009), Los inmortales (2012) y El luminoso regalo (2013). Ordesa es su última novela publicada (Alfaguara, 2018)
Entre sus libros de poesía destacan El cielo (2000), Resurrección (XV Premio Jaime Gil de Biedma, 2005), Calor (VI Premio Fray Luis de León, 2008), Gran Vilas (XXXIII Premio Ciudad de Melilla, 2012) y El hundimiento (XVII Premio Internacional de Poesía Generación del 27, 2015). En 2016 se publicó su Poesía completa 1980-2015 (Visor). Su obra poética ha sido traducida a otros idiomas como el inglés, francés o el búlgaro. 

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