Definitivamente Almodóvar es uno de los grandes.
Con esta película se arranca la coraza y nos regala una historia preñada de recuerdos y con una enorme carga emocional. La pasión de Almodóvar siempre ha sido contar historias, retratar personajes tortuosos, muchas veces viviendo al límite; y entonces, qué mejor historia que la suya lanzado desde la infancia a explorar el mundo y sus pasiones.
El director compone, a partir de su propia experiencia, el fresco personal de una vida de triunfo poco a poco cercada por el abandono y el dolor. El recorrido es muy reconocible: la España dura y beata de finales de los 50, el primer deseo carnal, los efervescentes años ochenta, el descubrimiento del cine y la pasión de contar historias, el sentimiento de culpa por haber desatendido a su madre. Hay que reconocer que Almodóvar destila autenticidad y hondura. Seguro que muchos nos compenetramos con esa infancia sin horizonte en un pequeño pueblo de la meseta. Pero también seguro que nos conmovemos con esa mirada atrás para ver cómo se fue torciendo todo irremediablemente y las cosas que perdimos.
La secuencia inicial con Banderas sumergido en la piscina ya nos avisa de qué va la película. Un personaje solo, en un universo cerrado en el que tanto se percibe el riesgo de asfixia, como el ingrávido arrullo del agua, en cuya suspensión el autor se deja inundar por los recuerdos más íntimos que compartió con su madre.
A esta presentación del cineasta Salvador Mallo, le sigue una irónica secuencia animada sobre sus padecimientos físicos y a ésta una escena de mujeres cantando mientras lavan en el río. Esta es la tónica de la película, compuesta por momentos donde se superponen el pasado y el presente para dar cuenta del estado vital de un creador varado.
La película empieza como Ocho y medio de Fellini, un director seco de ideas que se asfixia y que sólo buscando dentro de si mismo encontrará las fuerzas y el sentido para dar el siguiente paso. Pero Almodóvar no es Fellini, es otra cosa. Donde el maestro italiano se lanza al vacío de un enloquecido espacio onírico por donde pululan recuerdos y amantes; el manchego se aferra a la tierra, al río de su pueblo, a la cueva donde vive el niño, a la madre que es sustento.
En lo que ambos cineastas coinciden es en la fuerza de los recuerdos y la infancia. También en colocar a un alter ego en pantalla que propicia un juego de reflejos entre la realidad y la ficción. Escuchemos al director:
"Todas mis películas parten de la realidad, de una realidad siempre exterior a mí, como algo que he leído en un periódico, que he visto o me han contado. La diferencia en Dolor y gloria es que en este caso la realidad de la que parto es la mía. Pero eso solo me proporciona el primer párrafo, ya que el resto tengo que escribirlo yo para saber qué es lo que ocurre después”.
Antonio Banderas es Salvador Mallo, un director de cine ya mayor y doliente que se encuentra vacío y en busca de redención. El amor de su vida hace tiempo que desapareció, desde hace 30 años no se habla con su actor estrella a quien vilipendió, durante años desatendió a su madre.... Y ahora empieza a recordar e intentar recomponerlo todo, pero no encuentra la llave que le saque del pozo.
Y este es uno de los asuntos en los que Almodóvar deja una mejor huella. Es capaz de concebir una serie de eslabones narrativos que articulan todo el relato y cuya aparición o desarrollo suponen una tremenda conmoción que aporta más profundidad a la historia. Uno de ellos es el relato autobiográfico que Mallo tiene abandonado en el ordenador y que, tras la conciliación, su actor fetiche rescata con el deseo de conformar un monólogo. Esta pieza teatral, rodada con desnudez y elegancia, es una dolorosa confesión y se convierte, por su peso, en el centro de la película.
El otro eslabón es la acuarela de un artista aficionado donde aparece Salvador Mallo de niño, leyendo. Aquel artista era un apolíneo albañil que despertó su primer deseo carnal. La aparición de esta acuarela décadas después, enciende de nuevo en Salvador el deseo de crear, que es lo mismo que vivir. Son dos momentos mágicos a los que Almodóvar nos sabe conducir y una vez allí no podemos dejar de vibrar y sentir todo un cúmulo de emociones.
A pesar de tener una estructura compleja donde se alternan pasado y presente, la película fluye diáfana y sencilla, sin impostaciones. Almodóvar consolida aquí el lenguaje directo y minimalista que ya exhibió en la sugerente Julieta. Y por supuesto está la paleta de colores puros tan almodovariana, el juego de detalles en los cuadros, las fotos o los libros donde reverbera y se multiplica la película.
Y ¿qué lee todo el rato Salvador subrayando cuidadosamente algunos párrafos?
Paladea la novela de Torborg Nedreaas, Nada crece a la luz de la luna (un largo monólogo sin tregua, confesión de una vida malgastada en la búsqueda del amor; en cuya página 68 podemos leer "¿No es extraño que la mayoría de la gente esté de acuerdo en que hay algo que va tremendamente mal pero, a la hora de la verdad, no quieren que se produzca cambio alguno?"). Retira con desdén el libro Cómo acabar con la contracultura, de Jordi Costa (quizás asumiendo que sus inicios contraculturales han sido finalmente absorbidos por el mainstream) y lee para sus adentros el Libro del Desasosiego, de Pessoa, uno de cuyos leit motiv es precisamente que en muchas ocasiones sólo en la creación literaria se puede atisbar una posible fuente de verdad.
El protagonista está solo y vitalmente convaleciente. Qué hace entonces: lee. Sólo leyendo podrá encontrar las palabras, y sólo con palabras podrá nombrar -y extraer- su dolor.
Como bien expresa el cartel de la película -un puzzle de fotografías-, ésta es una combinación de fragmentos hechos de retazos de memoria y divagaciones que invitan a componer un todo que se quiere expresar. Y ¿qué es lo que finalmente el director nos expone? Tanto como la tan cacareada desnudez de su alma, yo creo que nos quiere mostrar una reflexión sobre su espíritu creador. Dos planos muy significativos me llevan a esto.
Uno tiene lugar durante el monólogo teatral que se reproduce en la película. En un momento dato el actor está situado ante una pared rojo sangre, pero evoluciona hasta encontrarse ante una pantalla en blanco para finalmente quedarse solo ante esa inmaculada pantalla que ocupa entera y se mimetiza con nuestra pantalla del cine (¡!). El personaje sobresale tanto del lienzo que casi nos grita ¡Aquí estoy y ésta es la verdad! Pero también nos dice, no encontraré la verdad sino en la ficción.
Esto mismo se subraya en el plano final que repite uno que ya hemos visto durante la proyección, pero que al volver a situarlo en pantalla como conclusión, Almodóvar introduce un levísimo cambio. Abre el plano para que veamos que esa imagen realmente pertenece a una película que está rodando. Vuelta de tuerca al juego de realidad y ficción. Rescate de la vida a través de la creación.
Este final me parece maravilloso. Cuando hemos visto por vez primera ese plano era la realidad, al abrirlo se nos muestra como un set de rodaje donde aparece el director como intermediador de esa realidad/ficción, y finalmente estamos nosotros que, como espectadores, asistimos a ese momento mágico donde Almodóvar acumula dimensiones y se doctora.
No puedo acabar sin alabar el trabajo de los actores. Antonio Banderas está magnífico, comedido y sobrio. En ciertos gestos y actitudes reconocemos a Pedro pero, aunque es divertido no está ahí el asunto. Julieta Serrano como la madre y Asier Etxeandia como el actor fetiche están insuperables.
P.D.
Hay otro momento muy lúcido, cuando finalmente Salvador Mallo da permiso a su actor para montar el monólogo y le instruye sobre cómo interpretarlo: no derrames lágrimas, sé sobrio. Instrucciones típicas de Pedro Almodóvar que consigue aquí otro epicentro metacinematográfico: Asier Etxeandia interpreta a un actor que representa a Antonio Banderas, el cual interpreta a Pedro Almodóvar, que a su vez pone en boca de Banderas las someras instrucciones sobre cómo debe interpretar a quien le representa, Asier Etxeandia. Todo un cruce de dimensiones. Bravo
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