domingo, 26 de marzo de 2017

El BAR - de Alex de la Iglesia

Una Comunidad de churros y cañas.-
De la Iglesia tiene un talento visual incuestionable: vuelve a abrir la película con un recurso muy brillante, ya usado en Los crímenes de Oxford, con diversos personajes cruzándose por las calles mientras la cámara va enlazando de uno a otro. El tío rueda con brío y de forma impactante. Sus secuencias nunca aburren y posee un humor gamberro y bastante ácido. Soy superfan. Pero desde Balada triste de trompeta su cine no alcanza más que para unas tapitas, ya que estamos de bares. Tanto La chispa de la vida como sobretodo La gran noche son prescindibles y Las brujas de Zugarramundi patina en el tercio del desenlace.


Son las nueve de la mañana. Un grupo de personas coinciden en un bar del centro de Madrid para tomarse un café. Un día más. Pero cuando uno de los clientes sale del local y recibe un disparo en la cabeza todo se convierte en una locura. Después de mucha discusión otro cliente sale a ayudar y es también abatido. Shock. Nadie más se atreve a salir. La calle está inusualmente desierta. Las ocho personas que permanecen en el bar están atrapadas sin saber qué ocurre.

Por supuesto enseguida nos acordamos de El fantasma de la Libertad, de Buñuel, pero los primeros diálogos y un señor obeso que está tirado en el water tosiendo sin parar, nos avisan de que no van por ahí los tiros. 


El bar es una película dividida en tres actos que parece partir de un planteamiento de mesa de guionistas: ¿cómo reaccionaríamos en una situación extrema y rodeado de desconocidos? La Comunidad se basaba en un planteamiento semejante y es una película redonda (junto con El día de la bestia, sus dos mejores obras); pero me parece que a este bar le sobran churros y frikis y le falta una línea argumental. La variopinta fauna que habitaba aquella Comunidad confluía en un poderoso río de codicia. Pero aquí la pija (Blanca Suárez), el hípster (Mario Casas), el policía amargado (Joaquín Climent), la ama de casa con el síndrome de la idem (Carmen Machi) o el sin techo borracho y enloquecido (Jaime Ordóñez), acaban perdidos en una gresca y un laberinto de cloacas sin mucho sentido. 

El final de la primera parte de la película nos avisa del despiste. El camarero elucubra sobre si esta extraña situación es sólo un sueño o si han sido abducidos. Otro cliente deja caer la posibilidad de que entre ellos haya un terrorista que es al que están cercando. Parece una lluvia de ideas de lo más indecisa. Tampoco los siguientes giros argumentales y situaciones revelan mayor inspiración. 

De pronto aparece un cadáver infectado por enfermedad contagiosa, pero enseguida queda olvidado en un rincón. El whodonit pasa a ser un paquete de dosis de un antídoto contra no se sabe qué y que tampoco se sabe si funciona.  Así que el director tira de su gusto por el exceso, lo salvaje y lo cañí y nos sirve una segunda parte de lo más confusa y baladí. Aparentemente se centra en lo que parece la esencia de la película, quién es cada uno, cuáles son sus fracasos, cómo afrontamos nuestros miedos y cómo reaccionamos cuando hay que elegir y la supervivencia está en juego. Pero entre bromas y veras todo el drama se ha ido ya al garete y todo conduce hacia un final de apariencia salvaje, pero intrascendente. 


Y el caso es que la idea viene muy a cuento de los tiempos que corren: miedo a los terroristas, miedo al inmigrante, miedo al vecino, intransigencia con otras ideas políticas, sociales o religiosas.   "El bar" se constituye como una parábola necesaria sobre la deriva a la que nos arrastra el miedo: hacia un individualismo voraz. De la Iglesia no solo es un cineasta dotado, sino también un guionista que le gusta analizar la sociedad que le ha tocado vivir. En sus películas rastreamos tramas que desmenuzan con acidez la codicia, los celos o la vanidad. Tirando de los miedos que transforman a las personas haciendo aflorar sus bajezas, se ha quedado en algo demasiado superficial. Un café muy descafeinado.

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