Serie NarracionesExtraordinarias
El único que guardaba silencio en nuestra table d’hôtel era un hombre muy alto, devorado por la inquietud, que pasaba sin tocarlas la mayoría de las fuentes que se le ofrecían, y jugueteaba con las escasas migajas que comía, como si apenas advirtiera su presencia en el plato. Estaba sentado con el ceño fruncido, dolorosamente preocupado, y a todas luces sumido en sus propios pensamientos. El alemán satisfecho que estaba junto a él, acodado sobre la mesa, mondándose los dientes con una mano y llevándose con la otra a la boca grandes cucharadas de picadillo de carne, se esforzaba, en su bien masticado inglés, por hacerle intervenir en la conversación, pero su flaco interlocutor contestaba sólo con monosílabos, o no daba respuesta alguna.
El único que guardaba silencio en nuestra table d’hôtel era un hombre muy alto, devorado por la inquietud, que pasaba sin tocarlas la mayoría de las fuentes que se le ofrecían, y jugueteaba con las escasas migajas que comía, como si apenas advirtiera su presencia en el plato. Estaba sentado con el ceño fruncido, dolorosamente preocupado, y a todas luces sumido en sus propios pensamientos. El alemán satisfecho que estaba junto a él, acodado sobre la mesa, mondándose los dientes con una mano y llevándose con la otra a la boca grandes cucharadas de picadillo de carne, se esforzaba, en su bien masticado inglés, por hacerle intervenir en la conversación, pero su flaco interlocutor contestaba sólo con monosílabos, o no daba respuesta alguna.
Pero de pronto, mientras el alemán, con numerosos bufidos y
gorgoteos, sorbía de su cuchara el helado, cuyo bol descansaba en la palma de
su mano (sus codos, por supuesto, estaban siempre encima de la mesa), el
taciturno se volvió hacia él y le dijo:
—Creo que será mejor que empiece a preparar su maleta. De lo
contrario, le faltará tiempo cuando llegue el telegrama.
—¿Telecrama? –dijo el alemán, en cuya garganta las
palabras, el helado y un trago de vino disputaban la supremacía- ¿Qué
telecrama? ¿Cuál telecrama?
—¡Oh! Sus almacenes de Hamburgo, usted sabe... el incendio...- Se
interrumpió bruscamente
y dijo —: ¡Ah, me olvidaba!... estaba pensando en voz alta, eso es
todo.
El alemán se atoró, tragó saliva, resopló y farfulló más que antes
aún, pero su apremiante interrogatorio no obtuvo respuesta de su vecino; y por
último, engullendo al mismo tiempo un higo, un trozo de queso, un mendrugo de
pan y un sorbo de vino, se arrancó la servilleta del cuello y salió del
comedor, tosiendo indignado.
Al día siguiente no vi al hombre delgado. Pero a medianoche me
despertaron un ruidoso pataleo y estentóreos gritos que sonaban en los
corredores, seguidos de toses y estertores que se apagaron al descender la
escalera y reaparecieron en los escalones del pórtico. Era el alemán, que se
marchaba en el tren nocturno. A la mañana siguiente, durante el desayuno, me
enteré por el camarero de que el alemán había regresado a Hamburgo después de
recibir el telegrama. Al parecer, había mostrado gran inquietud y agitación. Y
el botones le oyó hablar consigo mismo, muy excitado, de un incendio.
Aquella noche, como quien cumple un deber, me encaminé al Casino; en
el peristilo hallé al hombre delgado, que, con los brazos a la espalda, iba y
venía muy lentamente; el cigarro que sostenía entre los dientes estaba
irremediablemente apagado, sin que él lo notara. Lo tiró de súbito y entró
apresuradamente en el teatro; pero no parecía oír el concierto, y al cesar la
música se incorporó, murmurando:
—¡Vamos a ver cómo pierde sus siete mil libras ese pobre diablo!
Se acercó febril a las mesas y fue rectamente a la segunda de la
derecha, donde uno de los jugadores apostaba pequeñas pilas de monedas de
oro... veinte pilas en cada tiro. En aquel momento acababa de ganar con la pila
más alta, acertando un pleno, y de ese modo había aumentado considerablemente
sus anteriores ganancias.
—Yo le aconsejaría que dejase de jugar ahora –dijo el
hombre delgado, parándose junto a la silla del jugador; pero éste se limitó a
mirarlo fijamente y siguió distribuyendo sus pilas de monedas en toda la mesa.
—¡Hum! Nadie puede impedírselo, naturalmente –insistió el hombre
delgado- ¡Pero no diga que no se lo previne!
Salió el cero; y el jugador (que desdeñaba las apuestas menores)
perdió todas sus pequeñas pilas; pero siguió jugando: plenos, calles, cuadros,
semiplenos; y nuevamente salió el cero, y allá se fueron sus montones de
monedas. Entonces el jugador apostó una pila muy alta al cero... y el cero no salió;
y así prosiguió hasta que desapareció todo su rimero de monedas y cambió luego
billete tras billete hasta que no le quedó ninguno. Entonces se incorporó
lentamente, contempló con furia al hombre delgado, miró al croupier más
próximo con una sonrisa espectral y desapareció (más tarde supe que había
perdido siete mil libras).
El hombre delgado comenzaba a interesarme. Colocó una moneda de cinco
francos a manque, y ganó; repitió dos veces la apuesta y ganó; apostó dos
veces a passe, y ganó. Quince o veinte veces jugó a color, a
par o impar, y nunca dejó de ganar. Después apostó al negro las quince o veinte
monedas de cinco francos que había ganado, diciéndole a un croupier:
—Esta vez perderé- y el negro perdió. Colocó la moneda original en un
pleno: el 15. Salió el 15. Dejó sobre la mesa los 175 francos que ganara y
apostó su moneda de 5 francos al 9. Salió el 9.
Los demás jugadores habían comenzado a reparar en él. Apostó
discretamente al 1; varios lo siguieron y jugaron al mismo número. Salió el 1.
Dos veces repitió el procedimiento con otros números –y otros lo imitaron-, y
esos números ganaron. Los croupiers cambiaron miradas y murmuraron
unas pocas palabras entre sí. Uno de los chefs se levantó de su alta
silla y se encaminó hacia el ganador con intención de hablarle; pero el ganador
ya no estaba allí. Sus apuestas y ganancias, sin embargo, permanecían en la
mesa, donde las había dejado. El chef recorrió las salas buscando el hombre
delgado, pero en ninguna parte pudo hallarlo. Yo lo había visto retirarse
sosegadamente cuando el croupier gritó: “¡Uno!” y salir en
silencio de la sala.
A la mañana siguiente, después del desayuno, el hombre delgado estaba
fumando un cigarrillo en la terraza del hotel, y una curiosidad irresistible me
impulsó a hablarle.
—Debo felicitarlo por la suerte que tuvo anoche –le dije.
—¡Suerte, señor! –replicó el enjuto individuo sin apartar la mirada
del pavimento. Su voz era sorda y en extremo dolorosa, desprovista de toda
esperanza –No es suerte, sino mala suerte... ¡condenada mala suerte, señor!
—Ciertamente no pareció dar usted mucha importancia a su éxito, a
juzgar por la manera en que abandonó sus apuestas y ganancias. Supongo que sabe usted
que ganó una suma considerable ¿verdad?
—¿Sí lo sé? Oh, perfectamente.
—¿Y no llama suerte a eso?
No la llamo suerte, sencillamente porque no es
suerte, y la suerte no tiene nada que ver en ello –replicó el hombre delgado,
mirándome lúgubremente –Es certeza, y no otra cosa. Lamento mucho decirlo, pero sé con
anticipación qué número va a salir.
—¿Qué? ¿Siempre?
—¿Qué? ¿Siempre?
— Siempre, sí... ¡maldito sea! ¡Esa es mi cruz, señor! ¿Cree usted que
habría abandonado mi cómodo hogar para venir a mezclarme con un montón de extranjeros
charlatanes, si el médico -–un rayo lo parta— no me lo hubiese ordenado? ¿Es
eso lo que sugiere mi aspecto?
—Bueno, no; debo admitir que no. En todo caso, confío en que su salud
se restablecerá rápidamente.
—No lo creo, señor. Cuando uno es lo bastante necio como para
contraer alguna dolencia que los médicos no conocen, es difícil quitársela de
encima. No me extrañaría que este malhadado conocimiento del futuro perdurase
hasta que...
—¿Conocimiento del futuro? Pero eso no puede considerarse una
enfermedad...
—¿Ah, no? ¡Ya lo creo que es una enfermedad, señor! Es anormal,
¿verdad? Bueno, lo que es anormal es una enfermedad, ¿cierto?
—Pero –dije yo—, ¿no le parece una enfermedad extraordinariamente
inusitada?
—Por supuesto —replicó el hombre delgado—, y eso empeora las cosas.
—Pero, ¿cuál es su origen?
—¿Cuál habría de ser? Esa dolencia elegante, que hoy está tan de
moda: el agotamiento nervioso. Exceso de trabajo, señor, que trae por
consecuencia una sobreexcitación de los tejidos cerebrales... ésa es la jerga
del caso. Le digo que es una enfermedad, señor, supongo que los antiguos
profetas la padecieron; de todas maneras, yo la padezco, y le aseguro que no me
gusta nada. Vine aquí para ver si el cambio de aire me sanaba.
—Le ruego que me perdone –dije-, pero su caso es tan peculiar e
interesante, que me veo obligado a preguntarle cuáles fueron las primeras
manifestaciones del mal.
—¡Oh! Lo de siempre: me sentía cansado y deprimido... no podía dormir...
carecía de energía... me era imposible fijar las ideas. Un día, de pronto,
cuando alguien me preguntó si creía que iba a durar el buen tiempo, respondí,
con gran sorpresa de mi parte: “No, mañana a las tres de la tarde comenzará a
llover y seguirá lloviendo toda la noche”. Yo sabía que ocurriría
así, señor; y cuando mi pronóstico se cumplió, me asaltaron muy diversos
sentimientos.
“En el primer momento me sentí sorprendido, luego asustado, después
satisfecho; pero al fin prevaleció el miedo. No era una sensación agradable,
señor; procuré convencerme de que no era más que una fantasía; pero las cosas
pasaban como yo las preveía, y me vi obligado a creer.
“Pues bien, señor, supongo que usted pensará: ¡Qué maravilloso, tener
un poder semejante! ¡Qué ventaja magnífica! Pero, ¿lo es realmente? Créame,
señor, su opinión sería otra si estuviera en mi lugar. ¡Ventaja, señor! ¿Le
parece una ventaja prever todas las cosas desdichadas y horribles que le van a
ocurrir a uno dentro de varios años, quizá, y aguardarlas y pensar
continuamente en ellas hasta que ocurran? Es malo recordar una pasada desdicha
cuando sus consecuencias aún persisten, pero muchísimo peor es verla
anticipadamente, ¡verla crecer y crecer como un tren expreso que avanza desde
lejos para aplastarlo a uno como una mosca!
“¿Cómo? ¿Qué dice usted? ‘Que esa enfermedad tiene ciertas ventajas
prácticas.’ Pero ¿de qué sirven, señor, cuando uno sabe todo lo que va a
pasarle? Yo no quiero riquezas, señor; si las tuviera, no
sabría qué hacer con ellas. Tengo lo suficiente para satisfacer todas mis
necesidades: y tampoco quiero poder, señor, ni influencia; quiero estar
tranquilo y vivir la vida, ¿y cómo diablos puede estar tranquilo y vivir la
vida un hombre afligido por el don de la profecía? Le aseguro que mi
conocimiento del futuro es como una pesadilla; y me torna maligno y vengativo;
la única aplicación interesante que hallo a mi dolencia es preocupar a la gente
hasta hacerle perder el seso. Usted, señor, por ejemplo, se sentiría muy
incómodo –y es poco decir- si yo le contara lo que va a sucederle dentro de
unos tres años. Pero de eso le haré gracias; y ya tiene motivo para estarme muy
agradecido."
Traté de sonreír con divertida incredulidad, pero no pude lograrlo.
Ladeé lentamente mi sombrero e hice un alegre brinco a mi cigarro, para
demostrar mi indiferencia; pero pronto volví a enderezar aquél, y permití que
el cigarro volviera a su seria posición acostumbrada. Dí la espalda al hombre
delgado y entré en la sala de lectura; tomé un ejemplar del Galignami, y me
senté; y tardé cinco minutos en comprender que sostenía el periódico al revés.
Entonces me levanté abruptamente, me dirigí de nuevo hacia el hombre
delgado, y mirándolo con fijeza le dije:
—Le agradeceré que me diga... —pero al llegar a la última palabra mi
voz pareció a punto de extinguirse, y concluí de este modo... —:la hora.
El hombre delgado sonrió de un modo mefistofélico: sabía
perfectamente que yo no había ido a preguntarle la hora. Con súbita y violenta
resolución de no hacer el tonto, comencé a hablar una vez más sobre lo ocurrido
en la mesa de ruleta.
—La gente del Casino –dije- estará intrigada.
—Sí -contestó- ¡Los administradores se están ocupando del asunto, y
parecen bastante inquietos! Uno de ellos vendrá a visitarme esta tarde para
traerme un cheque por los importes de mis ganancias y preguntarme qué pienso
hacer. Por supuesto, han comprendido que puedo arruinarlos si me lo propongo;
pero mi conducta los ha desconcertado. Anoche, con sólo quererlo, habría podido
hacer saltar la banca en todas las mesas...pero no es ése mi propósito. Quiero
fastidiarlos. Si es usted un hombre curioso, le invito a presenciar la
entrevista.
Acepté ansiosamente... Cualquier cosa, con tal de distraerme. Después
del almuerzo acompañé al hombre delgado a su cuarto y quince minutos más tarde
vino el camarero para anunciar que un caballero deseaba hablarle.
—Hágalo subir- dijo.
El visitante entró.
—¿Usted está ansioso... muy ansioso por conversar conmigo? –dijo el
hombre delgado sentándose cómodamente en su sillón–. Lo escucho, pues; mi
amigo, aquí presente, no nos estorba; puede hablar libremente en su presencia.
El visitante titubeó, y por fin dijo:
—He traído a Monsieur las ganancias que olvidó
anoche en la mesa. Este cheque...
—¡Ah, muchas gracias! –dijo el hombre delgado—, pero en este momento
no lo necesito. Si quiere usted guardármelo... o, mejor aún, destinarlo a beneficio
de los pobres de los alrededores...¿eh?
El alto empleado del Casino parecía azorado y se pasaba los dedos por
la barba. Hubo un silencio, embarazoso para el funcionario; el hombre delgado,
en cambio, se esforzaba por reprimir una sonrisa.
—¿Monsieur se propone quedarse mucho tiempo en Montecarlo? –preguntó el alto empleado, muy incómodo.
—¿Monsieur se propone quedarse mucho tiempo en Montecarlo? –preguntó el alto empleado, muy incómodo.
— Pues... Aún no lo he decidido, en realidad –repuso alegremente el
hombre delgado.
—¡Ah! Entonces... ¿Monsieur se propone hacernos el honor
de visitar nuevamente nuestras mesas?
—Bueno, tampoco me he trazado ningún plan sobre ese particular.
El alto empleado seguía acariciéndose la barba con los dedos,
desolado; la expresión de ansiedad de su rostro era evidente y dolorosa. Miró
primero al hombre delgado y después a mí.
—Monsieur podría... este...¿quizá estaría dispuesto a aceptar un pequeño
convenio con respecto a su partida? –dijo por fin y con voz un tanto ronca-. La
administración siempre es liberal y...
—Oh, no necesito dinero –respondió jovialmente el hombre delgado-. Ya
lo habrán adivinado ustedes anoche, cuando abandoné mis ganancias.
—¡Eso es cierto, a fe mía! –dijo el funcionario-. Pero la verdad es
que... Monsieur parece gozar de muy buena estrella... una chance extraordinaria...
—Suerte, quiere decir usted, por supuesto. Pero no se trata de
suerte, mi querido señor; es simplemente, conocimiento del futuro... Eso es
todo... ¿Quiere tener la bondad de clavar la mirada en la esquina de esa casa
de la costanera? Yo le diré quienes van a pasar por ahí antes de que aparezcan.
Un hombre gordo con abrigo pardo... ahí lo tiene usted; tres señores y un
perrito... ahí están; un policía y un gendarme, llevando un paquete blanco; un
perro blanco; ahora pasará una mujer con una gran cesta.
No había la menor posibilidad de que el hombre delgado pudiera
ver a los peatones antes de que aparecieran por detrás de la casa. El alto
empleado del Casino palideció y se rascó la nariz.
—Ya ve usted –prosiguió el hombre delgado- que no es “suerte”.
¡Diablos, ojalá lo fuese! Bueno, quizás se le haya ocurrido a usted que puedo
predecir cada uno de los lances de las salas de juego –clavaba los ojos
centelleantes en el funcionario (cuyo rostro parecía más alargado por la
consternación que reflejaba), y parecía sonreír interiormente mientras hablaba
–que puedo comunicar ese conocimiento a otros... a todos los concurrentes a las
salas de juego...¿no es así? Podría hacer saltar la banca de todas las mesas,
todos los días, hasta que ustedes se vieran obligados a cerrar el negocio;
piense en eso, mi querido señor...¡cállese! Podría barrer con todo,
sin más trámite; ¡saque usted la cuenta! ¿O ya lo ha hecho?
Era indudable que el alto empleado lo había hecho; estaba mortalmente
pálido, y sus ojos parecían los de un loco; el hombre delgado, entretanto,
sonreía alegremente, erguido en su silla, y no le quitaba la mirada de encima.
—Pero... indudablemente... Monsieur.. .mon Dieu...¿Monsieur es
tan duro de corazón como para trazarse un plan tan terrible? ¿Hemos ofendido a Monsieur de
algún modo? Estamos a las órdenes de Monsieur. Cualquier cosa
que podamos hacer para serle gratos... cualquier cosa...¡estamos a su
disposición! ¿Monsieur querría aceptar una participación en la
empresa... una participación muy grande? ¿Una cuarta parte... la mitad? ¿Monsieur nos
hará el honor de integrar la administración?
El hombre delgado sonrió suavemente.
—¡Oh, cielos, no! –dijo complacido- no tengo ambiciones en ese
sentido. Realmente aún no tengo una plan definido. Quizá me divierta en las
mesas –el alto empleado hizo una mueca y sus dientes castañearon-, quizá nunca
vuelva a entrar allí. Sólo Dios lo sabe.
—Pero, por lo menos, ¿Monsieur me hará su promesa de
abstenerse de comunicar sus terribles predicciones a otras personas... a la
multitud? ¿Tendrá la bondad de prometerme que...?
—Oh, en realidad no puedo prometerle nada, ¿por qué habría de
hacerlo?
—Pero, reflexione usted... Usted no nos odia, ¿verdad Monsieur?
—Oh, no, Dios mío –dijo, muy satisfecho, el hombre delgado-. En
absoluto. Ustedes me han entretenido gratuitamente con espléndidos conciertos y
cosas parecidas. La administración me inspira simpatía. Cualquier cosa que yo
haga, tendrá el único propósito de divertirme... Claro está que las
consecuencias pueden ser desastrosas para ustedes, aunque con
esto no quiero decir que forzosamente han de serlo, ¿me comprende?
El alto empleado se levantó pálido y azorado. Se pasó la mano por la
frente húmeda de transpiración. Se encaminó a la puerta, titubeó, volvióse,
después hizo una reverencia y salió lentamente.
—La cosa atormentará a esta gente, ¿sabe usted? Estarán terriblemente
preocupados, ¿verdad? Eso es lo que quiero; los dejaré perplejos...¿comprende?
Seré una espada suspendida sobre su cabeza; ¡estarán siempre temblando de miedo
a que yo aparezca, a que organice una empresa para informar a los jugadores
cuáles son los números que van a ganar!
En su rostro consumido se dibujó una sonrisa. Luego añadió:
—A decir verdad, me iré esta noche; pero le diré al gerente del hotel
que tal vez regrese muy pronto, ¡ellos lo sabrán, y se divertirán
mucho!
Aquella noche no pude cenar; después, no logré mantener mi pipa
encendida; tampoco me fue posible oír el concierto del Casino; las palabras del
hombre delgado, “De eso le haré gracia, y ya tiene motivo para estarme
agradecido”, zumbaban en mi cabeza, hasta que al final me sentí mareado. Tres o
cuatro veces me dirigí a su puerta para buscarlo y suplicarle me dijera enseguida
qué era lo que me iba a ocurrir; pero no pude juntar valor para oírlo. Lo
detestaba, eso, sin embargo, no remediaba nada. Por la noche se iría... ¿y yo
lo dejaría ir, llevándose el secreto, para no verlo acaso nunca más? Entonces
me dije: “¡No seas necio! ¡Haz la cuenta de que todo esto es una estúpida
impostura o un sueño!” y me desvestí y acosté; pero inmediatamente torné a
levantarme y a vestirme. Él viajaría hacia el oeste, en el tren nocturno. Bajé,
pagué la cuenta y ordené que cargaran mi equipaje en el ómnibus que combinaba
con aquel tren.
Sonrió nuevamente cuando me vio subir al ómnibus, y dijo:
—Ha resuelto partir de forma muy inesperada, ¿verdad? Espero que no
haya recibido ninguna mala noticia.
En el tren abrí veinte veces la boca para preguntarle qué me
ocurriría de allí a tres años, y por fin la pregunta brotó tumultuosa de mis
labios.
—Oh... ¿eso? –dijo— ¿Aún no ha olvidado esas palabras lanzadas al
azar? Oh, vamos, hay que olvidarlas, no nos preocupemos por eso. ¡Ya lo sabrá a
su debido tiempo, se lo aseguro! –Sonrió y meneó varias veces la cabeza –Ahora
le diré lo que pienso hacer yo. Esto lo divertirá. En París hay un
multimillonario norteamericano que se ha embarcado en tremendas operaciones
financieras... Ha invertido todo su caudal en cierta especulación.
“Supe esta noticia por una carta de un amigo mío que vive en
París. El conocimiento de lo que sucede alrededor de mí en el presente sólo me
llega por las vías ordinarias; esta maldita enfermedad mía sólo me permite ver
el futuro... ¡condenado sea! Pues bien, preveo que esa operación rematará en el
más espantoso desastre, a menos que el norteamericano siga determinado curso de
acción; y yo le diré esto, pero no le diré cuáles son las providencias que debe
adoptar... ¿comprende? ¡Le haré salir canas verdes!
—¡Realmente es usted muy vengativo! –exclamé a pesar mío.
Toda su expresión cambió de pronto. Pareció desfigurarse víctima de
un terror invencible.
—Hace aproximadamente dos meses –dijo- la anticipación de lo que
ocurrirá dentro de siete años entró en mi espíritu por primera vez, como un
dardo. Lo que me espera es más terrible de lo que jamás hubiera imaginado... ¡y
ocurrirá! Tanto he pensado en ello estos dos últimos meses, que por
momentos me pregunto si no estoy loco. Antes de esa terrible enfermedad yo era
un hombre robusto... ¡Míreme ahora!
“Esto me ha agriado, me ha corroído. Suelo pasarme despierto la noche
entera, meditando en lo que vendrá hasta que a veces cedo al impulso de gritar.
“Me he tornado maligno: mi única diversión es hacer sufrir a los
demás un poco de lo que yo sufro. Recurro a ese entretenimiento para no pensar
en mi propia angustia. Ahí tiene usted su caso, por
ejemplo...eso que le ocurrirá a usted dentro de tres años, el
19 de marzo... No lo olvide...¡el 19 de marzo! No es tan horrible como mi
propio destino... ¡pero, en conciencia, mi querido señor, es lo bastante atroz
como para estremecerse! No puede usted evitarlo, es indudable que ocurrirá...
pero ¡vamos! Es una de esas cosas en las que más vale no insistir; olvidémosla,
pues y pasemos a otro asunto. Vea usted a ese jefe de estación, ahí parado:
dentro de tres semanas le sucederá algo muy agradable; en realidad, me gustaría
bajar y decírselo todo, pero no hablo muy bien el francés. Bueno, bueno, ahora
lamento no saberlo; ¡qué desventaja tan grande el no saber hablar un idioma!”
Dejé que siguiera parloteando, pero sin oír lo que decía. ¿Debía
negarme a conocer mi destino, descender en la primera estación y
escapar precipitadamente? ¿O suplicarle que me lo dijera por el amor de Dios?
¿O quizá obligarlo a que me lo revelara, amenazando matarlo a
menos que? ¡Bah! Él sabía que yo no podía matarlo; sabía que le quedaban siete
años de vida, por lo menos... hasta que le sobreviniera aquella calamidad.
Restaurante Le Train Bleu en La Gare de Lyon |
¡De manera, pues, que allá estaba ese 19 de marzo, para el que sólo
faltaban tres años, suspendido sobre mí! Luché duramente por apartar la idea de
mi espíritu, ocupándome en toda clase de cosas; pero el recuerdo volvía a
intervalos con tanta fuerza que durante semanas enteras no lograba conciliar el
sueño por las noches. Comencé a encanecer prematuramente, y mi cara se tornó
descolorida y surcada de arrugas.
Mis amigos me dijeron que presentaba un aspecto lamentable; y mi
invencible melancolía los apartaba de mi lado.
Un día viajaba en el Ferrocarril del Distrito, frente a
frente con el único ocupante del coche. Era un hombre regordete, de aspecto
satisfecho; tenía un aire que me pareció familiar. De pronto comenzó a mirarme
con fijeza; después una expresión de gran angustia mental pasó por
su rostro.
—¿Estuvo usted alguna vez en Montecarlo? –preguntó.
Una convicción crecía en mi espíritu.
—Sí
–repliqué- ¡infortunadamente para mí!
Colocó
nerviosamente su mano sobre la mía; parecía muy apiadado.
—¿En
marzo... hace dos años? – preguntó.
—Sí...
¡maldito sea el día!
—¿Me
conoce usted? –preguntó con voz temblorosa.
—Sí –respondí, casi a gritos, incorporándome-. Usted es el monstruo
que... ¿Me dirá ahora lo que va a ocurrirme dentro de un año... el
19 de marzo?
Guardó silencio; se pasó la mano por la frente, como esforzándose
ahincadamente por recordar; y después me miró de un modo tan indefenso, tan
lleno de remordimiento, tan suplicante, que sentí que mi expresión de odio
mortal se mitigaba y mis puños cerrados se abrían. Volvió a poner su mano sobre
la mía, y dijo con voz desfalleciente:
—No puedo recordar nada, ninguna de las cosas que preví durante mi
enfermedad.
Al regresar
a Londres mi mente curó de su estado anormal, y todo el futuro se
desvaneció. Recuerdo que predije algo que le ocurriría a usted en alguna fecha
dada, pero eso es todo.
Me miró y se estremeció; no era necesario que me dijese cuán cambiado
me encontraba .
—¡Haga la prueba! –dije roncamente.
Una vez más trató de recordar...pero en vano. De pronto se me ocurrió
que ahora había llegado mi oportunidad de vengarme; evidentemente había olvidado
que a él también le aguardaba un horrible destino de allí a cinco años. Sonreí
interiormente, con demoníaco placer, y comencé a elegir las palabras con que le
recordaría la futura catástrofe... pero él seguía mirándome con aquel derrotado
gesto de arrepentimiento y piedad; y me fue imposible decírselo. Se cubrió el
rostro con las manos, y las lágrimas corrieron por entre sus dedos. Yo guardaba
silencio.
—¿Por qué no me mata? –dijo.
Más tarde, animándose súbitamente añadió:
—Quizá esa visión del futuro no era más que una fantasía...¡una
simple alucinación mental! Seguramente... ¡es imposible que haya sido otra
cosa!
—¿Recuerda usted los números de la mesa de ruleta? –dije- ¿Y la gente
que pasaba por la rambla? ¿Y el telegrama del alemán?
—Haré lo posible por recordar –dijo-. Día y noche trataré de
recordar. Aquí tiene mi dirección... Venga a quedarse conmigo; de ese modo, si
en algún momento surge el recuerdo, estará usted cerca para oírlo. ¡Qué demonio
debo haber sido por aquella época...! Quisiera saber por qué. ¿Qué pudo
cambiarme de ese modo? ¡Eso era ajeno a mi naturaleza!
Aquella era mi oportunidad para iluminarlo; pero guardé silencio.
Hace un año que trata de recordar, incesantemente. Está otra vez
devorado por la inquietud, casi tanto como cuando lo conocí.
Los tres últimos meses he permanecido constantemente a su lado,
escrutando su rostro para descubrir la primera vislumbre del recuerdo; pero en
vano. Una y otra vez, en mis momentos de horror, he estado a punto de decirle
cuál es el destino que a él le aguarda, dentro de cuatro años... pero no lo he
hecho. A veces me siento medio loco. Estoy muy enfermo y me he convertido en un
anciano de treinta y cuatro años. El está sentado, junto a mí, sosteniéndome la
mano, y me lee un libro.
De tanto en tanto lo recorre un estremecimiento,
deja de leer, se pasa la mano por el entrecejo fruncido. El sol se pone en un
banco de nubes. Hoy es el l8 de marzo.
Rodolfo J. Walsh incluyó este cuento en su Antología del Cuento Extraño y redactó esta introducción:
"Los mejores cuentos fantásticos no pertenecen a los autores más famosos (recuérdense las tibias incursiones de Dickens o Walter Scott) . Donde ellos suelen fracasar, escritores más oscuros consiguen a veces dejar por lo menos un relato memorable. Quizá sea éste el caso de J. F. SULLIVAN, de quien no hemos podido obtener datos biográficos. Sabemos solamente que "El Enfermo" se publicó por primera vez en 1894, en la revista londinense "Strand Magazine" —la misma que hizo célebre a Sherlock Holmes— y que Dorothy Sayers lo recogió en su antología Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror.
"Los mejores cuentos fantásticos no pertenecen a los autores más famosos (recuérdense las tibias incursiones de Dickens o Walter Scott) . Donde ellos suelen fracasar, escritores más oscuros consiguen a veces dejar por lo menos un relato memorable. Quizá sea éste el caso de J. F. SULLIVAN, de quien no hemos podido obtener datos biográficos. Sabemos solamente que "El Enfermo" se publicó por primera vez en 1894, en la revista londinense "Strand Magazine" —la misma que hizo célebre a Sherlock Holmes— y que Dorothy Sayers lo recogió en su antología Great Short Stories of Detection, Mystery and Horror.
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