Edward Kelly y John Dee |
En Santiago había un deán que tenía gran deseo de saber el arte de la nigromancia. Oyó decir que don Ilián de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó a Toledo
enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una cámara muy
apartada. Este lo recibió con bondad, le dijo que postergara el motivo de su
visita hasta después de almorzar. Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo
que lo alegraba mucho su venida. Después de almorzar, el deán le refirió la
razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don lllán
le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y
que temía ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca
olvidaría aquella merced y que estaría siempre a sus ordenes.
Ya arreglado el asunto,
explicó don Illán que las artes mágicas no podían aprenderse sino en lugar
apartado, y tomándolo por la mano lo llevó a una pieza contigua en cuyo piso
había una gran argolla de hierro. Antes le dijo a una sirvienta que trajese
perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandara.
Levantaron la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra
bien labrada hasta que al deán le pareció que habían bajado tanto que el lecho
del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera había una celda y luego una
biblioteca. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres,
con una carta para el deán escrita por el Obispo su tío, en la que le hacía
saber que estaba muy enfermo y que si quería encontrarlo vivo no demorase.
Al deán lo contrariaron mucho
estas nuevas, lo uno por la dolencia de su tío, lo otro, por tener que
interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la mandó al Obispo.
A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en
las que se leía que el Obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor, y
que esperaban por la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que
no se molestara en venir, puesto que parecía mucho mejor que lo eligieran en su
ausencia.
A los diez días vinieron dos
escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron sus manos y
lo saludaron Obispo. Cuando don Illán vio estas cosas, se dirigió con mucha
alegría al nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas
llegaran a su casa. Luego le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos.
El Obispo le hizo saber que había reservado el decanazgo para su propio hermano
pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis
meses el Obispo recibió mandaderos del Papa, que le ofrecía el Arzobispado de
Tolosa, dejando en sus manos el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo
esto, le recordó la antigua promesa y le pidió ese título para su hijo. El
Arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio tío,
hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen
juntos para Tolosa. Don Illán tuvo que asentir.
Fueron para Tolosa los tres,
donde los recibieron con honores y misas. A los dos años el Arzobispo recibió
mandaderos del Papa, que le ofrecía el capelo de Cardenal, dejando en sus manos
el nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto le recordó la antigua promesa
y le pidió ese título para su hijo. El Cardenal le hizo saber que había
reservado el Arzobispado para su propio tío, hermano de su madre, pero que
había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para Roma. Don Illán tuvo
que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los recibieron con honores y
misas y procesiones.
A los cuatro años murió el
Papa y el Cardenal fue elegido para el Papado por todos los demás. Cuando don
Illán supo esto, besó los pies de Su Santidad, le recordó la antigua promesa y
le pidió el Cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó con la cárcel,
diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había
sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a
España y le pidió algo para comer durante el camino. El Papa no accedió.
Entonces don Illán dijo con una voz sin temblor:
—Pues tendré que comerme las
perdices que para esta noche encargué. —La sirvienta se presentó y don Illán le
dijo que las asara. A estas palabras, el Papa volvió a hallarse en la celda subterránea, solamente deán de Santiago, y tan avergonzado de su ingratitud que
no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su
parte de las perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje
y lo despidió con gran cortesía.
El Brujo Postergado. Del Libro de Patronio, 1575, del infante don Juan Manuel, que lo derivó de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches)
versión de Jorge Luis Borges que lo incluyó en el apéndice Etcétera de su libro Historia universal de la infamia, 1954
versión de Jorge Luis Borges que lo incluyó en el apéndice Etcétera de su libro Historia universal de la infamia, 1954
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