de Abelardo Castillo
Y
sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o
simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada
(creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama,
arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces
me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo
fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del
hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con
un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí,
llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez
más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la
mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará
para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al
hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza
rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el
esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la
infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho
más bella y perversa que la historia original. Inútilmente, traté de
reescribirla.
Como
si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de de narrar la sigilosa
inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida
en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la
oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio
sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor
y a la venganza.
Me
sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras
hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las
panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente.
Más
que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había
leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí
por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una
corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante
como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa
misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después,
lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más
a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga
con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura
al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue
como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta
mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación.
"Estás cansado", me dijo, "no te quedes despierto hasta muy
tarde." Respondí que no estaba cansado,
dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la
frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo
haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al
descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa,
sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones
(el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un
hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién?
Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de
una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe
que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que
cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por
primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba
a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie
de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se
abandonan una noche al caos y deben descolgar
un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra
él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a
estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar
siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la
oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio
de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por
cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque
ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido
en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es
capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la
oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a
oscuras, en silencio.
Creí
o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi
historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce
y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no
sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un
temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la
tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la
noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad
(o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla
por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro
símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los
cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo
y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace
muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con
alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la
marcha en la oscuridad.
Y
sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o
simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo
allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé
que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
Hernán Isnardi en su revista La Máquina del Tiempo define de un tirón la prosa de Castillo:
"Prosa fácil de leer, cuidada hasta el estupor, tan cuidada que el lector jamás tropieza. No siente que lee; la vive. Paradójicamente ése es el inequívoco indicio de la excelencia de un libro: olvidar que se está leyendo."
"Prosa fácil de leer, cuidada hasta el estupor, tan cuidada que el lector jamás tropieza. No siente que lee; la vive. Paradójicamente ése es el inequívoco indicio de la excelencia de un libro: olvidar que se está leyendo."
En "Ser escritor" (Seix Barral) el autor se confiesa:
-Una palabra innecesaria puede estropear un buen cuento; una página innecesaria estropea a un buen lector.
***
-En cuarenta años de literatura aprendí dos o tres cosas más, pero, por decirlo así, son de orden moral. Por ejemplo: corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual.
-Una palabra innecesaria puede estropear un buen cuento; una página innecesaria estropea a un buen lector.
***
-En cuarenta años de literatura aprendí dos o tres cosas más, pero, por decirlo así, son de orden moral. Por ejemplo: corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual.
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