de Vicente Amorin
El director ha intentado algo simbólico en los momentos de clímax, en los cuales el protagonista escucha una música irreal. Quizás una advertencia o su conciencia aislándolo tras un cristal. Pero el relato aparece fallido. Una buena idea que no llegó a buen puerto.
John Halder (Viggo Mortensen), profesor de literatura en la Alemania de los años 30, es un "buen" (good) ciudadano que intenta navegar en la marea nazi que se propala. Tiene una mujer neurótica y, sobre todo, una madre con demencia senil. Con esta experiencia publica un libro donde defiende la tesis de la eutanasia compasiva. A partir de ello el régimen comienza a utilizarlo en su provecho. Aunque él no quiere inmiscuirse, comienza aceptando favores y prestando servicios aparentemente irrelevantes.
Poco a poco y sin plena conciencia adquiere un cierto status en las SS. Aunque se empecina en intentar salvar a su mejor amigo -judío- finalmente le exigen participar en la Noche de los cristales rotos. Ese plano, cuando se está vistiendo con las ropas negras y las insignias nazis frente al espejo, resume toda la película.
De todos modos hay que decir que la gradación, el deslizamiento hacia el horror está presentado como a trompicones, de forma poco verosímil. Hay tanta distancia entre su propio reconocimiento y la cruda realidad que resulta absurdo o directamente tontorrón.
El mensaje está claro. La tibieza hace que te hundas en arenas movedizas. La secuencia final, cuando está de visita en un campo de exterminio y ve los montones de cuerpos hacinados, por fin hace quebrar sus defensas. Hace que todo se revele y tenga que reconocer su error, su terror.
Poco a poco y sin plena conciencia adquiere un cierto status en las SS. Aunque se empecina en intentar salvar a su mejor amigo -judío- finalmente le exigen participar en la Noche de los cristales rotos. Ese plano, cuando se está vistiendo con las ropas negras y las insignias nazis frente al espejo, resume toda la película.
De todos modos hay que decir que la gradación, el deslizamiento hacia el horror está presentado como a trompicones, de forma poco verosímil. Hay tanta distancia entre su propio reconocimiento y la cruda realidad que resulta absurdo o directamente tontorrón.
El mensaje está claro. La tibieza hace que te hundas en arenas movedizas. La secuencia final, cuando está de visita en un campo de exterminio y ve los montones de cuerpos hacinados, por fin hace quebrar sus defensas. Hace que todo se revele y tenga que reconocer su error, su terror.
El director ha intentado algo simbólico en los momentos de clímax, en los cuales el protagonista escucha una música irreal. Quizás una advertencia o su conciencia aislándolo tras un cristal. Pero el relato aparece fallido. Una buena idea que no llegó a buen puerto.
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