La reciente lectura de El gabinete de un aficionado de Georges Perec, me ha traído a la memoria la exposición Metapintura. Un viaje a la idea del arte que el Museo del Prado montó entre 2016 y 17, comisariada por Javier Portús. Tanto el libro como la exposición versan sobre el mundo del arte desde un punto de vista autorreferencial que incluye asuntos tan sugerentes como una reflexión sobre el sentido del arte y la representación por un lado y el papel del artista por otro, haciéndose presente dentro de su obra y como comentarista y crítico del tiempo en que vive.
También contemplaban el libro y la exposición una sección referencial sobre lugares del arte, como talleres de artista y galerías de coleccionista; pero este asunto lo dejaré hoy de lado.
En aquella exposición se planteaba cómo la pintura se ha referido a sí misma a lo largo del tiempo, simbolizando su función y poder. Recuerdo que la exposición se abría de forma rotunda con una imagen del mismísimo Dios Padre pintando, enunciando así el origen divino de la pintura en una obra autorreferencial explícita. Aunque otros conectan este origen con el mito de Narciso, quien alumbraría la pintura al contemplar su reflejo en una fuente. Lo cierto es que Narciso acabó ahogado en su propio reflejo, mientras que el arte pictórico se venido reafirmando durante siglos sin olvidarse nunca de practicar una reflexión sobre sí mismo.
Tanto la exposición citada como el libro de Perec nos muestran la relación entre el arte, el artista y la sociedad a través de asuntos tan estimulantes como los cuadros dentro del cuadro a modo de autorreferencia y también como nexo con la tradición pictórica; los intentos de romper el espacio pictórico para implicar al espectador y finalmente la presencia cada vez mayor de la subjetividad del artista, sobre todo desde la Ilustración, cuando los autorretratos comienzan a ser comunes. A partir de entonces los pintores se convierten en personajes públicos, con un cierto estatus social. No es escasa la presencia de espejos en los escenarios de este tipo de lienzos, los cuales inducen al espectador a la reflexión sobre el acto de ver, las leyes de la representación y el papel que juega la propia pintura.
Norman Rockwell - Triple self portrait (1978) |
Retrato de una artista pintando su autorretrato - Jean Alphonse Roehn(1799-1864) |
No pretendo redactar aquí un ensayo sobre el tema puesto que esta entrada es simplemente una coda del libro El gabinete de un aficionado; sino recrearme en algunos cuadros que desarrollan asuntos tan sugerentes.
En este itinerario de metapintura ocupan un lugar central dos obras de Velázquez, Las Meninas, una pintura autorreferencial y Las Hilanderas, por cuanto nos ofrece una compleja lectura sobre la tradición pictórica y la propia esencia de la pintura. Asimismo creo necesario traer a colación el Taller del Pintor, de Courbet, donde encontramos tanto el retrato del propio pintor como el comentario y crítica de la sociedad en que vive; y no puede faltar en esta selección la presencia de un maestro como Goya, que se convirtió en tema de sus obras en los más de 20 autorretratos que pintó, donde podemos asistir tanto a su evolución física como espiritual. También nos ofreció sus más íntimas pesadillas y su crítica social en la pinturas negras, Los caprichos o Los desastres de la guerra. Dice Javier Portús en su libro que con Goya acaba el mundo moderno y comienza el contemporáneo, al perder su aura mágica las imágenes religiosas e incorporar la subjetividad a sus telas.
Finalmente incluiré a dos artistas mujeres que fueron capaces de expresar con éxito sus mundos e inquietudes en un mundo predominantemente masculino: Sofonisba Anguissola y Frida Kahlo. En sus obras encontramos la fuerte presencia de su propia efigie y subjetividad, sin renunciar a un enjundioso estilo.
Goya - Autorretrato, 1815 |
Goya - Pinturas negras: detalle de "La romería de S. Isidro" |
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Por supuesto ha de ocupar un lugar central en este comentario Las Meninas, de Velázquez, por la novedosa presencia del pintor en el cuadro y también por incorporar audazmente al observador, rompiendo así el espacio estrictamente pictórico.
Espacio y luz se convierten en el verdadero tema del cuadro gracias al genio artístico de Velázquez, pero uno de los asuntos más originales tiene que ver con el juego de espejos y miradas que contiene, lo que la convierte en una pintura autorreferencial.
Velázquez - Las Meninas, 1656 |
Como espectadores nos sentimos observados fijamente por Velázquez; aunque se supone que está mirando a los reyes que están posando para el lienzo que está pintando. Nuestra visión de la escena es la misma que la de los reyes que están siendo retratados y que aparecen reflejados en el espejo del fondo, lo cual crea una extraña paradoja: el cuadro que vemos no es el que está pintando Velázquez, sino todo lo que hay detrás y alrededor del pintor. Esto es un cambio trascendental ya que los reyes quedan relegados al fondo de un cuadro que representa el mundo real integrando, además, al pintor que ejecuta la obra y también al espectador.
Velázquez logró ampliar el espacio de la representación mediante recursos como la puerta abierta en el fondo, el espejo y el juego de miradas de los distintos personajes. De ese modo, el espacio se prolonga hacia atrás y hacia el frente de la obra.
"Las hilanderas" por su parte es una pintura sobre la Pintura y también sobre la tradición pictórica y las posibilidades del arte, lo que convierte al cuadro en una narración muy sofisticada. Javier Portús la designa como "una de las composiciones de mayor contenido metapictórico" ya que, por primera vez en la historia, para comprender una pintura es necesario conocer otra, la que figura bosquejada al fondo en forma de tapiz.
El lienzo de "Las Hilanderas" nos muestra dos planos, en el primero vemos el taller de las hilanderas con cinco personajes y en el segundo otras cinco figuras les dan la réplica situadas ante el tapiz del fondo. Un buen conocedor del arte adivinará en el tapiz un cuadro de Tiziano titulado El rapto de Europa, donde Zeus se convierte en toro para raptar a la ninfa Europa. Rubens realizó una copia muy fiel al original que se encuentra en el Museo del Prado.
Velazquez - Las Hilanderas o La fábula de Aracne (1655-1660) |
Los dos planos, el primero realista y el segundo mitológico, se complementan con el tapiz del fondo, de carácter histórico-artístico, para articular entre los tres una compleja narración que incluye una reflexión sobre las posibilidades del arte pictórico.
La iluminación guía nuestra atención desde la hilandera de la derecha en primer plano, hasta la que aparece a nuestra izquierda, apartando el cortinaje como invitándonos a entrar en la escena. Es precisamente en el segundo plano donde se desarrolla la fábula de Aracne, en una atmósfera etérea propiciada por una luz en diagonal que crea una escena casi irreal donde aparece la diosa Palas Atenea, ataviada con armadura y casco.
La fábula de Aracne se describe en Las metamorfosis de Ovidio y trata de un joven lidia con fama de tan buena tejedora que hizo que la diosa Atenea, inventora de la rueca, se sintiera celosa retando a la joven para ver quien era más diestra tejiendo un tapiz. Esta joven sería la que se afana en primer plano a la derecha, mientras que la diosa Atenea finge ser la anciana de la izquierda con embozo y falsas canas, aunque Velázquez la delata por la tersura con que pinta su pierna. Cuando Aracne presenta su obra la diosa se enfurece con ella por representar la infidelidad de su padre y por su maestría en la ejecución del tapiz; motivo por el cual la castiga convirtiéndola en araña y condenándola a tejer eternamente.
Javier Portús cita a J. Pérez de Moya, autor de Philosophi Secreta, para concluir que el episodio de Aracne y la estructura narrativa del cuadro propicia una lectura autorreflexiva del cuadro en torno a la importancia y posibilidades de la pintura. Esta clave artística gira en torno a la perfectibilidad eterna del arte pictórico, ya que Aracne es capaz de competir nada menos que con una diosa, lo que elevaría al arte pictórico desde su consideración artesanal hasta la de un arte noble, intelectual y liberal. La escalera presente en la escena vendría a representar esta progresión en el conocimiento.
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No es menos complejo el cuadro "El taller del pintor", de Courbet, cuyo subtítulo ya es sintomático: "alegoría real, determinante de una fase de siete años de mi vida artística (y moral)". Courbet era apasionado, polémico y le encantaba escandalizar como se puede apreciar en cuadros como "El desesperado" o "El origen del mundo". "Si dejo de escandalizar, dejo de existir" llegó a decir. Era un defensor del socialismo y participó en la Comuna de París. Su cosmovisión y su sensibilidad social determinaron su proceso creativo. Esta monumental obra de "El taller del pintor" -359 cm x 598 cm- que cuenta con figuras a tamaño natural, fue creada para la gran Exposición Universal de París de 1855, aunque su comité de selección la rechazó.
Courbet se representa a sí mismo pintando en su estudio rodeado de un grupo de personas a la izquierda y de otro a la derecha. Él es el fundador del Realismo en pintura, movimiento que se opone a la idealización con que el Romanticismo muestra el mundo y los hechos sociales; de ahí que represente al grupo de la izquierda como los desposeídos y perdedores de la sociedad de su tiempo. Según los describió él mismo "el mundo de la vida ordinaria: las masas, la miseria, la pobreza, la riqueza, los explotados, los explotadores, los que prosperan con la muerte». Mientras que a la derecha sitúa a «mis amigos, colegas y amantes del arte», doce personajes entre los que encontramos a su amigo, el poeta Charles Baudelaire, leyendo un libro.
Aunque Courbet era abiertamente realista, sus pinturas a menudo presentan aspectos simbólicos, como la modelo desnuda que está junto al pintor que suele ser interpretada como una encarnación de la Verdad o la Realidad. También el niño que observa de cerca su trabajo suele identificársele con la Inocencia. Hay otros símbolos como el puñal que representa la poesía romántica, el San Sebastián que está velado tras el lienzo y que representa la pintura academicista o una irlandesa dándole el pecho a un niño que hace alusión a la gran hambruna de 1845 en Irlanda.
La figura de la izquierda en primer plano, sentada con los perros de caza, ha sido identificada de manera convincente como el emperador Napoleón III, nieto de Napoleón Bonaparte. Asumió el título de emperador en 1852 y su política dictatorial estableció una fuerte censura; aunque el pintor se permitió saltársela convirtiendo al emperador en un cazador furtivo.
El autorretrato de Courbet incluido en la obra anterior me lleva hasta ese tipo de cuadros en que el artista se pinta a sí mismo y que en muchas ocasiones rompen la "cuarta pared" para mirar directamente al espectador. Esta mirada establece una relación súbita entre el artista y el observador al que hace partícipe de la obra susurrándole sus anhelos y pasiones. Cabe pensar si la mirada que nos interpela es de complicidad, búsqueda de empatía o supone el aviso de un reto.
Alberto Durero - Autorretrato (1498) |
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Hablemos ahora de un autorretrato que encubre su condición.
Sofonisba Anguissola nació Cremona en 1527 y fue la pintora italiana más famosa del Cinquecento en Italia y España. Se formó con Bernardino Campi y pronto superó en fama a su maestro trasladándose a Madrid, donde recibiría numerosos encargos de Felipe II. El propio Giorgio Vasari dedicó alabanzas a su obra. La ausencia de firma en sus cuadros ha dificultado la identificación de sus obras de modo que, hasta fechas muy recientes, habían sido atribuidas a otros pintores de la Corte de Felipe II.
El cuadro reproducido más arriba supone un reto técnico notable. Es un doble retrato en el que aparece un pintor en plena ejecución de un retrato de mujer, pero en esta apariencia de roles nada es lo que parece. El juego de miradas que parecen cruzarse entre las personas retratadas y las que imaginamos fuera del cuadro es uno de sus elementos más inquietantes; porque la retratada es la que en realidad está pintando el cuadro, mientras que el pintor que aparece es el retratado. Podemos imaginar que las mismas personas retratadas se encuentran frente al cuadro dando la espalda al espectador, donde se reflejan como en un espejo, pero con la actividad cambiada: quien pinta es ella y quien mira es él que además es su maestro. Una demostración de lo que hoy llamamos empoderamiento.
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Los pintores convertidos en protagonistas de sus obras mediante el autorretrato darían para una extensísima tesis donde aparecerían Jan Van Dyck, Rembrandt, Durero, Bernini, Murillo, Velázquez, Goya, Sofonisba Anguissola... pero también y sobre todo, creadores de un volcánico siglo XX en el que los artistas colocaron muchas veces sus rostros y su intimidad más tormentosa en el centro de su obra. Así lo demuestran los más de 40 autorretratos que pintó Vincent van Gogh o los más de 50 que pintaron Frida Kahlo o Lucian Freud; sin olvidar a autores como Picasso, Modigliani, Gauguin, Francis Bacon o Egon Schiele. "Busco una semejanza más profunda que la obtenida por el fotógrafo", llegó a escribir en una carta van Gogh.
Lucian Freud - Pintor trabajando, Reflexión |
Lucian Freud fue uno de los grandes pintores de retratos y autorretratos del siglo XX. Se pintó a sí mismo obsesivamente durante seis décadas. Como ocurre con Van Gogh o Schiele, Freud nos legó una completa autobiografía visual de su vida. Sus retratos y autorretratos se caracterizan por una honestidad descarnada que revelan una introspección e intensidad psíquica notoria. Es muy característica su pintura carnal, gruesa y texturizada que va acompañada de un magistral equilibrio de la luz y la sombra.
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Frida Kahlo - Autorretrato con pelo corto (1940) |
Frida Kahlo expresó en sus numerosos autorretratos el dolor y las turbulencias que agitaron su vida en forma de accidente de tráfico, abortos, problemas con el alcohol, crisis de celos y una relación tormentosa con el muralista Diego Rivera.
Este autorretrato lo realizó justo después de su divorcio con Diego Rivera y representa el cambio que encaró su vida. Kahlo viste un traje de hombre, lo más seguro de su exmarido y en la parte superior del lienzo coloca los versos de una canción mexicana: “Mira que si te quise, fue por el pelo / ahora que estás pelona, ya no te quiero". El divorcio y el corte de pelo denotan humillación, pero en cambio Frida posa orgullosa y retadora. El mensaje de rebelión y autoafirmación es para los demás y para ella misma. Si la femineidad (traje) y la belleza (cabello) la convierten en una persona servil y dependiente, Frida se deshace de ellas para reafirmar su libertad y su talento.
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Para acabar esta entrada menos traviesa que el libro de Perec pero espero que no menos especulativa, no quisiera olvidar el viejo asunto de representar lo representado, el cuadro dentro del cuadro, que tanto juego da en el libro citado, donde el lienzo que representa a un coleccionista contemplando la galería de sus cuadros se incluye a sí mismo en un juego autorreferencial capaz de crear un bucle prodigioso. Creo que Renée Magritte es capaz de comentar lo mismo pero yendo mucho más allá.
Renée Magritte - La condición humana, 1933 |
Por ejemplo en su cuadro La condición humana, donde estamos ante una ventana desde la que observamos el exterior. Todo es aparentemente normal, preciso y estático. A través de la ventana se ve el paisaje y el cielo; pero hay un elemento disruptor: un caballete con un lienzo cuyo tema pintado coincide milimétricamente con el paisaje y el cielo que esconde y a la vez suplanta. Sólo el borde tachonado del bastidor delata el lienzo como un elemento intermedio entre lo que observamos y la realidad. La lógica y la simetría nos asegura una continuidad y una concordancia entre lo pintado y lo real; pero esto no deja de ser más que una suposición.
El título, La condición humana, nos traslada la reflexión del artista en cuanto a que estamos dispuestos a ver lo visible y a creer que vemos lo invisible. En cambio la obra siembra la duda sobre la capacidad de aprehensión de la realidad y nos invita a ir más allá de la mirada, a investigar ese nexo que es el lienzo entre la realidad, su significado y su representación.
Joseph Kosuth - One and Three Chairs, 1965 |
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