sábado, 14 de septiembre de 2019

EN EL CAMINO de BRIGHTON - de Richard Middleton


Serie Narraciones Extraordinarias



On the Brighton road, Richard Middleton (1882-1911)



     El sol había trepado lentamente por entre las blancas y agrestes colinas, hasta desparramarse, sin el misterioso ritual de la aurora, sobre un centelleante mundo cubierto de nieve. Durante la noche había caído una fuerte nevada y los pájaros, que iban dando saltitos de un lado a otro sin apenas fuerza vital, no dejaban rastros de su paso sobre la tierra plateada. En algunos sitios los setos irregulares rompían la monotonía de la blancura que ocultaba los colores del mundo y sobre su cabeza el cielo cambiaba del naranja al azul profundo, y de ése a otro tan pálido que parecía una cortina de finísimo papel y no un espacio infinito. El viento frío y silencioso se colaba entre los campos llanos, barriendo la nieve de los árboles en delgadas nubes de polvo, aunque apenas, agitaba las hojas de los setos. En cuanto el sol dejó atrás la línea del horizonte, pareció trepar en el cielo con mayor rapidez, y según ascendía comenzó a diseminar un calor que se mezclaba con el arrebato del viento. 
     Debió de ser esta extraña alternancia de calor y frío la que interrumpió su ensoñación, pues se puso a luchar durante un rato con la nieve que le cubría, como un hombre que está en la cama y se siente incómodo con las mantas que le tapan, y luego se irguió con la mirada perdida e indecisa.
     -¡Por Dios! Creía que estaba en la cama -se dijo a sí mismo mientras contemplaba el solitario paisaje-, y sin embargo, he estado aquí afuera todo el tiempo.
     Estiró los brazos y se puso en pie lentamente, sacudiéndose la nieve del cuerpo. Mientras lo haía el viento le dio de lleno y comenzó a temblar, lo cual le hizo darse cuenta de que su lecho había sido cálido.
     -Bueno, me encuentro bastante bien -pensó-. Supongo que hasta tengo suerte de conseguir levantarme en un sitio así. Pero también mala suerte... ahora tengo que regresar.
     Se puso a mirar el paisaje y vio las colinas que brillaban sobre el azul del cielo como una postal de los Alpes.
  -Supongo que son otros sesenta kilómetros -siguió cavilando sombríamente-. Sólo Dios sabe cuántos hice ayer. Caminé hasta que ya no pude dar un paso más, y ahora debe de estar a unos veinte kilómetros de Brighton. ¡Maldita nieve, maldito Brighton y maldito todo!.
     El sol siguió subiendo en el cielo, cada vez más y más alto, y él comenzó a andar pacientemente por el camino, de espaldas a las colinas.
     -¿Estoy o no feliz de que tan sólo fuera un sueño? ¿Lo estoy o no lo estoy? ¿Lo estoy o no lo estoy?
     Sus pensamientos parecían marchar al son regular de sus pasos, y apenas se sentía capaz de buscar una respuesta adecuada a la pregunta. Le bastaba con seguir caminando.

     Al poco, nada más pasar perezosamente delante del tercer mojón que le indicaba que ya había recorrido cinco kilómetros, adelantó a un muchacho que se había parado a encender un cigarrillo. no tenía abrigo y parecía increíblemente frágil allí, en medio de la nieve.
    -¿Va usted de camino, jefe? -preguntó con voz ronca, cuando pasó delante.
     -Eso creo -respondió el vagabundo.
     -¡Oh! En ese caso podría hacer un trecho con usted, si no va demasiado rápido. Se siente uno muy solo caminando sin compañía a esta hora de la mañana.
     El vagabundo asintió y el chico comenzó a cojear andando a su lado.
     -Tengo dieciocho años -dijo, sin venir a cuento-. Apuesto a que pensaba que era más joven.
     -Te había echado unos quince.
    -Pues habría perdido la apuesta. Dieciocho cumplí en agosto. ya llevo seis años en el camino. Cuando era pequeño me escapé de casa cinco veces, pero los policías siempre volvían a encontrarme. Se portaban muy bien conmigo, aquellos policías. Ahora ya no tengo ninguna casa de la que escapar. 
     -Ni yo tampoco -dijo con calma el vagabundo.
   -Oh, claro, yo sé quién es usted -jadeó el muchacho-. Usted es un caballero venido a menos. Esto es más duro para usted que para mí.
     El vagabundo echó una mirada al endeble y cojo muchacho y disminuyó su marcha.
     -No he estado tanto tiempo como tú en esta situación -admitió.
     -No, ya lo sé, se nota en su manera de andar. Aún no está muy cansado. ¿A lo mejor espera algo al final del camino?
     El vagabundo reflexionó un momento.
     -No lo sé -respondió con acritud-. Siempre espero que ocurra algo.
    -Se le irá pasando -comentó el chico-. En Londres no hace tanto frío, pero también es más difícil encontrar comida. En realidad allí no hay mucha.
    -Sí, pero a lo mejor es posible encontrar a alguien que te entienda...
    -La gente del campo es mejor -interrumpió el chico-. La noche pasada dormí en una cuadra sin pagar nada, junto con las vacas, y esta mañana el granjero me despertó y me dio té y galletas porque era pequeño. Aquí me defiendo bien; pero en Londres, sopa todas las noches en la Beneficencia, y el resto del día los policías encima de ti mandándote de un lado a otro.
   -Ayer por la noche me desplomé al borde del camino y me quedé dormido allí mismo. Es un milagro que no esté muerto -dijo el vagabundo.
     El muchacho le miró fijamente.
     -¿Y cómo sabe que no lo está? -preguntó.
     - No veo que esté muerto -respondió el vagabundo después de un rato.
   -Le voy a decir algo -habló el chico con voz ronca-, la gente como nosotros no puede eludir ese tipo de cosas. Siempre hambrientos y sedientos, siempre andando y tan miserables como un perro. Y sin embargo, si alguien me ofreciera trabajo y una casa bonita, mi estómago enfermaría. ¿Le parezco fuerte? Ya sé que soy un poco pequeño para los años que tengo, pero aquí estoy, yendo de un lado a otro desde hace seis años. ¿Y usted se cree que no estoy muerto? Me ahogué nadando en Margate, y un gitano me clavó un punzón en medio de la cabeza; dos veces he muerto congelado, como usted anoche, y un coche me atropelló en este mismo camino; y sin embargo aquí estoy, caminando a su lado, caminando hacia Londres para luego volver a caminar otra vez de vuelta, y no puedo hacer otra cosa. ¡La muerte! Le digo que no podemos evitarla, aunque queramos.
     El chico se interrumpió con un acceso de tos, y el vagabundo se detuvo a esperar que se recuperase.
     -Será mejor que te pongas mi abrigo un rato, Tommy -dijo, esa tos no parece nada buena.
    -¡Váyase al infierno! -exclamó con ferocidad el chico, dando una chupada al cigarrillo-. Estoy bien. Le hablaba del camino. Aun no está muy deprimido, pero lo estará. Todos estamos muertos, todos los que vamos por el camino, y sin embargo, por una u otra razón, no podemos abandonarlo. Durante el verano flota un aroma delicioso, una mezcla de polvo y heno, y el viento te azota el rostro los días cálidos, y es maravilloso despertar sobre la hierba fresca en una hermosa mañana. No sé, no sé... -de repente se tambaleó y el vagabundo le cogió por los brazos.
     -Estoy enfermo -murmuró el chico-, enfermo...
     El vagabundo miró a un lado y otro del camino, pero no vio ninguna casa ni a nadie que pudiera prestarles ayuda. Sin embargo, mientras sostenía al muchacho en mitad del camino, dudando sobre lo que iba a hacer, apareció un coche que se acercaba en la distancia, avanzando sin dificultad por la nieve.
     -¿Qué sucede? -dijo con calma el conductor al parar el vehículo-. Soy médico.
     Examinó con atención al muchacho y escuchó su respiración fatigosa.
     -Neumonía -dijo-. Lo llevaré al hospital, y también a usted, si lo desea.
     El vagabundo pensó en el asilo y negó con la cabeza.
     -Prefiero caminar -dijo.
     El muchacho parpadeó débilmente mientras le subían al coche.
     -Te veré pasado Reigate -susurró el vagabundo-. Seguro que sí.
     Y el coche desapareció en la distancia blanca del camino.
     Durante toda la mañana el vagabundo anduvo chapoteando por la nieve semiderretida, y al mediodía pidió un poco de pan en una granja y se escurrió dentro del solitario granero para dar cuenta de él. Allí se estaba caliente, y después de comer se quedó dormido sobre el heno. Cuando despertó ya había oscurecido y volvió a ponerse en marcha, andando penosamente por el camino cubierto de nieve y barro. 
     Pronto dejó atrás Reigate, y a tres kilómetros una figura, una frágil figura, apareció de entre la oscuridad y se puso a su lado. 
     -¿Va usted de camino, jefe? -dijo una voz ronca-. En ese caso podría hacer un trecho con usted, si no va demasiado rápido. Se siente uno muy solo caminando sin compañía a esta hora del día. 
      -¡Pero... la neumonía! -gritó horrorizado el vagabundo.
     -He muerto en Crawley esta mañana -dijo el muchacho.





Richard Middleton
En "El buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros"
Editorial Valdemar
Traducción Jose María Nebreda

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