sábado, 17 de octubre de 2020

El NIÑO que COMIA LANA - de Cristina Sánchez-Andrade




Lleno de mujeres, niños y tragedias cotidianas está este libro. Tragedias que vienen marcadas por la época y la región -una Galicia aldeana en la postguerra, aunque en algún relato ya aparece la Xunta-. Vidas que vienen marcadas por la miseria y la vulnerabilidad.

Entre dos citas que tiene el libro creo que se puede acotar su territorio. La que abre el volumen reza así: "Para Galicia y los gallegos «que se acomodan en todos los climas, pero no dejan de soñar con la pequeña patria lejana»". Mientras que el cuento Matilde está encabezado por una cita de la ensayista Elaine Scarry: “El dolor no tiene voz pero cuando encuentra una, comienza a contar una historia”. 
Ahí está el meollo. 
Gentes gallegas, muy pegadas a su tierra, viviendo en condiciones muy duras, casi sórdidas; pero cuya íntima palpitación rescata Cristina Sánchez-Andrade para contarnos su historia a veces macabra, a veces grotesca, muchas veces conmovedora.


En el estilo y los personajes está la clave del libro. Personajes vivos y entrañables como la pícara y ensoñadora Manuela, que abandona a sus hijos para irse a Cuba; la descarada Faustina que acaba redimiéndose amamantando a los supervivientes de un naufragio; Puriña, la astuta “niña reptil” que camina reptando y tiene seis dedos, pero con su carita angelical llama la atención de la señora del pazo o la anciana Faustina, que en un rapto senil se escapa al bosque para enterrarse hasta las axilas y pedir confesar un pasado que he tenido de todo.

Son relatos muy pegados al terruño, como reza la dedicatoria, y por multitud de páginas afloran los olores de la pobreza y el infortunio. Olores a cuerpos viejos o enfermos, a casas húmedas, a meados y restos de comida rancia. De tal modo los olores impregnan las páginas que cuando Manuela das Fontes llega a La Habana piensa que "olía a mar y no a aceras fregadas, ni a sopas de fideos". También cuando el marqués llega con su Hispano-Suiza a la casucha del pobre anciano al que extorsiona, leemos
"La mezcla de elegancia con desaliño, de guarrería con nobleza, no era lo peor. Ni siquiera el ojo de mentira. Lo peor de todo era el olor, que incluso llegaba a donde estábamos nosotros. Olor a sucio, a agua de fregar. Olor de carne añosa, olor a charca de rana".
Y aun en el relato Melocotones en almíbar encontramos: "Nada más hacerlo, un tufo indescriptible, mezcla de suciedad y podredumbre, se propaga por toda la habitación. Es el olor de cosas putrefactas en el fondo de cubos de basura, el olor a desagües atascados, a huevos podridos y ropa meada".

Todo ello conforma una atmósfera de pobreza y miseria que no hace más que avisarnos de la llegada de su inseparable compañero, el resentimiento moral. Porque la locura y la maldad también hacen acto de presencia en estas vidas quebradas, hasta el punto de que el libro podría verse como un tratado literario sobre la crueldad y los olores de la miseria. Así ocurre con la infeliz tía de El niño que comía lana, que mira con inquina al cordero que obtiene el amor y el abrazo del niño huérfano. O los niños que matan a su abuelo por haber dejado morir a su padre, topo escondido de las represalias políticas tras las paredes de la alacena.

















Los quince relatos mantienen un gran nivel. Muy bien escritos y mejor planteados, a cada uno la escritora gallega ha sabido darle el punto de vista y el contrapunto adecuado. Hambre toma la forma de una declaración informal y desordenada ante el juez, relatando un naufragio de emigrantes y la desesperada supervivencia en un bote a la deriva de siete mujeres y nueve hombres
El hambre, señor juez, es algo parecido a la culpa; el ratón que roe la conciencia o la termita que carcome la madera. Es una voz en la que resuenan mil voces y a la que se atribuyen muchas cosas: vergüenza, dolor y cólera. Pero lo más importante del hambre es su tenacidad. El hambre, como la culpa o como el mar, no duerme nunca.
¿Ha oído usted alguna vez cómo suena?
El contrapunto de este relato terrible es conmovedor y magistral.
Este grupo de náufragos se despegaban de su tierra para buscar una vida mejor, lo mismo que la pícara Manuela das Fontes, madre de siete hijos a los que decide abandonar para irse a América como ama de cría. La travesía por el Atlántico la irá cambiando de forma drástica. La historia de Manuela tiene continuación en otro relato terrible y evocador, La niña del palomar, donde muchos años después, escribe una carta de confesión al último hijo que tuvo y las extrañas circunstancias de su concepción.

De entre los quince relatos me gustan especialmente Manuela das Fontes, El niño que comía lana, La libertad del escarabajo, Puriña y Hambre. La libertad del escarabajo es quizás el más sórdido y el que se te queda pegado a la memoria como una pústula. En él dos hermanos han de cribar los caminos y zanjas para rescatar de los cadáveres (en los estertores de la guerra civil) todo vestigio con posibilidad de trueque, sobre todo dentaduras postizas...
Emigrantes en el puerto de A Coruña


En La olla exprés se refleja la catadura moral del marqués y la marquesa con una joven discapacitada a la que quieren manipular cada uno para fines muy distintos. En El niño que comía lana el protagonista va perdiendo a todos sus seres queridos y acaba trasladando su amor a un pequeño cordero que la dura vida en la que está inmerso tampoco respetará. El niño, traumatizado, empieza a comer lana vomitándola luego en forma de bolas. Más de treinta años después encontramos de nuevo al niño convertido ya en adulto y metido en trámites con una agencia de contactos para conseguir relaciones con Lolita M. Parker, su "amor impalpable y ultramarino". Una nueva decepción sentimental que le devuelve al gusto áspero de la manta que guarda desde su infancia: "Qué hambre. Mientras chuperreteo y trago jirones de la manta rosa".

Como se ve hay personajes que recorren varios cuentos y cuya historia tiene continuación. Así ocurre con María das Fontes o con el marqués que aparece en La libertad del escarabajo y posteriormente en La olla exprés. También con el niño al que llevan a extraerle las  amígdalas en Las amígdalas de Pepín, que reaparece más tarde, ya chocheando con noventa años en Melocotones en almíbar. Continuidad en la vida y en el sufrimiento. 

Entretejidos de miseria, vileza, sexo, codicia, engaños y desengaños mas unos toques grotescos y un humor muy particular, estos quince relatos ásperos y hermosos siempre encuentran la palpitación de una vida que contar.

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